Romae, a. D. VII Id. Mart., hora sexta.
Roma, 9 de marzo, once de la mañana.
Tito Pomponio Ático a Marco Tulio. Le desea salud.
Recibí el otro día tu carta y he meditado largamente sobre lo que me dices. Los pensamientos que te asaltan en este momento crucial son muchos y de naturaleza compleja.
No obstante, creo que no puedes escapar al papel que te atribuyen los mejores de esta ciudad.
Tampoco debes quejarte si tus méritos en pasadas circunstancias fueron menospreciados en la obra de Bruto, que también yo he leído recientemente. Lo que él escribe está dictado por el amor que siente por su mujer, una mujer no menos prudente que atractiva, pero sobre todo hija de tan gran padre y muy venerado por ella. Cualquiera que sea amante de la patria y agradecido con quien ha sido su defensor sabe cuánto debe estarte agradecido y que eres un modelo que proponer a las nuevas generaciones que un día nos sucederán.
Si puedo, te haré una visita no mucho después de que hayas recibido esta carta, que entrego al mensajero que tú bien conoces.
Cuídate.
Marco Tulio Cicerón guardó la carta, que había llegado el día antes, en un cajoncito del escritorio al lado de las otras y suspiró. Hubiera querido que la visita anunciada fuera cuanto antes.
Nunca había sentido la necesidad de hablar con él a solas, de recibir el consuelo de su parecer, de un consejo. Conocía la opción que Tito Pomponio había tomado hacía tiempo de mantenerse al margen de las luchas civiles, y en el fondo no podía censurarle. La confusión había sido enorme, las decisiones difíciles, las consecuencias casi siempre imprevisibles y la situación no había mejorado con la asunción de los plenos poderes por parte de César.
El conquistador de las Galias había tomado como pretexto unos acontecimientos totalmente marginales para invadir el territorio metropolitano de la República a la cabeza de un ejército, llevando a cabo un acto que violaba toda ley, toda tradición, todo límite sagrado. Si en un primer momento él mismo había visto en esa asunción de poder un mal menor, si se había incluso expuesto declarando, en una de las últimas sesiones del Senado, que cuando César estuviera en peligro los mismos senadores debían actuar como los primeros defensores de su incolumidad, ahora comprendía que el descontento cundía por doquier, se daba cuenta de que la defensa de las libertades cívicas no podía estar subordinada al deseo, pese a ser legítimo y comprensible, de paz y tranquilidad que la mayoría de los ciudadanos anhelaba.
En aquel momento entró Tiro, el secretario de Cicerón. Desde hacía tiempo era su brazo derecho y a la edad de cincuenta y nueve años era depositario de su completa e incondicional confianza.
Casi calvo y un poco cojo por sufrir artrosis en la cadera derecha, parecía más viejo de lo que en realidad era.
—Amo —comenzó.
—Desde hace tiempo eres un hombre libre, Tiro, no debes llamarme así, te lo he pedido muchas veces.
—No sabría llamarte de otro modo. Las costumbres de toda una vida se convierten en parte de nosotros mismos —respondió tranquilo el secretario.
Cicerón sacudió la cabeza con una sonrisa apenas insinuada:
—¿Qué pasa, Tiro?
—Visitas, señor, una litera se está acercando por el camino y, si la vista no me engaña, es la de Tito Pomponio.
—¡Por fin! Rápido, ve a su encuentro e introdúcelo en mi casa. Haz preparar el triclinio. Se quedará, sin duda, a comer.
Tiro hizo una inclinación y se dirigió hacia el atrio y la puerta de entrada. Pero no bien hubo echado una mirada hacia la calle una expresión de desencanto se reflejó en su rostro: la litera que ya distaba unos cincuenta pasos dobló por un callejón de la izquierda y desapareció de la vista. ¿Cómo contarle a su amo la deserción del amigo al que esperaba con ansiedad? Se quedó unos instantes reflexionando a la sombra de un añoso laurel que se alzaba al lado de la verja de la entrada, luego se volvió para alcanzar a Cicerón y darle la curiosa noticia de que la litera de Tito Pomponio, a punto de llegar a la puerta, había desaparecido de improviso, como si el ocupante hubiera cambiado de idea en el último momento. Pero cuando estaba a punto de entrar vio a uno de los criados que venía a su encuentro:
—Tiro, alguien llama a la puerta trasera.
Tiro se dio cuenta de lo que estaba pasando:
—Abre enseguida —respondió—, yo voy detrás de ti.
Con unos pocos pasos el siervo llegó a la puerta trasera y sin hacer preguntas abrió. Tiro, que le seguía de cerca, se encontró de frente a Ático y lo hizo pasar a la casa:
—Perdona, Tito Pomponio, ya sabes lo necios que son los siervos. Estaba claro que eras tú.
Sígueme, por favor, el amo está ansioso por verte.
Le abrió la puerta del escritorio de Cicerón, le hizo entrar y se retiró.
—Te estaba esperando con impaciencia. ¿Tiro ha hecho acomodar a tus siervos?
—No ha sido necesario, amigo mío —respondió Ático—. En estos momentos están llevando mi litera vacía hacia la casa de mi sobrino. He entrado a pie por el patio trasero. Prefiero que no se sepa dónde estoy, aunque todos conocen nuestra amistad. Pero ¿qué ocurre? Tu última carta daba a entender a las claras que eran más las cosas que callabas que las que decías.
Cicerón, que le había dado su abrazo apenas entrar, se había sentado a su lado:
—¿Te quedas a comer? He pedido que prepararan también para ti.
—Lo siento, no puedo quedarme, pero he decidido venir porque comprendía que necesitabas hablar conmigo.
—Así es, efectivamente. Escucha: hace tiempo recibí una carta de Casio Longino.
Ático frunció el ceño.
—Una carta insólita, que en apariencia no tiene mucho sentido, o bien tiene uno recóndito.
—¿Qué pretendes decir?
—La carta habla de cosas obvias, en suma, es una carta inútil, a menos que no haya que entenderla de otro modo.
—No cabe excluirlo.
—Tú sabes que Tiro, mi secretario, ha ideado un sistema taquigráfico con el que transcribir mis discursos cuando hablo en público. En general es un apasionado de la criptografía y se ha aplicado al texto de la carta con este tipo de actitud interpretativa.
—¿Y luego?
—Tito, amigo mío, sabes que no he querido nunca verme envuelto en situaciones que pudieran crearme problemas. Soy como tú piensas y yo respeto tus opciones, por lo que no te diré nada que pueda turbarte. Me limitaré a decirte que se cuece algo gordo en el aire, lo presiento y lo intuyo, aunque no sé a ciencia cierta de qué se trata.
—No es difícil de imaginar. ¿Tiro ha conseguido encontrar un segundo sentido a esa carta?
—Sí.
—¿Cuál?
Cicerón permaneció largo rato en silencio mirando a los ojos a su amigo. Leyó en ellos una serenidad de ánimo velada por cierta precaución y un afecto que sus palabras inmediatamente confirmaron.
—He venido a verte a escondidas porque quería ofrecerte la posibilidad de que me hablaras sin reticencias. No tengo miedo y tú sabes lo importante que es para mí la amistad. Habla libremente.
Nadie nos escucha y nadie sabe que estoy aquí.
—Si la interpretación de Tiro es acertada, y creo que lo es, se está preparando algo importante, un acontecimiento que hará época para el destino de la República, pero del que alguien ha decidido mantenerme a oscuras. Mi papel sería intervenir a continuación, si no he entendido mal.
—Tú eres el hombre que desbarató los planes de Catilina, aunque en su escrito Bruto atribuye el mérito a su suegro Catón. Y esto no le ha gustado por supuesto a César. Quien exalta a Catón lo ofende a él. Catón se ha convertido ya en el mártir de la libertad republicana, el que prefirió suicidarse a soportar la tiranía. ¿Me acerco al acontecimiento que hará época al que tú te referías?
—Te acercas.
—Pero ni tú ni yo tenemos el valor de hablar de él. Cicerón agachó la cabeza sin responder y Ático respetó ese silencio. Pero luego prosiguió:
—Si no me equivoco, te estás preguntando si está bien para ti aceptar la velada propuesta de permanecer al margen de este acontecimiento e intervenir una vez ocurridos los hechos, o si no sería mejor actuar como hiciste en los tiempos del intento de golpe de estado de Catilina.
—Has dado en el clavo —respondió Cicerón—. Y es un pensamiento que me atormenta desde hace tiempo.
Ático se le aproximó acercando la silla a la de su amigo y lo miró fijamente a los ojos desde poco más de un palmo de distancia:
—Digamos que cuando hablamos de este acontecimiento, tú y yo pensamos en lo mismo, en lo único que puede hacer época de verdad. Lo que a ti te atormenta es que quien lo gestione sea tan incapaz e inexperto como para causar desastres más graves que los que quiere resolver. A la sombra de una gran encina solo crecen plantas desmedradas y torcidas, ¿no es así?
—Me temo que en la mayoría de los casos así es. De todos modos, existen hombres que, pese a no poner de manifiesto todas sus capacidades en este momento, las mantienen y podrían constituir un serio problema.
Ático suspiró:
—Cuando murió Alejandro todos sus amigos se convirtieron en grandes reyes. Desmembraron su imperio para tomar cada uno un trozo de él tras unas interminables luchas sangrientas.
—Comprendo lo que quieres decir y por esto me asusta la idea. Bruto…
—Ya, Bruto. Circula una frase sobre él. Parece que la dijo César.
Al oír aquel nombre Cicerón tuvo un ligero, pero perceptible estremecimiento. Ático continuó:
—Éste habría dicho: «Bruto no sabe lo que quiere, pero lo quiere apasionadamente». —Sonrió con amargura, meneando la cabeza, luego prosiguió—: Permanece al margen, amigo mío. Da gracias a los dioses de que nadie te haya hecho propuestas concretas. Yo…
—¿Qué? —instó Cicerón ansioso.
—Tengo información…, nada concreto, ¡ojo!, pero desde mi punto de vista es una información digna de crédito. Trataré de averiguar y de comprender si hay alguien que piensa en un papel institucional para ti si el acontecimiento llegara a producirse. Más no puedo hacer. Yo no soy un político, amigo mío, me limito a tratar de comprender, pero si puedo serte de ayuda lo haré. Por ahora no hagas ningún movimiento y, si un día descubriera cuándo y dónde se manifestará el peligro, te lo haré saber. Ello no quiere decir que me arriesgue a hablarte personalmente. Lo más probable es que recibas un mensaje con mi sello. Dentro reconocerás nuestra acostumbrada consigna codificada. Ése día no te muevas de casa, bajo ningún concepto…
Ático se levantó y Cicerón con él. Los dos se abrazaron. Les unía la angustia común de un momento difícil, la antigua amistad, la vasta cultura, la fidelidad al mismo credo filosófico, la nostalgia de los viejos valores de la patria atropellados por la avidez de poder y de dinero, por el odio partidista, por los resentimientos y por las venganzas.
Ático había decidido permanecer como espectador distante de aquella disgregación, convencido en su sereno fatalismo de que el componente caótico de la historia, preponderante desde siempre, se impondría del todo y de que las frágiles fuerzas de la razón humana no tendrían ninguna posibilidad de impedir la ruina.
Cicerón seguía creyendo en el papel de la política, pero no tenía el valor ni la fuerza para ejercerlo. Se hacía mala sangre por su impotencia y vivía en el recuerdo de los fastos de su glorioso consulado, cuando había atacado con virulencia a Catilina en el Senado, le había desenmascarado y obligado a emprender la huida.
Acompañó personalmente a su fiel amigo hasta la puerta del patio trasero. Ático se detuvo en el umbral antes de salir a la calle y se cubrió la cabeza con la capucha de la capa.
—Una cosa más —dijo.
—Dime.
—Eres tú el inspirador de los escritos que aparecen en las paredes de Roma y que exhortan a Bruto a mostrarse a la altura de su nombre?
—No —respondió Cicerón.
—Mejor así —dijo Ático.
Y se fue.
Romae, in Campo Martis, a. d. VII Id. Mart., hora octava.
Roma, Campo de Marte, 9 de marzo, una de la tarde.
Antistio se reunió con Silio debajo del pórtico del teatro de Pompeyo, terminado hacía diez años.
Adyacente a él se encontraba la curia en la que se reunía temporalmente el Senado, en espera de que terminasen los trabajos en su sede del foro. Se sentaron a una mesa delante de la posada y el médico pidió dos vasos de vino caliente con miel y especias.
—¿De veras César ha recibido un mensaje de Publio Sextio? —preguntó Antistio.
—Sí, hace unos siete días.
—¿Has sabido lo que dice?
—Se refiere a los contactos y a las noticias que esperaba a propósito de la expedición contra los partos. Por lo que respecta a esto todo va bien. Contamos con los apoyos en Anatolia y Siria y también en Armenia y poseemos la lista completa de nuestras fuerzas desplazadas entre el Danubio y el Éufrates. El comandante ha decidido reunir al estado mayor para examinar la viabilidad del plan de invasión.
—Por tanto era este el motivo por el que esperaba ese mensaje con tanta impaciencia.
—No veo otro y él no ha hecho alusión a nada distinto. Y si no he entendido mal, está decidido a llevar adelante el plan. —Antistio meneó la cabeza repetidamente:
—No consigo entender: no está bien, su obra no ha sido acabada, Hispania y Siria no están totalmente pacificadas y él se embarca en una aventura de resultado incierto que lo mantendrá alejado años y podría hasta costarle la vida. Una aventura que corre el riesgo de ser un viaje sin retorno.
Silio tomo algunos sorbos de su vino.
—¿Ha tenido otros ataques? —preguntó Antistio.
—No, que yo sepa. Y espero que no se repitan.
—Esto nadie puede decirlo. ¿Ahora dónde está?
—En su casa.
Antistio inclinó la cabeza en silencio.
Silio apoyó una mano en uno de sus hombros:
—Ése maestro de griego… Artemidoro, creo que se llamaba…, ¿has conseguido ponerte en contacto con él?
—Lo veré esta tarde. Le he hecho saber que debo hacerle una visita de control.
—Mantenme informado si hay alguna novedad: es de la máxima importancia.
—Serás el primero en saberlo, descuida. No te muevas de Roma en ningún caso, siempre podría necesitarte.
—No me alejaré del perímetro de la ciudad si no me lo ordena él en persona.
—Cuídate.
—Lo mismo te digo.
Se separaron. Antistio se dirigió hacia la isla. Silio se quedó dando sorbos a su vino especiado.
Empezó a soplar el viento frío del norte que hacía tiritar y se arrebujó en su capa.
Romae, in Hortis Caesaris, a. d. VII Id. Mart., hora nona.
Roma, jardines de César, 9 de marzo, dos de la tarde.
—Tú eres el hombre más poderoso del mundo. ¡Si no haces una cosa, es porque no quieres, no porque algo o alguien te lo impida!
La reina había levantado el tono de voz y el encarnado de las mejillas se transparentaba incluso por debajo del afeite que alisaba su rostro. Un rostro no perfecto, de rasgos exóticos, pero de irresistible fascinación, que alguien atribuía al influjo de una madre indígena, y un cuerpo de perfección sublime que su primer embarazo no había deformado.
César se levantó impacientado del lecho en el que ella lo había recibido recostada.
—He hecho lo que he considerado justo y tú deberías darte cuenta de la importancia y de lo serio de las decisiones que he tomado tanto por ti como por el niño. Le he reconocido como hijo mío y te he dado permiso para llamarlo con mi nombre.
—¡Qué sentido de la dignidad! Pero si es hijo tuyo: ¿qué otra cosa podías hacer?
—Cualquier otra cosa. Tú misma lo has dicho. Pero lo he reconocido: no solo con mi nombre, sino haciendo colocar también una estatua de oro…
—Dorada —le corrigió altanera la reina.
—De todas formas, una imagen tuya en el templo de Venus Genitrix. ¿Y sabes qué significa esto? Que el templo es el santuario de mi familia. Significa que, habiendo dado a luz un hijo a César, tú has entrado a formar parte de ella y que a él le es reconocida una descendencia divina.
Cleopatra pareció calmarse, se levantó a su vez, se le acercó y lo cogió de la mano:
—Escúchame, tu mujer es estéril y Tolomeo César es tu único hijo. Yo soy la última heredera de Alejandro Magno y tú eres el nuevo Alejandro, es más, eres más grande que él: has conquistado Occidente y ahora conquistarás Oriente. Nadie podría equipararse a ti en todo el mundo, tanto en el pasado como en el futuro. Serás considerado un dios y en la persona de tu hijo se unirán dos dinastías divinas. Sé que en el Senado hay un proyecto para permitir legalmente la poligamia, tener más de una mujer para asegurar la descendencia. ¿Es así?
—Es una iniciativa que no ha partido de mí.
—¡Y, en cambio, debería! —gritó Cleopatra levantando ambas manos hasta casi su rostro.
César retrocedió y miró fijamente sus ojos negros y encendidos sin decir una palabra.
—Pero ¿es que no comprendes? —prosiguió la reina—. Sin esa ley, tu hijo sigue siendo el bastardo de una extranjera. Debes convertirte en rey de Roma y del mundo y tu único sucesor debe ser tu hijo, un verdadero hijo, sangre de tu sangre. ¿Por qué rechazaste la corona que Antonio te ofrecía el día de las Lupercales?
—Porque mis enemigos no esperaban otra cosa para buscarme la ruina, para retirarme el favor del pueblo y presentarme como un tirano. ¿Es que no lo comprendes? En Roma ser rey es considerado algo execrable y en cualquier caso todo magistrado romano de provincias tiene una fila de reyes y de príncipes que esperan a veces meses para ser recibidos. ¿Por qué César debería aspirar a una condición inferior a la de cualquiera de sus gobernadores?
La reina inclinó la cabeza y volvió la espalda mientras unas lágrimas de rabia y de frustración caían de sus ojos.
César la miró y le volvió a la mente la noche de intrigas y traiciones en Alejandría en que le habían enviado a Cleopatra a escondidas, envuelta en una alfombra. La noche en que estaba sitiado y toda escapatoria era imposible, imposible para él, el conquistador de las Galias, el vencedor de Pompeyo, prisionero en una trampa en la que había ido a meterse él solo. Y sin embargo, cuando la había visto delante vestida solo con una prenda de lino finísimo y transparente, los cabellos arreglados a la usanza egipcia, los ojos relucientes ribeteados de negro, las cejas increíblemente largas, el pecho turgente, todo se había desvanecido, los ejércitos que lo tenían cercado, la cabeza cortada de Pompeyo, los taimados manejos de esos pequeños griegos intrigantes. Solo ella había quedado, soberbia y tierna, tan joven de cuerpo y de rostro como de mirada perversa. Ninguna mujer que hubiese conocido nunca, ni siquiera Servilia, la amante de siempre, madre de Bruto y hermana de Catón, había tenido nunca esa luz turbia y turbadora en los ojos.
La voz de ella lo sacó de sus pensamientos:
—¿Qué será de nosotros, de mí y de tu hijo?
—Mi hijo será rey de Egipto y tú serás la regente hasta el día en que él haya alcanzado la mayoría de edad, protegida, honrada, respetada.
—¿Rey de Egipto? —replicó Cleopatra, resentida.
—Sí, mi reina —respondió César—. Y siéntete dichosa por ello. Solo un romano puede gobernar Roma y puede hacerlo mientras consiga justificar la amplitud de su poder.
César se sintió oprimido por un pensamiento desagradable. Cleopatra le había demostrado nada más que ambición. Nada más. No es que se esperase amor de una reina, pero se sentía solo en aquel momento, atormentado por dudas y amenazas inminentes, por el pensamiento de la decadencia física, de la conciencia de que quien sube muy alto está sujeto a caer igual de bajo.
—Ahora tengo que irme —dijo—. Volveré a verte, si lo deseas, en cuanto me sea posible.
Se encaminó hacia la puerta que un siervo corrió a abrirle.
—Hay quien haría por mí mucho más —dijo Cleopatra. César se volvió.
—Habrás notado, imagino, que Marco Antonio no me quita ojo.
—No. No lo he notado. Pero puede ser que tengas razón. Por eso él es Antonio y yo, César.