Romae, ante diem VIII Idus Martias, hora sexta.
Roma, 8 de marzo, once de la mañana.
Extraños rumores.
La expresión de César no le daba tregua, las palabras del comandante continuaban resonando en su mente. Trataba de recordar, porque también él había estado en la retaguardia…, en Marsella, en Narbona, para organizar la logística, las comunicaciones.
Había sido una batalla sangrienta, tal vez la más terrible. En Munda estaba Tito Labieno, el ex brazo derecho de César, el héroe de la guerra de las Galias, el lugarteniente capaz de soportar cualquier responsabilidad, de arrostrar cualquier peligro, nunca cansado, nunca abatido, nunca dubitativo. Un romano de otros tiempos, un hombre de una pieza, un oficial de temperamento formidable. Era él quien mandaba esa vez las filas adversarias y el desafío era a vida o muerte.
Labieno había abandonado a su comandante cuando este había decidido pasar el Rubicón, entrar armado en el territorio de la República, en una tierra considerada sagrada e inviolable. Se había pasado al bando de Pompeyo y de sus hijos y de los que se proclamaban defensores de la República, del Senado y del pueblo.
En Munda, el enfrentamiento había sido de una ferocidad inaudita, la saña de los combatientes, de uno y otro bando, inagotable, y en un momento dado había parecido que los adversarios (no conseguía aún, pese a todo, pensar en ellos como enemigos) terminarían por prevalecer. Fue entonces cuando el comandante se preparó para el suicidio, consciente de que para él, si perdía, no habría piedad alguna y convencido de que para un aristócrata era la única manera honorable de concluir la vida en caso de derrota.
Pero sucedió lo impensable. Labieno retiró una de sus unidades del ala derecha de las filas para reforzar la izquierda sometida a fuerte presión: todos los suyos habían pensado en un repliegue y habían abandonado el combate retirándose en desorden. La batalla había concluido con una matanza. La parte adversaria dejó en el campo de batalla treinta mil hombres.
¿Eran aquellas las visiones que trastornaban la mente de César? ¿Aquéllos los errores capaces de desencadenar el morbo que le tenía postrado? Y, sin embargo, César había aludido a algo distinto: a rumores que circulaban por la retaguardia respeto a algo inquietante. ¿Qué podía ser?
¿A quién podía preguntarle? Tal vez a Publio Sextio, el hombre en el que César tenía puesta toda su confianza, pero el centurión se hallaba lejos, comprometido en una delicada misión y no se sabía cuándo estaría de vuelta. Pensó en una persona que podría ayudarle, una persona que había estado siempre al lado de César, pero que mantenía relaciones con distintos personajes relevantes de la ciudad y que él podía encontrar sin dificultad. Se encaminó hacia el foro olitorio y de ahí se dirigió al templo de Esculapio, en la isla Tiberina, para reunirse con Antistio.
Lo encontró ocupado con una visita de un paciente aquejado de una tos seca y pertinaz.
—¿Hay novedades? —preguntó enseguida el médico.
—No —respondió Silo—, todo está en calma. Quería pedirte información, hablar un momento contigo. ¿Tienes prisa?
—No exactamente, pero no quiero estar lejos de casa demasiado tiempo en esta situación.
—Pues entonces siéntate en ese pequeño dispensario y estaré contigo dentro de un momento.
Silio entró en el dispensario y fue a acomodarse cerca de una ventana. Fuera, el cuerpo de guardia de la Novena había acuartelado un par de manípulos. Los hombres iban y venían llevando despachos y órdenes de servicio desde puntos que unían la isla con tierra firme. De una barca recién atracada vio bajar a algunos personajes que habían llegado por mar. La voz de Antistio le hizo volver a la realidad:
—Aquí me tienes. ¿Qué puedo hacer por tu salud?
—Nada, por el momento. Hace una hora hablaba con el comandante y me ha dicho algo extraño.
—De qué hablabais?
—Yo le había traído el correo y los documentos administrativos que tenía que firmar y me ha salido con una frase que no tenía nada que ver con lo que estaba haciendo y que debía de responder a una idea fija.
—¿Qué ha dicho? —insistió Antistio.
—Algo como: «¿Sabes que el año pasado, mientras estábamos ocupados en Hispania, circularon extraños rumores en la retaguardia?». Una frase que en mi opinión denota un tormento, una obsesión que de improviso ha adquirido voz. Por eso me ha sorprendido.
—¿Y tú qué le has respondido?
—Nada, no sabía qué decir y, por otra parte, él ha cambiado de tema y me ha pedido los documentos que tenía que firmar. He pensado que tú podrías saber algo. Prestabas servicio en la retaguardia en ese período, en Narbona, me parece recordar.
Antistio cerró la puerta que había dejado abierta y se sentó a fin de reflexionar en silencio. Se puso a hablar de nuevo en voz baja, casi queda:
—Un médico en la retaguardia de una gran expedición militar tiene ocasión de conocer a mucha gente, de escuchar gritos de dolor, imprecaciones, delirios, confesiones en puertas de la muerte, remordimientos de los que uno quiere liberarse antes de emprender el gran viaje del que nadie ha vuelto jamás.
Silio lo miró atentamente. ¿Las palabras de César tenían, pues, un significado para él?
—Efectivamente —prosiguió Antistio—, tras la victoria de César en Munda circularon rumores de una conjura.
—¿Una conjura? ¿Qué tipo de conjura?
—Contra él. Tal vez para desautorizarlo… o peor.
—Explícate mejor, por favor —dijo Silio—. ¿A quién te refieres?
—Al parecer eran de los nuestros: altos oficiales, ex magistrados.
—No comprendo…, si sabías estas cosas ¿por qué no se lo dijiste? ¿Por qué no le has dado los nombres? Conoces los nombres, ¿no?
Antistio suspiró:
—Son rumores…, no se puede condenar a muerte a nadie a partir de habladurías, o de calumnias hábilmente difundidas. Y de todas formas estoy seguro de que esos rumores también le llegaron a él. También yo le he oído hablar del mismo modo que hoy te ha impresionado a ti.
—¿Y entonces? ¿Por qué no asesta el golpe, por qué no los aniquila?
—¿Que por qué? Solo él lo sabe. Si quieres saber mi parecer, te diré que en mi opinión él cree ciegamente en lo que ha hecho y hace. Cree hasta el fondo en su…, ¿cómo decir?… misión histórica.
Poner punto final a la época de las guerras civiles. Instaurar un período de reconciliación. Acabar con el derramamiento de sangre.
Silio meneó la cabeza con una expresión de espanto: demasiadas carnicerías tenía ante sus ojos.
—Ya sabes lo que pienso. Y sin embargo él está seguro de que la única vía posible era y es todavía derrotar en el campo de batalla a quienes no se dan cuenta de que los tiempos han cambiado, que las instituciones capaces de gobernar la ciudad no pueden gobernar el mundo, convencerlos de un modo u otro, por las buenas o por las malas, para que colaboren en su proyecto.
Los ha obligado a reconocerlo y luego ha tendido la mano a quien se salvó, ha honrado a quien cayó. Acuérdate del funeral que preparó para Labieno. Las exequias de un héroe. El féretro fue llevado a hombros por seis comandantes de la legión, tres de los nuestros y tres de los suyos, escoltado por cincuenta mil legionarios en uniforme de gala, conducido a la pira por una rampa artificial de ciento cincuenta pies, con redoblar de tambores, al son de laúdes y de bocinas. A su paso los portaestandartes inclinaron las águilas enlutadas con crespones negros. Nadie pudo contener las lágrimas, ni siquiera él.
—Pero si a los que ha tendido la mano preparan conjuras contra él, si es cierto lo que dices, ¿qué sentido tiene todo esto?
—En apariencia ninguno, pero él está convencido de que no hay otro camino para llevar a cabo su plan: reconciliar a las facciones, extinguir los rencores, proteger a los pobres agobiados por las deudas garantizando préstamos a un tipo moderado, pero sin asustar a los notables condonando las deudas, y sobre esta reconciliación construir un nuevo orden. O lo consigue o muere.
Silio meneó la cabeza:
—No comprendo…, no comprendo…
—Es bastante simple. Las guerras civiles llevan intensificándose desde hace ya veinte años: Mario contra Sila, Pompeyo contra Sertorio, César contra Pompeyo, los hijos de Pompeyo contra César. La conclusión solo puede ser una: el final de nuestro mundo, de nuestro orden social, de nuestra civilización. César está convencido de que es la única persona sobre la faz de la tierra que tiene la fuerza militar y la inteligencia política para poner fin a este estado de cosas e instaurar una nueva era y ha perseguido ese objetivo por todos los medios…
Alguien llamó a la puerta: era el asistente griego de Antistio, un joven esclavo efesio:
—Amo —dijo—, está ahí el liberto de Lolio Sabino, al que debes visitar por una llaga en la pierna izquierda.
Antistio hizo un gesto con la mano:
—Cancela todas las citas de la mañana. Estoy ocupado.
El esclavo asintió y se retiró. Poco después se oyeron unas protestas procedentes de la antesala, el golpear de una puerta y luego ya nada.
—No soporto la vulgaridad de los libertos —dijo con un gesto de fastidio, luego prosiguió al hilo de sus palabras—:… por otra parte estoy de acuerdo contigo: algunos comportamientos de César son desconcertantes.
—Es lo que yo creo —confirmó Silio—, pero yo soy solo su ayudante de campo. No puedo criticar su comportamiento. No me atrevo.
—Nadie se atreve, Silio. Nadie…
—Confía demasiado en quienes combatieron contra él y a quienes perdonó. Es esto lo que tratas de decir, ¿no?
—Sí. También eso.
Pero ¿por qué, en nombre de los dioses, por qué?
—Porque no tiene alternativa. Venció y por tanto considera que debe mostrarse magnánimo y perdonar para no continuar la cadena de venganzas, de represalias, de interminables rencores. Debe establecer un inicio para el nuevo curso y esto es el comienzo. Obviamente ello implica riesgos, incluso graves. Digamos que hay una lógica en una manera semejante de actuar, si no fuera porque otros elementos la contradicen. Por ejemplo, la idea de la expedición contra los partos. Por lo que se oye decir sería una empresa colosal, de costes prohibitivos, que comportaría el avance hacia el interior de unos territorios interminables, entre desiertos y montañas, contra un enemigo fugitivo, inapresable. Podría ser su fin, como lo fue para Craso, hace nueve años, en Carrhae. Ninguno de sus hombres volvió, se dice que una legión entera fue deportada a un lugar perdido en los confines de la tierra. Ahora bien, es evidente que un hombre como César, que ha combatido en medio mundo y en las situaciones más diversas, es perfectamente consciente de la situación y sabe muy bien que en caso de ser derrotado o muerto toda su obra se vería perdida y los sacrificios y las luchas de las guerras civiles dilapidados. Se me ocurre que la próxima expedición contra los partos representa una especie de suicidio heroico, una empresa titánica en la que quemar lo que queda aún de vida.
Pero no tiene sentido…, no tiene sentido.
Silio suspiró llevándose una mano a la frente:
—Habrás visto, imagino, los escritos en las paredes de Roma, en el tribunal de Bruto y bajo la estatua de Bruto Mayor.
—Los he visto —respondió Antistio—. Y no soy el único.
—Significan que alguien está incitando a Bruto a emular a su antepasado, que expulsó al último rey de Roma.
—Exactamente.
—Y que Bruto podría estar tentado de desempeñar ese papel y por tanto echar, es decir, matar, a César.
—Es posible, pero parece que nada puede hacer mella en el afecto de César por Bruto. También esto es un aspecto difícil de explicar, a no ser que uno piense, como muchos creen, que es de verdad hijo suyo…, un hijo que habría engendrado cuando tenía dieciséis años. En tal caso sería más comprensible ese apego tan tenaz y tozudo. Pero hay otro problema.
—¿Cuál?
—Ésos escritos pueden influir en Bruto, pero lo acusan, lo comprometen públicamente, y por consiguiente no tienen sentido, pues una conjura, si de esto se trata, debería permanecer secreta y aún más secretos los nombres de los participantes.
—Sí —respondió Silio—, es cierto, pero es difícil pensar que él no sepa o no se imagine quién puede ser el inspirador de tales escritos. Conoce bien a sus amigos-enemigos, sabe lo que piensan, lo que sueñan, lo que traman… ¿no es así?
—Ni que decir tiene —replicó Antistio—. César podría pensar en un intento de desacreditar a Bruto a sus ojos. Otros aspiran a la pretura que él en cambio ha obtenido… Pero es todo tan absurdo.
Silio permaneció en silencio reflexionando, tratando de dar un significado a los pensamientos que se amontonaban en su mente y se contradecían unos a otros. Antistio lo observaba con los ojos claros y penetrantes, con la misma mirada atenta que reservaba a sus pacientes.
De la dársena se oyeron unos ruidos, el paso rápido de un piquete que llegaba a la carrera desde el cuerpo de guardia para rendir honores. Un personaje ilustre estaba desembarcando en el muelle.
El oficial ordenó presentar armas y dos toques de trompeta recibieron a quien llegaba. El trasiego hacía pensar que se trataba de Lépido en persona.
Silio volvió a la realidad:
—Dime sinceramente lo que piensas. Si estuviese al corriente de alguna amenaza, ¿tomaría medidas para defenderse? ¿Reaccionaría?
—Honestamente, no sé qué responderte —dijo Antistio—. Habría que pensar que sí, pero muchas de sus actitudes contradicen esta convicción.
—Entonces, quiero hacer algo. No puedo soportar la idea de que se cierna sobre él una amenaza y no hacer nada para desbaratarla.
—Te comprendo —replicó Antistio—, pero moverse de un modo u otro puede ser peligroso. Lo mejor que se puede hacer es espiar, tratar de saber más cosas, con discreción, con prudencia.
—¿Y cómo?
—Solo hay una persona situada en la divisoria entre César y sus probables enemigos, en condiciones de saber lo que se mueve en uno y en otro bando sin ponerlos en comunicación entre sí.
Servilia.
—¿La madre de Bruto?
—La misma. Madre de Bruto, hermana de Catón, amante de César desde siempre, quizá también ahora.
—¿Y por qué iba a hablar conmigo?
—No quiero decir que lo haga, pero tendría buenas razones para hacerlo. Prevenir, eso es…, podría tener interés en prevenir. Imagina: Servilia ha perdido ya a Catón, su hermano, que prefirió la muerte al perdón de César después de haber sido derrotado en la campaña de África. Si César fuese asesinado, Servilia perdería al único hombre que ha amado en su vida; si se salvase, perdería probablemente a un hijo, si es que Bruto está implicado en una conjura. En cualquier caso, tendría interés en descubrir una amenaza de cualquier parte que pudiera venir y que estuviera destinada a quien fuese. Por otra parte, es inimaginable que avise a César en caso de que sepa algo, porque actuando así correría el riesgo de provocar la muerte de Bruto, si nuestras especulaciones son acertadas. Hay que tener presente que, según otros, César le habría perdonado la vida después de la batalla de Farsalia para no causar dolor a Servilia.
Silio se llevó las manos a las sienes:
—Es un laberinto. ¿Cómo podría moverme en semejante enredo de pasiones encontradas? Yo no soy más que un soldado.
—Tienes razón —respondió Antistio—. Es mejor no inmiscuirse.
—Pero tú —prosiguió Silio—, ¿cómo te las arreglas para saber tantas cosas?
—No lo sé. Presumo, hago mis cábalas, mis hipótesis. Y además soy su médico. No hay que olvidarlo. Un médico digno de su profesión debe tratar de comprender también lo no explicado, ver lo oculto, oír lo no dicho. Un médico está acostumbrado a luchar contra la muerte. Para mí Servilia, aun admitiendo que lo sepa, solo tiene una posibilidad: indicar una vía de salida a quien ella aprecia, pero solo ella puede saber cuál.
—Pero si tú quisieras hacer algo por él, ¿cómo te moverías? —preguntó Silio tras una nueva y larga pausa de silencio.
—Ya me estoy moviendo —respondió Antistio, enigmático.
—¿Y no lo has dicho hasta ahora?
—Eres tú quien no me lo ha preguntado.
—Pues te lo pregunto ahora. Por favor. Sabes que puedes fiarte de mí.
—Lo sé. Y estoy seguro de que no dirás a nadie nada de lo que voy a decirte.
Silio asintió con la cabeza y esperó en silencio la revelación. Antistio comenzó a hablar separando las palabras:
—Bruto tiene un profesor de griego…
Silio puso unos ojos como platos.
—… que se llama Artemidoro. Lo curé de un vitíligo que lo afligía. Sabes perfectamente cuánto les importa a los griegos su aspecto. —Silio sonrió en vista de que también Antistio dedicaba a su persona meticulosos cuidados—. Y creo que me está agradecido. Yo no le he dicho nunca cómo conseguí semejante resultado y de vez en cuando me llama para repetir el milagro. Tengo ya, pues, un poder considerable sobre ese hombre. Estoy tratando de obtener de él información, aunque he de actuar con mucha cautela. No quiero comprometerlo todo. Sé lo que estás a punto de decirme: no disponemos de mucho tiempo, pero he de arriesgarme de todas formas. No tengo alternativa, al menos por ahora.
Silio pensó en el centurión Publio Sextio y en su misteriosa misión. Le hubiera gustado verlo, en ese momento de incertidumbre y de angustias. Por otra parte, pensaba que si César había prescindido de él era porque debía de haber considerado que no existía un peligro inmediato, pero quizá lo había hecho porque no podía soportar por más tiempo la espera y prefería ir al encuentro del destino. Cualquier destino. No había nunca una respuesta cierta, nunca una situación plausible.
Se puso en pie.
—Te doy las gracias por el tiempo que me has dedicado y por haber escuchado mis desvaríos, pero necesitaba consultarlo con alguien de mi confianza. Ahora me siento mejor.
—Has hecho bien —respondió Antistio—. Ven a mi casa cuando quieras. Prefiero aquí que en la Regia. Si me permites darte un consejo, no tomes ninguna iniciativa sin consultarme. Y no te angusties demasiado. Recuerda que no tenemos seguridad y que quizá te estás preocupando por nada. En el fondo únicamente ha dicho que circulan extraños rumores. Es una expresión vaga.
—De acuerdo —dijo Silio—. Haré lo que dices.
Salió y atravesó la explanada de delante del templo de Esculapio. En el edificio principal de la isla vio ondear el lábaro de la Novena legión. Marco Emilio Lépido estaba presente con sus soldados. Solo un loco se habría expuesto a una acción de cualquier tipo con toda una cohorte acuartelada en el corazón de Roma y el resto de la legión un poco extramuros.
Romae, in Domo Publica, a. D. VIII Id. Mari., hora octava.
Roma, residencia del pontífice máximo, 8 de marzo, una de la tarde.
Silio entró directamente en la cocina para vigilar que la colación de César estuviese lista. Lo de costumbre: pan con aceite de oliva, queso mitad de vaca, mitad de oveja, alguna loncha de jamón galo de Cremona, los inevitables huevos duros con sal molida y achicorias amargas silvestres. Silio tomó la bandeja y se la llevó al escritorio.
—¿Dónde has estado? —le preguntó apenas hubo entrado.
—En la isla, mi comandante. Antistio quería saber cómo estabas.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Que estabas muy bien y que te encontrabas trabajando.
—Casi es la pura verdad. Come algo también tú —añadió—, para mí es demasiada comida. ¿Has visto a mi mujer?
—No. Vengo de la cocina.
—Se ha ido al poco que tú y todavía no ha vuelto. Ya no es la misma, no tiene un momento de paz.
César comenzó a comer tomándose de vez en cuando un vaso de retico que le mandaba uno de sus oficiales destacado al pie de los Alpes orientales. Habló de las punzadas que le producía una vieja herida en el costado izquierdo, señal de que el tiempo no había mejorado aún y que no tardaría en volver a llover o peor. Silio cortó el pan y se comió una rebanada con un poco de sal y un huevo.
Se mostró de acuerdo en que la estación era más bien inclemente para aquel período del año ya en puertas de la primavera, y para los dos era evidente que la conversación estaba a mil leguas de distancia de sus pensamientos. Luego de golpe César se limpió los labios con una servilleta y dijo:
—Mientras estabas en la isla, ha llegado un mensaje de Publio Sextio.