XXX

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Léptines y abrió.

Se encontró enfrente a Aristómaca, bellísima como cuando la había visto por última vez, pero más pálida. Necesitó un momento para recuperarse, como si hubiera sido fulminado por una aparición.

—Entra —le dijo.

Aristómaca se quitó el velo.

—Estoy contenta de verte. Ha sido una larga separación.

—También yo estoy contento de verte. En mis días de destierro, todos mis pensamientos eran para ti. Y ahora estas aquí…. no me lo hubiera esperado nunca. ¿Es él quien te manda?

—No. Le he pedido yo poder verte y me lo ha concedido.

Léptines no supo qué decir.

—Es un gesto generoso —dijo Aristómaca.

—¿Tú crees?

—¿Y tú qué crees?

—Quizá piense que puedas convencerme para que le ayude en la próxima guerra.

—Oh, no. No es eso. Eres libre de hacer lo que quieras. Se ha restablecido tu renta anual. Tus propiedades están intactas y bien mantenidas. Puedes optar por llevar una vida tranquila y nadie te culpará por ello. Él menos que nadie.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho.

—¿Habéis hablado de mí?

—Todos los días, desde que volviste. A veces… también antes. No ha querido admitirlo nunca, pero tu alejamiento ha sido el peor de los sufrimientos para él.

Léptines se pasó una mano por la frente.

—¿Y qué… qué os habéis dicho?

—Que eres la persona más importante que existe para él. Más que yo, más que sus hijos, más que su otra mujer.

—Simples palabras…

—Más que simples palabras. Sentimientos —replicó Aristómaca con un temblor en la voz.

—Un patrimonio valioso, el único por el que valga la pena estar en este mundo. Si pudiera, me gustaría convencerte de que eligieras una vida tranquila. No tienes ya responsabilidades de gobierno ni de mando. Has pagado un duro precio por tu decisión, tu valor y tu honestidad.

Léptines la miró largamente en silencio escuchando los latidos del corazón. No estaba habituado a emociones tan fuertes. Sentía, sin embargo, que aquellas exhortaciones, que sin embargo le eran dirigidas por la mujer a la que amaba, iban contra su inclinación natural. Respondió:

—Mucho me temo que una vida de este tipo no esté hecha para mí. Durante cinco años he permanecido en aquel peñasco azotado por el viento y contemplaba el mar, cada día. La inactividad es para mí un tormento insoportable. Ya tendré tiempo de descansar durante toda la eternidad cuando esté encerrado en una tumba. Le dirás a mi hermano que estoy dispuesto a empuñar la espada y a combatir por él, pero solo contra el viejo enemigo. Y solo para esto esperaré ser convocado.

Aristómaca le miró con ojos brillantes.

—Así pues, volverás a combatir.

—Si es necesario, sí.

—Rezaré a los dioses para que te protejan.

—Te lo agradezco, aunque no creo que a los dioses yo les importe gran cosa. Mucho más me protegerán tus pensamientos.

—Estos no te faltarán nunca, en cualquier momento del día y de la noche. Ha sido un gran consuelo volver a verte. Cuídate.

Le acarició la boca con un beso y se fue.

No volvió a verla más a solas.

Los preparativos duraron tres años, durante los cuales Dionisio extendió su hegemonía al mayor centro de la Liga italiana, Crotona, a pesar de que esta se hubiera aliado con los cartagineses. El empleo en masa de mercenarios celtas les había dado la victoria.

La alianza entre la Liga y la ciudad púnica en realidad no había resultado nunca operativa, porque Cartago se había visto afectada una vez más por la peste y había tenido que reprimir una nueva revuelta de los indígenas líbicos. Entre tanto Dionisio, para sanear las arcas exhaustas de su tesoro con miras a una nueva guerra y para dar un escarmiento a los piratas etruscos que avanzaban cada vez más hacia el sur, lanzó una incursión temeraria hasta el corazón del Tirreno, y un contingente de desembarco tomó y saqueó su santuario de Agylla, que los griegos llamaban, debido a su aspecto, «Las Torres».

La incursión le reportó más de mil talentos y la execración de los filósofos, que le tacharon una vez más de monstruo que no sentía respecto siquiera por los dioses.

Entretanto Filisto había firmado los nuevos tratados con Agrigento, Selinonte e Himera, incluyéndolas en la Gran Sicilia de Dionisio. El territorio cartaginés se había reducido al extremo del ángulo occidental de la isla, donde había algunas ciudades aún en poder púnico.

Léptines no había seguido a su hermano contra los etruscos como le había hecho comprender ya en su momento, pero se había preparado de todos modos para el enfrentamiento definitivo con el enemigo cartaginés. Cada día se entrenaba en la palestra con Aksal, durante horas, en la lucha, en el pugilato, con escudo y espada. Cuando los dos ocupaban el centro de la liza los presentes dejaban lo que estuvieran haciendo y se agrupaban en torno a la arena para asistir al enfrentamiento entre los dos titanes. El vibrar de los músculos, el brillo del sudor, los jadeos convulsos de las bocas abiertas de par en par hacían extraordinariamente realista aquel enfrentamiento al que solo le faltaba la sangre para ser del todo semejante a un duelo a muerte.

Cuando Dionisio volvió de Italia invitó a cenar a su hermano y a Filisto.

No había nadie más y el aparato era propio de un campamento militar: mesa de madera cepillada y sillas plegables.

—¿Has visto? La Liga italiana se había aliado con los cartagineses. Ellos no tienen ningún escrúpulo en establecer pactos con los bárbaros.

—No juegues con dados trucados; sabes perfectamente cómo están las cosas. Hay quien considera la libertad un bien supremo, mas grande que la comunión de sangre y de lengua. Y les comprendo.

Dionisio asintió gravemente.

—Pero has aceptado combatir conmigo en la próxima guerra.

—Sí.

—¿Puedo preguntarte por qué?

—No.

—Está bien. ¿Puedo fiarme de ti?

—Sí.

—¿Como… en los viejos tiempos?

Léptines agachó la cabeza. Había bastado aquella frase para desencadenar en él una oleada de recuerdos y de emociones tumultuosas. —Te he mantenido lejos, en el destierro, porque verte y pensar que habrías podido traicionarme habría sido un sufrimiento insoportable.

—¿Eres capaz aún de sufrir? —preguntó Léptines —Nunca lo hubiera dicho.

—Como cualquier ser humano, como cualquier mortal. Y ahora que me acerco al umbral de la vejez quisiera que todo volviera a ser entre nosotros como en otro tiempo.

—¿Y mi traición?

—He tenido tiempo de meditar… Todo requiere tiempo, pero el mío se reduce, día tras día. Quiero decirte una cosa: si fuera a morir, en la próxima guerra, tú serás mi sucesor y si quieres puedes casarte con Aristómaca. Ella no te dirá que no. Estoy seguro. Eres el mejor hombre que conozco. Hombres como tú siempre han escaseado y no creo que en el futuro haya más. Si caigo en combate, dispondrás que mis cenizas sean unidas a las de Areté. Prométemelo.

Filisto intercambio una mirada de inteligencia con Léptines. No le dio tiempo de levantarse, estrechó la cabeza de su hermano contra su pecho mientras él, un instante después, le abrazaba fuertemente, por la cintura.

Lloraron en silencio.

El primer desembarco cartaginés se produjo en el verano de aquel mismo año por obra de Magón, que partió de Palermo rumbo a Mesina Dionisio convocó a una reunión del alto mando y expuso su plan. La flota no se movería del puerto. Saldrían solo con las fuerzas de tierra para interceptar al ejército enemigo al norte y destruirlo. Los mercenarios celtas tendrían el centro a su mando directo, las milicias ciudadanas la derecha a las órdenes de Léptines, los mercenarios campanios y peloponesios la izquierda con sus comandantes de sección. La caballería permanecería en la reserva a fin de ser lanzada en un segundo momento para perseguir a los fugitivos.

El choque se produjo al cabo de diez días, en una localidad indígena del centro de la isla llamada Kabala; el arma secreta de Dionisio se reveló vencedora. El ver a unos guerreros celtas, gigantescos, de largas melenas blancas, los brazos y el pecho tatuados, sembró el pánico entre los adversarios y, cuando se produjo el impacto, su enorme potencia les hizo emprender una huida precipitada. Léptines lanzó a la derecha sus milicias mandándolas personalmente con un ímpetu imparable, favorecido por la pendiente favorable del terreno. Rodeó a los enemigos con una maniobra envolvente, haciéndolos amontonarse hacia el centro, y lo mismo hicieron los campanios y los peloponesios por la izquierda.

El ejército púnico fue aniquilado, los muertos fueron diez mil, entre ellos el comandante supremo, Magón; cinco mil fueron hechos prisioneros. Otros cinco mil, casi todos cartagineses, consiguieron hacerse fuertes tras una vieja muralla y atrincherarse durante la noche bajo el mando del hijo del general caído, un joven valiente que llevaba el nombre fatídico de Himilcón.

Antes de la puesta del sol mandaron una delegación para negociar la rendición, pero Dionisio, que se sentía ya invencible, impuso condiciones durísimas: el desalojo inmediato de toda Sicilia y el pago de los daños de guerra.

Los enviados de Himilcón hicieron saber que para una decisión de tal alcance debían mandar un correo a Palermo para entrevistarse con sus superiores y que al cabo de cuatro días darían una respuesta.

Entretanto pedían una tregua de cinco días.

Dionisio y Léptines, cubiertos aún de sangre y de sudor por la batalla, se retiraron a la tienda para celebrar consejo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Dionisio.

—Tenemos en nuestro poder a cinco mil de ellos, esto es cierto, pero has puesto unas exigencias que difícilmente pueden aceptar. Tratarán de ganar tiempo, y es lo que están haciendo. Cerremos el cerco en torno a la colina, así estaremos al abrigo de sus ardides. Dejaremos pasar solo al correo.

—Exacto. Hagámoslo así. Y ahora déjales entrar.

Los huéspedes escucharon los términos de la tregua, con visible satisfacción, luego se despidieron respetuosamente y regresaron a sus acuartelamientos.

Inmediatamente después Léptines mandó a la caballería y a los peloponesios con oficiales siracusanos a cerrar el cerco en torno a la colina y a encender fuegos por todas partes. El correo se presentó en uno de los puestos del bloqueo al anochecer y se le dejó pasar. Desapareció al galope en pocos instantes.

El resto de la noche y también el día siguiente transcurrieron tranquilos. De vez en cuando Léptines recibía despachos de los puestos de guardia de los que se deducía que no había novedad. Al tercer día, a eso del atardecer, comenzó a entrar en sospecha, al no haber regresado el correo y no parecerle verosímil que nada se moviera en lo alto de la colina. Tomó el mando de un grupo de infantería ligera y avanzó a pie hacia la cima, en disposición de abanico. A medida que subía comenzaba a abrirse paso en su mente un terrible presentimiento. Convencido ya de no equivocarse, lanzó a la carrera a sus hombres más allá de la muralla y luego llegó él mismo, jadeante, y estalló en una sarcástica carcajada: el lugar estaba desierto.

—¡Buscad por todas partes! —gritó—. ¡Mirad debajo de todas las piedras! No pueden haber desaparecido así como así. ¡Buscad, he dicho!

Llegó poco después también Dionisio y se quedó de piedra al ver el lugar desierto. Pálido, la mandíbula contraída, temblaba de rabia y de frustración.

Heguemon —gritó un soldado—. ¡Por este lado, rápido!

Léptines y Dionisio fueron hacia allí precipitadamente y se encontraron ante la entrada de una cueva, como había tantas en aquella región yerma, una cueva natural que descendía a las entrañas de la tierra, discurría por un recorrido de casi tres estadios y desembocaba en campo abierto por un orificio disimulado por una espesa maleza y por una maraña de zarzas. Manchas de sangre en las espinas y la hierba pisoteada no dejaban lugar a dudas.

—¡Maldita sea! —imprecó Dionisio—. ¡Persigámosles!

—Tienen ya demasiada ventaja y habrán andado a toda velocidad. No les cogeremos nunca. La suerte nos ha burlado privándonos de una victoria definitiva. Pero, en cualquier caso, les hemos vencido y podemos contentarnos. Volvamos atrás.

Tres días después fueron alcanzados por un correo cartaginés que les hizo saber el mensaje de Himilcón: lo sentía, pero tenía que rechazar las condiciones de la rendición.

—¡Me toma encima el pelo! —rugió Dionisio.

—Está en su derecho, me parece a mí —comentó filosóficamente Filisto, que había venido a su encuentro.

—¡Ah! ¡A tomar por culo! —imprecó Dionisio y espoleó a su caballo a toda velocidad.

Dionisio empleó el resto del año en prepararse para la reanudación de la guerra que sin duda, por lo que le referían sus informadores, los cartagineses pondrían en acción. En efecto, a comienzos del verano los ejércitos se pusieron de nuevo en movimiento.

Dionisio y Léptines, acompañados por Filisto, avanzaron desde el sur; Himilcón desde el norte. Tras estudiarse largamente y provocarse con escaramuzas y falsos ataques, tras haberse observado de lejos por medio de partidas de soldados de reconocimiento, los dos ejércitos se encontraron uno enfrente del otro en una localidad de la Sicilia occidental que los griegos llamaban Cronion. Dionisio se llevó la amarga sorpresa de ver que también los cartagineses se habían provisto de un sólido contingente de mercenarios celtas, probablemente enrolados en la misma Galia, o a través de sus bases en Liguria.

La batalla dio comienzo al final de la mañana y el ejército siracusano, al toque de las trompetas y al grito de la contraseña, se lanzó con gran fuerza al ataque, animado por el éxito obtenido el año anterior. En un primer momento el choque tuvo un resultado incierto, y cada uno de los dos ejércitos ora cedía, ora ganaba terreno, bajo el azote de un sol cegador. Hacia mediodía los celtas que Dionisio había alineado en el centro, debilitados por el bochorno, comenzaron a ceder terreno, dejando al descubierto el flanco del ala derecha donde Léptines se batía con increíble valor. Dionisio, dándose cuenta de lo que pasaba, gritó a su ayuda de campo que mandara refuerzos para dar cobertura a su hermano, pero ya los celtas y los baleares de Himilcón se habían incrustado a fondo en la brecha aislando casi por completo al ala derecha siracusana que se encontró así en aplastante inferioridad numérica.

Oculto por una multitud de enemigos, Léptines no perdió el ánimo; se arrojó en lo más encarnizado de la refriega rugiendo como un león, lanzando mortíferos mandobles, abatiendo a un enemigo tras otro mientras le sostuvieron las fuerzas, luego se desplomó traspasado en el pecho, el vientre, el cuello.

A su caída un grito de alegría se alzó de las filas enemigas y el desaliento cundió entre los siracusanos, que comenzaron a retroceder tratando de no descomponer las filas. Muy pronto, sin embargo, su retirada se transformó en fuga abierta. La noticia llegó casi enseguida también a Dionisio, que se sintió morir. Vio a sus hombres caer por todas partes; los enemigos que se habían lanzado en su persecución no perdonaban a nadie que se encontrasen. A punto estuvo casi de volver la espada contra sí mismo cuando llegó Aksal a caballo, gritando como una furia infernal y haciendo voltear una enorme segur. Segó la vida de todos aquellos que se encontró por delante y luego, inclinándose hacia el suelo del lado del caballo, aferró a su amo por un brazo, lo subió a la grupa y espoleó a gran velocidad hacia una altura situada a un estadio de distancia, donde había un puesto de observación de retaguardia defendido por Filisto en el que ondeaba un estandarte siracusano.

Una vez llegado allí, saltó a tierra, confió a Dionisio a los hombres de la exigua guarnición e hizo sonar su cuerno. El largo lamento resonó por el valle, voló sobre aquel matadero y llamó a reunión a los soldados dispersos.

Dionisio permaneció de pie bajo el estandarte durante horas recibiendo a sus hombres, dándoles ánimos, formándolos en cuadrado para la última defensa. Solo con la oscuridad cesó la matanza y en ese momento, extrañamente, oyó a las trompetas cartaginesas tocar a retirada y vio al ejército victorioso retroceder más allá del campo de batalla.

Solo entonces se abandonó y se desplomó al suelo, sin sentido.

Cuando volvió a abrir los ojos buscó a Aksal, pero nadie sabía dónde estaba. Filisto le hizo buscar por todas partes. Lo llamó a grandes voces batiendo el campo de alrededor, pero sin éxito.

Reapareció poco antes del alba, a pie, trastornado por el cansancio y cubierto de sangre, sosteniendo en los brazos el cadáver de Léptines.

Dos hombres corrieron a su encuentro y le ayudaron a depositarlo en tierra, delante del hermano petrificado, el cuerpo exánime del comandante.

Aksal se acercó a Dionisio diciendo:

—Cartagineses se van.

—¿Qué dices? —preguntó Filisto—. No es posible.

—Sí. Se van.

Era cierto. El ejército de Himilcón, tras haber logrado una aplastante victoria, inexplicablemente se retiraba.

Dionisio, entonces, ordenó levantar una pira y lavar y componer el cuerpo de su hermano. Luego le hizo rendir el último saludo por los guerreros formados.

Cuando su grito se apagó los despidió.

—Podéis iros —dijo con voz firme—. Dejadme solo.

Los soldados se pusieron en columna y emprendieron el camino de regreso. Solo un pequeño grupo, al mando de Filisto, se quedó a una cierta distancia para protegerle.

Dionisio entonces tomó una antorcha y la acercó a la pira. Contempló cómo el fuego lamía la leña y se alimentaba con las ramas secas, crepitando cada vez más fuerte hasta envolver el cuerpo del guerrero caído en un torbellino de llamas.

Filisto, que en un primer momento no se había atrevido a mirar, volvió la vista hacia el féretro que ardía en la oscuridad. A la reverberación de las llamas vio una sombra, un hombre postrado de rodillas, doblado, que sollozaba en el polvo.