Mutinae, Nonis Martiis, hora secunda.
Módena, 7 de marzo, siete de la mañana.
La niebla subía de los ríos, de la tierra, de los prados húmedos de lluvia y lo cubría todo: los sembrados y las viñas, las alquerías dispersas por los campos, los establos y los heniles, dejando emerger solamente las puntas de las plantas más altas, los robles seculares, los olmos y los arces, los árboles que habían visto pasar a Aníbal con sus elefantes supervivientes y que ahora vigilaban, desnudos y silenciosos gigantes, los campos colonizados, la retícula de los ejes centuriales indicados por largas hileras de chopos y de mojones de piedra que llevaban el número y la orientación.
Aquí y allá se veían a viñadores podar las vides que destilaban lágrimas opacas, la savia que corría por sus cepas anticipando la primavera muda aún. Hacia poniente las murallas de la ciudad se erguían húmedas con los grandes sillares de piedra gris de los Apeninos y, al meridión, la cima cubierta de nieve del monte Sumano, una gran pirámide de vértice romo.
De pronto se materializó de la niebla una figura, un hombre de complexión maciza, con la cabeza y los hombros cubiertos por un manto militar que empuñaba un pilo y llevaba pesados calcei enfangados. Avanzaba a pie con las bridas del caballo en la mano y recorría un sendero que llevaba a una modesta construcción de ladrillo con el tejado de tejas de adobe adornadas en lo alto por una antefija en forma de máscara de gorgona. Un pequeño santuario agreste dedicado al manantial que brotaba en las cercanías con un chorro poderoso que subía del terreno hasta una altura de un codo, volvía a caer hacia los lados y discurría gorgoteando a lo largo de un foso que se perdía en el campo.
El hombre se detuvo cerca del muro del templete y miró a su alrededor como si estuviese buscando algo. El sol asomó entre las brumas de la calina como un disco pálido, iluminando la escena con una luz lechosa.
La campiña parecía desierta cuando resonó una voz a sus espaldas:
—La niebla propicia determinados encuentros y en esta tierra seguro que no falla.
—¿Quién eres? —preguntó el hombre de la capa, sin volverse.
—Para empezar digamos que mi nombre en código es «Nebula», amigo.
—¿Me traes noticias?
—Alguna. Pero necesito la contraseña. En estos tiempos es mejor ser prudente.
—Eneas ha desembarcado.
—Exacto. Lo cual significa que estoy hablando con un mito viviente: el centurión de primera línea Publio Sextio el Báculo de la Duodécima legión, héroe de la guerra de las Galias. Se dice que en el triunfo de César desfilaste con el torso desnudo mostrando las cicatrices de las heridas sufridas en la batalla. Parece que es imposible matarte.
—Te equivocas. Todos somos mortales. Basta con golpear en el punto preciso.
Publio Sextio hizo ademán de volverse hacia su interlocutor. —Mejor que no— dijo la voz de Nebula. —El mío es un trabajo peligroso, cuantas menos personas me vean la cara, mejor.
Publio Sextio se volvió de nuevo hacia la campiña. Tenía delante unas largas hileras de arces a los que estaban atadas las parras. Oscuras en los prados verdísimos.
—¿Y entonces qué?
—Rumores.
—¿Es todo lo que tienes que decirme? ¿Rumores?
—Pero de notable consistencia.
—No te hagas tanto de rogar. Dime de qué rumores se trata.
—Hace un mes alguien negoció con las autoridades de esta ciudad el apoyo al gobernador de la Cisalpina designado para el próximo año, autoridades que a su vez están en estrecho contacto con Cicerón y otros importantes miembros del Senado.
Un perro ladró desde una alquería que a causa de la niebla parecería más lejana de lo que realmente estaba. Le respondió otro perro y luego otro más. Finalmente todo enmudeció y volvió al silencio.
—Me parece que eso es rutina y, en cualquier caso, ¿qué tiene ello que ver con mi misión?
—Más de lo que tú crees —respondió Nebula—. El cargo de gobernador ha sido decidido por el Senado. ¿Por qué buscar el apoyo de las autoridades locales para el año próximo? Y eso no es todo.
Habrás visto los trabajos en curso en la ciudad.
—Algo, sí.
—Son obras de refuerzo del recinto amurallado y emplazamientos en las torres para las máquinas de guerra. Pero ¿guerra contra quién?
—No tengo ni idea. ¿Tú sabes algo?
—A no ser que haya a la vista invasiones del extranjero, y no me parece que las haya, todo haría pensar en una previsión de conflictos civiles, lo cual plantea un escenario especial. Es más, inquietante.
—Un escenario sin la presencia de César, ¿quieres decir?
—Algo por el estilo. ¿Qué si no?
—¿Quién será el nuevo gobernador?
—Décimo Bruto.
—¡Por los dioses todopoderosos!
—Décimo Bruto es en estos momentos pretor adjunto y, por tanto, como he dicho, designado ya para el cargo de gobernador para el próximo año. Así pues, no necesitaría de avales ni reforzar las murallas de Módena si no pensase que César ya no estará.
De la nariz de Publio Sextio salió una nube de vapor. Hacía más bien frío para aquella estación.
—No estoy del todo convencido. ¿Quién me dice que no se trata de un simple mantenimiento ordinario?
—Hay algo más —continuó Nebula.
—Veo que comenzamos a razonar. Oigamos.
—¡Pero esta es una noticia valiosa!
—Dinero llevo poco, pero tengo esto —dijo Publio Sextio doblando con las manos el báculo símbolo de su graduación.
—¿Y qué hago yo con esto? —rebatió Nebula—. No creas que me intimidas, soy viejo en el oficio.
—No me iré de aquí sin haberme enterado de lo que me interesa. Me han dicho que tendría por medio de ti noticias importantes y las tendré. Te toca a ti decidir cómo.
Nebula se quedó en silencio sopesando la situación durante unos instantes, luego continuó hablando con un tono de voz distinto, como si fuese otra persona:
—Dame todo lo que puedas, por favor, lo necesito. Para obtener esta noticia he gastado una enormidad y he arriesgado la piel. He tenido que pedir un préstamo y si no lo devuelvo me matarán.
—¿Cuánto necesitas?
—Ocho mil.
Publio Sextio abrió una de las alforjas que colgaban de la grupa de su caballo y le entregó una bolsa:
—Hay cinco mil. Es todo cuanto tengo por ahora, pero si me das la información que necesito recibirás otro tanto.
—Publio Sextio es conocido por ser un hombre de palabra —dijo Nebula.
—Es la pura verdad —respondió el centurión.
—Hace seis meses, en Narbona, tras la batalla de Munda, mientras él se encontraba aún en Hispania, alguien pensó en una conjura para matarle.
—Es un rumor que ha circulado, efectivamente.
—Sí, pero yo tengo pruebas de que la conjura fue puesta en práctica y quizá sigue aún activa.
—Los nombres.
—Gayo Trebonio.
—Lo conozco. ¿Y quién más?
—Casio Longino y Publio Casca: quizá también su hermano…, no sé de otros. Y, en cualquier caso, creo que él sabe algo o cuanto menos tiene sospechas, aunque no se deja ver. Pero hay algo que no sabe y que me ha dejado sin habla: en Narbona, Trebonio le preguntó a Marco Antonio si quería formar parte del grupo.
—Cuidado, Nebula, las palabras son piedras.
—O puñales. De todos modos, Antonio rehusó la invitación y no lo ha comentado con nadie.
—¿Cómo puedes afirmarlo?
—Si Antonio hubiese hablado, ¿crees que Trebonio estaría aún libre?
—Es cierto. Pero, entonces, ¿cómo resolvemos el asunto? Lo que a mí me interesa es saber si la conjura está realmente en curso, o mejor dicho, tener confirmación de ella. Circula el rumor y no es posible que él no sepa nada de ella. Lo que me has dicho sobre Antonio me inquieta. ¿Sabes lo que pasó en las Lupercales?
Nebula asintió:
—Todo el mundo lo sabe.
—Bien. A la luz de lo que me has dicho, el comportamiento de Antonio resulta sospechoso: él le ofreció la corona de rey delante del pueblo. Yo lo considero una provocación; o peor aún, una trampa, y la reacción de César así lo confirma. Antonio no es ningún estúpido y no puede haber hecho un gesto semejante sin un motivo. Una cosa es cierta: si César lo hubiese sabido antes de que sucediese, se lo habría impedido.
—Se podría llegar a saber más de ello, pero se requiere tiempo.
—Pero no hay tiempo. La situación podría precipitarse de un momento a otro.
—Tal vez no andes equivocado.
—¿Entonces?
—Habría una solución. Tú comienzas a acercarte a Roma por un itinerario por donde yo pueda alcanzarte con mensajes e informaciones.
—Improbable, iré ligero.
—Tengo mis caminos y mis medios.
—Como quieras.
—Mientras, yo buscaré otras confirmaciones.
—¿Piensas en algo concreto?
—Sí. Pero todo permanece en el terreno de las hipótesis. En cualquier caso, antes de ponerme en acción necesito de una información de gran importancia.
—¿De qué se trata?
—¿Quién te manda? ¿Para quién trabajas?
Publio Sextio dudó unos instantes; luego respondió:
—Para él, para César.
—¿Y cuál es tu misión? ¿Descubrir si existe la conjura?
—No. He de establecer contacto con algunos oficiales del ejército que han infiltrado a sus informadores en la corte del rey de los partos, comunicar por adelantado a los estados mayores algunas directrices secretas de la expedición y traer a Roma un valioso documento, muy reservado.
—Pues, entonces, ¿de qué estamos hablando?
—Mi misión es doble. Descubrir si existe la conjura y quién forma parte de ella. Nombres, apellidos.
—¿Siempre para César?
—Te parecerá extraño, pero no. Digamos que es una persona de altísimo rango, muy interesada por el estado de salud de César. Añade a ello que yo lo estoy en la misma medida. Daría la vida por él.
—Bien, aunque no me dices su nombre, este interés es un elemento añadido para presumir que la conjura podría estar en activo y estallar en cualquier momento.
—César está preparando la expedición contra los partos. Es plausible que pueda sucederle algo.
Si venciese, su prestigio aumentaría de forma desmesurada.
—Así es, y Décimo Bruto debería seguirle al mando de la Duodécima.
Publio Sextio dobló la cabeza sobre el pecho, pensativo. Chillidos de pájaros taladraron la niebla, formas oscuras atravesaron como sombras la atmósfera densa de humedad.
—Décimo Bruto…, uno de sus mejores oficiales, uno de los pocos amigos de los que se fía —murmuró—. Pero ¿quién puede haberlo inducido a…?
Nebula se le acercó y Publio Sextio notó el ruido de tres o cuatro pasos por la grava del sendero.
—Probablemente su amigo Casio, o su homónimo Marco Junio Bruto, o ambos.
Publio Sextio estuvo en un tris de darse la vuelta, pero se contuvo.
—¿Por qué? César ha favorecido tanto a Marco Junio Bruto como a Casio Longino. A los dos les perdonó la vida. ¿Por qué habrían de querer su muerte?
Nebula no replicó enseguida, como si le resultase difícil comprender el sentido de aquellas palabras. Un soplo de aire apenas perceptible hizo ondear la niebla que emanaba de las zanjas y de los surcos de los terrenos arados.
—Eres soldado, Publio Sextio. Un político no se haría esta pregunta. Precisamente porque les perdonó la vida podrían querer matarlo.
Publio Sextio meneó la cabeza incrédulo, pero para sus adentros sentía que las cuentas cuadraban. Antonio contactado por Trebonio para que tomase parte en una conjura, el mismo Antonio que pocos días antes había ofrecido a César la corona de rey delante de una inmensa y excitada multitud que había reaccionado mal. Décimo Bruto que se comportaba como si se preparase para una guerra. Eran señales inequívocas.
—Hay que avisar a César inmediatamente —dijo de repente—. No hay un instante que perder.
—Está bien informarle lo antes posible —contestó Nebula—. Aunque no se esté seguro de que el plan de una conjura pueda estallar de un momento a otro. He de comprobar otras informaciones. Te haré saber cómo moverte.
—Ayúdame a llegar al fondo de este asunto y no te arrepentirás. Te juro que será el negocio de tu vida, después podrás incluso dejar de trabajar.
No tuvo respuesta.
—¿Nebula?
Se volvió lentamente. Nebula había desaparecido. Esfumado. No había ni rastro de él. Tal vez lo estaba observando desde detrás de los árboles alineados en hileras, tal vez se encontraba dentro del templete, en algún escondite que solo él conocía, divirtiéndose mientras imaginaba su asombro y su maravilla delante de aquel prodigio. Mientras inspeccionaba el terreno en torno a él descubrió un rollo de piel atado con un lazo de cuero apoyado contra un escalón del templete. Lo recogió y lo abrió: era el trazado del itinerario que tendría que seguir al dirigirse hacia Roma.
El sol comenzaba a perforar la niebla y a estriar de sombras la tierra. Publio Sextio se metió dos dedos en la boca y silbó. Unos instantes después llegó al trote un caballo bayo y él lo montó de un salto espoleando.
—¡No te rompas la crisma, centurión! —resonó una voz a sus espaldas—. No será sin duda hoy ni tampoco mañana.
Pero Publio Sextio había desaparecido ya de la vista. Nebula reapareció saliendo de detrás de una pila de fajina amontonada por los podadores de la viña.
—O quizá sí —concluyó para sí.
Mutinae, Caupona ad Scultemnam, Nonis Martiis, hora tercia Módena.
Posada El Centinela, 7 de marzo, ocho de la mañana.
El ruido del río que discurría a no mucha distancia, henchido por las lluvias recientes, no era menos fuerte que el alboroto de los parroquianos y de los clientes que se habían detenido para la noche.
Nebula entró después de haberse limpiado los calcei en la estera de la entrada y atravesó el pavimento de todos modos enfangado del local, y se sentó en un rincón cerca de la entrada de la cocina. La persona a la que esperaba no tardó en llegar.
—¿Qué? ¿Cómo ha ido la cosa?
—El hombre está encargado de una doble misión. Ambas son vitales para el que tiene el poder supremo en nuestra República.
—¿Y ahora dónde está?
—Corre más raudo que el viento por el itinerario más corto para llegar a la Urbe.
—¿Es decir?
Nebula suspiró.
—Entendido. ¿Cuánto quieres?
—Para tener toda esa información he tenido que endeudarme y poco menos que arriesgar mi vida.
—Eres el típico bastardo, Nebula. Desembucha y acabemos.
—Él está siguiendo un itinerario que yo le he trazado y que solo yo conozco.
—¿Cuánto?
—Diez mil.
—Ni hablar.
—Paciencia. Eso significa que tendré que huir de estas tierras antes de que mis acreedores me manden a los brazos de Plutón. Pero si muero, se acabó, no lo olvides —suspiró.
—Sal fuera —dijo su interlocutor, un veterano de la guerra civil que había militado con Pompeyo y tenía los brazos llenos de cicatrices como las patas de un lobo caído en un cepo.
Tras salir, se acercaron a un carro vigilado por dos tipos de jetas patibularias claramente armados por más que no lo dejasen ver.
—Puede ponerlos sobre mi mulo —dijo Nebula entregándole una copia del itinerario.
El hombre se la metió en el cinto con una risa maliciosa.
—Ahora que lo pienso, me parece que doscientos deberían bastarte.
—Pero ¿de verdad crees que puedes joder a Nebula? ¿Un idiota como tú?
La mueca desapareció de la cara de su interlocutor.
—En vista de que te has querido hacer el listo, me darás hasta el último as: hay una clave para leer este itinerario y la clave la tiene uno que trabaja para vosotros en la Mutatio ad Medias. Uno con cara de ratón conocido como «Mustela». Pero somos socios y no abrirá el pico hasta que hayas presentado mi recibo, que encontrarás en el sitio de costumbre, y en ese momento yo estaré ya lejos.
Mustela va incluido en el precio. Será a él a quien seguiréis, pues vosotros no lo conseguiréis nunca.
El hombre asintió masticando amargamente y trasladó la suma encima del mulo de Nebula, que subió sobre la albarda y se alejó al trote.
—Olvidaba una cosa: ¡tan pronto como tengas el recibo corre rápido, porque él ha salido hace una hora!
Romae, in Domo Publica, Nonis Martiis, hora quinta.
Roma, residencia del pontífice máximo, 7 de marzo, diez de la mañana.
El temporal se había aplacado y Silio, tras recoger los papeles, salió del escritorio y pasó al de César.
—Hay documentos para firmar, mi comandante.
—¿De qué se trata? —preguntó César alzando los ojos del rollo en el que estaba escribiendo.
Silio advirtió que escribía de su puño y letra contrariamente a lo que solía hacer. Desde que lo conocía siempre lo había visto dictar y durante la campaña de las Galias a veces lo había visto dictar simultáneamente, desde el caballo, dos cartas para dos distintos destinatarios. Desde el regreso de Hispania escribía de su puño y letra, trabajando para corregir y pulir sus Comentarios.
—Todos ellos son actas que someter a la aprobación del Senado: decretos, asignaciones, liquidaciones para el ejército, una financiación especial para la pavimentación de un camino en Anatolia…, lo de costumbre. Y además hay correo.
César levantó de golpe la mirada con una expresión interrogativa.
—No de él, mi comandante. Ten la seguridad de que apenas llegue algo estará sobre tu mesa en un abrir y cerrar de ojos o te llegará allí donde estés.
César siguió escribiendo mientras disimulaba su desilusión:
—¿De quién, entonces?
—De Polión, de Córdoba…
—Está bien.
—Planco de la Galia…
—¿Ninguno con procedimiento de urgencia?
—El de Polión. La situación en Hispania es siempre difícil.
—Déjame ver.
Silio le entregó la carta de Polión con la fecha de salida de dieciséis días antes. César rompió el sello y dio un respingo. Silio notó que se fruncía su amplia frente:
—Espero que no sea nada grave.
—Hispania representa siempre una situación grave. Los partidarios de Pompeyo son aún fuertes y aguerridos a pesar de todo. En Munda estuve al borde del suicidio.
—Lo sé, mi comandante. Yo estaba allí, pero al final lo conseguimos.
—Cuántos muertos, sin embargo…, no me lo perdonarán jamás. Treinta mil romanos hechos pedazos por los míos.
—Ellos lo han querido, César.
—Veo que esta frase te gusta.
—Es la verdad.
—No es la verdad. Es una frase de notable fuerza propagandística, pero no aguanta un análisis en profundidad. Nadie quiere morir si no se ve obligado a ello. Tantos valerosos combatientes masacrados suponen un desperdicio insoportable. Piensa en si estuviesen vivos y pudiesen partir conmigo para la guerra contra los partos… o defender con armas las fronteras de un mundo pacificado.
Se puso a trazar signos en una tablilla con el estilo de plata y ámbar que le había regalado Cleopatra.
—¿Sabes? Últimamente he tratado de hacer algunos cálculos.
—¿De qué tipo, mi comandante?
—Los soldados romanos muertos en combate contra otros romanos muertos durante las guerras civiles: Mario contra Sila, Pompeyo contra Sertorio, yo contra Pompeyo y luego contra Escipión y Catón en Tapso y luego contra los hijos de Pompeyo y contra Labieno en Munda…
—Pero ¿qué puedes pensar…?
—Casi cien mil caídos, a menudo los mejores soldados que puedan encontrarse en todo el mundo. Si en vez de entre sí, hubieran combatido juntos contra unos enemigos exteriores, el dominio del pueblo romano se extendería hasta la India y al océano oriental.
—Tú lo conseguirás igualmente.
César borró casi con irritación los signos trazados sobre la tablilla con la bolita de ámbar engastada en el estilo.
—No lo sé, estoy cansado. El hecho es que no puedo ya quedarme en Roma. Cuanto antes me vaya mejor. Mi partida sería providencial por muchos motivos.
—¿Por eso esperas con ansiedad noticias de Publio Sextio?
César no respondió y clavó sus ojos en los de su interlocutor, que no pudo sostener durante largo rato su mirada e inclinó la cabeza:
—Perdóname, mi comandante. No era mi intención…
—No importa. Sabes que me fío de ti. No te he dicho nada para no exponerte a peligros inútiles.
Hay tensión en el ambiente, hay… señales…, indicios de que algo va a pasar. La espera es siempre más espasmódica y yo no la aguanto más. Tal vez por esto el mal me coge de improviso, cuando menos lo espero. En mi vida he tenido experiencias de todo tipo, pero en el campo de batalla tienes una ventaja: sabes exactamente de qué parte está el enemigo.
Silio asintió y César siguió recorriendo la carta de Polión tomando al mismo tiempo apuntes en la tablilla. Parecía que habían pasado meses desde la crisis de aquella mañana. Su comandante parecía controlar perfectamente la situación, pero estaba tenso, preocupado y él no se hallaba en condiciones de ayudarlo porque no tenía conocimiento de lo que le molestaba. César de golpe alzó de nuevo la cabeza y lo miró a los ojos:
—¿Sabes que el año pasado cuando estaba en Hispania circulaban extraños rumores en la retaguardia?
—¿Qué rumores, mi comandante? —preguntó Silio—. ¿A qué te refieres?
—Habladurías, sospechas… —respondió César—. Pásame los papeles que hay que firmar. Luego leeré las cartas.