Romae, in aedibus L. Caesaris, a. D. V Id. Mart., hora decima.
Roma, casa de Lucio César, 11 de marzo, tres de la tarde.
César salió del baño y se sometió al masaje en la pequeña sala termal de la casa de su hermano Lucio, en el Aventino. Antistio estaba sentado delante de él con un paño de lino envuelto en torno a los riñones y una toallita sobre las rodillas.
El masajista, un tracio de imponente complexión, lo aferró por los hombros y tiró hacia atrás haciéndole enarcar la espalda. César reprimió un gruñido de dolor.
—¡Ah! Mi espalda no mejora —dijo—. Es más, me pregunto cómo podré cabalgar cuando mande al ejército en Oriente. Antistio levantó la cabeza de sus apuntes:
—Demasiado cabalgaste ya durante las pasadas campañas, por eso te duele la espalda.
—Sobre todo durante la campaña de Egipto —rio burlonamente el masajista—. ¡Se dice que en ese país cabalgaste una yegua indomable que te puso a dura prueba! —Y dejó caer al paciente, en posición de decúbito prono, en el pequeño lecho.
—¡No digas tonterías, idiota! —lo hizo callar César—. Y haz tu trabajo si es que sirves para ello.
El tracio reanudó el masaje de los músculos de los hombros, luego los de la columna, untándose las manos de vez en cuando con aceite de oliva perfumado de una escudilla. El ambiente estaba saturado de vapor y Antistio sudaba copiosamente, pero seguía anotando en su tablilla.
César levantó la cabeza y lo miró de arriba abajo:
—¿Qué escribes, Antistio? —preguntó.
—Nombres.
César hizo una indicación al masajista, que se retiró tras recoger sus útiles:
—¿Nombres? ¿Y de quiénes?
Antistio dudó un momento y respondió:
—De mis pacientes. Anoto sus enfermedades, las mejoras de las terapias, las recaídas…
—Aunque es creíble —replicó César—, presiento que mientes.
Antistio tuvo un sobresalto apenas perceptible, pero continuó escribiendo en la tablilla:
—¿Quieres leerlo?
César se levantó para sentarse en el pequeño lecho y lo miró fijamente con sus ojos grises de halcón sin conseguir atrapar su mirada:
—Es como en el juego de los dados, ¿no? Me desafías a ver tu juego. Pero para ver tengo que apostar de nuevo. ¿Qué quieres, Antistio, para alzar el cubilete de los dados?
—Nada, César. No vale la pena volver a apostar porque no hay nada importante que ver.
—Entonces… paso —dijo César apartando la mirada hacia un fresco desgastado por la humedad en una pared. Representaba a Penteo desgarrado por las bacantes.
Hubo un largo silencio tan solo roto por el chillido desapacible de una gaviota que pescaba en el río.
Entró Silio y se le acercó:
—Los invitados estarán todos presentes —dijo—. Y hay un mensaje para ti.
—¿Noticias de mi… báculo? —preguntó César. Silio meneó la cabeza mientras Antistio decía:
—Te duele la espalda, pero no necesitas el báculo, César. Aún no. Y si sigues mis prescripciones no habrá necesidad todavía de él por un tiempo.
César se levantó, se puso la túnica militar de faena y siguió a Silio ante la mirada perpleja y meditabunda de Antistio. Se dirigieron hacia la Domus Publica.
—Lamentablemente no tenemos más noticias de Publio Sextio. Pero ¿por qué te preocupas tanto? —preguntó Silio—. Recibiste ya la noticia importante que te urgía. ¿Para qué necesitas otra?
Y se notaba casi un tono de celos en sus palabras.
—Tienes razón, Silio, pero en este período siento la necesidad de estar rodeado de personas de plena confianza y Publio Sextio es una de ellas. En este momento quisiera que estuviese aquí.
Cuando llegó su primer mensaje pensé que llegaría también él al poco. No es normal que no haya llegado aún.
Una vez en la Domus, Silio se dirigió hacia el escritorio y le indicó una bandeja de plata en la que estaba el minúsculo estuche cilíndrico de cuero sellado que acababan de entregarle. Tenía un aspecto raído. César sonrió. Y en su mente resonaron dos palabras:
«¡Toma, desalmado!» Obsesivamente.
«¡Toma, desalmado!»
«¡Toma, desalmado!»
Resonaban con la voz de Catón, que se había suicidado en Útica. Su pesadilla, el fantasma implacable que lo perseguía como unas Erinias. Y, sin embargo, aquellas palabras evocaban una situación más cómica que trágica. Había sucedido veinte años antes, en el Senado. Catón lo señalaba por estar conchabado con Catilina y los acusados de atentar contra el estado, y, mientras seguía hablando, César recibió un rollo dentro de un estuche muy similar al que yacía ahora sobre su mesa. Catón se dio cuenta y gritó:
—He aquí la prueba. ¡Éste impúdico recibe instrucciones de sus cómplices en esta misma sala!
Él, sin pestañear, había pasado directamente el rollo al indignado orador que, al abrirlo, se encontró en la mano una tórrida carta de amor de su propia hermana Servilia que daba una cita a César en su casa, en ausencia del marido. Una prosa muy expresiva que no dejaba margen a la imaginación. Catón se la tiró a la cara gritando: «¡Toma, desalmado!».
César se dio cuenta de que había pronunciado realmente aquellas palabras cuando vio la expresión estupefacta de Silio.
—No te preocupes —dijo—, es mi enfermedad. A veces los recuerdos se convierten en el presente y el presente se desvanece como un recuerdo lejano. Vivo en la incertidumbre, Silio. Y tengo aún muchas cosas que hacer. Muchas cosas. Pero ahora déjame. Vete.
Silio se alejó de mala gana.
César rompió el sello con la punta de un estilo y abrió el estuche que contenía un minúsculo rollo de pergamino con unas pocas palabras trazadas con una caligrafía que conocía bien. Sonrió de nuevo y guardó el mensaje en un armario, que cerró con llave.
Pasó al vestíbulo de su dormitorio, dejó la túnica de faena y se vistió con esmero cogiendo del arcón un traje nuevo.
En ese momento entró Calpurnia. Un rayo de sol le iluminó de perfil los ojos oscuros. Tenía treinta y tres años y conservaba la gracia inmadura de muchacha de campo.
—¿Qué haces? ¿Por qué no pides que te ayuden?
—No lo necesito, Calpurnia. Estoy acostumbrado a vestirme solo.
—¿Qué te pasa?
—Estoy preocupado. Es normal en un hombre de gobierno.
Calpurnia lo miró a los ojos.
—¿Sales?
—Sí, pero no voy lejos. Estaré de vuelta para cenar.
César sintió un arrebato de afecto por la mujer con la que se había casado por razones de estado y que hubiera debido y querido darle un hijo. Sintió la humilde melancolía de su esposa pesarle por primera vez en el corazón. Calpurnia había sido una mujer intachable, por encima de toda sospecha, como debía ser la mujer de César, y también lo quería. Tal vez incluso lo amaba.
—¿Quién te acompaña?
—Silio, me acompaña Silio. Avísale de que me espere en el atrio.
Calpurnia se alejó con un suspiro.
César terminó de vestirse, se ajustó la toga encima del hombro como era costumbre hacer; luego bajó las escaleras.
—¿Adónde vamos, comandante? —preguntó Silio.
—Al templo de Diana, en el Campo de Marte. Pero tú quédate en las cercanías de la Domus.
Pensarán que también estoy yo. Si Calpurnia te ve y te pregunta algo, dile que he cambiado de idea.
Es un bonito paseo, me hará bien después del masaje.
—Ésta salida tiene que ver con el mensaje que he traído?
—Sí.
César no dijo nada más y Silio no hizo más preguntas.
Caminó hasta el templo, siguiendo sus pensamientos hasta llegar al santuario. Entró en el edificio vacío y silencioso por una puertecilla y fue a sentarse en un banco pegado al muro perimetral, a la izquierda de la estatua de la diosa. No había pasado mucho rato cuando en la luz de la entrada se recortó una figura femenina con la cabeza cubierta por un velo. La mujer avanzó con paso sostenido hasta la efigie de Diana: una bella estatua de mármol griego que representaba a la diosa en túnica corta, arco y aljaba. La mujer depositó en el pebetero algunos granitos de incienso.
César salió de la sombra deteniéndose detrás de una columna:
—Servilia…
La mujer se descubrió la cabeza. Era aún encantadora, aunque cincuentona ya. Los costados resaltaban bajo su alta cintura, y el traje escotado dejaba entrever un pecho fuerte y firme. Solo el rostro revelaba los signos de muchas emociones pasadas:
—¿Quién si no? —respondió ella—. Hacía tiempo que no te veía…, demasiado. Tenía ganas de verte.
—¿Tienes algo que decirme?
Se acercaron los dos el uno a la otra hasta que sus rostros estuvieron tan próximos que su respiración se confundía. Servilia dudó antes de responder:
—Quería despedirme, pues no sé si tendré otra ocasión de hacerlo. Corre el rumor de que estás completando el reclutamiento de tus fuerzas para la expedición a Oriente. No sé si conseguiré verte antes de que partas. Tienes muchas obligaciones, muchos deberes que atender, por lo que tu amiga ha querido verte.
César le cogió la mano y se quedó casi contemplándola con la cabeza inclinada durante unos largos momentos. Luego alzó la mirada:
—Otras veces he estado ausente largo tiempo y no has sentido la necesidad de decirme adiós.
¿Por qué ahora?
—No lo sé. Afrontas una empresa descomunal que te mantendrá lejos quién sabe cuántos años.
Yo no soy ya una muchacha. Podrías no encontrarme a tu vuelta.
—Servilia… ¿por qué evocas presentimientos infaustos? Tengo yo más probabilidades que tú.
Necesito paz, pero me atormentan visiones espantosas, siento frío… a veces… a veces tengo miedo.
Servilia se le acercó de nuevo, ahora las puntas de su seno rozaban el pecho de él:
—Me gustaría tanto darte calor, como hacía en otro tiempo, cuando me amabas, cuando no podías prescindir de mí, cuando… era tu obsesión. Me preocupa que tengas miedo de partir para la guerra. Nunca lo has tenido.
—No tengo miedo de partir…, tengo miedo de no partir.
—No comprendo.
—¿De veras no comprendes?
Servilia bajó los ojos en silencio. César rozó con los dedos la gran perla negra engastada entre los senos de ella, un regalo suyo de fabuloso valor que ella lucía siempre en sus salidas públicas como un soldado luce una condecoración. Se lo había mandado el día en que él se casó con Calpurnia para que comprendiese que su pasión era inmutable.
—Yo quiero partir, irme. Ésta ciudad me abruma, la siento enemiga.
Servilia lo miró con ojos relucientes:
—Cuanto mayor es tu poder, mayor es la envidia, cuanto mayor es tu valor, mayor es el odio. Es algo inevitable. Siempre has vencido, César, vencerás también esta vez.
Le rozó los labios con un beso y se encaminó hacia la puerta.
—Espera.
La palabra se le escapó de los labios.
Servilia se volvió.
—¿No hay… nada más que quieras decirme?
—Sí, que te amo, como siempre y para siempre. Buena suerte, César.
Se fue. Él apoyó la cabeza en una columna con un profundo suspiro.
La figura de Servilia atravesaba ahora la luz del sol que resplandecía, rojo en el vano de la puerta. Estuvo a punto de disolverse en el halo dorado del crepúsculo, pero se detuvo y, sin darse la vuelta, dijo:
—Haz caso de los avisos de los dioses. No los ignores. Esto es lo que siento que debo decirte.
Adiós.
Se esfumó.
César se quedó reflexionando sobre estas palabras que sonaban misteriosas en boca de Servilia.
Ella sabía qué poco creía en los dioses y en sus avisos. ¿Qué había querido decir?
Salió por la puertecilla secundaria y tomó en dirección al Tíber. Servilla había desaparecido, no se la veía por ningún sitio. Dos mendigos le pidieron limosna sin reconocerlo, un perro corrió detrás de él meneando la cola durante un rato, luego se detuvo jadeando, agotado por el hambre.
Más adelante, a la derecha, cerca de la orilla del Tíber, se veía un oratorio, un antiquísimo edículo con la imagen de un demonio etrusco erosionada por el tiempo. Como por arte de magia, mientras se acercaba, salió de detrás del pequeño edificio una figura con un embozo gris, un hombre de mediana edad con el pelo desaliñado y pegoteado, las sandalias descosidas, un bastón apretado por la empuñadura del que pendían tintineantes unos pequeños discos metálicos. Lo reconoció: era un augur etrusco de antigua y noble familia, los Espurina, que llevaba una vida modesta y vivía de la voluntad de los fieles y los que le consultaban para conocer lo que les reservaba el futuro. César lo había visto asistir muchas veces a las ceremonias presididas por él y a veces le había invitado a escrutar las entrañas de las víctimas sacrificadas para extraer un auspicio.
Hizo ademán de acercarse y saludarlo, pero él le previno, se le acercó y, mirándolo fijamente a los ojos con una mirada trastornada, bisbiseó:
—¡Guárdate de los idus de marzo!
César esbozó una pregunta: «Pero ¿qué…?». No le dio tiempo de terminar. También Tito Espurina había desaparecido como un fantasma.
Turbado por aquellas palabras, César vagó largo rato por la ciudad tratando de comprender el significado, mientras que Silio, trastornado por su prolongada ausencia, estaba a punto de mandar a sus hombres a buscarle porque si le hubiese sucedido algo no se lo habría perdonado nunca.
Cuando estuvo cerca de la isla Tiberina, César fue sacudido por el toque de una trompeta que lo obligó a volver a la realidad. La señal del primer cambio de guardia en el cuartel general de la Novena legión. Prosiguió a buen paso y alcanzó a Silio en las cercanías del templo de Saturno un momento antes de que mandasen a un millar de hombres a poner patas arriba a toda la ciudad.
Calpurnia, avisada de que había vuelto, salió corriendo a su encuentro entre lágrimas.
César miró a su alrededor, desconcertado:
—Pero ¿qué está pasando? —dijo con cierta irritación en la voz.
—Temíamos por tu vida, comandante —contestó Silio—. Ha pasado un buen rato desde que nos separamos.
César no respondió.
Viae Flaminiae Minoris, Caupona ad sandalum Herculis, a. d. IV Id. Mart., ad initium tertiae vigiliae.
Vía Flaminia menor, posada La Sandalia de Hércules, 12 de marzo, comienzo del tercer turno de guardia, pasada la medianoche.
El jinete llegó a paso sostenido de andadura por el camino nevado. Estaba aterido de frío. Al lado de la vía se abría un amplio claro con un edificio de piedra y las tejas de pizarra, delante un muro cuadrado delimitaba el patio. A la derecha, una vasta techumbre de madera y un suelo de paja ofrecían resguardo a caballos y bestias de carga. Encima de la entrada principal pendía una enseña con una gran sandalia que daba nombre a la posada. El lugar parecía desierto. El hombre desmontó del caballo y pasó por debajo de la antorcha que iluminaba la entrada y la luz mostró el rostro chupado y la barba hirsuta de Publio Sextio el Báculo. Aguzó el oído: del interior del patio llegaban rumores, voces quedas.
Publio Sextio ató el caballo a una anilla de hierro que colgaba del muro y luego llamó al portón con la empuñadura de la espada, una, dos, tres veces, sin obtener respuesta; pero la puerta se abrió y pudo ver en el interior a un corrillo de personas con unas lucernas en la mano reunidas en torno a algo junto al establo. Cuando se acercó notó que un riachuelo de sangre agrumada pasaba por entre sus piernas y manchaba de rojo la capa de nieve que cubría el terreno.
Publio Sextio se abrió paso entre el pequeño grupo de gente y se encontró frente al cuerpo de un hombre, boca abajo e inmóvil con la cara sobre el estiércol, y una amplia herida en la nuca, de la que seguía chorreando una sangre oscura y humeante. Llevaba un traje de lana gris desgarrada por varios puntos manchados también de sangre coagulada. Las heridas en los brazos y en las manos indicaban que se había defendido como un león.
Dominado por un sombrío presentimiento, Publio Sextio se acercó y se arrodilló delante del cuerpo inerte y rígido, hizo una seña a uno de los presentes de que acercara una lucerna y le dio la vuelta.
Era el Descargador. ¿Cómo había llegado antes que él? Sin duda por el atajo que solo él conocía y que lo había llevado justo a tiempo a la cita con la muerte.
Sus manos grandes como palas tenían las palmas callosas, y era cejijunto; la barba hirsuta y los hombros de luchador no dejaban lugar a dudas respecto a su identidad.
Ahora no era más que un pobre cuerpo inerte.
Publio Sextio sintió que la ira le henchía las venas del cuello y aceleraba los latidos de su corazón. Se volvió hacia los presentes y, girando el busto, se irguió en toda su maciza imponencia apretando en el puño el báculo, reluciente y nudoso:
—¿Quién ha sido? —gruñó.
Se adelantó un hombre tímido y gordo, de ojos de mirada aguanosa; seguramente el posadero.
—Hará cosa de tres horas han llegado dos tipos del sur. Han pedido que cuidaran de sus caballos y se disponían a partir de nuevo cuando ha llegado este hombre que ha abrevado su caballo y ha pedido que le pusiera forraje y cebada. Ha pedido también que le llevaran algo de comer al establo, porque pensaba irse enseguida. Me ha parecido que los otros dos intercambiaban una mirada de entendimiento…
Publio Sextio, que le sacaba la cabeza, se le acercó:
—Continúa —intimó.
—Deben de haber ido detrás de él. Lo ha descubierto el mozo de cuadras al ir a cambiar la paja a los animales y ha venido corriendo a avisarme. Al llegar nosotros estaba ya frío. Luego has llegado tú.
Publio Sextio miraba a su alrededor como si buscara algo que destrozar con su báculo, pero solo veía expresiones de extravío, rostros lívidos de frío y de miedo.
—Nosotros no tenemos nada que ver, centurión —dijo el posadero que había reconocido el nudoso símbolo del grado de Publio—. Puedo asegurártelo. Si quieres, hago un informe escrito que puedes entregar al juez, abajo en el pueblo.
—No tengo tiempo —respondió con brusquedad Publio Sextio—. Dime cómo eran esos dos.
—Gente de aspecto poco recomendable, jetas patibularias, probablemente asesinos a sueldo. Éste hombre no llevaba nada de valor encima. Y nada parece que le hayan robado de la alforja atada a los arreos del caballo, aunque es evidente que la han registrado. Seguramente buscaban alguna cosa.
Montaban unos buenos caballos, iban bien vestidos y equipados, llevaban calzado de buena factura y de recio cuero.
—¿No has observado ningún detalle especial?
—Uno tenía un costurón en la mejilla derecha, de unos diez o doce puntos, una vieja cicatriz, el otro era peludo como un oso y tenía los dientes superiores más entrados que los interiores. Parecían gladiadores.
—Eres un buen observador —dijo Publio Sextio.
—No me queda más remedio si quiero sobrevivir en mi oficio.
—¿Por qué parte está la barca del Arno?
—Por ahí —contestó el posadero indicando un camino que descendía hacia el valle—. Se puede llegar en un par de horas y quizá también pasar si consigues despertar y convencer al barquero.
—Puedes cambiarme el caballo? —preguntó Publio Sextio—. El mío está agotado. Pero es un buen animal, en pocos días estará recuperado y podrás utilizarlo.
—Está bien —respondió el posadero—. ¿Puedes pagar el recargo?
—Sí, si no es demasiado gravoso. He de dejarte algo también para enterrar a este pobre.
Publio Sextio, en pocas palabras, llegó a un acuerdo para pagar la cantidad por el cambio de caballo y las modestas honras fúnebres para el Descargador. El cansancio y los calambres le atenazaban los miembros y tenía ampollas en la parte interna de los muslos por el incesante movimiento del cabalgar, pero apretaba los dientes. Había superado otras muchas pruebas. Al cabo de un rato se dio cuenta de que el camino descendía y antes del amanecer oyó el murmullo del río que discurría hacia abajo delante de él.
In MonteAppennino, ad rivum vetus, a. d. IV Id. Mart., tercia vigilia.
Montes Apeninos, en el viejo río, 12 de marzo, tercer turno de guardia, una de la mañana.
Rufo, que se había liberado no sin problemas del celo de Carbón, había tratado de recuperar el tiempo perdido yendo lo más rápido posible por un atajo que conocía a través de un bosque de castaños. Era una vereda bastante cómoda de tierra batida por el paso de gran número de ganados que le permitía mantener un buen ritmo. De tanto en tanto se golpeaba contra un tronco y una gran capa de nieve caía sobre su cabeza o sobre el lomo del caballo, pero enseguida reanudaba la carrera.
La nieve no pisoteada seguía reflejando luz suficiente y se acordaba de que dentro de no mucho tenía que asomar la luna. Pensaba en Vibio, que en aquel momento corría igual de rápido hacia la vía Flaminia para atravesar en sentido transversal Italia. Siempre había llegado antes que su compañero y quería ganarle también esta vez.
Un ave nocturna, quizá un mochuelo, lanzó su inútil canto en la inmensidad silenciosa de la montaña y Rufo murmuró un conjuro.