Mutatio ad Medias, a. D. VIII Id. Mart., hora decima.
Mutatio ad Medias, 8 de marzo, tres de la tarde.
La campiña de la Cispadana discurría rápida bajo los cascos del caballo de Publio Sextio, lanzado por el camino que se extendía, a modo de una cinta gris, por el verde de los campos al pie de los Apeninos. La niebla se había disuelto, ahora lucía el sol en un cielo claro y frío reflejando su luz sobre la nieve que recubría las cumbres de los montes.
El veloz corcel hispánico brillante de sudor daba señales de cansancio, pero su jinete seguía empujándolo más allá del límite de su resistencia a fuerza de golpear su cuello con el extremo de las bridas y de incitarlo continuamente con la voz.
Aparecía ya a la vista la casa de postas: una construcción baja de ladrillo próxima a un riacho, a la que daban sombra unos álamos rojos, circundada de desnudos arbustos de espino blanco y flanqueada por dos pinos centenarios. Demoró la carrera hasta franquear al paso la entrada principal, un arco de piedra tallada con la imagen del sol en la clave de bóveda; en el interior de un patio porticado se encontró con una fuentecilla que vertía su chorro en un abrevadero abierto en una peña.
Publio Sextio saltó a tierra, cogió el cazo de cobre atado a una cadenilla y bebió a largos sorbos, luego dejó beber también al caballo un poco cada vez para que no se enfriase, sudado como estaba.
Desplegó la manta atada detrás de la silla y lo cubrió con ella. A continuación se dirigió hacia una puertecilla lateral que daba acceso a la oficina del responsable de la casa de postas. Llamó, entró y se encontró frente al encargado que se puso en pie al verlo entrar.
Publio Sextio le mostró una tablilla de escribir con el símbolo del águila y el hombre le preguntó solícito:
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Necesito un caballo de refresco lo antes posible y… otra cosa. ¿Alguien más en esta casa tiene… esto? —preguntó indicando la imagen grabada en la tablilla.
El responsable se adelantó hasta el umbral y señaló a un hombre que estaba descargando unos sacos de trigo de un carro:
—Él —respondió.
Publio Sextio asintió con la cabeza y se dirigió hacia el Descargador, abordándole sin preámbulos:
—Me dicen que puedo hablar contigo.
El Descargador se liberó del saco que tenía sobre la espalda depositándolo en el suelo con un resoplido, le miró fijamente a los ojos y respondió:
—Me han pedido que te responda, si se daba el caso.
El Descargador tenía el cuerpo de un luchador, el pelo muy corto, una barba de varios días y las cejas pobladas y juntas. Llevaba una túnica de trabajo polvorienta y unas sandalias sin talón, tenía unas manos grandes como palas, rugosas y callosas, llevaba una muñequera de cuero en la mano izquierda e iba ceñido con un cinturón con tachuelas. Publio Sextio lo miró de arriba abajo mientras que el otro lo había examinado ya de pies a cabeza.
—Bien —dijo—, tengo una comunicación reservada que llevar a Roma. Máxima urgencia, máxima importancia, alto riesgo.
El Descargador se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Entendido. Hacen falta otros correos.
—Enseguida —urgió Publio Sextio—. Para estar seguros de que el mensaje llegue… ¿o hay alguna otra manera?
—No, pero haré lo posible. Mientras, puedes partir tranquilo.
—¿Tranquilo? —repuso el centurión con una sonrisa maliciosa—. No hay nada tranquilo de Gades al mar Rojo. Temo que esté a punto de desencadenarse una tempestad que no se aplacará hasta que haya barrido todo cuanto se ha construido hasta ahora. Tenemos que pararla al precio que sea.
El Descargador se entristeció y en ese mismo instante una nube oscureció el sol cubriendo de sombra el patio: un énfasis imprevisto del cielo sobre aquellas palabras.
—Pero ¿qué dices? Explícate, yo no…
Publio Sextio se le acercó más:
—El mensaje debe ser entregado lo antes posible en el viejo puesto de guardia de la octava piedra miliar de la vía Cassia. El mensaje es: «El águila está en peligro».
El Descargador lo cogió por las ropas:
—¡Por los dioses todopoderosos!, pero ¿qué está pasando? ¿Hay algo más que transmitir?
—No —respondió Publio Sextio—. Nada más que lo que te he dicho. De lo demás ya me ocupo yo personalmente. La misión debe partir cuanto antes. También yo me pondré enseguida en camino.
Adiós.
Mientras se dirigía hacia el edificio principal reparó en un hombre sentado en el suelo, no lejos de ellos, detrás de una de las columnas del pórtico. Se estaba tomando con la cabeza gacha una escudilla de sopa. Llevaba una capa gris y el capuchón le cubría la cabeza, pero no el rostro, feo y malencarado con unos pocos pelos amarillentos sobre el labio superior.
Publio Sextio se acercó a la oficina del responsable, preguntó si el caballo de refresco estaba listo e intercambió unas pocas palabras. Un siervo le alargó algo de comer y un vaso de vino mientras los mozos de cuadra preparaban la nueva cabalgadura y trasladaban su equipaje.
El hombre de la capa gris seguía tomándose la sopa, pero no se le pasaba por alto el más mínimo movimiento de los dos hombres que habían hablado entre sí poco antes.
Publio Sextio se tomó el vino de dos tragos, saltó sobre el caballo y partió al galope.
El hombre de la capa gris dejó la escudilla en el suelo, se levantó y con paso decidido se dirigió hacia las caballerizas; puso una moneda en la mano del mozo de cuadras y preguntó:
—¿Ha hablado contigo el hombre que ha llegado hace poco?
—No —respondió el siervo.
—¿Has oído lo que decía cuando hablaba con el responsable?
—Ha preguntado si de verdad encontraría otro caballo en el próximo punto de enlace.
—Vaya prisas que llevaba, pues…
—Yo diría que sí. Ni siquiera ha terminado de comer.
—Prepara un caballo también para mí. El mejor. Partiré esta noche, al atardecer.
—El mejor se lo ha llevado él.
—El mejor que te quede, idiota.
El siervo obedeció sin pérdida de tiempo: preparó un bayo de finos corvejones y se lo mostró, ya enjaezado, al hombre de la capa gris:
—Si partes entrada la noche —dijo—, cuidado con los encuentros desagradables.
—Tú ocúpate de tus asuntos —replicó el hombre— y no hables con nadie si quieres más de esto.
Hizo tintinear la bolsa de las monedas y volvió al patio. Se sentó donde se encontraba antes, apoyado contra una columna del pórtico.
Entró un convoy de carros cargados de heno, evidentemente el avituallamiento para el establo.
Los carreteros estaban de buen humor y se informaron en primer lugar de si quedaba vino del que tomaron la última vez. El responsable se asomó a la puerta de su oficina con una tablilla y un estilo en la mano echando un vistazo a la carga para controlar y registrar lo que estaban adquiriendo y cuánto estaban gastando el Senado y el pueblo romano.
—Espero que no esté húmedo —rezongó acercándose a los carreteros—. La otra vez tenía moho, debería descontar más de la mitad de lo que pagué.
—Lo que deberías hacer tú es emprenderla con los zánganos de tus siervos —repuso uno de los carreteros—, que lo dejaron expuesto al rocío la primera noche por no ponerlo enseguida a cubierto en el henil. Éste es estupendo, jefe, seco como mi garganta sedienta.
El responsable, tras captar la alusión, mandó traer vino y se retiró a su oficina.
Al poco llegó otro: un jinete, también este jadeante y, cuando hubo reconocido a Mustela, hizo un aparte con él. Le enseñó un recibo y le entregó un rollo en el que había trazado un itinerario.
Mustela se lo quedó en custodia. Y con él el compromiso de seguir.
Mientras tanto Publio Sextio avanzaba al galope por el borde de tierra batida del lado de la calzada, la vía Emilia, que llegaba hasta Rimini, controlando las indicaciones en las piedras miliares para calcular la distancia a la que estaba la próxima estación. Había pasado por allí tres años antes, marchando al lado de sus belitres de la Duodécima, y con ellos había cruzado, de mala gana, el Rubicón. Recordaba perfectamente la escena que había tenido que montar para convencer a los hombres de que era necesario dar aquel paso contra la patria y contra la ley.
El sol comenzaba a declinar: una hora y media más de luz a lo sumo, que le permitiría llegar a la próxima parada por la orilla izquierda del Reno. Allí decidiría si volvía a partir o si se quedaba a pasar la noche. De vez en cuando demoraba el paso para no reventar al caballo cuando notaba el cansancio. Él, soldado de infantería, hacía tiempo que había tenido que habituarse a comprender a los caballos y sus exigencias. Se había convencido de que César estaba en serio peligro y que este peligro era inminente. Más que los indicios de Nebula, se lo sugería el instinto, el mismo que en los turnos de guardia de las campañas de la Galia le hacía percibir la flecha enemiga que hendía la noche un instante antes de dar en el blanco.
Caupona ad Salices, a. d. VIII Id. Mart., hora duodecima.
Posada Los Sauces, 8 de marzo, cinco de la tarde.
Llegó a orillas del Reno, antes de Bolonia, y tomó a mano derecha hacia el sur remontando la corriente del río, tal como indicaba el mapa que le había dado Nebula. Llegó a la posada que hacía las veces de estación cuando el sol se había puesto tras los montes y entró para cambiar de caballo.
En el portal de la entrada reparó en una estatuilla de Isis, obra de un modesto artesano, pero en cualquier caso con cierto arte. En el interior los siervos se preparaban para encender las lucernas en las habitaciones y sacaban aceite de una tinaja situada al fondo del patio.
Se sentía cansado, las viejas heridas le dolían a causa del tiempo inestable y el bocado que se había tomado en la estación precedente no había sido suficiente para sostenerlo. Ató las bridas del caballo en el pesebre y se dirigió a ver al responsable, a quien encontró jugando una partida de dados con el posadero. Le enseñó las credenciales y fue testigo del embarazo del funcionario sorprendido en una actividad no precisamente institucional. Lo calmó con un gesto:
—No soy ningún inspector, solo un simple viandante, y necesito un consejo.
—A tu entera disposición, centurión.
—Tengo prisa, pero no sé si continuar mi camino o pasar aquí la noche.
—Mi consejo —contestó el supervisor— es que hagas un alto y descanses. No tienes buen aspecto y dentro de poco oscurecerá, mejor no arriesgarse.
—¿Cuánto falta para el próximo punto de enlace? —preguntó Publio Sextio.
—Poco más de tres horas, depende de lo rápido que vayas.
—Depende del caballo que me des —rebatió Publio Sextio.
—Entonces, ¿quieres volver a partir?
—Así es. Antes de que oscurezca por completo pasará otra hora, luego ya veré. Prepárame un pedazo de pan con lo que tengas y cámbiame el caballo. El mío está atado al pesebre. Dame el mejor y me acordaré de ti.
—Desde luego, centurión —repuso solícito el responsable abandonando los dados—. Éste es nuestro posadero y te servirá la cena mientras te preparan el mejor corredor de nuestra cuadra. Pero ¿cómo es que tienes tanta prisa, si no es indiscreción?
—Nada de preguntas —respondió secamente Publio Sextio—. Date más bien prisa.
El responsable preparó todo cuanto se le había pedido y el centurión partió de nuevo. La temperatura bajaba rápidamente cerca ya del ocaso debido a la nieve que cubría gran parte de las montañas y del aire, que, al atravesarlas, congelaba también el paso por las gargantas heladas.
Trataba de tranquilizarse pensando que se estaba preocupando más de lo necesario, pues no había ninguna prueba de que estuviera a punto de ocurrir algo en aquel preciso momento, pero deseaba que hubiesen partido entretanto ya otros correos y de que las posibilidades de que el mensaje llegase a destino se multiplicasen.
Esperaba que fuesen correos fieles a su misión. Desde hacía demasiado tiempo las facciones desgarraban tanto el estado que la administración y los funcionarios habían tenido que inmiscuirse desde diferentes y opuestas fidelidades. El último reflejo del ocaso se apagó en el cielo ya sereno y las estrellas más luminosas brillaron en el azul intenso de la bóveda celeste, la hoz de la luna tomó forma sobre la blanca dorsal de los Apeninos y el jinete se sintió más solo en el camino desierto. Su única compañía era el ruido de los cascos del caballo y su poderosa respiración. Y sin embargo lo que deseaba se estaba haciendo realidad.
Mutatio ad Medias, a. D. VII Id. Mart., prima vigilia.
Mutatio ad Medias, 8 de marzo, siete de la tarde.
Apenas oscureció, el Descargador, mientras todos se disponían a cenar y se encendían las luces de la posada dentro y fuera para guiar a los caminantes rezagados, subió las escaleras que llevaban a la azotea.
Su movimiento no pasó inadvertido al hombre de la capa gris, que, permaneciendo a la sombra del pórtico, se dirigió sin ser visto al pie de la escalera y se fue detrás de él sin el mínimo ruido hasta la puerta superior que el Descargador había dejado entreabierta.
La construcción principal terminaba en una especie de torrecilla que sobresalía unos veinte pies.
Tras llegar a la primera terraza, el Descargador se acercó a la torrecilla y alcanzó la parte alta apoyándose en los escalones insertos en el muro. Allí cogió leña de una pila preparada, encendió un fuego dentro de unas trébedes que sostenían un gavión de hierro colado y enseguida, alimentadas por el viento, las llamas prendieron con fuerza. El Descargador fue hacia una puertecilla del lado de poniente de la torre, la abrió y sacó un envoltorio de arpillera del que extrajo una especie de gran disco de bronce compacto y brillante. Con él proyectó, con movimientos alternados y repetidos, la luz del fuego hacia un punto de los Apeninos en el que alguien debía comprender y responder. El aire era más cortante y el Descargador sentía su pecho abrasado por la proximidad de las llamas y su espalda helada por el frío de la noche, que estaba cada vez más oscura.
De abajo llegaba un ruido de vajilla y jarras y el alegre vocerío de los parroquianos, pero su mirada escrutaba el manto nevado de la montaña que, aunque dominada por la oscuridad, emanaba una blancura inmaculada, ella misma fuente de luz.
De pronto vio un puntito rojo que se hacía paulatinamente más grande hasta convertirse en un pequeño globo palpitante. El punto de señalización, en la línea de la cresta, había recibido su mensaje y estaba respondiendo.
El hombre de la capa gris no pudo subir por la escalera colgante y tampoco pensó en enfrentarse a aquel energúmeno. Pese a quedarse en la azotea, se dio cuenta de que el Descargador estaba transmitiendo una señal y permaneció oculto pegado contra la pared en espera de las señales de respuesta.
In Monte Appennino, Lux fidelis, a. d. VII Id. Mart., prima vigilia.
Montes Apeninos, Lux fidelis, 8 de marzo, siete de la tarde.
El hombre que hacía de señalero sostenía una pantalla de tela que alzaba y bajaba delante del fuego, pero el viento se intensificaba y la maniobra se hacía más difícil. La azotea del puesto avanzado estaba cubierta de nieve helada y detrás de la construcción se extendía un bosque de abetos curvados bajo el peso de las nevadas recientes. De golpe, del suelo se abrió una trampilla de la que asomó el comandante de la estación cubierto con un manto de burda lana y la capucha forrada de piel, un oficial del cuerpo de ingenieros.
—¿Qué han transmitido? —preguntó.
El encargado de las señales acercó al fuego la tablilla en la que había transcrito el mensaje: «El águila está en peligro. Avisa a Cassia VIII». ¿Tú sabes qué significa? ¿Sabes quién es el águila, mi comandante?
—Lo sé, y significa problemas sin fin. ¿Con cuántos hombres contamos?
—Con tres, incluido el que nos ha mandado la señal.
—¿El Descargador?
—Él, y otros dos que conoces.
—El Descargador partirá cuanto antes, si no ha partido ya. Los otros dos se pondrán en camino al instante. Están acostumbrados a moverse en la oscuridad. Hazlos venir.
La luz que palpitaba desde la Mutatio ad Medias enmudeció. La transmisión del mensaje había concluido.
El comandante descendió por la escalera que llevaba abajo cerrando tras de sí la trampilla de madera. Tres lucernas iluminaban el pasadizo hasta un rellano desde el que se bajaba al alojamiento del personal en plantilla de la estación. Dos jóvenes de unos treinta años: uno, a todas luces del lugar, era de talla y rasgos celtas, rubio, alto y macizo, de pelo fino y largo, ojos de un azul casi iridiscente; el otro era oriundo del sur, de más modesta estatura, cabello oscuro y liso, ojos negros, inquietos, un fauno de Apulia. Rufo era el nombre del primero, Vibio el del segundo. Hablaban entre sí una extraña lengua bastarda: un latín trufado de términos de sus hablas locales.
Probablemente cada uno era el único en el mundo capaz de entender al otro.
Estaban comiendo pan y nueces cuando entró el comandante y se pusieron en pie tragándose el bocado. La cara del comandante reflejaba las circunstancias más desagradables:
—Hay orden de entregar un mensaje de máxima alerta —comenzó—. Obviamente no seréis los únicos con este encargo, conocéis bien el protocolo. Desde esta estación y con este tiempo de perros confiarse a las señales luminosas es una cosa de locos, si lo han intentado es signo de que están dispuestos a intentarlo todo. Un buen correo sigue siendo la forma más segura. El mensaje es simple, fácil de memorizar incluso para dos lerdos como vosotros: «El águila está en peligro».
—El águila está en peligro —repitieron los dos—. Sí, mi comandante.
—El carácter de la información es tal que no puede provenir más que de Nebula. Un gran hijo de puta, pero que raramente yerra. No puedo deciros más, pero tened en cuenta que la vida de innumerables personas, el destino de ciudades enteras, y quizá incluso de pueblos, depende del hecho de que este mensaje pueda llegar a tiempo a su destinatario. Debe ser entregado de viva voz en el viejo puesto de guardia de la octava piedra miliar de la Cassia. No me importa desde dónde lleguéis, desde qué cuatro malditos puntos cardinales, no me importa si para llegar tenéis que escupir sangre y echar los bofes, pero por todos los demonios del Averno, antes de exhalar el último suspiro transmitid el maldito mensaje. ¿Entendido?
—A sus órdenes, mi comandante.
—Alguien se está ocupando de vuestro avío. Los caballos estarán listos para cuando yo haya terminado de hablar. Partid en dos direcciones distintas. Decidid vosotros qué camino tiene que tomar cada uno, a mí me es indiferente. Lo que no significa que tengáis que recorrerlos trecho a trecho, pero como por fuerza tendréis que cambiar de caballos, serán vuestro punto de referencia.
Por razones de seguridad no conozco los itinerarios de los demás, pero es posible que sean distintos del vuestro. Si la situación así lo requiere, haceros reconocer por la placa de speculatores, pero el incógnito es la mejor garantía hasta el cumplimiento de vuestra misión. El sistema está concebido de manera que al menos uno de los mensajes llegue, si las otras transmisiones abortaran por algún motivo.
—El motivo —dijo Rufo— es si uno o más de los mensajeros muere, ¿no?
—Así es —replicó el comandante—. Éstas son las reglas del juego y de este oficio.
—¿Quién, aparte de nosotros, puede estar al corriente de la operación? —preguntó Vibio.
—Nadie, por lo que yo sé, pero nosotros no siempre sabemos todo lo que queremos y lo que consideramos probable no quiere decir que sea verdad. Por tanto, tened los ojos y los oídos bien abiertos. La consigna es una sola: entregar el mensaje al precio que sea.
Tras haberse despedido, los dos se encaminaron hacia la salida y bajaron la escalera que llevaba al patio interior donde los esperaban dos alazanes equipados para un largo viaje: mantas, alforjas para la comida, cantimploras con vino aguado, cinturones con dinero. El siervo los ayudó a ponerse el justillo de cuero reforzado, que bastaba a menudo para impedir que una flecha llegara al corazón, pero lo bastante ligero para permitir la agilidad y rapidez de movimientos. Un gran cuchillo celta era el arma de dotación para aquel tipo de misión. Todo fue cubierto por la capa de burda lana, que servía tanto para el frío como para el calor.
Salieron por la puerta principal donde dos faroles difundieron un halo amarillo sobre la nieve sucia de barro y estiércol de caballo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Vibio—. ¿Nos separamos enseguida o vamos juntos hasta el fondo del valle?
Rufo acarició el cuello a su caballo que piafaba inquieto y soplaba grandes nubes de vapor por los ollares:
—Sería lo más lógico y también lo que más me gustaría. Pero si han mandado la señal en nuestra dirección es que esperan que al menos uno de nosotros tome el atajo a través de la dorsal en dirección a la Flaminia. Es dura, pero se ahorra uno al menos media jornada. En algunos casos, media jornada puede ser determinante.
—Seguro —dijo Vibio—. Entonces, ¿qué hacemos? ¿La paja o la moneda?
—La paja arde, la moneda perdura —respondió Rufo y lanzó al aire un as de Cayo Mario reluciente y brillante como si fuera de oro.
—Cara, el atajo para ti —dijo Vibio.
Rufo bloqueó con la derecha la moneda en la palma de la mano izquierda:
—¡Caballos! —dijo señalando a la cuadriga que adornaba la cruz—. Te toca a ti. Yo tomaré por la Flaminia menor.
Los dos amigos se miraron durante unos instantes a los ojos, acercaron los caballos y se dieron mutuamente un gran puñetazo en el hombro derecho.
—¡Cuidado con las mierdas de vaca! —exclamó Vibio, repitiendo su fórmula preferida contra el mal de ojo.
—¡Y tú también, bribón! —contestó Rufo.
—Nos veremos cuando todo haya terminado —se despidió Vibio.
—Y en caso necesario —se rio burlonamente Rufo—, siempre está Pullus. En realidad él es hijo de una cabra. Nos alcanzará donde estemos.
Tocó los costados del caballo y tomó por un sendero apenas visible que descendía por la pendiente del monte hacia el valle y la pasarela que atravesaba el Reno, centelleante como una espada bajo la luna.
Vibio continuó en subida para alcanzar la cresta y de ahí recorrer luego su atajo a través de los montes que lo llevarían en dirección a Arezzo.