XXI

Filisto recibió los términos de la propuesta de paz veinte días después por medio de un correo que venía de Palermo. El mensaje estaba redactado en griego, llevaba la firma de Himilcón y del Gran Consejo de Cartago. Decía:

Himilcón, comandante del ejército de Cartago y gobernador de la epicratia de Palermo, Lilibeo, Drepano y Solunto a Dionisio, arconte de Sicilia, salve.

Nuestros dos pueblos han librado ya demasiadas guerras causándose mutuamente muerte y destrucción. Ninguno de nosotros tiene la fuerza para aniquilar al adversario y, por tanto, resignémonos a aceptar la situación tal como está. Nosotros hemos ganado la última batalla, vosotros tenéis en vuestro poder a cinco mil de nuestros ciudadanos. Pedimos, pues, que sea nuestra, como anteriormente, la ciudad de Selinonte y el territorio de Agrigento hasta el río Halyco, mientras que la ciudad seguirá siendo vuestra.

Devolveréis, además, los prisioneros y pagaréis mil talentos a título de daños de guerra.

Reconoceréis nuestras fronteras, nosotros reconoceremos las vuestras y la autoridad de Dionisio y de sus descendientes sobre el territorio definido por este tratado.

Filisto cogió el despacho y se hizo anunciar en el palacio de la Ortigia, donde Dionisio estaba encerrado desde hacía días negándose a ver a nadie.

Aksal le impidió el paso.

—Amo no quiere ver a nadie.

—Dile que soy yo, Aksal, y que es imprescindible que hable con él. Es algo de la máxima importancia.

Aksal desapareció en el interior y volvió a aparecer poco después haciéndole una indicación de que podía entrar.

Dionisio se hallaba sentado en el escaño de las audiencias; tenía grandes ojeras, un color de tez terroso, la barba y el pelo desaliñado. Parecía haber envejecido diez años.

—Siento importunarte —dijo Filisto—, pero no puedo dejar de hacerlo. Los cartagineses nos proponen la paz.

Dionisio pareció reaccionar a aquellas palabras.

—¿Por propia iniciativa? ¿No has hecho tú el primer ofrecimiento?

—No me lo hubiera permitido nunca sin antes informarte. No, la iniciativa ha partido de ellos.

—¿Y qué es lo que quieren?

Filisto le leyó el mensaje, vio que lo escuchaba con atención y prosiguió:

—A mí me parece una propuesta muy razonable, dado nuestro actual estado de inferioridad. Los daños de guerra podemos discutirlos. Con los cartagineses siempre se consigue negociar en cuestiones de dinero. Pero lo más importante es el reconocimiento oficial de tu autoridad y de tu derecho y el de tus descendientes sobre este territorio. Es un elemento fundamental y no deberías dejar escapar la ocasión. Piensa en tu hijo. Sabes muy bien que no ha salido a ti, y tampoco a su tío. Si le dejas un Estado sólido, reconocido en sus fronteras, la vida será mucho más fácil para él, ¿no crees?

Dionisio dejó escapar un largo suspiro, se levantó y fue hacia él.

—Sí, quizá tienes razón. Ven, déjame leerlo de nuevo.

Se sentaron a una mesa, Filisto apoyó la hoja delante y esperó a que hubiera leído.

—Tienes razón —dijo finalmente Dionisio—. Seguiré tu consejo. Prepara el protocolo oficial y entabla las negociaciones por los daños de guerra. No tenemos todo ese dinero.

—Quizá podamos hacer concesiones territoriales. Tal vez en el interior, algún distrito sículo no vital para nuestra economía.

—Sí, puede ser.

—Bien…

Dionisio permaneció en silencio, absorto.

—Entonces… me voy dijo Filisto y, viendo que no obtenía respuesta, enrolló la hoja y se dirigió a la salida.

—Espera —le reclamó Dionisio.

—Sí…

—Nada… nada. Puedes irte.

Filisto hizo un gesto con la cabeza y salió. Por un instante pensó que quería decirle algo personal. Pero quizá necesitaba aún tiempo para ello…

Pasaron tres años durante los cuales Dionisio pareció reanudar poco a poco sus costumbres dedicándose a los asuntos de gobierno y a la preparación de la política del primogénito, pero a decir verdad sin gran satisfacción. El joven prefería organizar fiestas con los amigos, invitar a artistas, hetairas y poetas y siempre se sentía incómodo cuando su padre le convocaba.

Su madre Doris, que el paso de los años y la falta de ejercicio habían vuelto muy pesadas sus formas, trataba de defenderlo.

—Has sido siempre demasiado duro con el muchacho, le asustas.

—Trato de hacer de él un hombre, por Zeus, y un hombre de Estado si pudiera conseguirlo —respondía Dionisio.

—Si, pero ¿cómo? Nunca una palabra amable, nunca un gesto afectuoso.

—Ya estás tú para tales zalamerías. Yo soy su padre, por Heracles, no su madre. Has hecho de él un flojo, un incapaz.

—¡No es verdad! Tiene cualidades y si le confiases un cargo, una responsabilidad cualquiera, sabría demostrártelo. Y además es evidente que todo tu afecto es para Areté, la hija de esa…

—¡A callar! —espetó Dionisio—. Ni una palabra más. Areté es hija mía igual que todos los demás. Es más pequeña y es una niña adorable. También yo tengo derecho a alguna satisfacción de mi prole.

Eran discusiones que terminaban infaliblemente en peloteras; Doris estallaba en lágrimas e iba a encerrarse en sus aposentos durante días, con las doncellas y las damas de compañía.

Filisto, en cambio, se convirtió en más íntimo como consejero y, aunque él no lo reconociera nunca del todo, también como amigo. El único, ahora ya, que le quedaba en el mundo.

Solucionados de modo definitivo el problema de la frontera occidental y las relaciones con Cartago, Filisto se ocupó de las relaciones con Esparta, potencia protectora desde siempre de Siracusa, y durante la nueva guerra que esta había entablado contra los atenienses envió con la aprobación del propio Dionisio diez naves al Egeo para que tomaran parte en las operaciones. Era una especie de compensación debida, no una intervención con ambiciones expansionistas.

Ahora Dionisio parecía interesado en la literatura, vieja pasión juvenil, mientras seguía siendo refractario a la filosofía. Había hecho ampliar el teatro y hacía representar en él sus obras, que eran generalmente aplaudidas. Conociendo al autor, el público no tenía, por otra parte, la menor intención de negarle mérito alguno.

La expedición al Egeo tuvo un pésimo resultado: los atenienses hundieron nueve de las diez naves siracusanas y el almirante que la mandaba prefirió suicidarse a regresar al Lakios con una sola nave.

La política en Grecia era tan complicada que resultaba difícil adivinar cómo evolucionaría, no de un año a otro, sino incluso de una estación a otra.

Los tebanos, entretanto, habían introducido un nuevo tipo de formación militar llamado «oblicuo», ideado por dos de sus generales llamados Pelópidas y Epaminondas, tan eficaz que había logrado derrotar a los invencibles espartanos, en otros tiempos aliados suyos, en un lugar llamado Leutra. Espantados por un éxito semejante, del todo inimaginable, los atenienses se habían pasado al lado de Esparta, su vieja enemiga, para contener a los tebanos, pero las cosas se estaban ya poniendo feas para ellos si no hubiera sido por la intervención de Dionisio.

El empleo masivo de mercenarios celtas y el uso de sus máquinas tuvieron un gran éxito y dieron un vuelco a la situación. Atenas llegó al punto de dedicarle una corona de oro. Se dijo que el rey de Esparta Agesilao, tras haber visto por primera vez en acción a las balistas y a las catapultas de Dionisio, había exclamado: «¡Dioses, hoy el valor de un hombre no sirve para nada!».

La concesión de la corona de oro era una ocasión irrepetible; Dionisio obtuvo la ciudadanía ateniense y por medio de Filisto echó los cimientos para un tratado que ligaba a su Estado en una alianza con Atenas, poniendo fin a una beligerancia que duraba virtualmente desde hacía cincuenta años, desde los tiempos de la gran guerra, cuando los atenienses habían puesto cerco a Siracusa.

Ahora era ya aceptado con todos los honores en el mundo de las metrópolis, reconocido y celebrado como el campeón del helenismo de Occidente contra los bárbaros. Sus errores no precisamente limpios al respecto fueron dejados en la sombra u olvidados. Volvió a Siracusa en el otoño de ese año, el sexagésimo de su vida, y se propuso, esta vez, dedicarse con empeño y método a la preparación del hijo para su sucesión.

Dionisio II cumplía veintiocho años y era ya un hombre hecho y derecho. Hasta aquel momento no había dado ninguna prueba positiva de su valía. Había crecido en medio de las comodidades dedicándose a los placeres del vino, de la comida y del sexo y su padre no le apreciaba en absoluto. Era culto y educado, pero débil e irresoluto.

También Filisto trató de tomar su defensa.

—No puedes juzgarle tan severamente —le dijo en una ocasión— El hijo de un padre como tú se siente aplastado por la comparación con la personalidad del padre. Se sentirá, en cualquier caso, inepto e incapaz y ello le hará aparecer bajo una luz cada vez peor. Él es consciente de ello y se siente menos capaz aún de demostrar lo que vale. Es un círculo vicioso que no tiene fin.

—¿Qué debería hacer, según tú? —le preguntó Dionisio—. ¿Debería tratarse con besos y caricias? ¡Por Zeus, si no quiere convertirse en un hombre le obligaré yo, por las buenas o por las malas!

Pero eran nada más que palabras. En realidad, Dionisio estaba convencido de que nadie podía sucederle, que nadie estaría a la altura de una tarea semejante. A veces Filisto estuvo tentado de sugerirle que devolviera el gobierno al pueblo, pero renunció a ello. Comprendía demasiado bien que, aunque una democracia era capaz de gobernar una ciudad, nunca podría gobernar un Estado de tales dimensiones, que tenía avanzadillas hasta en Épiro, en Iliria, Umbría y Padusa.

Eran únicamente el respeto y el temor hacia un hombre los que mantenían una unidad semejante. Un gobierno de ciudadanos no habría sido tan temido ni respetado por otros gobiernos de ciudadanos en las ciudades sometidas.

Quizá la situación habría permanecido estacionaria en el equilibrio político, económico y cultural que Dionisio había sabido crear si no hubiera llegado una noticia de África que le creó gran agitación.

Filisto, convocado con carácter de urgencia, se fue precipitadamente a palacio.

—¿Qué sucede? —preguntó apenas hubo entrado.

—Ha estallado la peste en Cartago.

—¿Otra?

—Y esta vez parece que está exterminando a un buen número de esos bastardos.

—Comprendo que ello pueda agradarte.

—Y no termina aquí la cosa. Los líbicos se han rebelado.

—Tampoco esto es una novedad. ¿Por qué estás tan excitado?

—Porque es la oportunidad para expulsarlos finalmente de Sicilia.

—Dijiste que no volverías a intentarlo.

—Mentí. Tengo intención de intentarlo de nuevo.

—Firmaste un tratado.

—Solo para ganar tiempo. Un hombre como yo no renuncia nunca a sus planes. Nunca, ¿comprendes?

Filisto agachó la cabeza.

—Imagino que es inútil recordarte que ya otras veces Cartago fue puesta a prueba por la peste y por las revueltas y que al final siempre reaccionó con fuerza y determinación.

—Esta vez es distinto.

—¿Por qué es distinto?

—Por dos motivos: primero, esos hijos de perra mataron a mi hermano y tienen que escupir sangre hasta que yo diga basta. —Segundo, tengo sesenta años.

—Debería ser una razón para sentar cabeza y dedicarte a una buena administración. La guerra es siempre un mal asunto.

—No has comprendido. Quiero decir que si no consigo ahora llevar a cabo mi plan no lo conseguiré ya nunca. En cuanto a mi hijo, es mejor no hablar de él. Ya he tomado mi decisión. Ataquemos la próxima primavera con ejército, flota y artillería. Ataquemos con el ejército más grande que se haya visto nunca y hagámosles pedazos.

—¿Y dónde piensas encontrar tanto dinero?

—En esto piensa tú. ¿Es que debo decírtelo todo siempre yo? Toma prestados los tesoros de los templos; los dioses me aplicarán un interés razonable, estoy convencido. Y que contribuya la Compañía. La nuestra, en Siracusa, y las de las otras ciudades. También ellos tienen un montón de dinero.

—Yo, en tu lugar, no lo intentaría. Parecería un sacrilegio y, en cuanto a las Compañías, deberías saber lo poderosas que son. Existe el riesgo de que te lo hagan pagar. También la nuestra. Quizá te han perdonado las depuraciones, o quizá solo han aplazado el pago de tu deuda pero cuando se trata de dinero no hacen descuentos a nadie.

—¿Quieres ayudarme a encontrar ese dinero sí o no?

—Está bien —respondió Filisto—. Luego no me vengas diciendo que no te advertí.

—La que se nos presenta es la ocasión decisiva, créeme, esta vez lo conseguiremos, y la Hélade entera tendrá que rendirme honores. Tendrán que levantarme estatuas en Delfos y en Olimpia, dedicarme inscripciones en los lugares públicos…

Soñaba. Ahora que era aceptado en los máximos consejos de las metrópolis —él, uno de las colonias, tratado durante años con desprecio y suficiencia, escarnecido por sus torpes tentativas literarias quería coronar su vida convirtiéndose en el primer hombre del mundo de los helenos.

No hubo forma de disuadirle. A comienzos del verano había reunido un ejército enorme: treinta mil infantes, cinco mil jinetes, trescientas naves de combate, cuatrocientas naves de carga.

Su avance fue arrollador: Selinonte y Entela le recibieron como a un liberador. Erice se rindió a él; luego le llegó el turno a Drepano, en la que se estacionó la flota. Pero delante de Lilibeo tuvo que detenerse. Las fortificaciones cartaginesas eran tan imponentes, las defensas tan aguerridas que cualquier tentativa de ataque habría terminado en fracaso, o peor aún, en derrota.

La estación llegaba a su fin y Dionisio se preparó para regresar. Era su intención dejar casi toda la flota en Drepano para prevenir todo posible ataque desde África, pero le llegó la noticia que le hizo cambiar de idea: un despacho secreto anunciaba que en Cartago había estallado un incendio en la isla del almirantazgo que había casi destruido el arsenal.

La isla en parte artificial del almirantazgo era una de las maravillas del mundo, la única estructura que Dionisio envidiaba a la gran rival. Perfectamente diseñada en forma circular, con una vasta laguna en medio, podía albergar en sus diques cubiertos más de cuatrocientas naves de combate. En el centro de la isla se alzaba el edificio del almirantazgo que le daba el nombre y en el que se conservaban los más celosos secretos de la marina cartaginesa: las rutas del oro y del estaño, y las que llegaban a las remotas Hespérides, a los extremos confines del Océano.

En el edificio había, expuestos los maravillosos trofeos de las más audaces empresas de navegación y de los viajes de las caravaneras que se atrevían a atravesar el mar de arena hasta las tierras de los pigmeos. Según algunos, en aquellos archivos inaccesibles se conservaban los mapas de mundos perdidos y había quien afirmaba que las estructuras de la mayoría de los puertos cartagineses no hacían sino reproducir hasta el infinito el esquema básico de la capital de la antigua Atlántida.

Si la isla había ardido de verdad entonces Cartago había perdido su corazón y su memoria.

—Los dioses están con nosotros —dijo a Filisto—, ¿lo ves? Dejaré un centenar de naves en Drepano, bastarán. Y la próxima primavera, apenas haga buen tiempo, volveremos para lanzar el golpe definitivo. Concentraremos todos nuestros esfuerzos en la artillería, construiremos otras máquinas, haré proyectar otras nuevas… —Le brillaban los ojos mientras hablaba, estaba en el colmo del entusiasmo y también Filisto comenzaba verdaderamente a creer que la empresa a la que había consagrado cuarenta años de su vida estaba cerca de terminar felizmente.

A tal punto estaba seguro Dionisio de sí mismo que durante el invierno se dedicó a pulir la redacción de su nueva tragedia, El rescate de Héctor. Hacía recitar fragmentos de ella a un actor en presencia de Filisto para conocer sus impresiones. Entretanto, había enviado una delegación a Atenas para inscribirse en el certamen trágico de la fiesta de las Leneas, las solemnes fiestas en honor de Dioniso. Dioniso era el dios del que derivaba su nombre y esto le parecía de muy buen augurio.

Cuando llegó el día fijado, quiso que Filisto le acompañase. —Debes venir también tú. En el fondo, me has sido de gran ayuda a la hora de llevar a cabo mi obra.

—Iré con mucho gusto —respondió Filisto—. Pero ¿a quién dejarás para que se ocupe de la preparación de la nueva expedición?

Dionisio suspiró.

—He reflexionado acerca de ello largamente, pero considero que los cartagineses tendrán mucho trabajo en reparar los daños del arsenal, y, por otra parte, tengo a un buen número de oficiales de marina que conocen su oficio. En tercer lugar, he decidido dar a mi hijo algunas, aunque limitadas, responsabilidades de supervisión para ver cómo se las apaña. Pienso, en suma, que puedes partir conmigo. No creas que lo hago solo por la gloria literaria. Lo que más me urge es perfeccionar el protocolo de entendimiento con los atenienses y llegar a la firma del tratado que nos permitirá tener un sitio entre las grandes potencias del mundo; nuestro punto flaco ha sido siempre la marina, mientras que los atenienses tienen una experiencia igual o superior a la de Cartago y podrían transmitirnos sus técnicas y sus conocimientos en el terreno de la guerra naval.

Las razones expuestas por Dionisio parecieron convincentes y Filisto partió, pero nada tranquilo. Notaba una especie de incomodidad y una inquietud que no le abandonaba en ningún momento, que le mantenía despierto en plena noche meditando y devanándose los sesos. La apuesta era demasiado fuerte, excesivos los riesgos, demasiadas las incógnitas, en aquel invierno extrañamente clemente y hasta favorable para la navegación.

Llegaron a Atenas a mediados del mes de Gamelion y encontraron la ciudad en pleno fermento por la preparación de las representaciones teatrales Se alojaron en una hermosísima casa con jardín que habían comprado en las cercanías del Cerámico y se dedicaron a la preparación del montaje sin reparar en gastos: contratación de los actores y del coro, confección de trajes, elección de las máscaras, realización de las tramoyas. El cartel estaba ya expuesto en el teatro, en la acrópolis y en el ágora, pero Dionisio lo había hecho colgar, a sus expensas, en otros muchos puntos de la ciudad, en los locales más frecuentados, en los soportales y en las bibliotecas. Y era cierto que su nombre, en cualquier caso, atraería a mucha gente.

Asistió personalmente a los ensayos y no dudó en echar a los actores que no demostraron estar a la altura de su papel y en contratar a otros. Lo mismo hizo con el coro y con los músicos, a quienes hizo repetir infinitas veces las danzas y los cantos que acompañarían la representación.

Y llegó el gran día.

El teatro estaba de bote en bote, Dionisio y Filisto sentados en los puestos reservados entre los arcontes de la ciudad, los sacerdotes de los principales colegios y el sacerdote de Dioniso que presidía las celebraciones. La tragedia se representó de forma impecable y en algún pasaje resultó ser de notable intensidad, revelando las experiencias con las que el autor debía de haber asistido en el curso de tantas guerras, de tantas extenuantes negociaciones para la liberación de rehenes y prisioneros. La escena en que el viejo Príamo se arrodillaba para besar las manos a Aquiles y el lúgubre coro de las mujeres troyanas que se alzaba como un llanto invocando la devolución del cuerpo de Héctor conmovieron al público. El mismo Filisto se asombró de ver que tenía los ojos húmedos. ¿Era posible que el autor hubiera experimentado sentimientos? ¿Que se hubiese emocionado hasta el punto de poder comunicar su emoción al público que asistía al espectáculo?

Inútil preguntárselo; Dionisio era y seguiría siendo un enigma indescifrable, una esfinge, para el resto de sus días. Y sin embargo Filisto, al asistir a aquella escena, reconoció muchos aspectos de su carácter, volvió a ver muchos fragmentos de su vida pasada, muchos momentos de gloria y de abyección. Dionisio había representado su papel en la vida como un actor; a menudo había ocultado, disimulado, engañado, había escondido sus sentimientos de hombre, admitiendo que los tuviera, detrás de la dura máscara del tirano.

El final fue saludado con aplausos, no arrolladores ciertamente, pero tampoco fríos, si se tenía en cuenta que en aquel teatro habían sido puestas en escena las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides y que aquel público, a pesar de todo, era el mas exigente de todo el mundo.

En la conclusión de la festividad, y no sin cierta sorpresa del propio autor, la tragedia obtuvo el primer premio. Muchos dijeron que los participantes habían sido seleccionados entre poetas tan modestos que hasta un modesto poeta como Dionisio había podido ganar. Sea como fuere, Dionisio celebró la victoria con gran solemnidad y fasto, haciendo preparar un banquete suntuoso en un jardín al pie del Himeto, al que fueron invitadas las más altas personalidades de Atenas.

Poco antes de la cena, Filisto fue avisado de que había un correo con un mensaje urgente de Siracusa. Lo recibió personalmente intuyendo que la noticia que acababa de llegar estropearía la fiesta. No se equivocaba.

—El arsenal de Cartago no ardió —dijo el correo apenas Filisto le pidió que hablara.

—¿Qué significa que no ardió?

—Lamentablemente se ha tratado de un engaño. Los cartagineses son maestros en este tipo de cosas. Hubiéramos tenido que intuirlo.

—No es posible —repuso Filisto—. Nuestros informadores aseguraron que habían visto alzarse llamas y humo de la isla.

—Es muy cierto. Pero también esto formaba parte de la misma puesta en escena. Quemaron los viejos derrelictos desguazados mientras la escuadra propiamente dicha estaba escondida en varios puertos de atraque secretos a lo largo de la costa norte.

—Ve al grano. Es inútil andarse con rodeos. ¿Qué ha sucedido?

—El nuevo almirante cartaginés ha irrumpido en el puerto de Drepano al rayar el día con doscientas naves de combate. Los nuestros eran muy inferiores en número; han llevado las de perder.

Filisto despidió al correo y se quedó un rato meditando a solas sobre lo que convenía hacer. Al final decidió no decirle nada a Dionisio, por el momento, para no entristecerle. Se relajó en su sitio, comió y bebió tratando de parecer completamente a su gusto.

Esa misma noche, después de que los invitados se hubieran ido, hacia la hora del tercer turno de guardia, Dionisio se sintió indispuesto. Aksal corrió a despertar a Filisto.

—Amo enfermo.

—¿Qué dices, Aksal?

Filisto acudió precipitadamente y le encontró en un estado terrible: sacudido por convulsiones y conatos de vómito, empapado en sudor pero frío como el hielo, del color de la cera y con las uñas negras.

—Haz venir a su médico, Aksal, corre, está a tres manzanas de aquí, en dirección al ágora. ¡Corre, por todos los dioses! ¡Corre!

Mientras Aksal salía precipitadamente a la calle, Filisto trató de levantar a Dionisio para sentarlo y hacerle respirar; le secó la frente, le mojó los labios sedientos. El lecho olía a sudor y a orina.

Dionisio pareció por un momento recuperarse, recobrar un poco de fuerzas.

—Se acabó —murmuró—. Se acabó, amigo mío.

Filisto se sintió impresionado por aquella palabra que no oía desde hacía muchos años y le apretó con fuerza la mano.

—Pero ¿qué dices, heguemon, qué dices? Ahora viene el médico. Te recuperarás. Has bebido un poco demasiado, eso es todo. Ánimo, ya verás que…

Dionisio le interrumpió alzando cansinamente la mano en su habitual gesto imperioso.

—No, no me equivoco. La muerte es fría… ¿lo notas? ¡Qué burla del destino! Siempre he combatido en primera línea, he sido herido cinco veces y tengo que morir en una cama, meándome encima… como un hombre insignificante… No veré nunca el amanecer de la nueva era con la que he soñado toda mi vida… Sicilia… en el centro del mundo…

—En cambio, la verás. Volveremos a casa y terminaremos esta guerra, de una vez por todas. Vencerás… Vencerás, Dionisio, porque eres el más grande.

—No… No. He mandado a la muerte a todos los amigos que tenía: Dorisco… Biton… Yolao… y a mi querido Léptines. He derramado tanta sangre, por nada.

Se oyeron unos pasos solitarios en la calle. A Dionisio pareció iluminarse el rostro.

—Areté… —dijo aguzando el oído—. Areté… ¿eres tú?

Filisto bajó los ojos húmedos de lágrimas.

—Está aquí… —respondió—. Está aquí, viene donde estás tú.

Dionisio pareció encogerse en un estertor. Le oyó aún susurrar:

—Recuerda lo que me prometiste, Adiós, chaire…

—luego ya nada.

Al poco irrumpió el médico jadeante en la habitación junto con Aksal, pero era ya demasiado tarde. No pudo sino certificar la muerte.

Aksal se puso tenso al verlo. Su rostro se endureció en una máscara pétrea. Entonó un lúgubre lamento, el canto desgarrador de su gente que acompañaba el último viaje de los grandes guerreros. Luego enmudeció encerrándose en un impenetrable silencio. Montó la guardia armada ante sus restos, día y noche, sin probar la comida ni la bebida y ya no lo abandonó, ni siquiera cuando el féretro fue colocado en la nave que le traía de vuelta a la patria.

En Siracusa Filisto se encargó personalmente de las exequias. Hizo preparar una pira gigantesca en el patio de la fortaleza Euríalo, en lo alto de las Epípolas para que toda la ciudad viera ascender su alma en el torbellino de fuego y de pavesas que la llevaría hacia el cielo. El cuerpo, revestido de la más espléndida armadura, fue colocado en la pira enfrente del ejército formado y veinte mil guerreros de todas las naciones gritaron diez veces su nombre, mientras las llamas ascendían rugiendo hacia el cielo invernal.

Entrada la noche, Filisto, acompañado por Aksal, fue a recoger sus cenizas, y junto con él se dirigió al sepulcro de Areté y las unió a las de ella, en la urna.

Una vez que hubo llevado a cabo ese simple rito, se secó los ojos y se volvió hacia el guerrero celta, espantoso en su penosa flacura producida por la abstinencia, en el duelo que le hundía las facciones del rostro y le ennegrecía las ojeras.

—Ahora vuelve a tu alojamiento, Aksal —le dijo—, e interrumpe el ayuno. Tu amo ya no te necesita… Nosotros sí.

Se fueron y el sepulcro quedó vacío y silencioso.

Pero cuando el ruido de sus pasos se fue apagando del todo, se alzó de las tinieblas un canto solitario, el himno sobrecogedor que acompañó la primera noche de amor de Areté y Dionisio.

Y la última.