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Salía por la puerta principal de Alesia montando un imponente caballo de batalla, enjaezado de faleras, revestido con su hermosa armadura.

César, envuelto en un manto rojo, estaba sentado en un sillón delante de las fortificaciones del campamento, rodeado de sus oficiales y de sus legionarios.

Los glacis de la ciudad estaban atestados de una multitud muda y asustada que asistía a la escena de la rendición de su jefe supremo.

El gran guerrero se acercó, dio la vuelta al paso en torno a aquel que lo había derrotado, luego se apeó del caballo, se despojó de las armas, las arrojó a sus pies y se sentó en el suelo. Entregándose, esperaba librar del castigo a la ciudad y al pueblo que había mandado.

Romae, in via Sacra, Nonis Martiis, hora secunda.

Roma, vía Sacra, 7 de marzo, siete de la mañana.

Era uno de esos destellos repentinos de memoria que le asaltaban con un realismo y una concreción espantosos, una de esas escenas tan vívidas que era incapaz de diferenciarlas de la realidad fisica.

Le hizo sobresaltarse la voz de Silio:

—¿Te sientes bien, mi comandante?

César se volvió hacia la cárcel tuliana:

—¿Por qué hice matar a Vercingetórix?

—Pero ¿qué cosas se te ocurren? Es la ley, como bien sabes. Los enemigos derrotados deben seguir al carro del vencedor y luego ser estrangulados. Siempre ha sido así.

—Es una barbarie. Las tradiciones… deberían indicar valores que conservar y, en cambio, por el solo hecho de ser antiguas, remiten a edades arcaicas y primitivas, a comunidades salvajes y toscas, a costumbres terribles…

—Nuestros tiempos no son mejores, me parece a mí.

—No, en efecto.

—La ley es una sola: «¡Ay de los vencidos!». Hay que tratar de vencer, siempre, mientras sea posible. Y es lo que tú has hecho.

—Por un momento he visto su fantasma: macilento, de luenga barba, ojos hundidos y mirada llena de locura.

—Un hombre como tú no puede desdecirse, porque no tiene a nadie por encima de él. Otros deben rendir cuentas, tú no. Has hecho lo que has considerado necesario. No hay más que añadir.

Cuando la batalla parecía perdida nosotros estábamos en Hispania, en Munda, dispuestos a morir.

Habría podido hacerlo también Vercingetórix y librarse así de un final ignominioso. Pero para quitarse la vida con la mente fría hace falta más valor que para matar a los enemigos en el calor de la batalla.

César no respondió y retomó su camino.

Silio lo observaba mientras subía la última rampa en dirección al Capitolio. Su paso era enérgico, decidido, de soldado, y César, una vez superado el ataque de la enfermedad, parecía haber recobrado el vigor: tal vez se estaba convenciendo de que podía vencer como había vencido en todo y a todos hasta ese momento.

El templo estaba abierto y podía verse en su interior la estatua de Júpiter. En efecto, solo se veía la cabeza, pero en el curso de la subida y con el cambio de perspectiva el dios mostraba poco a poco el pecho, los brazos, el regazo y las rodillas. Era una estatua antigua, de rasgos duros y esquinados, la barba rígida. Una efigie realizada para espantar o, cuando menos, para infundir temor. A sus lados, en dos cellae laterales, habían puesto las imágenes de Minerva y de Juno.

Los dos hombres se acercaron al altar donde esperaba una pequeña multitud: algunos senadores, entre los que había varios amigos de César. Otros faltaban, como Antonio. Sus compromisos de cónsul debían de haberle retenido en otra parte.

En segunda y tercera fila se apretujaba numerosa gente del pueblo, entre la que probablemente, después del sacrificio, se distribuiría la carne de la víctima. Por la puerta del templo salían los miembros del colegio sacerdotal de los flámines con sus vestiduras ceremoniales.

No bien el pontífice máximo, siempre con la cabeza velada, se hubo acercado al altar, los sirvientes trajeron a la víctima que había que sacrificar: un cordero de tres o cuatro meses con cuernos apenas insinuados. Uno de los sirvientes llevaba la segur, otro sostenía la bandeja con la mola salsa, una mezcla de sal y harina de farro, la comida de los frugales antepasados. César cogió un puñado de la bandeja y lo esparció sobre la cabeza de la víctima, luego hizo una señal y la pesada segur cayó sobre el cuello del cordero con un corte limpio. La cabeza rodó por el suelo y el cuerpo se aflojó derramando sangre copiosamente.

Desde que había vuelto de la última guerra en Hispania, Silio no podía soportar el olor a sangre, ni siquiera la de los animales. Trataba de distraerse, de pensar en otra cosa, en las noticias muy poco tranquilizadoras que llegaban de Siria y de Hispania, ambas sin pacificar aún. Y miraba al cielo, cada vez más oscuro. Que no se decidía a descargar. A cada minuto parecía más amenazador y, sin embargo, no sucedía nada y el trueno continuaba retumbando bajo y lejano sobre los montes todavía con su manto blanco.

Los sirvientes dieron la vuelta al cordero y le abrieron el tórax y el vientre para que el arúspice observase las extrañas e hiciese el auspicio. César, alejado unos pasos, observaba absorto la escena, pero su mente iba detrás de otros pensamientos. La enfermedad. La expedición contra los partos, el futuro del estado. Los enemigos aún vivos, los enemigos muertos, los fantasmas de los mártires de la República que no le daban tregua.

De pronto su mirada cayó sobre la cabeza inerte de la víctima. La mirada que hasta entonces había rehuido.

Silio lo observó y en ese instante se estableció entre ellos un contacto visual. Ambos pensaron en la cabeza de Pompeyo, en los ojos apagados del gran adversario derrotado. «Ellos lo han querido», era la eterna respuesta de César. Le habían ofrecido varias veces un acuerdo que él rechazó siempre, pero la cabeza cortada y conservada en salmuera de un gran romano era un pedrusco que no dejaba de pesarle sobre el estómago.

Y sobre la mente.

Las malas lenguas habían hecho correr la voz de que el pequeño rey egipcio Tolomeo XIII, esposo y hermano de Cleopatra, matando a Pompeyo había exonerado a César de una tarea ingrata, pero inevitable y le había brindado la oportunidad de derramar algunas lágrimas sobre su ex yerno.

El arúspice había hundido las manos en las vísceras del cordero sacrificado y estaba hurgando entre las entrañas humeantes. De repente sus gestos se volvieron confusos, el espanto se pintó en su mirada. Lo dominaba el pánico y los presentes se estaban dando cuenta de ello. También César se percató y se acercó al arúspice. Silio se acercó a su vez, venciendo la repugnancia por la sangre y el hedor de la degollina.

—¿Qué sucede? —le preguntó—. ¿Qué has visto?

El arúspice, con el rostro de color terroso, balbuceó:

—El corazón…, no encuentro el corazón. Es un terrible presagio.

—¡Cállate! —le intimó César y, tras quitarse la toga y arremangarse las mangas de la túnica hasta los hombros, hundió con decisión las manos en la cavidad torácica del animal. Un sordo gorgoteo y durante un instante Silio notó en su mirada una incertidumbre angustiosa. Pero no fue más que un momento. Hizo acercar una palangana llena de agua para lavarse y, mientras el agua de la palangana se enrojecía, dijo:

—Solo estaba cubierto de grasa y es más pequeño de lo normal. Éste hombre es un incapaz y, por tanto, peligroso. Echadlo. Ahora quemadlo todo —añadió ante la consternación de los pobres que asistían al sacrificio—. No hagamos esperar demasiado a los dioses.

Mandó traer otra palangana con agua, terminó de lavarse y se secó con el paño de lino blanco que le alargaba un sirviente.

Silio se alejó subiendo la gradería hacia el pórtico del santuario y desde lo alto vio al gentío presente dispersarse cada uno por su lado. Se encendió el fuego sobre el ara y el animal fue descuartizado y puesto para que ardiera entre las llamas. Pero no era esto lo que le interesaba: Silio quería cerciorarse de que la litera estuviese en el lugar acordado y los hombres alerta para cualquier eventualidad.

Luego volvió adentro para despedirse de los dioses de la triada inmóviles en la sombra y vio brillar algo sobre un almohadón de púrpura a los pies de la estatua de Júpiter, tan alta que casi tocaba el techo con la cabeza. Era una corona de oro. Una cartela esculpida en la madera rezaba:

A JÚPITER, ÚNICO REY DE LOS ROMANOS.

Volvió a mirar al altar donde César terminaba de oficiar el sacrificio con los tradicionales ritos lustrales, luego bajó lentamente los escalones.

El sol aparecía y desaparecía entre las nubes que se abrían aquí y allá para mostrar retazos de azul y al punto los encerraban en el gris. Esperó en el lado sur de la escalinata a que el pontífice máximo terminase de saludar a los presentes y lo acompañó a la entrada de la vía Sacra. La litera prosiguió su camino a cierta distancia.

Del foro llegaba la algarabía de la multitud que ya lo abarrotaba, de las tiendas llegaban los gritos de los vendedores y de los charlatanes, de los Rostros el eco del discurso de un magistrado que pedía al pueblo la aprobación de su labor.

—Si has encontrado el corazón, ¿por qué no lo has extraído? —preguntó Silio.

—Hurgar con las manos entre las vísceras de un animal sacrificado resulta desagradable y además era innecesario. El animal estaba vivo y por tanto es indudable que tenía un corazón.

¿Conoces la historia del cordero de Anaxágoras?

—No, César, no la conozco.

—Cuando Pericles no era más que un cabecilla popular nació en Atenas un cordero con un solo cuerno. Pericles consultó a un adivino y este le dijo que se trataba de un presagio: significaba que el partido del pueblo, que tenía dos cabezas, él y Efialtes, no tardaría en ser mandado por un solo exponente, es decir, él mismo. Inmediatamente después fue convocado el filósofo Anaxágoras, quien, preguntado por el prodigio, abrió el cráneo del animal, inspeccionó el cerebro y encontró serias anomalías. Por tanto respondió que aquel era el motivo por el que el animal tenía un solo cuerno: una malformación. Siempre hay una explicación, Silio. Y si no la hay, ello no significa que nos encontremos ante un milagro, sino simplemente ante nuestra ignorancia e ineptitud. Significa que todavía no estamos en condiciones de comprender las razones de un fenómeno.

Había llegado al pie de la rampa donde la vía Sacra doblaba a la derecha hacia el templo de Saturno y la basílica. César se sentó cerca de la gran higuera ruminal que estaba echando las primeras hojas. Le gustaba estar sentado en aquel rincón tranquilo y escuchar, sin darse a conocer, lo que decía la gente.

—¿Qué has estado haciendo en el templo? —preguntó de golpe—. ¿Orando?

—He leído una dedicatoria —respondió Silio—. Una dedicatoria delante de una corona de oro.

La conocía de haber oído hablar de ella y estaba lleno de curiosidad por verla. ¿Es esa de la que se habla, mi comandante?

Cayeron del cielo algunas gotas y en el aire se difundió un olor a pólvora apagada. César no se movió, como si supiese que dentro de poco la lluvia dejaría de caer. Muchos, en cambio, fueron a guarecerse debajo del pórtico de la basílica.

—Sí, es esa de la que se ha hablado. Hasta demasiado.

—Ése día me mandaste a una misión a Capua y, una vez de vuelta, fue difícil enterarme de lo que había sucedido: he escuchado por lo menos media docena de versiones distintas.

—Lo que demuestra que recuperar la verdad histórica de los hechos es imposible. No solo porque la memoria de cada hombre tiene distinta capacidad, sino también porque lo que llama la atención de uno escapa a la de otro. Aun admitiendo la buena fe de cada uno, todos recuerdan lo que ha llamado su atención, no lo que ha pasado realmente ante sus ojos. ¿Cuál es la versión en la que has creído?

—Tú asistías a la ceremonia de las Lupercales. Antonio te ofreció por dos veces la corona de rey y tú la rechazaste ambas, decidiendo al final donarla a Júpiter, único rey de los romanos.

—Falso —repuso César.

Silio lo miró estupefacto.

—¿Quieres decir que la aceptaste?

—No. Pero las cosas no pasaron así. Si de veras Antonio me hubiese ofrecido la corona de rey, ¿crees que lo habría hecho sin mi permiso o sin que yo mismo se lo hubiese pedido?

—Es posible que se lo hubieses pedido para tener la oportunidad de rechazarla delante de una multitud de personas y evitar toda sospecha al respecto.

—Es una explicación inteligente. Podrías dedicarte a la carrera política si tuvieses el rango senatorial o el anillo de équite.

—No entra en mis intenciones, mi comandante. ¡Tengo el privilegio de vivir siempre a tu lado y me basta!

—De todos modos, tampoco esta hipótesis da en el blanco. Fue todo insólito y en parte casual.

Yo estaba sentado en la tribuna del Campo de Marte observando los movimientos de los lupercos que daban vueltas con tiras de piel de cordero recién despellejado para golpear a unas mujeres para aumentar su fertilidad. Entre ellos estaba también Antonio, que corría medio desnudo…

—A alguno no le gustaría.

—No, vi algunas caras escandalizadas alrededor. La de Cicerón sobre todo. Y no puedo decir que no tuviese razón. Antonio es cónsul como yo y desde que el mundo es mundo nunca se ha visto a un cónsul en funciones correr semidesnudo con una correa de piel de cordero en la mano. En cualquier caso, no fue él quien tomó la iniciativa. Fue Licinio, un amigo de Casio Longino, que estaba presente junto con Publio Casca.

—Todas personas que no me gustan —dijo Silio.

César pareció no darse por enterado y prosiguió:

—Se acercó y depositó la corona a mis pies. La gente delante de mí comenzó a aplaudir frenéticamente incitando a Lépido a ponerla en mi cabeza, pero los que estaban más lejos, que apenas se dieron cuenta de lo que estaba pasando, se pusieron a murmurar. No eran aplausos ni gritos de entusiasmo, sino gritos escandalizados y de protesta. Lépido dudó.

Silio no respondió y durante un rato pareció observar a un grupito de saltimbanquis que entretenía a los paseantes para pedir luego alguna moneda. César continuó:

—Yo no hice ningún gesto. Entonces se acercó Casio y me puso la corona sobre las rodillas. De nuevo parte de la multitud aplaudió y otra protestó. Era evidente que quien aplaudía había sido preparado, si no pagado, para hacerlo. Deduje que se trataba de una escena organizada y quería descubrir qué había detrás. Miré a mi alrededor para grabar en mi memoria los rostros de todos los que me rodeaban, pero en su mayoría eran amigos, oficiales veteranos de mis compañías, gente a la que he favorecido de todos los modos posibles.

—Yo no confiaría demasiado en esto —comentó Silio.

—La corona que tenía apoyada en el regazo comenzó a deslizarse hasta que se cayó al suelo, aunque no puedo negar haber contribuido imperceptiblemente a ese deslizamiento. Era el momento crucial. El hombre que se había agachado a recogerla para ofrecérmela de nuevo era el que más problemas quería crearme.

Silio lo observaba mientras hablaba y le parecía el hombre extraordinario de siempre. El fantasma de la enfermedad se había esfumado o al menos eso se hubiera dicho. César contaba con pasión un momento crítico de su vida. Le excitaba el juego cuanto más duro, solapado o peligroso era.

—¿Y entonces? —preguntó.

—Pues sucedió lo imprevisible: Antonio llegó de repente, jadeante, sofocado, cubierto de sudor.

Vio caer la corona al suelo y se detuvo. La recogió, subió las graderías de la tribuna y me la ciñó.

¡Maldición! Lo había echado todo a perder. Yo estaba tan enfurecido que me la arranqué de la cabeza y la estampé lejos. Pero es verdad que un hecho semejante no podía terminar de ese modo sin unas palabras mías, de modo que me levanté, alcé la mano para pedir silencio y cuando lo hube obtenido dije: «Los romanos no tienen más rey que Júpiter y, por tanto, es a él a quien dedico esta corona». Estallaron los aplausos en todos los rincones del Campo de Marte a medida que mis palabras llegaban a los que estaban más lejos. Mientras tanto yo miraba a mi alrededor para descubrir si había rostros desilusionados, alguna expresión de desencanto entre los que me rodeaban.

—¿Y viste alguna?

—No, no noté nada de esto. Pero estoy seguro de que alguien estaba maldiciendo la suerte exactamente como yo. Antonio reanudó su carrera sin haber comprendido, creo, lo que en realidad había sucedido y la ceremonia concluyó así. Éste es el motivo de la dedicatoria que has visto en el templo.

Tras esas palabras, César se levantó y prosiguió el camino hacia la Regia acompañado por Silio que se sentía ya su guardia personal. Le preocupaba el hecho de que hubiese despedido a la guardia hispánica y encontraba inexplicables las razones de ello. Mucho menos le habían convencido las consideraciones de César. Había tratado de imaginar un motivo. Quizá el episodio de las Lupercales había influido en tan extraña decisión: solo los reyes o los tiranos se movían con una guardia pretoriana. Tal vez quería disipar esa sospecha también gracias a un gesto tan importante. Al menos eso le gustaba creer. Siempre era mejor que pensar en una actitud de renuncia a causa de la enfermedad. César era un noble, un hombre de poder habituado a jugarse el todo por el todo tanto en política como en el campo de batalla y la idea del suicidio, cuando todo estuviese perdido, era para él una opción natural. Si en verdad hubiese preferido morir antes que mostrar su debilidad en público, habría recurrido al puñal.

Había otra posibilidad que contemplaba con su cinismo racional: tal vez había despedido a la guardia instituyendo una, invisible, que lo vigilaba sin dejarse ver.

Silio pensaba también en la misión de Publio Sextio llamado el Báculo, enviado a la Cisalpina con un cometido que se le escapaba. Con él, que en ese momento se encontraba en Módena, debía mantener los enlaces y avisar a César de cualquier novedad, entregarle cualquier despacho que llegase del norte. Mensajes cifrados, obviamente, que solo su comandante supremo podía leer.

Publio Sextio, un héroe de guerra. El soldado más valeroso de la República. En el cuádruple triunfo celebrado por César en Roma había desfilado con el torso desnudo para mostrar, como condecoraciones, las espantosas cicatrices que surcaban su cuerpo: todas en el pecho.

Era el centurión de más alta graduación de la Duodécima legión y había sobrevivido a pruebas increíbles. Durante la campaña de las Galias, en la batalla contra los nervios, acribillado de heridas había continuado batiéndose e impartiendo órdenes hasta que así finalmente su legión pudo reorganizarse y lanzar el contraataque, resolviendo la batalla campal. A continuación, recluido en un campamento estable para recuperarse de las heridas, había estado días y días sin poder alimentarse debido a las tropas enemigas que los sitiaban, pero cuando echaron abajo la puerta del campamento él salió tambaleándose de la tienda mientras se ponía la armadura y se situó delante de la entrada obligando a los demás a unirse a él y a batirse hasta expulsar a los invasores. Lo hirieron de nuevo, de gravedad, y sus hombres a duras penas pudieron arrebatárselo a los asaltantes y arrastrarlo a cubierto.

Hecho un costal de huesos, había permanecido bastante tiempo entre la vida y la muerte, pero al final de una larga convalecencia recuperó las fuerzas y retomó su puesto entre las filas. Hombres de tal temperamento habían construido el imperio de Roma. Y los había de ambos bandos, alineados de acuerdo con el credo político y la fidelidad durante la guerra civil.

Publio Sextio el Báculo, llamado así porque llevaba siempre con él la insignia de su grado, el báculo, que servía para infundir vigor a los reclutas…, un hombre de fidelidad adamantina, uno de los pocos de los que César podía fiarse a ciegas. Un ser indestructible que desconocía el miedo. La misión que le había sido confiada debía de ser crucial, de lo contrario no se explicaba por qué César preguntaba continuamente por él. Pero ¿de qué se trataba? ¿Cuál era el cometido del centurión?

Mientras Silio perseguía estos pensamientos habían llegado a la puerta de la Regia, seguido por la litera a una veintena de pasos.

Antes de entrar, César se volvió hacia él:

—Recuerda, a cualquier hora del día o de la noche.

Silio asintió:

—Sí, mi comandante. A cualquier hora del día o de la noche.

Y mientras que César entraba siendo recibido por el portero, Silio se acercó a su escritorio para comprobar las otras citas que esperaban durante la jornada al comandante.

Finalmente el temporal que amenazaba desde el amanecer estalló de improviso en un fragor de truenos y se puso a llover a cántaros. La gran plaza se vació en una exhalación y el pavimento de mármol se abrillantó como un espejo bajo el percutir de la lluvia.