Romae, in ínsula Tiberis, a. D. V Id. Mart., hora tertia.
Roma, isla Tiberina, 11 de marzo, ocho de la mañana.
En barca, desde Ostia, Antistio había llegado temprano a su valetudinaria, cerca del templo de Esculapio, y lo había preparado todo para las visitas del día. Se había educado en la escuela hipocrática que atribuía gran importancia a la sintomatología y al historial clínico, y le gustaba la limpieza. Llevaba, por consiguiente, un registro de cada paciente con la descripción detallada de la enfermedad, de la dieta aconsejada, de los remedios aplicados y de los resultados obtenidos. Los siervos recibían unos vergajos si encontraba polvo o cualquier suciedad de otro tipo en los rincones más escondidos y menos visibles de su consultorio.
Por si fuera poco, esperaba a un cliente de la máxima consideración: Artemidoro, de nuevo con problemas de vitíligo.
Uno de los secretos de Antistio era la medicina empírica, una debilidad que no habría confesado ni bajo tortura.
En el curso de su larga práctica del arte médica se había convencido de que las mujeres eran depositarias de una sabiduría terapéutica notablemente superior a la de los hombres, basándose en una simple consideración: las mujeres desde tiempos inmemoriales se habían dedicado al cuidado de los hijos y, como se preocupaban más por la supervivencia de estos que por la suya propia, habían elaborado remedios cuya eficacia experimentaron con seguridad. Dicho de otro modo, no les interesaba lo que provocaba la enfermedad, saber de qué equilibrios o desequilibrios de humores y elementos derivaba, lo que les interesaba era solo una cosa: que no matase a sus hijos y, por tanto, combatirla con remedios válidos.
Los hombres, sin embargo, eran más expertos en cirugía: cortar, serrar, cauterizar, amputar, coser, todas eran prácticas en que conocían, ya porque ellos eran más brutales por naturaleza, ya porque habían tenido que convertirse en expertos en la retaguardia de los campos de batalla, donde, desde tiempos inmemoriales, decenas, cientos de miles de hombres eran mandados los unos contra los otros para matarse, por razones que no habían sido nunca investigadas en profundidad y mucho menos explicadas.
Era así como Antistio se había convertido en el médico personal de Cayo Julio César: demostrando su impasible capacidad de componer los miembros martirizados de los veteranos del campo de batalla y de combatir los peligros ocultos de enfermedades malignas de características pasajeras, aplicando remedios que solo él conocía y cuya composición no revelaba a nadie.
Su asistente le anunció que Artemidoro había llegado para la visita y Antistio le ordenó que lo hiciera pasar inmediatamente. Miró afuera y no descubrió ninguna litera: Artemidoro había llegado a pie.
—¿Cómo van las cosas? —le preguntó apenas lo vio.
—Bah, ¿qué quieres que te diga? Éstos romanos son voluntariosos, no digo que no, pero es una pena. Su acento es insoportable cuando se aplica a los maestros de nuestra poesía. Si además tu pregunta se refiere a mi molestia, sí, mira, aquí detrás en la nuca me parece que hay un nuevo absceso.
—Enseguida lo vemos —dijo solícito Antistio que se puso a observar, despejando el pelo, la parte indicada. Distinguió una pequeña zona enrojecida. Con un gruñido de preocupación, Antistio siguió indagando diligentemente, luego se dirigió al armario de los medicamentos, lo abrió con la llave y extrajo un ungüento que aplicó con sabias fricciones en la nuca del paciente, que al cabo de un rato dio señales de alivio.
—Éste remedio es verdaderamente eficaz —dijo—. No sé cómo darte las gracias. ¿Cuánto te debo?
—Ésta vez nada: justo es que, habiendo habido una recidiva, te haya atendido sin cobrarte nada.
—Esto no puedo permitirlo —respondió Artemidoro e insistió en pagar, pero Antistio se mostró firme.
—Y por si fuera poco —dijo el paciente— he sido curado por el médico de Julio César.
—Cierto que el dictador perpetuo me honra con su confianza —respondió Antistio— y estoy orgulloso de ello. Sinceramente, creo que es porque soy la persona más adecuada para garantizar su salud, al menos por lo que a mi competencia se refiere, el resto está… en manos de los dioses —concluyó la frase con un suspiro elocuente.
Artemidoro lo miró estupefacto. Era evidente que en aquellas palabras, y en particular en su tono y en aquel suspiro, se escondía un mensaje. Habría podido no hacerle caso y fingir que no había comprendido, pero la curiosidad y la sensación de que estaba aludiendo a algo excepcional lo indujo a aceptar la provocación.
—¿Qué pretendes decir? —preguntó.
—Por desgracia circulan rumores poco tranquilizadores —respondió Antistio—. Por no decir algo peor.
—¿Mucho peor? —insistió Artemidoro.
Antistio asintió acompañando el movimiento afirmativo de la cabeza con un suspiro más grave aún.
Artemidoro se le acercó casi murmurando a su oído:
—¿Algo que tiene que ver con Bruto?
Antistio lo miró fijamente con una expresión que no necesitaba de palabras.
—Comprendo —dijo Artemidoro.
—¿Quizá también a ti te lo parece? —preguntó Antistio y añadió—: Cuidado, soy consciente de que te estoy pidiendo mucho, quizá demasiado, pero juro que cualquier cosa que digas nadie sabrá que me la has revelado. De todos modos, quiero que sepas que me siento honrado de curar a uno de los más eminentes literatos de la cultura helénica de esta ciudad.
Artemidoro se quedó impresionado por estas palabras. Reflexionó largamente antes de responder y luego dijo:
—Bruto me trata como a un siervo, con arrogancia, veja mi dignidad solo porque mi supervivencia en esta ciudad depende del exiguo estipendio que él me paga. Tú me has curado y sigues curándome de una enfermedad repugnante que me volvería ridículo, sin preocuparte por lo que pueda pagarte, aprecias mi modesto talento más de lo que merece. Si he de hacer por tanto una elección, prefiero estar de tu parte, cualquiera que esta sea.
—Te estoy infinitamente agradecido —respondió Antistio disimulando a duras penas su entusiasmo— y cuando llegue el momento te aseguro que no tendrás que arrepentirte.
—Dime qué puedo hacer por ti.
—El nombre de Bruto aparece en los muros de la ciudad y en la puerta del tribunal con incitaciones a emular a su lejano antepasado, que expulsó al último rey de Roma. La alusión es clara y significa que alguien quiere incitar a Bruto a un acto extremo en detrimento de César, en detrimento de alguien al que le debe la vida.
Artemidoro no respondió y Antistio creyó oportuno reforzar su propia posición:
—Bruto se comporta de un modo difícil de entender. En su día se alineó del lado de Pompeyo, que sin embargo había mandado matar a su padre y ahora parece que trama contra César, al que le debe la vida. César se la perdonó después de la batalla de Farsalia y lo incluyó nuevamente en el Senado y en la carrera política… Vosotros los griegos tenéis un alto concepto de la libertad y de la democracia y soy consciente de lo que puedes pensar de César. Pero recuerda que rechazó la corona de rey cuando le fue ofrecida y los poderes que le han sido conferidos no tienen otra finalidad que acabar con las guerras civiles. No olvides que César no tiene hijos, por lo que ¿qué sentido tendría una aspiración monárquica que moriría con él?
—También yo estoy convencido de lo que dices, no es necesario que me sigas explicando tu pensamiento al respecto…
—Lamento que Bruto te trate indignamente también por lo que se refiere a tus honorarios. Debes saber, de todos modos, que, si nos ayudaras, tus dificultades se acabarían para siempre. La generosidad de César no conoce límites.
—Estoy dispuesto a ayudarte sin necesidad de nada más —repuso Artemidoro con cierta firmeza—. ¿Qué quieres saber?
—Disculpa, no trato de ofrecerte dinero a cambio de tu ayuda, aunque en esta ciudad corrompida el dinero es a menudo la única solución. La verdad es que estoy muy preocupado por César.
Circulan extraños rumores y sobre todo esos escritos me parece que hablan claro. Me temo que Bruto se vea implicado en una acción indigna que podría tener consecuencias dramáticas.
—¿Te refieres a… una conjura?
Antistio asintió con expresión seria:
—¿Sabes algo que pudiera ayudarme?
—Solo sensaciones, impresiones: personajes que frecuentan la casa a horas intempestivas.
—¿Intempestivas?
—En plena noche, o entre dos luces. ¿Por qué debería recibir uno a los amigos a esas horas si no es para evitar que los vean?
—Exactamente. ¿Y sabes quiénes son esos amigos?
—No. En todos los casos reinaba la oscuridad y las reuniones se han celebrado a puerta cerrada, en el escritorio de Bruto. Yo me levanté porque oí ladrar al perro y luego la voz de Bruto que lo llamaba y a un grupo de personas que entraba por la verja de atrás.
—¿Cuántos eran, según tú?
—No sabría decirte a ciencia cierta, pero un grupo bastante nutrido: seis, siete, quizá más.
—¿Ves otros motivos que no sean una conjura para semejantes reuniones? —preguntó Antistio.
—Puede haber varios…, una alianza política, por ejemplo, un acuerdo electoral para los próximos comicios que debe permanecer en secreto…
—Es posible, pero desconfío y estoy preocupado. Te pido que vigiles. Quiero saber quién frecuenta su casa, cuántos son, si hay otros que tú no ves y por qué se reúnen. Y si llegaras a enterarte de algo, te ruego que me lo hagas saber de inmediato.
—No será fácil —respondió Artemidoro—, pero haré lo posible. Si llego a descubrir algo, te informaré de ello inmediatamente.
—Ven aquí, en tal caso. Si yo no estuviese, mi ayudante sabe cómo y dónde encontrarme en cualquier momento. Adiós, Artemidoro, sé prudente.
Artemidoro se despidió a su vez y salió.
Antistio se quedó reflexionando en silencio hasta que el siervo llamó para anunciar a un nuevo paciente.
Romae, Taberna ad Oleastrum, a. D. V Id. Mart., hora octava.
Roma, hostería El Olivo Silvestre, 11 de marzo, una de la tarde.
Silio, sentado debajo del olivo, miró el sol y luego la sombra del palo que sostenía una vid raquítica.
Llamó al mozo de la posada:
—Tráeme un vaso de tuscolano tinto y pan tostado.
El siervo le trajo lo que había pedido. Silio mojó el pan tostado en el vino y se puso a comer. No había mucha gente por la calle en aquel momento. Un vendedor de salchichas se instaló con el carrito al fondo de la plaza y un grupito de chiquillos molestos se apiñó a su alrededor. Dos o tres lo distrajeron y los otros, tras sustraer unas salchichas, se las pasaban una por una tras las espaldas hasta llegar al último de la fila. En aquel momento, a una señal convenida, escaparon entre risas. El salchichero emprendió su persecución con el látigo y otros, surgiendo de un zaguán oscuro, le robaron tres o cuatro más.
«La estrategia del rebaño —pensó Silio—. Atraer a la víctima lejos de su refugio.»
Alzó los ojos al cielo para seguir durante unos minutos el vuelo de un par de gaviotas. Esperaba a alguien que no llegaba nunca.
Terminó de comer y siguió esperando, pidiendo de vez en cuando otro vaso de vino.
Pasó el posadero con un plato de estofado de lirón para un par de clientes y, cuando volvió, Silio lo detuvo:
—¿Estás seguro de que no ha venido nadie preguntando por mí?
—Ya te lo he dicho —respondió el posadero—, no se ha visto ni un alma. Aquí conozco a todo el mundo, si se hubiese presentado un forastero lo habría reconocido de inmediato. Pero ¿sabes cómo era ese tipo? ¿Alto, bajo, moreno, rubio…?
—No —contestó Silio agachando la cabeza—. Nunca lo he visto.
El posadero abrió los brazos como diciendo: «Pues, entonces, ¿qué quieres de mí?».
Silio se echó al coleto un sorbo de vino, se limpió la boca con el dorso de la mano e hizo ademán de alejarse. Pero mientras se ponía en pie reparó en una figura que había en la esquina de una casa a mano izquierda que hacía extraños gestos. ¿Era él?
Silio miró a su alrededor y, procurando no ser visto, se dirigió hacia el individuo que seguía haciéndole señas de que se acercara. Ahora podía distinguir la figura: era una mujer de condición humilde, probablemente una sierva o una liberta, vestida con un traje de faena y ceñida con un cíngulo de cuerda. Podía rondar los cuarenta años y tenía las manos encallecidas de quien trabaja en el campo.
—Acércate —le dijo.
Silio así lo hizo.
—Soy la persona que esperabas.
—Bien. ¿Y qué?
—Quien me manda dice que no puede venir a verte. Te conoce solo de vista y cree que no puede fijar una cita contigo. A Silio lo invadió la ira:
—¡Maldita sea! Pero ¿por qué? ¿Le han dicho que es importante? ¿Qué es cuestión de vida o muerte?
—Yo no sé nada —respondió la mujer—. Yo no había visto nunca a la persona que me ha enviado. Ni sé quién es. Silio la agarró por el vestido:
—Escúchame: tengo que encontrarme como sea con el que te ha mandado. Si haces lo que te digo estoy dispuesto a pagarte bien: dile que tengo cosas muy importantes que contarle, cosas que le afectan personalmente y que incumben a su hijo. ¿Eres una esclava? Dime si lo eres.
—Lo soy —respondió.
—Aquí tienes, mira, te daré bastante dinero como para comprar tu libertad, pero ¡haz lo que te digo, por todos los dioses!
La mujer tocó levemente la mano que apretaba la tela de la túnica sobre su pecho para desprenderse y respondió cabizbaja:
—Pero ¿de veras crees que una mujer de mi condición puede hablar con personas de alto rango?
He recibido una orden y me he aprendido de memoria las palabras que te he dicho. Mañana estaré en alguna finca haciendo haces de sarmientos. Lo siento, lo haría con mucho gusto por ti.
Se alejó.
Silio apoyó un codo en el muro, la cabeza sobre el brazo y se quedó en esa posición durante largo rato, atormentado por la rabia y la impotencia, sin saber qué hacer.
Una mano se posó en su hombro. Silio se volvió de golpe, con la mano en la empuñadura del puñal que llevaba al cinto. Se encontró frente al posadero:
—Creo que ha llegado ese al que buscabas.
—Pero ¿qué dices? Si acabo…
—Un tipo alto, flaco, de ojeras oscuras. Ha dejado un mensaje para ti.
Silio no dijo nada más y lo siguió hasta la posada. El grupito de la mesa se estaba terminando con gusto el estofado de lirón mojando el pan en la salsa que había quedado. Un perro esperaba esperanzado los huesos que tardaban en llegar. Sobre la mesa seguía la jarra con el vaso vacío.
El posadero lo acompañó a la trascocina y le alargó un rollo sellado. Silio echó mano a la bolsa y le entregó dos denarios por la molestia, que el posadero se embolsó satisfecho.
Silio se alejó hasta desaparecer de la vista en la sombra de un pórtico y abrió el mensaje:
A Silio Salvidieno, ¡salud!
Tus palabras, aunque veladas, eran para mí lo bastante claras. No puedo encontrarme contigo por razones que puedes fácilmente imaginar. No puedo hacer mucho, porque me tienen a oscuras. El camino está entre dos precipicios. Pero lo poco que puedo hacer lo haré.
Ésta carta no lleva mi firma. Mi nombre lo sabe la persona que se ha encontrado contigo hace un momento.
Adiós.
Silio se sentó en la base de una columna y reflexionó detenidamente, palabra por palabra, sobre la carta que le habían entregado.
Quien le escribía daba una respuesta concluyente.
Declaraba estar in albis de todo, pero luego lo desmentía al afirmar que quería hacer algo.
El camino que recorría estaba entre dos precipicios, lo que se correspondía perfectamente con su situación. Dividida y desgarrada entre dos sentimientos poderosos y enfrentados.
Podía hacer poco, pero de todas formas lo haría.
La firma era la suya. Su nombre lo sabía la persona que le había mandado: una sierva. La confirmación de que se trataba de Servilia.
Cabía deducir que estaba siendo vigilada y que, por tanto, alguien temía que pudiera revelar algo. ¿El qué, si no una conjura?
No le comunicaba nada concreto porque evidentemente temía, no obstante las precauciones, que la carta fuese interceptada. Por eso la había firmado de modo críptico, para que solo el receptor pudiera identificar quién se la enviaba. Perfecto. En aquel momento tenía suficientes indicios para avisar primero a Antistio y luego a César en persona. ¡Lo obligaría a defenderse! Mientras tanto tal vez llegase también Publio Sextio y se pondría de acuerdo también con él para organizar una defensa.
Rompió la carta y fue sembrando con sus pedacitos un largo trecho del camino mientras andaba a buen paso hacia el valetudinaria de Antistio en la isla Tiberina.
Llegó allí cuando el sol comenzaba a declinar. Los legionarios de la Novena, de guardia en el puente Sublicio, bajaron las lanzas en señal de saludo a su rango que conocían perfectamente y él se fue hacia el consultorio de Antistio.
Tenían noticias importantes que contarse mutuamente. Comenzó Antistio:
—Artemidoro nos va a ayudar porque tiene motivos para detestar a Bruto.
—¿Sabe algo?
—No mucho, a decir verdad: solo extrañas reuniones a horas intempestivas, en plena noche, antes del amanecer.
—¿Los nombres?
—Ni siquiera uno. Está a dos velas y se han encerrado en el despacho de Bruto. Pero le he pedido que indague, que me cuente todo lo que pueda. Ha dicho que lo hará. ¿Y tú? ¿Traes novedades?
—He hecho llegar un mensaje a Servilia. Nada explícito, pero ella ha comprendido y ha respondido. No quiere verse conmigo porque no puede, pero hará, me ha dicho, lo poco que esté en sus manos.
—¿Puedo ver la carta? —preguntó Antistio.
—La he roto una vez leída, pero me la sé de memoria, pues no era muy larga.
La recitó con precisión.
—Sí —convino Antistio—. Tu interpretación es justa, en mi opinión.
—Está bien, voy a contárselo a César.
Antistio reflexionó en silencio durante unos instantes mientras Silio le miraba perplejo y luego dijo:
—¿Estás seguro de que es una buena decisión?
—Sí, no tengo ninguna duda.
—¿Y qué puedes decirle que él no sepa ya? ¿De veras crees que a él no le llegan rumores y percibe el clima de conjura incipiente si no ya en marcha? Está claro que no quiere desencadenar una represión solo a partir de rumores. No quiere sangre. Ahora no, en cualquier caso.
—Pero Servilia está bajo vigilancia, ¿no basta con esto?
—No. No basta. Ello significa que Bruto podría, mira bien lo que te digo, podría estar implicado, siempre que exista la conjura.
—Pero ¿es que no comprendes sus palabras? «El camino está entre dos precipicios.»
—Ésa es una interpretación tuya. No es una expresión clara. Escucha: imaginemos que César te cree y desencadena la represión. ¿Qué podría hacer, en tu opinión? ¿Apresar a Bruto y matarlo? ¿A partir de qué acusación? O bien ¿mandar a un sicario que lo matase? Los que quieren acabar con él le achacarían el asesinato al instante. Sería expuesto al escarnio público como un tirano sanguinario que ha disimulado hasta ahora su verdadera y feroz naturaleza. Justo lo que él quiere evitar. Solo lo pondrías en una situación embarazosa.
—Pero, entonces, ¿qué?
—Yo tengo mucha confianza en Artemidoro. Imaginemos que consigue descubrir si existe verdaderamente una conjura y quiénes son los conjurados. En ese momento será fácil para César tenderle una trampa, desenmascararlos y decidir qué hacer por sí solo. Además, Servilia te dice que hará algo y yo creo que será algo importante, lo único que pueda salvar al hijo y al hombre que ama a la vez, aunque parezca imposible.
—¿Y qué podría ser?
Antistio estaba trazando unos ringorrangos en una tablilla encerada con la punta de un bisturí como si siguiese unos complicados pensamientos. En un momento dado alzó los ojos mirándolo de abajo arriba y dijo:
—Por ejemplo, decirle a César el día de la conjura.