9

In Monte Appennino, in flumine secreto, a. D. V Id. Mart., secunda vigilia.

Montes Apeninos, en el río secreto, 10 de marzo, diez de la noche.

Mustela braceaba convulsamente entre las turbulentas olas del torrente subterráneo, arrastrado por la corriente; arrollado por el torbellino terminaba bajo el agua, tenía que contener la respiración largo rato debatiéndose hasta volver a salir a la superficie más adelante para escupir el agua tragada, inhalar aire y luego desaparecer en el fondo.

Ahogaba su dolor cuando la corriente le estampaba contra las rocas, cuando sentía fluir la sangre por los cortes. Varias veces le pareció que iba a perder el sentido, se golpeó la cabeza o recibió golpes tan fuertes que pensó que no sobreviviría.

En un momento dado notó un contacto debajo del vientre: era gravilla y arena y se agarró a un saliente del fondo consiguiendo detenerse y tomar aliento tendido en el pequeño recodo en el que el agua era menos profunda.

Jadeando afanosamente trató de cerciorarse de si tenía algún hueso roto o de distinguir qué era lo que sentía chorrear del costado. Se llevó la mano a la boca y comprendió por el sabor dulzón que se trataba de su propia sangre, sondeó la herida con la punta del dedo descubriendo que tenía la piel lacerada desde la cadera hasta las costillas en su costado izquierdo, pero que la herida era superficial y que los órganos internos seguían probablemente indemnes.

Oía aguas arriba el ruido de las cascadas por las que ya había pasado y más abajo un ruido claro, profundo y gorgoteante, pero la completa oscuridad lo llenaba de una angustiosa incertidumbre, de terror y pánico. No sabía dónde estaba, ni cuánto había recorrido ni cuánto le quedaba por recorrer, no tenía ni idea del tiempo que había transcurrido desde el momento en que había metido los pies en el agua helada y dejado el último asidero en la roca.

Le castañeteaban los dientes por el frío y casi ya no sentía los miembros; sus pies eran dos pesados apéndices casi inertes y acusaba unas punzadas dolorosas en los costados y en un hombro.

Se detuvo un poco hasta encontrar un recoveco, una especie de caverna en la que se ovilló notando una sensación de tibieza. Asimismo consiguió cerrar la herida vendándola lo mejor que pudo con un pedazo de tela arrancado de sus ropas. Se dejó caer hacia atrás y se amodorró, más por un cansancio mortal que por sueño. Cuando recobró la conciencia no tenía idea de cuánto tiempo había estado quieto, pero de lo que no cabía duda era de que debía continuar su viaje por las entrañas de la montaña. Invocó a la divinidad del Hades prometiéndole un generoso sacrificio si salía vivo de su reino subterráneo, luego se arrastró hasta el agua, se sumergió en el río helado sujetándose en una protuberancia de la roca y se dejó arrastrar de nuevo por la corriente.

Durante un largo rato fue volteado, golpeado, arrastrado hacia abajo y arrojado de nuevo a la superficie como si estuviera en la garganta de un monstruo y tal le pareció varias veces la realidad a su mente trastornada y aterrada.

Luego, poco a poco, la rapidez de la corriente comenzó a disminuir, el curso del agua se hizo más ancho y menos impetuoso, el ruido del agua menos fragoroso. Tal vez lo peor había pasado, pero se seguía encontrando en una situación de gran peligro e incertidumbre.

Estaba tan extenuado por el frío, el largo debatirse entre las olas, los continuos conatos de vómito para expulsar el agua tragada, que se dejó casi ir como un objeto inerte. Pasó otro largo rato, no habría sabido decir cuánto.

Hasta ese momento la oscuridad había sido tan densa y espesa que una reverberación de luz, por mínima que fuese, no escapó a su vista. ¿Acaso era de verdad el final? ¿Acaso volvería a ver el mundo de los vivos? La esperanza le devolvió un ápice de energía y se puso de nuevo a nadar manteniéndose en el centro de la corriente. La bóveda del antro por el que discurría el río subterráneo se iluminó ligeramente, algo que no era luz pero tampoco una tiniebla más espesa, la esperanza de una claridad más que una luz, pero con el paso del tiempo se intensificó hasta convertirse en la luz, pálida, de la luna que iluminaba la noche.

Agotado, casi exánime por el enorme esfuerzo soportado, medio muerto de frío, Mustela se abandonó, por fin al aire libre, bajo la bóveda del cielo en una orilla baja y arenosa. Se arrastró a duras penas hacia la parte seca y se dejó caer ya sin un ápice de energía.

In Monte Appennino, ad Fontes Arni, a. D. V Id. Mart., ad finem secunda vigilia.

Montes Apeninos, en las fuentes del Arno, 10 de marzo, medianoche.

Siguieron avanzando por el camino cada vez más estrecho, el uno cerca del otro, negras figuras en un círculo rojizo, en la blanca extensión de los montes. Publio Sextio se esforzaba por contar los mojones allí donde aún se descubrían, uno tras otro, y trataba de detectar huellas que no fuesen de animales temiéndose a cada momento una asechanza.

En una ocasión, agobiado por la soledad y la preocupación, se dirigió a su compañero de viaje:

—Pero ¿tú no dices nunca nada? —preguntó.

—Solo cuando tengo algo que decir —respondió Sura sin volverse, y no añadió nada más.

Publio Sextio volvió a rumiar sus pensamientos, en particular lo que más le inquietaba: Marco Antonio había recibido la propuesta de tomar parte en una conjura contra César y, pese a no haber aceptado, no lo había denunciado. Lo cual solo podía significar una cosa: que no tomaba partido por nadie, si no por sí mismo. Por consiguiente, un tipo de hombre de lo más peligroso. Si la conjura tenía éxito, los conjurados le estarían agradecidos por su silencio. Y si fracasaba, él no perdería nada. ¿Y el gesto de las Lupercales? Si tan astuto y cínico era, ¿cómo podía haber cometido semejante error? ¿Cómo podía haber tomado una iniciativa con un gesto de tal peso y un hecho tan delicado? Tal vez había hecho siempre el papel del tosco soldado que no entiende de política para disimular una capacidad superior a las expectativas. Pero si las cosas eran así, ¿qué significado tenía el intento de coronar a César como rey en público? Evidentemente sabía cuál habría sido la reacción popular. Y, entonces, ¿por qué no se había planteado el problema de cómo habría reaccionado César? También en este caso probablemente se había considerado a cubierto de su pretendida ingenuidad, pero no podía ignorar que, aunque hubiese existido realmente una conjura, su gesto contribuía a dejar a César más vulnerable y más solo. ¿Y cuál era el objetivo o la razón? ¿Cuál era?

¿Cuál era?

Seguía haciéndose la misma pregunta una, diez, cien veces, como si se diera con la cabeza contra la pared. Entonces observaba caer la nieve silenciosa con grandes copos en el radio de luz de la antorcha, miraba las huellas de los caballos que avanzaban lentos, cada vez más lentos, cuando él hubiera querido correr raudo como el viento, devorar el camino, llegar a la meta antes de que fuese demasiado tarde y quizá era ya demasiado tarde, quizá este esfuerzo era ya inútil.

Y, sin embargo, debía de haber una razón y a ratos, cuando el helor parecía atenuarse por quién sabe qué equilibrios del aire y de la tierra, le parecía estar cerca de la solución. Tal vez la respuesta estaba circunscrita a unas pocas personas-clave: tres o cuatro, no más, a sus relaciones de poder y de interés. Tenía que analizar cada posibilidad, cada objetivo de unos y de otros, cruzarlos, confrontarlos. En determinados momentos hubiera querido desmontar para trazar los esquemas de su mente en la nieve inmaculada con la punta del cuchillo, como cuando dibujaba para su tropa en la tierra alrededor de la hoguera los planes de acción en la batalla. Luego se perdía. Los esquemas se disolvían en mil pequeños fragmentos confusos y en aquel momento se daba cuenta de que estaba de nuevo extraviándose con la mirada en el blanco remolinear de los copos.

A veces le entraba también la sospecha de que el mapa que le había dado Nebula en Módena antes de desaparecer entre las neblinas de la mañana bien podía tratarse de un cebo para llevarle a una trampa, pero finalmente se convenció de que no tenía elección y que debía afrontar el riesgo. La alternativa era llegar demasiado tarde para transmitir su mensaje. Sura rompió uno de sus interminables silencios para decirle que estaban cerca de las fuentes del Arno y que estaban recorriendo una antigua pista etrusca. Luego se volvió a encerrar en su mutismo.

Publio Sextio estuvo de marcha, atormentándose en silencio, durante toda la noche.

In Monte Appennino, a. D. V Id. Mart., de tertia vigilia.

Montes Apeninos, 11 de marzo, pasada la medianoche.

Únicamente Rufo sufría en aquel momento una pena semejante, adentrándose en el territorio que estaba atravesando. Trataba de llegar a la vía Flaminia menor atajando en sentido transversal la montaña. Al principio tuvo que seguir el trazado apenas visible de un tortuoso sendero a lo largo de la pendiente que constituía la ladera de poniente del valle del Reno hasta alcanzarla. Lo consiguió no sin esfuerzo, a menudo desmontando del caballo para avanzar a pie llevando al animal por las bridas, hasta que llegó a la orilla del río. El tiempo había empeorado de nuevo. Abajo la nieve caía en una mezcla de molesta e insistente llovizna que le resbalaba por el manto de burda lana goteando al suelo desde el orillo.

Dio con el vado siguiendo el murmullo del agua entre los pedruscos e incitó al caballo dentro del cauce. El río era en el centro bastante profundo y el agua llegaba al pecho del animal, luego pudo avanzar hacia la orilla opuesta por un lecho de grava fina y de arena.

El sendero subía de nuevo por la parte opuesta y cuando Rufo reencontró la nieve, la difusa claridad del manto blanco le permitió orientarse en aquel itinerario que había recorrido otras muchas veces. A media cuesta llegó a la cabaña de un pastor que conocía bien y se detuvo a tomar un vaso de leche caliente y a comer un pedazo de pan con queso. El interior estaba iluminado por las llamas del hogar, las paredes con un revoque de barro seco estaban completamente ennegrecidas por el humo. Todo apestaba a oveja comenzando por el pastor y terminando por el moloso echado sobre las cenizas que rodeaban el hogar. Un animalucho peludo al que cada uno llamaba como quería. Rufo lo saludó.

—¿Cómo andamos, chucho? —y le rascó detrás de las orejas infestadas de garrapatas al tiempo que se sentaba a su lado en un taburete.

—¿Qué haces por aquí a estas horas? —preguntó el pastor en una mezcla de latín y dialecto ligur que no todos podían comprender.

—Tengo un mensaje urgente que entregar —respondió Rufo entre un bocado y otro—. ¿Cómo está la cosa arriba en la cima?

—Se puede pasar, pero debes andarte con cuidado, pues he visto por ahí una manada de lobos: un macho viejo, dos o tres jóvenes y cuatro o cinco hembras. En la oscuridad podrían envalentonarse y lanzarse contra los corvejones de tu caballo. Te conviene coger un tizón del fuego y procurar que permanezca encendido hasta que llegues a la cima.

—Gracias por la advertencia —contestó Rufo.

Dejó dos ases por lo comido y bebido, y con el tizón en la mano volvió a salir al aire libre, donde le pareció que volvía a respirar tras la peste a oveja que impregnaba el ambiente y hedía en las ventanillas de su nariz.

Cogió el caballo por las bridas y reanudó la subida a pie iluminando el camino con el tizón encendido que llevaba con la mano izquierda. Se preguntó desde qué distancia se distinguiría la llama. Quizá en ese momento en Lux fidelis el comandante había subido a la azotea y miraba hacia la parte donde estaba él. Le parecía oírle barbotar: «Ahí está, me juego la paga de un mes a que el muy bastardo ha llegado ya a la cresta».

Y no faltaba ya mucho, efectivamente. Arriba, a menos de media milla, un grupo de abetos seculares señalaba la vertiente.

El caballo fue el primero en oír a los lobos y un instante después los vio también él: la llama del tizón se reflejaba en sus ojos con un brillo siniestro. No tenía siquiera una piedra que lanzarles y no parecían tener intención de retirarse. Gritó agitando el tizón y los lobos salieron corriendo, pero solo para detenerse unos pocos pasos más allá.

Rufo gritó de nuevo, pero los lobos no se movieron, es más, comenzaron a dar vueltas alrededor gruñendo. Una maniobra que no prometía nada bueno. Estaban poniendo en práctica la estrategia del rebaño para aislar y luego atacar a su presa. Y la presa era él o su caballo, o ambos.

El caballo estaba aterrado y era difícil de controlar. Si huía, sería el fin para él. Podía escapar y no conseguiría retenerlo. Ató entonces las bridas a la rama de un árbol y pudo moverse mejor, empuñando el cuchillo con una mano mientras que con la otra continuaba agitando el tizón ya reducido a poca cosa.

Los lobos no habían sido nunca un problema, siempre había sido más bien fácil desembarazarse de ellos. ¿Por qué aquella noche eran tan tenaces y agresivos? Pensó en una leyenda de su pueblo ancestral, guiado en Italia por un lobo. Pero estos eran distintos, unas bestias famélicas con pésimas intenciones. Se pegó a un gran abeto y sintió con la espalda que las ramas bajas estaban secas: los dioses le mandaban una ayuda. Las rompió y les lanzó encima cuanto quedaba del tizón que tenía aún en la mano y la llama relampagueó vivaz debido a la resina. El imprevisto destello hizo retroceder a los lobos, pero solo más allá del límite del círculo luminoso. El caballo soltaba coces y relinchaba, se encabritaba tratando de romper las riendas. De no haber tenido el bocado haría rato que hubiese huido. Quién sabe si el comandante veía también este fuego desde la azotea de Lux fidelis. Alguien debía sin duda verlo, pero nadie se le acercaría sin un motivo.

Estaba a punto de concluir el duelo entre el hambre y el fuego porque este se estaba agotando ya.

Rufo hizo entonces lo único que le quedaba por hacer y que le repugnaba profundamente. Pidió perdón a los dioses de los antepasados, reunió todas las ramas que le quedaban contra el tronco del abeto que se prendió fuego a su vez y se transformó en pocos instantes en una antorcha gigantesca.

Su alma céltica se horrorizó porque le parecía oír el espíritu del gran abeto aullar atormentado por el fuego, pero su alma romana lo justificó porque estaba cumpliendo una orden de sus superiores.

Los lobos huyeron. Rufo recogió una de las ramas caídas que ardían, montó a caballo y siguió atravesando un calvero hasta que alcanzó las losas grises de arenisca de la vía Flaminia menor.

Lux fidelis, a. D. V Id. Mart., tercia vigilia.

Lux fidelis, 11 de marzo, tercer turno de guardia, una de la noche.

Un siervo despertó al comandante que estaba sumido en el primer sueño.

—¿Qué demonios pasa?

—Amo, ven enseguida a verlo.

El comandante se echó sobre los hombros un manto y salió tal como iba a la azotea. Nevaba y se le presentó una visión fantasmagórica. Delante de él, a una distancia difícil de precisar, en dirección sur, a una altura que parecía que estaba fijo en medio del cielo, veía un globo de luz intensísima circundado de un halo de color rojizo que se iluminaba en la dirección del viento con una especie de cola luminiscente.

—¡Por todos los dioses! Pero ¿qué es eso?

—No lo sé, mi comandante —respondió el centinela—. No tengo ni idea. Apenas lo he visto, he mandado al chico que te despertara.

—Un cometa… con la cola de color sangre… ¡Por los dioses todopoderosos! Algo terrible está a punto de suceder. Los cometas traen desgracia… Tened los ojos bien abiertos —añadió—. Ésta es una noche maldita.

Se arrebujó en su manto para protegerse de todo influjo maligno y bajó las escaleras deprisa para encerrarse en su cuarto.

Fuera, en la azotea, el siervo escrutaba estupefacto el extraño fenómeno cuando de repente la luz se dilató durante unos instantes en un destello más intenso y a continuación se oscureció hasta ser tragada por la oscuridad.

El siervo se volvió hacia el centinela:

—Ha desaparecido —dijo.

—Ya —respondió el centinela.

—¿Qué quiere decir?

—Nada. No quiere decir nada. El comandante ha dicho que era un cometa: ¿tiene sentido?

—¿Y qué es un cometa?

—¡Y yo qué sé! Ve a preguntárselo a él. Y de paso tráeme un poco de vino caliente, que me estoy helando.

El siervo desapareció bajo el pavimento y el centinela se quedó a solas vigilando en la noche.

Ad flumen secretum, a. D. V Id. Mart., tercia vigilia.

Río secreto, 11 de marzo, tercer turno de guardia, una de la noche.

Mustela se despertó entumecido y helado. No sabía cuánto tiempo había permanecido tumbado en la hierba húmeda, empapado de agua. No había una sola parte de su cuerpo que no le doliera y su pecho se vio sacudido por una tos seca y convulsa. Estaba oscuro y no veía más que el agua del torrente que corría rauda a escasa distancia de él. ¿Dónde estaba la barca de la que le había hablado el viejo? Miró a su alrededor y consiguió distinguir una arboleda a lo largo de la orilla. Se encaminó hacia allí tambaleándose. ¿Eran aquellos los sauces?

Un claro entre los nubarrones descubrió por unos momentos el disco de la luna y Mustela pudo distinguir mejor el grupo de sauces y descubrir la barca atada a una estaca de la orilla. La forma oscura se perfiló nítidamente en la superficie del agua argentada por la claridad de la luna.

Estaba ya cerca del final de su misión. Lo más difícil había quedado atrás, siempre que las fuerzas no le abandonasen. Se llevó la mano al vendaje y la retiró tinta en sangre: continuaba la hemorragia. Apretó más la venda en el costado, luego se acercó a la barca y subió a bordo empuñando los remos. Apuntaló uno contra la orilla y empujó la barca hacia el centro de la corriente.

Solo tenía que dejarse llevar. Eso hizo y, a medida que avanzaba hacia el llano, la temperatura se volvía más suave. Un viento ligero y tibio del sur le secó. A sus espaldas el cielo estaba oscuro y lo cruzaban relámpagos, pero por delante se despejaba lentamente. De vez en cuando Mustela se tumbaba sobre el fondo y dormía un poco, lo estrictamente necesario para recuperar la lucidez.

Al mínimo choque, al mínimo sobresalto, abría de nuevo los ojos y veía desfilar por delante de él, diseminados por la llanura, pueblos y alquerías aisladas, poco más que oscuros perfiles recortados contra la pálida luz del alba. Llegaba algún ruido indescifrable hasta él: una vez oyó un reclamo, otra lo que le pareció un grito de desesperación, otras veces únicamente el canto de unos pájaros nocturnos: el monótono sollozo del búho, el estridor sincopado e insistente de la lechuza.

Luego, ya a plena luz del día y cuando el paisaje comenzó a animarse, ¡por fin el Arno!

El torrente en el que se encontraba confluía con el gran río etrusco que discurría por entre las colinas en un amplio recodo que se dirigía hacia la llanura. La rapidez de la corriente continuaba disminuyendo, pero la distancia recorrida era ya de muchas millas, o al menos eso pensaba.

El sol, aunque tapado por las nubes, debía de estar ya alto cuando llegó a su punto de desembarque. Un puertecillo fluvial que recogía las mercancías de la montaña para llevarlas a Arezzo, que se encontraba aún a varias millas aguas abajo. Con las pocas fuerzas que le quedaban dio los últimos golpes de remo hacia el muelle y consiguió atracar. Un mozo de almacén le arrendó un mulo y le proporcionó un pedazo de tela limpia con la que pudo cambiar el vendaje, luego Mustela prosiguió su viaje hacia la meta: la casa de los cipreses, oculta en el interior.

Entre todos los mensajeros que habían partido de la Mutatio ad Medias, él debía de ser el que había llegado más al sur. ¿Qué otros habrían podido recorrer el equivalente a lo que él había recorrido por el río subterráneo y con la rapidez de un torrente en descenso?

Cada sobresalto, casi cada paso, de su mulo por el empedrado del camino le producía pinchazos lancinantes; los músculos contraídos por el frío, el cansancio y el ayuno no respondían ya a los estímulos y Mustela, que había pasado por experiencias de todo tipo en su vida de informador, no soñaba más que con tumbarse en una cama limpia, en un lugar protegido y resguardado.

La villa apareció a su izquierda después de un cruce y un pequeño edículo dedicado a Hécate Trivia, que le dirigió una fugaz mirada de soslayo. Abandonó el camino principal y tomó la avenida que llevaba a lo alto de una colina en la que se alzaba la villa, rodeada de negros cipreses.

Fue recibido por el ladrar furioso de los perros y por un ruido de pasos en la gravilla del patio.

Trató de bajar del mulo para dejarse ver y pedir ser recibido, pero no bien hubo tocado tierra sintió que le daba vueltas la cabeza, y lo invadió una sensación de vacío y un cansancio mortal. Se desplomó en el suelo como un guiñapo: tuvo tiempo de oír unas voces excitadas y alguien que decía:

—¡Llama al amo, rápido! Maldición, está a punto de palmarla.

Todo se volvió confuso. Le pareció sentir encima el hocico de un perro o dos, su aliento. Uno gruñía, el otro lamía, en el costado, de donde salía sangre.

Otros pasos apresurados. Una voz retumbante:

—¡Echadle al pozo negro! ¡Vete a saber quién demonios es!

Sintió que lo cogían por la pierna y los pies y comprendió que tenía que encontrar aliento para hablar, como fuese.

—Dile a tu amo que Mustela tiene que hablar con él enseguida —dijo vuelto hacia quien lo sostenía por los brazos.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el colono que caminaba al lado con los perros.

—Ha dicho que tiene que hablar con el amo y que se llama Mustela.

—Y muévete, hijo de puta —gruñó de nuevo Mustela—, si no quieres acabar en la muela del molino. Tu amo te despellejará vivo cuando se entere de que no le has transmitido mi mensaje.

El colono hizo parar al pequeño convoy, y examinó mejor al hombre que estaban a punto de echar a las aguas residuales. Observó la herida, vio que asomaba la empuñadura de un puñal caro por debajo de la túnica desgarrada y le entró una duda.

—Deteneos —dijo.