11

Ad fundum Quintilianum, a. D. V Id. Mart., hora duodecima.

Villa de Quintiliano, 11 de marzo, cinco de la tarde.

—Por fin te has despertado, creía que no volverías a abrir los ojos.

Mustela se volvió hacia el lado de donde provenía la voz y se encontró con la mirada de un hombre robusto, de expresión firme y decidida. Un militar, a primera vista.

—Es una imprudencia que reveles tu nombre en código a un siervo y más aún que te veas conmigo en mi casa —dijo.

Mustela trató de incorporarse sobre los codos, pero el esfuerzo le arrancó un quejido y una mueca de dolor deformó su rostro.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Olvídate de la hora y respóndeme.

—No tenía otra salida —dijo Mustela—. Mira cómo estoy y lo comprenderás. Tus hombres me iban a arrojar a un pozo negro. No habría sido una bonita muerte, ni siquiera para alguien como yo.

—De todas formas es peligroso tenerte aquí y es mejor que te vayas. ¿Qué quieres?

Mustela volvió la mirada hacia la ventana:

—Es tarde —dijo.

—La hora duodécima aproximadamente.

—Oh dioses, he arriesgado la piel por nada. Debíais despertarme, ¿por qué no lo habéis hecho?

—Pero ¿es que te has bebido los sesos? Te han cosido, por si no te has dado cuenta aún, con aguja e hilo. Llegaste más muerto que vivo, no quedaba otra alternativa.

—Óyeme. Dos hombres, quizá tres o cuatro, no lo sé con seguridad, están tratando de llegar a Roma por itinerarios distintos para impedir que se haga justicia. Pesqué unas pocas palabras en una mutatio de la vía Emilia y reconocí a uno de ellos. Era Publio Sextio el Báculo. ¿Sabes quién es?

El hombre se encendió de súbita ira:

—Por supuesto que lo sé. Es un maldito hijo de perra, de duro pellejo.

—Entonces, detenlo y detén también a los demás.

—Admitamos que ello sea posible, que estemos aún a tiempo. ¿Cómo podré parar a los otros?

No sabes cuántos son, ni siquiera quiénes son. Me pides un milagro.

Mustela se levantó por fin para sentarse en el borde de la cama:

—El hecho de que Publio Sextio se haya ido tan rápidamente y haya lanzado a otros mensajeros significa que quiere impedir lo que está a punto de ejecutarse. Luchamos contra el tiempo. Si llegamos los primeros viviremos, si llegamos en segundo lugar moriremos y con nosotros la libertad de la República.

El oficial meneó la cabeza:

—Déjate de la libertad de la República. Te conozco demasiado bien. Sígueme, si puedes.

Salió de la estancia y se encaminó hacia el peristilo, seguido por Mustela, que andaba como podía apoyándose en la pared. Entraron en un cuarto del otro lado del jardín interior: el escritorio del dueño de la casa, este abrió un armario, sacó un rollo y lo desplegó sobre la mesa. Era un mapa aproximativo de los caminos entre la Cisalpina y Roma.

—Si tanta prisa tienen, tomarán sobre todo los caminos más rápidos, por lo que no será imposible interceptarlos… —recorría con el dedo las líneas negras que simbolizaban las vías consulares—, en la Cassia… en la Flaminia.

—Además, parece que en las montañas hace un tiempo de perros y que algunos desfiladeros están bloqueados por la nieve. Esperaba a unos correos que llevan casi un día de retraso. Así que a ellos no les irá mejor, al menos eso espero. —Alzó los ojos de los caminos del imperio mirándole fijamente a los suyos—: Aparte de Publio Sextio, ¿has visto a otros?

—Sí —respondió—. A un hombre robusto, no muy alto, de barba entrecana, manos enormes, como garras de oso, cejijunto.

—Está bien. ¿Y qué más? Dame al menos algún indicio. Mustela meneó la cabeza:

—¿Y cómo? No tengo la más remota idea, pero pienso que por ahí pueden haber al menos dos o tres correos, si no más. De todos modos, aun suponiendo que recurran a los caminos principales, al menos en la última parte de su recorrido, deberán dar garantías y disponer de fuertes sumas de dinero para los posaderos si quieren conseguir que les cambien de caballos.

—Pero no serán los únicos. Corremos el riesgo de cargarnos a quien esté desarrollando cualquier otra actividad, incluso comercial.

—Es un riesgo que hemos de correr y en cualquier caso sí tienen un signo distintivo.

—¿Cuál?

—Las prisas. Unas malditas prisas. Nadie puede tener más prisas que ellos. Se les puede reconocer por eso.

—Podría mandar unas señales luminosas.

—Son mensajes demasiado elementales y, en cualquier caso, es mejor que no, puesto que las conocen. Son informadores, miembros también ellos de la organización y, si yo estoy aquí, ellos como mucho están aún en la montaña, desde donde pueden verlos perfectamente.

—Quizá tengas razón. Entonces repartámonos las tareas.

—Yo tomaré por la vieja pista etrusca —dijo Mustela.

—Nosotros por las otras —concluyó el oficial.

Mustela cayó en la cuenta de que hasta ese momento no le había dicho su nombre. Pero formaba parte del juego. Había observado, sin embargo, en las paredes unos recuerdos y en un rincón una panoplia que permitían reconocer en el dueño de la casa a un veterano de Pompeyo. Probablemente había luchado en Farsalia. Era uno de esos tipos duros que no se habían rendido nunca y que no habían pedido el perdón de nadie. Seguramente estaba en contacto con los partidarios de Pompeyo incluso en el bosque. Haría cuanto estuviera en sus manos para impedir la carrera afanosa de los correos hacia Roma.

—Necesito un caballo —dijo Mustela.

—Estará listo en unos momentos. Pero ¿estás seguro de querer ir? Has perdido mucha sangre.

Estás maltrecho, los puntos podrían no aguantar.

—Tengo que respetar un contrato. Y si cumplo con éxito mi cometido hasta podría retirarme de este oficio. Ya no tengo edad para determinados excesos. Pero tienes razón: si cabalgo, soy hombre muerto. Dame un vehículo ligero con un par de caballos. Unas pocas provisiones y una o dos mantas.

—Como quieras —respondió el oficial.

Lo llevó al establo, donde eligió dos animales robustos y los hizo enganchar a un coche de viaje.

Mustela subió a él mientras un siervo cargaba lo que había pedido.

—¿Qué camino vas a tomar? —preguntó el propietario de la villa.

—Me dirigiré hacia la Cassia, pero puede también que, de camino, siga mi olfato —respondió el informador—, por eso me llaman Mustela.

Apenas estuvo todo listo dio una voz a los caballos, les tocó el lomo con las bridas y cuando ya partía preguntó:

—Dime una cosa, ¿por qué le llaman el Báculo?

—¿A Publio Sextio? —replicó con una sonrisa sarcástica el señor de la villa—. Solo te deseo que no lo descubras por ti mismo.

—Haz partir enseguida a los otros —dijo Mustela poniéndose en camino—, no hay tiempo que perder.

Desapareció al fondo del pequeño paseo que salía de la villa hacia campo abierto.

Se había levantado un molesto viento de tramontana que había acariciado la ladera helada de los Apeninos y atería los miembros hasta la médula de los huesos. Mustela, aunque flojo y con la mente débil, se sentía reanimado por el descanso, los cuidados y la comida que había recibido y también por el hecho de disponer de un vehículo en el que, en caso de necesidad, podía tumbarse y descansar o incluso pasar la noche. Mientras se adentraba en la llanura directo al sur pensaba que en el fondo había pasado por otras situaciones de aquel tipo, o quizá peores, y que esa sería la última, si le salía todo bien.

En la villa el oficial llamó a reunión a sus hombres: un par eran sus escoltas y provenían de la escuela de gladiadores de Ravena, otros dos habían servido en su unidad durante la guerra de África, un quinto llamado Decio Escauro era el mayor de sus veteranos y había servido también en el ejército de las Galias a las órdenes de César. Los reunió en el peristilo y los arengó.

—Escuchadme. Vuestro cometido es interceptar a unos hombres que se mueven por los caminos que llevan a Roma desde la Cisalpina. El más peligroso tiene un nombre y un apodo: Publio Sextio el Báculo. Es un centurión de la Duodécima, un bastardo con siete vidas como los gatos. ¿Alguien lo conoce? Es un hombre bastante famoso.

Decio Escauro alzó la mano:

—Yo servi en la Duodécima antes de ir a África contigo, mi comandante. Lo conozco.

—Bien. Pues entonces irás con ellos. —E indicó a los otros dos veteranos—. El hombre que acaba de partir recorrerá probablemente el mismo camino, pero no sé cuántas probabilidades puede tener de conseguirlo. Lo más importante es parar a los mensajeros. En cuanto a vosotros dos… —dijo vuelto hacia los gladiadores— …le reconoceréis fácilmente aunque no le hayáis visto nunca. Es de unos cinco pies y un palmo de alto, cuello de toro, rasgos como cortados a hachazos. Está lleno de cicatrices y lleva siempre en la mano su maldito báculo. No hagáis tonterías. Si os lo encontráis, apresadle cuando esté desprevenido, por la espalda, mientras duerma. Si os enfrentáis abiertamente con él, no tenéis ninguna posibilidad. Os matará a los siete.

—Eso habrá que verlo —respondió uno de los gladiadores.

—¡Calla la boca, idiota! —le ordenó el comandante—. ¡Haz lo que te digo y basta! Vosotros id por la Flaminia atravesando las montañas, vosotros en cambio —dijo vuelto hacia Decio y sus compañeros— bajad por la Flaminia menor y luego seguid por la Cassia. Normalmente Mustela actúa solo, pero si lo alcanzáis y os pide que lo sigáis, haced lo que os diga. Tenéis que interceptar a gente del servicio de información. Uno es fácil de identificar. Se trata de una especie de energúmeno con unas manos como garras de oso y es cejijunto. Y lo mismo os digo de él: es un tipo duro, probablemente un oficial. Lo quiero muerto antes de que tenga tiempo de hacer un solo movimiento. Hay una cosa que puede ayudaros a identificarlos: todos llevan prisa, comen sin sentarse, no se paran nunca a dormir, acaso duermen de pie como los caballos, una hora como máximo, y luego siguen andando. Quieren llegar a Roma a toda costa. Llevad a cabo esta misión y no os arrepentiréis. Seréis recompensados muy por encima de lo que valen vuestras miserables vidas. Y ahora, moveos.

Los hombres se separaron, cada uno hacia una parte, para preparar los caballos y las provisiones.

Los primeros en ponerse en camino fueron Decio y los dos veteranos. Se lanzaron a caballo por la avenida y, tras llegar al final, doblaron a la izquierda desapareciendo en medio de una nube de polvo.

Los otros tomaron por la parte opuesta. El hombre que habitaba la villa se quedó en la puerta para verlos partir hasta que todos hubieron desaparecido de su vista. Entonces hizo una seña a los servidores de que cerraran y volvió a su despacho para rumiar todo lo que había sucedido en las últimas horas.

Se llamaba Sergio Quintiliano y había luchado contra César en Farsalia, donde había perdido a un hijo en la batalla. De ahí había seguido a Pompeyo a Egipto: estaba en su nave cuando Pompeyo decidió bajar a tierra con la chalupa para ver al rey Tolomeo cuya ayuda esperaba recibir, y había asistido impotente a su asesinato. Había visto al comandante del ejército de Tolomeo, Aquila, desenvainar la espada mientras Pompeyo saltaba de la chalupa y se la hundía en el costado. Una escena terrible que desde entonces continuaba reviviendo en sueños. ¡Cuántas veces se había despertado gritando: «Atento», para darse cuenta amargamente de que no había ya nadie a quien poner en guardia! ¡Cuántas veces había oído los gritos de desesperación de las mujeres a bordo de la nave que había desplegado enseguida las velas para emprender la huida de aquella tierra de traidores!

A continuación se fue a África y se unió a las tropas republicanas de Catón y Escipión Nasica, que habían luchado sin suerte en Tapso contra César. Y, por último, se había batido bajo las enseñas de Tito Labieno en Munda.

El triste balance de tantas batallas era que había perdido a su único hijo y había asistido a la matanza de los suyos.

Siempre había luchado contra otros romanos, por pasión política, por rencor, por sed de venganza, y siempre le había quedado una amargura infinita y punzante, un sentimiento que corroía su ánimo y que le había hecho volverse cada día más despreciable para sí mismo y para el mundo entero.

Se había retirado finalmente a su villa rodeada de cipreses seculares, cuando no le había quedado nada más en lo que esperar y en lo que creer. Rodeado de sicarios, gladiadores y verdugos, a veces se daba el gusto de asestar un golpe a sus adversarios políticos que ahora vivían tranquilos, seguros de haber vencido y de estar a salvo de todo peligro. Lo hacía pagando a sus mercenarios, sin dejarse sorprender nunca. Y, sin embargo, sabían quién era y qué hacía, pero no se atrevían a reaccionar.

Sus protectores estaban lejos, él estaba cerca.

Y era despiadado.

Mustela le había dado una razón para tener esperanza. Tal vez no todo estaba perdido. Bastaba con interceptar un mensaje que corría afanosamente por los caminos hacia Roma y todo sucedería como era justo que así fuese.

Mientras rumiaba sus pensamientos se preguntaba si no sería mejor partir y exponerse personalmente, desafiando la suerte y el peligro de morir en una arriesgada empresa semejante, pero no se decidía. No había puesto el bocado ni las bridas a su caballo panónico, negro también como los cipreses que dominaban la villa; no había una razón concreta, solo parálisis. Estaba tan envenenado que no podía tomar ninguna decisión, ni emprender nada. Únicamente caminar adelante y atrás como un león enjaulado por su casa, de cuyas paredes solo colgaban recuerdos de derrotas y de humillaciones.

Entre ellos, un retrato de Catón, el que después de la derrota de Tapso, en Útica se había quitado la vida para no vivir bajo la tiranía. Estaba representado revestido con la toga mientras arengaba al Senado: también él estaba presente en aquella sesión y había descrito al artista la actitud del gran orador y patriota de modo tan eficaz que la imagen era poderosa y fiel.

Sergio Quintiliano era también supersticioso. En un rincón de la habitación, sobre un pedestal de madera tallada, descansaba una estatuilla de cera que representaba a Cayo Julio César revestido con los ornamentos triunfales: las enseñas de la victoria contra otros romanos, el premio por haber hollado la sangre de sus conciudadanos. La estatua estaba traspasada por unos alfileres que él calentaba en la llama de la lucerna antes de hincarlos en la cera. Sentía como si fuera el hierro hundiéndose en la carne.

Ahora solo tenía que esperar a que sus hombres interceptasen a los mensajeros. No tenía dudas sobre cuál era el motivo de tanta prisa y las palabras de Mustela así se lo habían confirmado, si bien no explícitamente: la conjura para matar a César había fijado el día de la rendición de cuentas. Un día muy próximo aunque aún secreto.

Le parecía mentira: ¡matar… a César!

El pensamiento arraigó en su mente perturbada.

Tenía ante sí una puerta cerrada. La miraba con fijeza.

De repente se levantó, la abrió y se encontró en el pequeño santuario doméstico que había dedicado a su hijo caído, traspasado de parte a parte ante sus ojos en el campo ensangrentado de Farsalia.

Había hecho erigir una estatua, en cuya base había puesto una urna con las cenizas y de vez en cuando entraba en aquel lugar de dolor y pasaba un rato con ella. Le parecía que podía hablarle y oír su voz que le respondía.

Dijo:

—También yo iré esta vez. Seré yo quien te vengue, hijo. Y si fracaso, al menos me reuniré contigo en el Hades. Habré puesto fin a una vida insoportable.

Entretanto había oscurecido. Sergio Quintiliano se dirigió a la sala de armas y se enfundó la armadura con la que había luchado en todas sus batallas, fue al establo, puso las bridas y el bocado al semental negro y lo espoleó.

Poco después se perdió en la negra noche, negro también él de los colores del luto y del odio.

In Monte Appennino, Caupona ad Silvam, a. D. V Id. Mart., hora duodecima.

Montes Apeninos, posada En la Selva, 11 de marzo, cinco de la tarde.

Nevaba aún, con menos intensidad y sin viento, pero casi ininterrumpidamente y el manto de nieve sobre el terreno continuaba creciendo. En el patio de la posada los siervos paleaban la nieve haciendo un montón, desembarazando así la mayor parte del pavimento. El centinela de guardia en la galería vio una figura oscura e imponente avanzar a caballo alrededor de la casa. Mandó llamar al compañero de turno, Bebio Carbón, que montaba la guardia en la verja principal.

—¡Eh, llega gente!

—¿Quiénes son? —preguntó Carbón.

—No lo sé: alguien grueso y macizo, montado en un bonito caballo. Se dirige hacia nuestra parte. Éste es un sitio extraño: uno se está dos días sin ver un alma y luego llegan dos el mismo día.

—Abro, pues.

Carbón abrió la puerta y el jinete entró.

—Estoy agotado y hambriento —dijo—. ¿Hay algo que comer?

—Dentro hay una posada —respondió Carbón—. Si tienes dinero.

El hombre asintió. Confió el caballo al siervo que acudía a toda prisa y le mandó secarlo, cubrirlo con un paño seco y darle cebada. Luego se dirigió a Carbón:

—Un tiempo de perros. Será dura la guardia de noche.

—Uno se las apaña —respondió Carbón.

—¿Pasa mucha gente por aquí?

El hombre obedeció resoplando y se dejó registrar. Unos instantes después Carbón mostró triunfante un cuchillo celta:

—¡Mira! —le dijo a su colega—. Ya te dije que este no me gustaba un pelo y, en efecto, va armado.

—Un montón de gente va por ahí armada en estos tiempos —respondió escéptico el otro.

—Oye, muchacho, aparta la espada y te lo explicaré todo. Carbón llamó a su compañero en voz alta:

—Baja. Tenemos que interrogarlo. Éste hombre es sospechoso y he recibido órdenes de vigilar a los sospechosos.

—¿Has recibido órdenes? Pero ¿qué dices? —preguntó el otro, pero Carbón estaba irrefrenable:

—Muévete, por Hércules!

El prisionero fue atado bajo la amenaza de las armas y conducido al cuerpo de guardia. Carbón encendió un par de lucernas y comenzó diligentemente su trabajo:

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Me llamo Rufo.

—¿Rufo qué más?

—Rufo y punto. ¿Es que no basta?

—No te hagas el listo conmigo. ¿Por qué ibas armado?

—Porque cumplo una misión para el servicio de informadores. ¿Me quieres soltar ahora? Hago exactamente lo mismo que tú: cumplo órdenes del estado y son de la máxima urgencia.

—¿Y yo cómo puedo creerte?

—Escucha, tengo que partir cuanto antes, cada hora que pasa puede ser fatal. He corrido como un loco para ganar algunas horas y tú me estás haciendo perder un tiempo precioso. Si me sueltas, juró que no daré parte de lo ocurrido.

—Debes saber que no estás en condiciones de negociar. Quien decide aquí soy yo —respondió Carbón sin vacilar. Intervino el soldado que montaba la guardia con él.

—Escucha, amigo, a mí me parece que este hombre tiene razón, ¿por qué no le dejas irse?

Interrumpir un servicio del estado está penado con graves castigos.

—Quiero una prueba —insistió Carbón.

Rufo estaba fuera de sí por haber caído tan estúpidamente en las manos de un recluta inexperto y dispuesto a ganarse un ascenso, pero trató de mantener la calma:

—Tengo un distintivo, pero no estoy autorizado a enseñártelo mientras tenga las manos atadas.

Si no me fuese devuelto, sería expulsado del cuerpo. Suéltame y te lo enseñaré.

Carbón masculló unos momentos y luego dijo a su compañero:

—Está bien. Desátalo. Tengo curiosidad por ver dónde tiene ese distintivo. Lo he registrado y no he encontrado nada.

Su compañero así lo hizo desatando las manos al celta gigantesco que sin perder un instante propinó un puñetazo mortífero estampando contra el suelo al pobre Carbón. Al mismo tiempo recuperó en un gesto fulminante la posesión del cuchillo y girando sobre sí mismo como una peonza lo apuntó hacia el cuello del otro antes de que hubiera tenido tiempo de darse cuenta de lo sucedido.

—¿También tú tienes alguna pregunta que hacer? —inquirió.

—No —contestó el soldado—, no, creo que no.

—Está bien —dijo Rufo en respuesta—, pues, si no me necesitáis, me pondré de nuevo en camino.

Saltó sobre su caballo y desapareció en la nieve que caía copiosamente.

Carbón se levantó masajeándose la mandíbula tumefacta. Su oportunidad de gloria se había desvanecido miserablemente.

—Depende.

—Eres persona de pocas palabras, por lo que veo.

—En nuestro oficio se hace más uso de las manos que de la lengua, pero dentro, por si te interesa, hay una puta que hace exactamente lo contrario —respondió Carbón.

—Me temo que no. Llevo prisa. Así que me voy a comer. Nos veremos.

Entró y Carbón lo siguió con la mirada hasta que desapareció detrás de la puerta.

El legionario se dirigió a su compañero:

—Para mí hace demasiadas preguntas ese zopenco.

—Ha preguntado si pasa mucha gente. Solo ha hecho una pregunta. Me parece legítimo.

—Bueno, para mí que ha hecho una de más.

El otro se encogió de hombros y volvió a retomar su puesto de guardia en la galería.

El viandante salió al cabo de cerca de una hora, recogió el caballo y se encaminó hacia el portón.

Antes de montar se dirigió de nuevo a Carbón:

—Escucha, valeroso soldado, ¿has visto algo extraño por estos lugares últimamente?

—¿A qué te refieres? —preguntó Carbón mientras pensaba para sí: «¡Sí, no andaba errado! El centurión estaría orgulloso de mí».

—Quiero decir si has visto a alguien de aspecto extraño, alguien que iba muy deprisa, por ejemplo.

Carbón desenvainó la espada y le apuntó con ella en la garganta:

—No te muevas —gritó—. Extiende los brazos, si haces un movimiento eres hombre muerto.

—Pero ¿qué te crees, pedazo de idiota?

—Otra media palabra y te rajo de arriba abajo como a un cabrito.