7

Romae, in Foro Caesaris, a. D. VII Id. Mart., hora undecima.

Roma, foro de César, 9 de marzo, cuatro de la tarde.

La ceremonia de la tarde había terminado y César salía acompañado de los sacerdotes que habían oficiado el rito en el templo de Venus Genitrix. Vio a Silio que venía a su encuentro por la parte de los Rostros y se detuvo debajo del pórtico dejando que los sacerdotes siguieran su camino.

—Dónde has estado? —le preguntó.

Silio se le acercó:

—He encontrado a algunos amigos por la parte del teatro de Pompeyo y hemos tomado algo juntos. ¿Crees que Publio Sextio se reunirá con nosotros en Roma?

—Creo que sí. Es más, según mis cálculos, debería llegar dentro de uno o dos días como máximo.

—Así pues, su misión ha terminado.

—Por lo que a mí se refiere así es. Pero nunca se sabe. Podría haber sido retenido por algún imprevisto. Lo que me inquieta es la espera. Roma tiene un sistema viario y comunicaciones como nadie los ha tenido nunca, y sin embargo las noticias viajan lentas, demasiado lentas para quien espera.

Se sentó en los escalones del templo para contemplar los trabajos que avanzaban en la curia y de vez en cuando alzaba los ojos hacia las nubes grises y deshilachadas que pasaban bajas por encima de la ciudad.

—No veo la hora de partir. La política romana me agobia.

—La expedición no estará exenta de riesgos —replicó Silio.

—Al menos los enemigos los tendré enfrente, en el campo de batalla, y estaré rodeado de hombres de los que puedo fiarme. Aquí nunca sé qué piensa la persona que tengo delante.

—Es cierto, en la batalla cada uno debe confiar en los otros: nos va la vida a todos en ello.

—¿Ves ese pórtico? Hace un tiempo una delegación del Senado vino a verme aquí para enumerar todos los honores que me habían decretado en una única sesión. Yo respondí que no debían otorgarme más honores y cargos, sino quitármelos.

Silio sonrió.

—Sabes qué dijeron? Que era un ingrato. Que no me había levantado al llegar ellos, adoptando por tanto una actitud como de dios, dado el lugar, o como de rey. Sentado en un trono bajo el pórtico de un templo.

—Lo he oído contar. Pero estas son cosas inevitables: cualquier gesto tuyo, hasta el más mínimo, incluso nimio, se ve amplificado, se le atribuyen significados importantes, cuando no fundamentales. Es el precio que cualquier hombre debe pagar por el poder que ha conseguido.

—Y en cambio el motivo era que también César está sometido a las miserias humanas. ¿Sabes por qué no me levanté? —dijo con una sonrisa maliciosa—. Porque tenía diarrea. Las consecuencias hubiesen podido ser embarazosas.

—Nadie te creería, y tú lo sabes. Sea como fuere, son estas habladurías las que quieren destruir la imagen que de ti tiene el pueblo. Convencer a todos de que quieres ser rey.

César inclinó la cabeza en silencio y suspiró. Mantenía los brazos apoyados en las rodillas como un trabajador cansado. Luego volvió a alzar la cabeza y lo miró con una expresión enigmática:

—¿Y tú qué crees?

—¿Te refieres a lo de querer ser rey?

—Sí, ¿qué si no?

Silio lo miró a su vez, perplejo:

—Solo tú puedes dar la respuesta acertada, pero hay distintos comportamientos que hacen pensar que sí. No el último que me has contado, obviamente.

—Dime cuáles, pues.

—El día de las Lupercales…

César suspiró de nuevo meneando la cabeza:

—Ya hemos hablado de ello, y te he dicho cómo fueron en realidad las cosas. Pero nadie cree que yo no lo hubiera organizado todo. Quizá tampoco tú, Silio.

—Es difícil pensar de otro modo, si he de serte franco. Además, la presencia de Cleopatra en Roma junto con el niño es para muchos algo irritante. Para empezar, Cicerón no puede verla. Es fácil pensar que ha sido ella quien te ha convencido de que establezcas una monarquía hereditaria, cuyo heredero natural sería el pequeño Tolomeo César.

El foro comenzaba poco a poco a vaciarse, la gente dejaba la plaza para ir a sus casas a cenar, sobre todo los que tenían invitados. Los sacerdotes cerraban las puertas de los santuarios, el humo de un sacrificio ascendía del Capitolio hasta confundirse con el gris de las nubes. También las columnas del templo de Venus se teñían del mismo color del cielo.

—No puedo creer algo así: solo un estúpido pondría en escena semejante bufonada. En cuanto a Cleopatra, no soy tan loco como para pensar que los romanos se dejarían gobernar por un rey, extranjero por si fuera poco.

—Exactamente, mi comandante. Pero, entonces, ¿cómo juzgas el comportamiento de Antonio?

He reflexionado largamente, la pregunta es crucial porque la respuesta implica un juicio de fondo sobre uno de los hombres más importantes de los que te rodean y con los que es esencial que puedas contar.

César lo miró esta vez como nunca antes lo había mirado, ni siquiera después de que Antistio le hubiese dicho abiertamente qué pensaba de su enfermedad. Silio sintió que lo embargaba una profunda tristeza porque le pareció reconocer por un instante espanto y quizá también miedo en los ojos de su invencible comandante.

—¿Sabes? —dijo—. De vez en cuando me entran ganas de tomar cerveza. Hace tiempo que no tomo.

Silio no se llamaba a engaño: cuando el comandante cambiaba de tema de conversación de ese modo brusco e incongruente significaba que su mente rehuía pensamientos demasiado angustiosos.

—¿Cerveza, mi comandante? Hay una taberna en Ostia que sirve una excelente, oscura como te gusta a ti, a la temperatura adecuada, de bodega. Pero en vista de que no creo que quieras ir hasta allí, si lo deseas puedo conseguir un ánfora para tu comida de mañana.

Silio esperaba la respuesta, y no de la cerveza, y César lo sabía muy bien.

—¿Qué sabes de Antonio que yo no sepa? —preguntó sombrío.

—Nada…, nada que tú no sepas. No obstante, creo que… Publio Sextio podría…

—¿Podría?

—… conocer algo nuevo respecto a él.

—¿Has hablado con él de esto?

No exactamente, pero sé que tiene sospechas y diría que no se quedará tranquilo hasta que haya encontrado una respuesta convincente.

—¿Estás tratando de decirme que Publio Sextio está indagando sobre Antonio por iniciativa propia?

—Publio Sextio podría indagar sobre cualquier cosa que tenga que ver con tu incolumidad, conociéndole como le conozco. Pero tú, mi comandante, ¿qué piensas? ¿Qué piensas de Marco Antonio? ¿Del hombre que quería hacerte rey? ¿Cómo te explicas ese gesto en las Lupercales? ¿Fue solo una imprudencia? ¿Una distracción?

César guardó silencio un largo rato, meditando como quizá no lo había hecho hasta ese momento y por fin dijo:

—Antonio puede que no se diera cuenta de lo que estaba pasando y actuara instintivamente. En los últimos tiempos se ha sentido relegado y con ese gesto quizá pensaba hacer méritos ante mí.

Antonio es un buen soldado, pero no entiende gran cosa de política. Y en cambio todo se reduce a política…, a comprender qué están pensando los adversarios, a prevenir sus movimientos y tener preparados los contragolpes.

—Tú te las has arreglado muy bien con tu acostumbrada rapidez mental, la que te ha dado la victoria tantas veces en el campo de batalla.

—¿Tú crees? Y sin embargo no sé aún de quién fiarme.

—De mí, mi comandante —repuso Silio mirándolo con fijeza a los ojos, a aquellos ojos grises, de halcón, que habían dominado los campos de batalla y ahora se extraviaban en los oscuros laberintos de la Urbe—, de Publio Sextio llamado el Báculo, de tus soldados que te seguirían hasta el infierno.

—Lo sé —respondió César—, y esto me sirve de consuelo. Y sin embargo no sé qué esperas de mí.

Se levantó y empezó a bajar las gradas del podio. El viento que se había alzado de poniente hacía revolotear sus ropas en torno al cuerpo:

—Ven —dijo—. Vamos a casa.

Romae, in aedibus Marci Junii Bruti, a. d. VII Id. Mart., hora duodecima.

Roma, casa de Marco Junio Bruto, 9 de marzo, cinco de la tarde.

El leve gorgoteo del reloj de agua era el único sonido que se oía en la gran casa silenciosa. Era un objeto de extraordinario refinamiento, obra sin duda de un artesano alejandrino. Las horas del día estaban representadas en un mosaico de minúsculas teselas sobre fondo azul, en forma de muchachas: vestidas de blanco y con realces de oro en los cabellos las del día, de negro y con reflejos de plata las de la noche.

De pronto se oyeron unas voces del exterior, luego un ruido de postigos que golpean e inmediatamente después unos pasos apresurados por el corredor. Se abrió una puerta, el silbido del viento invadió la casa llegando a las estancias más interiores. Una hoja seca fue arrastrada hasta el rincón del pasillo, donde se detuvo.

Una mujer bellísima salió al piso superior desde su aposento, cubierta con unas ropas ligeras, descalza. Cerró sin hacer ruido la puerta detrás de sí y recorrió la galería hasta la escalera de servicio de la que provenían los ruidos. Se asomó por la balaustrada para mirar abajo; un siervo había abierto la puerta trasera y hacía entrar a un grupo de seis o siete hombres, poco a poco. Cada uno, antes de entrar, se volvía hacia la calle para mirar.

El siervo los acompañó por el pasillo hasta el escritorio del dueño de la casa que los estaba esperando. Alguien apareció para recibirlos en la puerta, inmediatamente después el siervo cerró la puerta a su espalda y se alejó.

Desde la galería la mujer volvió a entrar en su habitación, cerró la puerta con llave y se arrodilló en el centro del pavimento, levantando con un estilo una baldosa del suelo. Debajo de la baldosa apareció una tesela de madera, atada por el centro a una cuerdecilla. La mujer tiró de esta y se abrió una minúscula rendija. Acercó un ojo y pudo ver lo que estaba sucediendo en la habitación de abajo, en el escritorio de Marco Junio Bruto.

El primero en hablar fue Poncio Aquila. Estaba tenso, se negaba a sentarse pese a la invitación del dueño de la casa:

—Bruto —dijo—, ¿qué has decidido, pues?

El interpelado se sentó con calma ostentosa.

—Espero la respuesta de Cicerón —dijo.

—Al infierno con Cicerón —espetó Tilio Cimbro—. Ése lo único que sabe hacer es hablar. ¿De qué nos sirve? No tenemos necesidad de otras adhesiones. ¿Cuántos hombres hacen falta para matar a uno solo?

Intervino Publio Casca:

—Pero ¿acaso no se decidió ya mantenerlo al margen de este asunto? No sirve para esto, no tiene hígados.

Bruto trató de retomar el control de la situación:

—Calma: las prisas son malas consejeras. Antes quiero estar seguro del apoyo de Cicerón. Y no ciertamente porque esgrima un puñal. Goza de enorme prestigio en el Senado. Si nuestro plan tiene éxito, hemos de tener en cuenta sobre todo lo que va a suceder después. Y para la gestión del después Cicerón es fundamental.

—La tierra comienza a arder bajo nuestros pies —replicó Casca—. Tenemos que actuar de inmediato.

—Casca tiene razón —dijo Poncio Aquila—. Me parece que César está soltando a sus sabuesos.

Basta con que uno de nosotros deje escapar una palabra, se delate con una mirada, se asuste y pierda la cabeza para que estemos acabados. El tiempo juega en nuestra contra.

—¿Qué sabes en concreto? —preguntó Bruto.

—César está indagando en zonas periféricas por medio de sus hombres de más confianza, de modo que nosotros podemos sentirnos seguros aquí en la capital. Es la técnica del lazo: aprieta día tras día hasta estrangularnos. Tenemos que asestar el golpe enseguida.

Sus voces llegaban amortiguadas hasta el piso de arriba, en forma de murmullo confuso con algún pico de vibración más aguda, y la mujer se desplazaba a menudo en torno al agujero del piso buscando un punto más favorable tanto para ver como para oír.

De nuevo resonó la voz de Marco Bruto, burlona:

—Sus hombres de más confianza somos nosotros, ¿no? Casca no tenía ningunas ganas de bromear:

—Si no te ves con ánimos es mejor que lo digas claramente —dijo.

La mujer de la habitación superior tuvo un sobresalto como si un objeto la hubiese golpeado.

—Yo digo siempre la verdad —replicó Bruto— y no puedes permitirte ninguna insinuación.

—¡Basta! —gritó Casca—. La situación es insostenible. Somos muchos, demasiados. Cuantos más somos, mayores son las posibilidades de que alguien ceda, que se deje dominar por el pánico.

Se dirigió a Aquila:

—¿Qué tratas de decir con «áreas periféricas»?

—He sabido —respondió el interpelado— que desde finales del mes pasado ha llegado a Módena Publio Sextio, el centurión que salvó la vida a César en las Galias, y va por ahí haciendo extrañas preguntas. En Módena, mira por donde, hay uno de los mejores informadores que existen.

Uno que no tiene el menor escrúpulo en vender información a quien sea, sin preocuparse de sus convicciones, ni de sus amistades políticas. Con tal de que se le pague bien.

—He aquí lo que yo entiendo por hombres de confianza —dijo Aquila—. Publio Sextio es inexpugnable. No es un hombre, es una roca. Y si César lo ha llamado significa que no se fía de ninguno de vosotros. Lo que no quiere decir que Publio Sextio esté solo.

Hubo un silencio plomizo. Las palabras de Poncio Aquila habían recordado a cada uno de ellos que existían hombres para quienes la fidelidad a los principios y a los amigos era una actitud fundamental e indefectible del espíritu, hombres incapaces de apaños, dotados de una coherencia extrema. Ninguno de los presentes en la casa de Bruto había rehusado en cambio los favores, la ayuda, el perdón del hombre que se preparaban a matar y ello provocaba, a quien más y a quien menos, una profunda y rencorosa desazón, una vergüenza que con el paso de los días se volvía cada vez menos llevadera. De hecho, pese a que cada uno de ellos encontraba nobles motivaciones para la acción que se disponía a llevar a cabo, como la liberación de la tiranía, la fidelidad —he aquí la palabra— a la República, el hecho es que con el paso de las horas y de los días el motivo verdadero, dominante, que superaba a los otros como un cardo espinoso en la hierba del prado, era el fastidio de deberle la vida, la salvación, la hacienda, cuando todo estaba perdido, cuando se había dado cuenta de haber jugado en la mesa equivocada.

—En mi opinión, sería conveniente adelantarse. Incluso mañana. Yo estoy listo —dijo Aquila.

—También yo creo que cuanto antes mejor —dijo Casca, cada vez más inquieto.

Bruto los miró a la cara uno por uno:

—Necesito saber si habláis por vosotros mismos o si representáis también a otros.

—Digamos que la mayoría está de acuerdo —respondió Aquila.

—Pues yo no —replicó Bruto—. Cuando se toma una decisión hay que mantenerla, cueste lo que cueste. Si hay riesgos, los correremos.

—Además —observó Cimbro—, no sabemos aún cuáles podrían ser las reacciones de Antonio y de Lépido. Podrían volverse peligrosos.

En aquel instante Bruto se percató de que una arenilla impalpable había caído al suelo, al lado de sus pies, y levantó instintivamente los ojos al techo, justo a tiempo de ver moverse algo.

Se oyó un ruido de pasos por el pasillo de la puerta trasera que daba al callejón y poco después apareció Casio Longino. Su rostro demacrado y pálido se asomó a la entrada del escritorio de Bruto.

Le siguieron a poca distancia Quinto Ligario, Décimo Bruto y Gayo Trebonio, dos de los más grandes generales de César.

—Casio —dijo Cimbro reconociéndolo—, me preguntaba dónde te habías metido.

Casio parecía no menos alarmado que Casca:

—Lépido, como sabes, desembarcó ayer tarde por la mañana en la isla Tiberina para quedarse.

En el pretorio se izó la enseña del comandante. Esto solo puede significar una cosa: seguro que César tiene una sospecha, y quizá hasta más de una. Sería oportuno adelantar los acontecimientos.

—Es lo que creemos también nosotros —aprobaron Casca y Poncio Aquila.

—No —respondió Bruto, decidido—, no. Mantengamos la fecha ya establecida. La cosa está fuera de discusión. Y además necesitamos un mínimo de tiempo para explorar las intenciones de Lépido y de Antonio.

—Lépido y Antonio no son ningunos estúpidos y se adaptarán —respondió Casio—. Golpea al pastor y las ovejas se dispersarán.

—¿Ovejas? —replicó Trebonio—. No me parece a mí que a Antonio se le pueda llamar oveja. Y tampoco a Lépido. Son combatientes y han dado prueba de coraje y de valor en más de una ocasión.

—Además —dijo Casca—, explorar sus intenciones significaría ampliar posteriormente el círculo de los que están en el secreto e incrementar el peligro mortal de una fuga de noticias. Yo lo dejaría correr. Es demasiado peligroso.

Bruto hizo un amago de responder, pero lo detuvo una mirada de Casio que significaba: «No insistas».

—Tal vez Bruto tiene razón —dijo acto seguido—. Unos pocos días más o menos no cambian las cosas. Nos encontramos en una situación de gran angustia y por eso tendemos a exagerarlo todo, a preocuparnos de peligros que probablemente no existan o que al menos todavía no existen.

Mantengamos la fecha fijada. Cambiar sería complicado. Yo tendré nuevos encuentros importantes que espero que despejen el campo de muchas dudas. Lo que cuenta es que vosotros estéis decididos, que todos nosotros lo estemos, seguros de estar en lo cierto, seguros de que lo que nos disponemos a hacer es sagrado. Una vez lo hayamos hecho, nos sentiremos liberados de un peso que se deja sentir sobre nuestra conciencia de hombres libres. Ninguna duda, ninguna vacilación, ninguna inseguridad. El derecho está de nuestra parte, lo están la ley y la tradición de los padres que nos han hecho grandes e invictos. César triunfó sobre la sangre de sus conciudadanos masacrados en Munda: es un sacrilegio que debe ser expiado con la vida.

Se adelantó Gayo Trebonio que hasta ese momento había escuchado en silencio la encendida oración de Casio. Era un veterano de la guerra de las Galias, había dirigido el sitio de Marsella y había mandado la represión en Hispania tres años antes contra los partidarios de Pompeyo:

—Déjalo correr, Casio —dijo—, ahórranos tus exhortaciones patrióticas. Todos nosotros hemos sido sus fieles compañeros o fieles ejecutores de sus órdenes, todos nosotros hemos aceptado el nombramiento de pretor, cuestor, tribuno de la plebe, algunos de vosotros fuisteis amnistiados por él, pero no os quitasteis la vida como hizo Catón. Quinto Ligario fue perdonado dos veces: un verdadero récord. ¿Dónde estás, Ligario? Que te veamos.

El interpelado avanzó con semblante taciturno.

—¿Y qué? —dijo—. He permanecido fiel a mis convicciones. Yo no pedí el perdón de César: fue él quien me perdonó la vida.

—Se la habría perdonado incluso a Catón de haberlo encontrado, pero este prefirió quitársela a verse en esa situación. Decidme, amigos, ¿hay alguien que se considere animado por las nobles intenciones a las que ha apelado Casio hace un momento? ¿Son esas de verdad las buenas razones?

Yo no lo creo. Y sin embargo todos queremos que muera. Algunos por lealtad a Pompeyo, pero Pompeyo ya no existe, fue asesinado. Ni siquiera por su propia mano, sino por mano de un reyezuelo egipcio, un fantoche que no habría durado tres días sin nuestro beneplácito. Otros porque piensan que deben defender la legalidad republicana, pero cada uno de nosotros tiene una razón más profunda y verdadera. Cada uno de nosotros piensa que él no se merece todo cuanto tiene, que nos lo debe a nosotros. Que él posee la gloria, el amor de la mujer más seductora de la tierra, el poder sobre el mundo entero, mientras que a nosotros nos tocan las migajas que caen de su mesa, somos como perros a los que se tira los huesos mondos de su comida. ¡Por esto debe morir!

Nadie replicó, ni Casca, nombrado pretor el año anterior, ni Casio Longino, al que César había acogido entre los oficiales de su ejército tras haber luchado contra él en la batalla de Farsalia, ni Ligario, amnistiado en dos ocasiones, ni Décimo Bruto, que no tardaría en ser gobernador de la Cisalpina y que callaba, con el ceño fruncido, ni ninguno de los otros.

Marco Junio Bruto, que quizá habría podido hablar, no dijo nada porque se sentía objeto de la mirada de aquel ojo abierto en el centro del techo.

Sabía que lo estaba mirando.

El ojo pesquisidor, resplandeciente de una luz casi loca, era el de Porcia, su esposa, la hija de Catón, el héroe republicano que se había suicidado en Útica para no aceptar la clemencia del tirano.

Porcia, a quien había querido mantener a oscuras de todo y que sin embargo había primero intuido y luego sabido con seguridad lo que él estaba tramando.

Recordaba perfectamente lo que había sucedido unos días antes, cuando se le había aparecido, entrada la noche, mientras él velaba trastornado, atormentado por sus propios pensamientos, remordimientos y pesadillas, dudas y miedos. Como la puerta de su escritorio estaba abierta, podía verla avanzar hacia él desde la otra parte del atrio. Descalza, parecía fluctuar en el aire, se movía como un fantasma, blanca a la claridad de la única lucerna.

Estaba espléndida. Llevaba un vestido de noche, ligero, abierto por los costados. Y los muslos, blancos, perfectos como el marfil, y las rodillas torneadas, de adolescente, se descubrían a cada paso que la acercaba a él.

Blandía un estilo y tenía en los ojos esa luz, fija y temblorosa al mismo tiempo, la luz febril de una exaltación que no estaba muy lejos de la locura.

—¿Por qué me ocultas lo que estás tramando?

—No te oculto nada, amor mío.

—No mientas, sé que me ocultas algo importante.

—Por favor, no me atormentes.

—Conozco el motivo: soy una mujer. Piensas que si fuese sometida a tortura revelaría los nombres de tus compañeros. ¿No es así?

Bruto había meneado la cabeza en silencio, para esconder sus ojos relucientes.

—Y en cambio te equivocas. Soy fuerte, ¿sabes? Soy hija de Catón y tengo su mismo temperamento. Resisto el dolor. Nadie puede obligarme a hablar si no quiero.

El estilo brillaba en su mano como una gema maldita. Bruto lo miraba fijamente, hechizado.

—¡Mira! —había exclamado y dirigido el estilo contra sí. Bruto había gritado «¡No!» corriendo hacia ella, pero Porcia se había clavado ya el estilo en el muslo izquierdo, moviendo su punta dentro de la herida para lacerar más sus carnes. La sangre había brotado copiosa y él se había dejado caer de rodillas delante de ella, le había arrancado el punzón y había acercado la boca a aquella herida sangrante, la había lamido con la lengua, entre lágrimas.

Volvió a la realidad cuando la voz de Trebonio exclamó:

—El día de la rendición de cuentas sigue siendo el que decidimos: ¡los idus de marzo!