Romae, Nonis Martiis, hora prima.
Roma, 7 de marzo, seis de la mañana.
Un alba gris, un cielo invernal, plúmbeo y compacto, filtraba un velo de claridad a través de unas nubes menos espesas que se extendían sobre el horizonte. También los ruidos eran difusos, tardos y opacos como los nubarrones que velaban la luz. El viento llegaba a intervalos por el Vico Jugario como el jadeo de un fugitivo.
En la plaza apareció un magistrado por el extremo sur del foro. Aunque iba solo se le reconocía por las insignias. Caminaba a buen paso hacia el templo de Saturno. Se detuvo delante de la estatua de Lucio Junio Bruto, el héroe que había derrocado la monarquía casi cinco siglos antes. Al pie del gran bronce ceñudo, en el pedestal que ostentaba el elogio, alguien había escrito con minio: «Bruto, ¿duermes?».
El magistrado meneó la cabeza y continuó su camino, ajustándose la toga que se le resbalaba de los flacos hombros a cada soplo de viento. Subió excitado las escaleras del templo pasando por el lado del altar aún humeante y se perdió en la sombra del pórtico.
En la planta superior de la casa de las vestales se abrió una ventana. Las vírgenes custodias del fuego se desvivían en el cumplimiento del deber. Otras se preparaban para descansar tras la vigilia nocturna.
La vestal máxima, vestida de blanco, salió del pórtico interior y se dirigió hacia la estatua de Vesta que campeaba en el centro del claustro. La tierra tembló, la cabeza de la diosa osciló a derecha y a izquierda. Un fragmento de ladrillo cayó de la cornisa dentro de la fuente con una seca zambullida amplificada por el silencio. Se oyó un ruido lejano mientras la vestal alzaba los ojos al viento y a las nubes.
Su mirada se llenó de espanto. ¿Por qué temblaba la tierra?
En la isla Tiberina, en el cuartel general de la Novena legión, establecida extramuros por Marco Emilio Lépido, se procedía al último turno de guardia. Los soldados y el centurión rindieron honores al águila y regresaron en formación de a dos a su alojamiento. El Tíber corría impetuoso lamiendo, turbio y crecido, las ramas desnudas de hojas de los alisos que se inclinaban desde las orillas.
Un grito, agudo e intermitente, desgarró el cárdeno silencio del amanecer. Un grito proveniente de la casa del pontífice máximo. Las vestales lo oyeron desde su morada, casi contigua, y se sintieron dominadas por el pánico. Ya había sucedido otras veces, pero cada vez era peor.
El grito se repitió y la vestal máxima se asomó al umbral. Desde allí podía ver a los escoltas, dos celtas gigantescos, apoyados contra el quicio de la puerta de la Regia, aparentemente impasibles.
Tal vez estaban acostumbrados, tal vez sabían de qué se trataba. ¿Qué voz era aquélla? ¿La voz del pontífice? Era una voz distorsionada y gemebunda ahora, como la de un animal agonizante.
Resonaron los pasos apresurados de un hombre que llevaba en las manos una bolsa de cuero, se abrió paso entre los dos celtas, inmóviles como atlantes, y desapareció en el zaguán del antiguo edificio.
El trueno rugió a lo lejos, por la parte de los montes, y una ráfaga de viento más intensa dobló las copas de los fresnos en el Quirinal. Tres toques de trompeta anunciaron el día. La vestal máxima entró en el santuario y se recogió en oración delante de la diosa.
El médico fue recibido por Calpurnia, la esposa del pontífice máximo, angustiada:
—¡Por fin, Antistio! Ven, rápido. Ésta vez no conseguimos calmarlo. Silio se está ocupando de él.
Antistio la siguió mientras hurgaba en la bolsa, de donde sacó una varilla de madera revestida de cuero. Entró en la estancia.
En un lecho en desorden, chorreante de sudor, con la mirada perdida en el vacío, baba en la boca, los dientes clavados en un espasmo chirriante, sujetado por los brazos nervudos de Silio Salvidieno, su ayudante de campo, estaba boca arriba el pontífice máximo, dictador perpetuo, Cayo Julio César, presa de las convulsiones.
Calpurnia bajó la mirada para no ver aquel espectáculo y se volvió hacia la pared.
Antistio se subió sobre el lecho e introdujo a la fuerza la varilla de madera entre los dientes del paciente hasta separar la mandíbula de la arcada dental superior.
—Mantenle inmóvil —decía—. ¡Que no se mueva!
Extrajo una ampolla de cristal de la bolsa y le instiló en la boca unas gotas de un líquido oscuro.
Al cabo de un rato las convulsiones se atenuaron, pero Silio no aflojó la presión hasta que el médico le hizo seña de que podía acomodar a César sobre la espalda y cubrirlo con la colcha de lana.
Calpurnia se acercó. Le limpió el sudor de la frente y la baba de la boca, luego le humedeció los labios con un lino empapado en agua fresca. Por último se volvió hacia Antistio:
—Pero ¿qué le pasa? —preguntó—. ¿Qué es esta cosa terrible?
César yacía ahora en un estado de completa postración. Tenía los ojos cerrados y respiraba fatigosamente en un pesado sopor.
—Los griegos lo llaman «morbo sacro», porque los antiguos creían que era consecuencia de la acción de unos espíritus, demonios o divinidades. También Alejandro lo padecía, por lo que parece, pero en realidad nadie sabe lo que es. Se conocen los síntomas y se trata de limitar los daños. El mayor peligro es que quien lo sufre se corte la lengua con sus propios dientes. Alguno se ha ahogado por tragarse su propia lengua. Le he suministrado el consabido calmante, que por suerte parece eficaz. Pero me preocupa la frecuencia de los ataques, el último ocurrió hace solo dos semanas.
—¿Qué podemos hacer?
—Nada —respondió Antistio meneando la cabeza—. No podemos hacer nada más que lo que hemos hecho hasta ahora.
César abrió los ojos y miró a su alrededor. Al final se dirigió a Silio y a Calpurnia:
—Dejadme a solas con él —dijo aludiendo al médico. Silio dirigió a Antistio una mirada interrogativa.
—Puedes irte —respondió Antistio—. Ya no corre peligro. Pero no te vayas lejos. Nunca se sabe.
Silio asintió y salió del cuarto junto con Calpurnia. Era su sostén y su ayuda y era la sombra de su comandante. Centurión de la legendaria Décima, veterano con veinte años de servicio, pelo entrecano, ojos oscuros, húmedos e inquietos, como los de un niño, cuello de toro. Iba detrás de César como un cachorro.
El médico acercó el oído al pecho del paciente y le auscultó: el corazón iba recobrando su ritmo normal.
—Tus constantes vitales están mejorando —dijo.
—No es esto lo que me interesa —respondió César—. Dime más bien: ¿qué sucedería si tuviese un ataque de este tipo en público? ¿Si cayese al suelo con la baba en la boca en el Senado o en la tribuna de los Rostros?
Antistio inclinó la cabeza:
—No tienes ninguna respuesta que darme, ¿verdad?
—No, César, pero te comprendo. El hecho es que estas crisis no avisan. Al menos por lo que se me alcanza.
—Por tanto dependo del capricho de los dioses.
—¿Tú crees en los dioses?
—Soy el pontífice máximo. ¿Qué debería responderte?
—La verdad. Soy tu médico, si quieres que te ayude tengo que comprender tu mente, aparte de tu cuerpo.
—Creo que estamos rodeados de misterio. En el misterio cabe todo, incluso los dioses.
—Hipócrates dijo que esta enfermedad se conocería con el nombre de morbo sacro mientras no se descubrieran sus causas.
—Hipócrates tenía razón, pero lamentablemente el morbo sigue siendo «sacro» también hoy y lo será, me temo, aún por mucho tiempo. Y, sin embargo, no puedo permitirme dar un espectáculo público de mis debilidades. ¿Me comprendes?
—Te comprendo. Pero el único que puede darse cuenta de que sobreviene un ataque eres tú. Se dice que el morbo sacro no avisa, pero que cada hombre reacciona de forma distinta ante la enfermedad. Cuando te sucede a ti, ¿tienes señales premonitorias?
César soltó un largo suspiro y se quedó en silencio durante unos breves momentos, esforzándose en recordar. Respondió:
—Tal vez. Pero no se trata de señales evidentes o de características siempre idénticas. A veces he visto imágenes de otros tiempos, imprevistas…, como relámpagos.
—¿Qué clase de imágenes?
—Estragos, campos cubiertos de muertos, nubes que galopan aullando, como furias infernales.
—Pueden ser simples recuerdos. O pesadillas. Las tenemos todos Y tú más que nadie. Nadie ha vivido lo que tú.
—No, no son pesadillas: cuando me refiero a «imágenes» quiero decir algo que veo como te veo ahora a ti.
—¿Y estas… visiones van seguidas siempre de ataques del morbo?
—A veces sí, otras no. No puedo afirmar con certeza que estemos ante una enfermedad. Es un enemigo solapado, Antistio, un enemigo sin rostro, que ataca, golpea y se desvanece como un fantasma. Soy el hombre más poderoso de la tierra y, frente a esta enfermedad, estoy tan inerme como el último de los desamparados.
Antistio suspiró:
—A cualquier otro le aconsejaría…
—¿El qué?
—… retirarse a la vida privada. Dejar la ciudad, los cargos públicos, la lucha política. Otros lo han hecho antes que tú: Escipión el Africano, Sila. Tal vez el morbo se atenuaría al atenuarse tu lucha diaria. Pero no creo que siguieras mi consejo. Dime, ¿lo harías?
César se incorporó para sentarse al borde de la cama. Apoyó los pies en el suelo y se levantó.
—No. No puedo permitírmelo. Me quedan demasiadas cosas que hacer. Debo afrontar el riesgo.
—Entonces, rodéate siempre de hombres fieles. Arréglatelas para que cuando ocurra, alguien te cubra con la toga y una litera cerrada esté lista para recibirte y llevarte a donde nadie pueda verte y donde yo estaré esperándote. Cuando se haya pasado la crisis volverás a donde estabas, como si nada hubiese pasado. Es cuanto puedo decirte.
César asintió:
—Es un sabio consejo. Ahora puedes irte, Antistio. Me siento mejor.
—Preferiría quedarme.
—No. Debes de tener otros quehaceres de que ocuparte. Mándame a Silio con la colación.
Comeré algo.
Antistio inclinó la cabeza.
—Como prefieras. Junto con la colación Silio te traerá la poción que ahora prepararé. Contribuye a diluir los humores del bazo, normalmente es de ayuda. Ahora échate y trata de relajar los miembros. Cuando te sientas mejor toma un baño caliente y pide que te den masajes.
César no respondió.
Antistio salió suspirando.
Encontró a Calpurnia en el atrio, sentada en una silla de brazos. Llevaba todavía la camisa de dormir, no se había bañado ni tocado la comida. Se podían leer en su rostro y en su cuerpo los signos del cansancio. Cuando vio a Antistio dirigirse hacia la cocina se fue detrás de él.
—Entonces —preguntó—, ¿qué me dices?
—Nada nuevo, lamentablemente, pero tengo la impresión de que la enfermedad se está consolidando. Solo podemos tratar de reducir sus efectos y esperar a que se le vaya tal como vino, admitiendo que ello sea posible. César es hombre de grandes recursos.
—Ningún hombre puede pasar por tantas tempestades físicas y espirituales sin acusar daños permanentes. Sus últimos diez años equivalen a diez vidas y lo han estropeado. César tiene cincuenta y seis años, Antistio, y su intención es emprender otra expedición a Oriente. Contra los partos.
Mientras el médico majaba unas semillas en un mortero y las ponía a hervir en el hornillo, Calpurnia se sentó. Una sierva le preparó un huevo cocido en las brasas y pan tostado, su colación habitual.
—Y esa mujer contribuye a empeorar la situación.
Con las palabras «esa mujer» Calpurnia se refería a Cleopatra VII, la reina de Egipto, que estaba hospedada en la villa de César, en la otra orilla del Tíber. Antistio enmudeció, sabiendo cómo terminaría la cosa si sacaba a colación el tema desde cualquier punto de vista. Cleopatra se había traído consigo al niño, al que había tenido la osadía de llamar Tolomeo César.
—Ésa mujerzuela —prosiguió Calpurnia en vista de que Antistio hacía caso omiso del tema del que ella quería hablar—. Espero que se muera. He mandado hacerle mal de ojo, pero quién sabe con qué antídotos se protege y qué filtros ha hecho ingerir a mi marido para tenerlo atado a ella.
Antistio no consiguió morderse la lengua.
—Mi señora, cualquier hombre de mediana edad es sensible al halago de un hijo concebido con una bonita mujer en la flor de la edad. Le hace sentir joven y vigoroso… —Se interrumpió y se mordió un labio: no había sido la frase más feliz que dirigir a una mujer que no podía tener hijos.
—Disculpa —se apresuró a añadir Antistio—. Son cosas en las que no debería inmiscuirme. Y, además, César no necesita creerse vigoroso. Lo es. En mi vida he visto nunca a un hombre de su complexión.
—No te preocupes. Estoy acostumbrada —repuso Calpurnia—. Lo que me inquieta es el peso enorme que descansa sobre sus espaldas. No puede seguir soportándolo por mucho tiempo y estoy segura de que muchos esperan verlo de rodillas. Muchos que hoy le ponen cara de amigo se transformarían en bestias feroces. No me fío de nadie, ¿comprendes? De nadie.
—Sí, señora mía, te comprendo —respondió el médico.
Apartó la poción del fuego, la filtró, la vertió en una taza que puso en la bandeja en la que el médico estaba colocando la colación de César: habas, queso y una rebanada de pan con aceite de oliva. Silio entró en aquel momento y cogió solo la poción.
—Pero ¿cómo?, ¿no va a comer? —preguntó Calpurnia.
—No. He pasado a verlo y ha cambiado de idea. Ya no tiene ganas de comer. Ha subido a la terraza.
—Tu poción, César.
Le daba la espalda. Apoyado con las manos en la baranda, miraba en dirección al Aventino, de donde, semejante a una nube oscura, se alzaba una bandada de estorninos hacia el Tíber.
Se volvió lentamente, como si se hubiera dado cuenta con retraso de la presencia de Silio, cogió la poción humeante y la puso a enfriar sobre la baranda. Al cabo de unos instantes, se la acercó a los labios y le dio un sorbo.
—Dónde está Publio Sextio? —preguntó después de haber deglutido.
—El centurión Publio Sextio está en Módena, cumpliendo tus órdenes, César.
—Lo sé perfectamente, pero, según mis cálculos, debería estar ya de vuelta. ¿Ha mandado un mensajero?
—No, no que yo sepa.
—Si llega un despacho suyo, avísame inmediatamente, a cualquier hora que sea y sin importar lo que esté haciendo.
—Dentro de un rato tienes que ofrecer un sacrificio a Júpiter Óptimo Máximo en su templo del Capitolio. Siempre que te sientas con ánimos para ello.
César tomó otro sorbo de la poción y lo miró:
—Ya. A veces me olvido de que soy el sumo sacerdote de Roma, cuando este debería ser el primero de mis pensamientos… Así que nada de baños ni de masajes.
—De ti depende, César —respondió Silio.
—Te ruego que me despiertes si estoy durmiendo.
—¿Qué quieres decir?
—Si llega un despacho de Sextio.
—Por supuesto. Descuida.
—Debería ser el primero de mis pensamientos… —repitió como para sí. Silio le miraba cohibido, tratando de seguir su divagar— …mi sacerdocio, quiero decir. Y sin embargo no he pensado nunca que los dioses se preocupen de nosotros. ¿Por qué deberían hacerlo?
—Es la primera vez que te oigo hablar de estas cosas. ¿En qué estás pensando, mi comandante?
—¿Sabes por qué todos los días queman víctimas en los altares? Para que los dioses vean el humo que sube de nuestras ciudades y eviten pisarlas cuando caminan invisibles por la tierra. De lo contrario, nos aplastarían igual que nosotros aplastamos a las hormigas.
—Me parece un símil interesante —repuso Silio—. Antistio ha dicho que te la tomes toda —concluyó indicando la taza.
César la volvió a coger y la vació en unos pocos sorbos.
—En efecto, ningún humo es tan denso y negro como el de la carne quemada. Yo lo sé.
También Silio lo sabía y sabía en qué estaba pensando su comandante. Había estado a su lado en Farsalia, en Alejandría, en África, en Hispania. Desde que había cruzado el Rubicón, había visto durante años arder no los cuerpos de unos enemigos salvajes, sino los de unos ciudadanos como él, los cuerpos de ciudadanos romanos. Tenía grabada en la memoria la visión del campamento de Farsalia cubierto de cadáveres de quince mil conciudadanos, entre ellos équites, senadores y ex magistrados. César, desde su caballo, había recorrido con su mirada rapaz el campo de la carnicería.
Había dicho: «Ellos lo han querido», pero en voz baja, como si hablase para sí, como para descargar su conciencia.
Fue la voz de César la que sacó a Silio de sus pensamientos:
—Vamos, nos esperan y tengo aún que prepararme. Bajaron juntos y Silio lo ayudó a lavarse y a vestirse.
—¿Llamo a la litera? —le preguntó.
—No. Vamos a pie, un paseo me sentará bien.
—Entonces, llamo a la guardia.
—No importa. Es más, yo creo que es mejor prescindir de ella.
—¿De la guardia? ¿Y por qué?
—No me gusta la idea de ir a dar una vuelta por mi ciudad con una guardia pretoriana. Lo hacen los tiranos.
Silio lo miró estupefacto, pero no dijo nada. Atribuía ese extraño modo de comportarse a la enfermedad o a los pensamientos que la enfermedad le provocaba.
—Y además… —prosiguió diciendo César— …los senadores han aprobado un senadoconsulto en el que se comprometen a escudarme con su propio cuerpo en caso de amenaza a mi persona. ¿Qué mejor defensa se podría pedir?
Silio se quedó estupefacto. Casi no le cabía en la cabeza lo que había oído mientras pensaba en cómo impedir una decisión que parecía una locura. Se liberó con una excusa, bajó a la planta baja e impartió unas disposiciones a algunos siervos para que los siguieran con la litera a cierta distancia.
Echaron a andar por la vía Sacra pasando por delante del templo de Vesta y de la basílica que César había hecho levantar con el botín de la campaña contra los galos. Aunque aún no estaba terminada, había decidido dedicarla ya dos años antes. Como si le apremiase algo.
Era una construcción magnífica, con tres grandes naves y revestida de preciados mármoles, uno de los presentes que había querido hacer a la ciudad, pero sin duda tenía en mente otra cosa. Desde su vuelta de Alejandría, la vista de Roma ya no le satisfacía. Era una ciudad que había crecido de un modo casual e inarmónico, en la que los edificios estaban pegados unos a otros en un hacinamiento a menudo indecoroso. Faltaban las vías imponentes, las plazas majestuosas y los monumentos extraordinarios que en Alejandría despertaban la admiración de los visitantes de todas las partes del mundo.
El foro a su derecha comenzaba a llenarse de gente, pero nadie notaba la presencia de César porque se había echado la toga sobre la cabeza y no era fácil distinguir su rostro. Pasaron por delante del templo de Saturno, el dios que había reinado durante la edad de oro, la edad en que los hombres estaban contentos con lo que la tierra y los rebaños les ofrecían para vivir, habitaban cabañas de madera y de ramas, se despertaban al canto de los pájaros y se iban a dormir después de una cena frugal en torno a una mesa modesta compartida con los hijos y la esposa.
Silio se sorprendió pensando en la edad que le había tocado en suerte: una época de ferocidad y avidez, de conflictos incesantes, luchas intestinas, estragos de ciudadanos perpetrados por otros ciudadanos, listas de proscripción, destierros y traiciones, una época de enfrentamientos furibundos.
El odio entre hermanos es el más duro e implacable, pensaba para sí, y, mientras miraba el rostro de César recortado por la sombra de la toga que le caía a los lados de la cabeza, se preguntaba si de verdad aquel hombre podía ser el fundador de una nueva era. Una era en la que, agotada la ferocidad de unas luchas interminables, se inaugurase un período de paz susceptible de hacer olvidar la sangre derramada y de aplacar con el tiempo los rencores más tenaces. Luego alzó los ojos al templo imponente que dominaba la ciudad desde lo alto de la colina del Capitolio.
El cielo estaba oscuro.