Filisto pasó en Adria aún cinco años en unas condiciones anómalas desde muchos puntos de vista. El destierro le permitía casi una libertad absoluta. Lo único que le estaba prohibido era regresar a Siracusa. Aceptada esta limitación todo menos indolora, se dio cuenta de que, en realidad, Dionisio le había mandado a aquel lugar con una misión no declarada, a saber, ser el guía de la colonia siracusana que se estaba asentando en ella.
Entretanto, avanzaban los trabajos del gran canal que unía el brazo norte del Pado con la laguna de Adria; Filisto a menudo los supervisaba personalmente instalándose en el lugar de las obras durante días, a veces durante meses. Estaba más delgado y bronceado y parecía hasta rejuvenecido. Cuando la gran obra llegó a su fin y se levantaron las compuertas dejando fluir el agua, el espectáculo fue emocionante.
El canal encauzaba y conducía las aguas del gran río creando una vía que ponía en comunicación la ciudad con todas las vastas tierras del interior, ricas en toda clase de recursos naturales: ganado, pieles, trigo, madera y también vino, aceite y productos metalúrgicos procedentes de Etruria. Una obra de paz, finalmente, y de prosperidad. Los habitantes de Adria, agradecidos a su creador, le dedicaron una inscripción en el santuario local y llamaron al nuevo canal «Fosa filistina». Filisto, emocionado, pensó que quizá aquel nombre alcanzaría mayor fortuna a la hora de perpetuar su fama que sus obras históricas, de las que se ocupaba con asiduidad.
El asentamiento siracusano de Adria no fue el único. Se fundó otra colonia en un promontorio en forma de codo de la costa de poniente que recibió por ello el nombre de Ancona. En el ínterin, los celtas que habían quemado Roma ocho años antes se habían establecido definitivamente en el territorio de los umbros, próximos a la nueva colonia del promontorio, que pasó a ser la base para su alistamiento.
Un día de primavera atracó en Adria una nave de guerra, un trirreme que llevaba por nombre Aretusa, que Filisto había visto muchas veces anclado en la dársena del Lakios y que era utilizado ahora ya para misiones diplomáticas. Inmediatamente después se anunció una visita y se encontró enfrente a Aksal, el guardia de corps celta de Dionisio. Le habían salido algunos cabellos blancos, y había engordado un poco de cintura, pero eso hacía su presencia más imponente.
—¡Aksal! —le saludó—. Nunca me hubiera esperado verte por aquí. ¿Qué te trae a este lugar del fin del mundo?
—Amo quiere mis hermanos como mercenarios y dice que tú vienes conmigo para hacer acuerdo.
—La verdad es que no he recibido de él ninguna instrucción o mensaje al respecto y, por consiguiente, no me parece oportuno moverme. Pero creo que podrás apañártelas muy bien solo. Aunque tu griego no ha mejorado gran cosa, supongo que tu lengua la hablas muy bien.
Aksal insistió.
—Amo dice que si tú no quieres venir, te coja igual conmigo —y alargó dos manazas como las zarpas de un oso.
—Bueno, bueno —le calmó Filisto—. Me darás al menos tiempo para prepararme…
—Mañana nosotros partir.
—Comprendido. Pero tengo que encontrar a alguien a quien dejar en custodia mis libros, mis efectos personales…
—Cógelo todo —añadió Aksal.
A Filisto le dio un vuelco el corazón.
—¿Todo? ¿Qué significa? Explícate mejor, so bestia.
—Todas tus cosas. Tú no vuelves más a este agujero.
—¿No? ¿Y adónde me llevas, entonces?
—Esto Aksal no decir.
—Comprendido —respondió resignado Filisto.
No se atrevía a imaginar en su fuero interno la meta final de aquel viaje. Pensaba que Ancona sería un buen paso adelante. Debía de ser, en efecto, una ciudad en el verdadero sentido de la palabra.
Llegaron a destino al cabo de seis días; los primeros dos a lo largo de las lagunas, verdaderamente relajantes, los otros cuatro no precisamente tranquilos, debido a un viento de poniente que tendía siempre a empujarles hacia alta mar y hacía derivar a la no ya joven Aretusa de modo preocupante. Aksal, para quien sin embargo no era la primera experiencia de navegación, estaba más bien tenso y a menudo, ante un golpe más fuerte que los otros, emitía unos gritos guturales, tal vez para desahogar su agitación.
Ancona, en efecto, era una verdadera ciudad, desde todos los puntos de vista. Tenía un hermosísimo puerto al socaire del bóreas, con abrigos para las naves de carga y para las unidades de guerra, y una acrópolis imponente en lo alto de la montaña que dominaba el golfo. Allí Dionisio había hecho erigir un magnífico templo que se veía a gran distancia; bajo ella, el ágora con los soportales, que gravitaba sobre el puerto frecuentado por una gran cantidad de navíos. El mercado se presentó variopinto; había griegos de las colonias y de las metrópolis, picenos del interior con sus pintorescos trajes de lana bordada, umbros, etruscos y celtas, en gran número, tanto hombres como mujeres. Filisto se quedó impresionado por la belleza de las mujeres celtas: altas, de piernas esbeltas, abundante pecho, trenzas muy rubias que les llegaban hasta la cintura. Algunas llevaban los niños al cuello y compraban en los tenderetes pagando con muy buena moneda siracusana. Los hombres eran impresionantes: de estatura altísima, musculosos, exhibían el torques al cuello, vestían calzones de lana ceñidos a los tobillos, pero iban con el torso desnudo y llevaban largas espadas colgadas de unos bonitos cinturones de malla o de lámina repujada.
El lugar de reclutamiento era en un local del puerto donde se encontraban los intermediarios griegos que hablaban celta, pero sobre todo celtas que hablaban un griego no muy distinto del de Aksal. Filisto se sintió renacer: por fin respiraba de nuevo la atmósfera de una polís, aunque un tanto mestiza.
Al cabo de siete días firmó una veintena de enrolamientos y pagó los anticipos, luego la Aretusa volvió a poner rumbo hacia alta mar.
Filisto se quedó admirado de la presencia siracusana en aquella zona. Era evidente que, estando cerrados los mercados del mar oriental en poder de los cartagineses, el Adriático se convertía para Dionisio en una zona importante donde expandir tanto el comercio como los asentamientos coloniales.
Por el comandante de la nave supo otras interesantes noticias. La apertura de los nuevos mercados y la estabilidad de aquellos años estaban trayendo prosperidad en todos los dominios de Dionisio y sus mujeres habían dado a luz a otros hijos e hijas. A la última en nacer, una niña dada a luz por Aristómaca, le habían puesto por nombre Areté, por explícita voluntad del padre.
Al oír aquel nombre Filisto pensó que en el fondo de su corazón el tirano debía alimentar todavía algún sentimiento. También pensó en Aristómaca, obligada a darle hijos aunque amara a otro hombre, pero consideró que, después de todo, el tiempo cura muchas heridas y nos acostumbra a soportar con mayor valor las desventuras y las dificultades de la vida.
Un día Filisto reparó en que la nave viraba hacia levante y pensó que su destino final estaba en cualquier otro puesto avanzado perdido entre las infinitas islas y ensenadas de la costa ilírica, donde Siracusa estaba expandiéndose con otros asentamientos. Luego, de improviso, se le iluminó la mente: ¡Lissos! Tal vez se dirigían a Lissos.
Desembarcaron allí, en efecto, no sin algunos problemas, la noche del tercer día de su partida de Ancona. Poco después, ante la mirada burlona de Aksal, Filisto se encontró enfrente de un viejo, añorado, queridísimo amigo.
—¡Léptines! —gritó apenas verle.
—¡Filisto!
Se abrazaron estrechamente, con lágrimas en los ojos.
—¡Hijo de perra! —decía Filisto—. ¡Estás hecho aún un mozarrón! ¡Qué alegría verte, por Zeus, qué alegría!
—¡Eres tú, viejo sabiondo! —exclamó Léptines con voz trémula—. ¡Pero míralo, guapo como una puta de Éfeso! ¡El clima del Adriático te ha sentado de maravilla! ¿Dónde terminaste?
—En Adria, para ser concreto.
—Adria… ¿y dónde está eso? Filisto apuntó con el dedo al norte.
—Justo al fondo del golfo. Los mosquitos me comían vivo los primeros días, pero luego me dejaron en paz, 0 es que yo me acostumbré. Cuánto tiempo… ¡dioses, cuánto tiempo!
Se cogieron del brazo y caminaron a la luz dorada del ocaso por un bonito camino empedrado que llevaba a la pequeña ciudad, hasta que llegaron a la vivienda de Léptines: un pequeño edificio de piedra gris con un patio interior rodeado en tres de sus lados por un pórtico de columnas. En el centro se abría un pozo decorado con motivos florales.
—Estás bien instalado —comentó Filisto.
—No me quejo.
—En suma, tu hermano no te ha tratado demasiado mal.
—No —respondió Léptines más bien seco—. ¿Y tú? ¿Cómo lo has pasado?
—Podía moverme. He tenido responsabilidades de gobierno, en cierto sentido. En suma, vivía en una especie de libertad condicional. ¿Has visto qué se ha hecho de Aksal?
—No, no he prestado atención. Filisto se dio la vuelta.
—Pero si estaba detrás de mí… Sabes, tu hermano me encargó reclutar celtas en el mercado de Ancona. O mejor dicho, eso me contó Aksal. No he recibido de él, directamente, una sola palabra. ¿Y tú?
—Tampoco yo.
—Aksal me ordenó que embarcara todas mis cosas, porque no volveré ya a Adria. Quizá me han trasladado aquí. Me gusta el lugar. El clima, por lo que veo, es bueno, y no hay mosquitos. Podremos jugar alguna partida a los astrágalos, ir juntos a pasear. Sabes, ahora que me he acostumbrado a vivir al margen de la política, debo decir que no la hecho mucho de menos. Era un mundo de locos… ¿Y tú?
—¿Yo? —respondió Léptines—. ¡No sé!… —Y no dijo nada más.
—Ya —comentó Filisto—, tú eres un animal de combate. Debes sentirte como la Boubaris dentro de una jofaina.
—Más o menos —hubo de admitir Léptines—. Eres mi invitado —dijo para cambiar de conversación—. Tengo pescado para cenar. ¿Te apetece?
—¿Que si me apetece? Me comería un mendrugo con tal de estar en compañía de un viejo amigo.
Cenaron juntos, en el patiecillo interior, tumbados sobre los lechos para comer y con muchas mesas y esclavos a su servicio. Permanecieron despiertos hasta tarde tomando vino y recordando los viejos tiempos. Filisto, de todos modos, se dio cuenta de que Léptines no sabía casi nada de lo sucedido en Siracusa y en las metrópolis en aquellos años. Debía de haber sido mantenido en una especie de aislamiento.
—¿Te ha escrito tu hermano alguna vez? —preguntó en un momento determinado.
Léptines meneó la cabeza.
—¿Y te ha hecho llegar mensajes verbales?
—No.
—Comprendo. Pero, según tú, ¿me dejarán aquí?
—No tengo ni idea. Esperemos. A mí me gustaría.
Se retiraron entrada la noche y Filisto se quedó mirando la luna llena que iluminaba la rada y las pocas naves fondeadas. Un espectáculo maravilloso. También allí había un pedazo de tierra de Grecia. Habían levantado un templo, construido una plaza, un puerto, se difundía en las tierras del interior la lengua, las costumbres, la religión de los helenos.
Se despertó muy de mañana con los chillidos de las gaviotas y oyó al poco un cierto trasiego delante de la puerta de entrada. Fue a echar un vistazo y vio a Aksal.
—¿Qué sucede?
—Nosotros nos vamos —respondió el celta.
—Nosotros, ¿quiénes?
—Nosotros: Aksal, tú y el comandante Léptines.
—Por Zeus, no me digas que… ¿Y adónde vamos?
—A Siracusa. Nave parte con marea. Rápido.
Filisto corrió escalera abajo, jadeando, e irrumpió en el cuarto de Léptines.
—¡Nos vamos! —gritó.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Me lo ha dicho Aksal: ¡volvemos a casa, amigo mío, volvemos a casa!
A aquellas palabras, Léptines se quedó como anonadado, no sabía qué decir. Caminaba adelante y atrás por el cuarto, miraba afuera por la ventana.
—Debes darte prisa —dijo Filisto—. Aksal quiere zarpar con la marea.
—Aksal no se entera de nada. El puerto tiene tanto fondo que la marea nos trae sin cuidado. Tenemos todo el tiempo del mundo.
—Eh, pero ¿estás contento sí o no? Pones una cara…
—Oh, si, por supuesto… Pero estoy pensando en cuando me encuentre delante de él.
En el muelle no había nadie esperándoles y nadie pareció reconocerles cuando descendieron de la Aretusa, como si hubieran desembarcado unos fantasmas. Miraban alrededor maravillados de todos los cambios que veían: las construcciones, la gente. Todo parecía nuevo y distinto, y de algún modo les hacía sentirse extraños. De repente Léptines dirigió la mirada hacia la parte de los diques de reparación y no consiguió contener las lágrimas.
—¿Qué pasa? —preguntó Filisto, que había reparado en ello.
—Nada —respondió Léptines y se volvió a poner en camino pero Filisto miró a su vez en aquella dirección y vio a la Boubaris en desguace. Su enorme carcasa, todavía inconfundible por el mascarón de proa, parecía el esqueleto de un cetáceo calcinado por el sol.
Continuaron siguiendo a Aksal. El animado vocerío del puerto a la hora del atardecer era un zumbido de fondo nada más, a modo de una colmena.
La Ortigia.
El sobrio palacio de Dionisio había permanecido sin cambios, como las caras hoscas de sus mercenarios. Atravesaron el patio, subieron la escalera —siempre detrás de Aksal, que no decía esta boca es mía— y se encontraron enfrente de la sala de audiencias. La puerta estaba entornada y el celta les hizo una señal de que entrasen.
Dionisio estaba sentado en un taburete en un rincón y les daba la espalda. La silla en que recibía a las delegaciones extranjeras estaba vacía.
Se dio la vuelta al oír el ruido de la puerta al cerrarse y se puso en pie. Ninguno de los tres consiguió articular palabra y la sala pareció cien veces más grande de lo que era en realidad.
—Nos has mandado llamar… —dijo finalmente Filisto. Y habló como si hubieran venido a pie de un barrio cercano y no del confín del mundo después de años y años de separación.
—Sí —respondió Dionisio. Y siguió un interminable silencio.
—Nosotros…. quiero decir, tu hermano y yo, estamos contentos de que lo hayas hecho —dijo de nuevo Filisto. Trató de atenuar la atmósfera plúmbea con una frase ingeniosa—. La verdad es que me aburría en esa laguna, en medio de todos esos mosquitos.
—¿Y tú? —preguntó vuelto hacia Léptines.
Léptines mantenía la cabeza gacha, la vista en el suelo.
—¿Ni siquiera me saludas? —insistió.
Léptines se le acercó.
—Salve, Dionisio. Te encuentro bien.
—También tú tienes buen aspecto. No has estado demasiado mal.
—No. No mucho.
—Tengo necesidad de tu ayuda.
—¿De veras?
—Estoy preparando la última guerra contra los cartagineses. La última, ¿comprendes? Y te necesito a ti. Yolao murió.
—Me enteré. Pobre muchacho.
—Muchacho… Continuamos utilizando palabras de hace demasiado años.
—Cierto.
Filisto los miraba y sintió que algo se quebraba en su interior, la emoción le hacía subir las lágrimas al borde de los párpados. Percibía entre aquellos dos hombres marcados por una vida difícil y dura un sentimiento todavía intenso, tan poderoso como para romper todas las incrustaciones del rencor, de las sospechas, del miedo, de las razones del Estado, de la política, del poder. El sentimiento de una amistad intensa y dolorida, herida y ofendida, y por esto mismo, quizá, más profunda.
—¿Qué me respondes? —le apremió Dionisio.
—¿Qué esperas de mí? Me has tenido confinado en ese peñasco durante cinco años, sin decirme una sola palabra, sin ningún mensaje. Cinco años…
—Quizá sea mejor no remover el pasado —intervino Filisto, inoportunamente, y se calló enseguida al caer en la cuenta de haber dicho una tontería.
—No podía perdonarte lo que hiciste…
—Volvería a hacer lo mismo si me viera de nuevo en la misma situación —rebatió decidido Léptines—. Y por tanto puedes mandarme de vuelta también enseguida.
Dionisio suspiró. Se sentía dividido entre lo que quedaba de una ira lejana y la emoción de tener enfrente después de tanto tiempo al hombre más leal y generoso que hubiera conocido en la vida. Y aquel hombre era su hermano.
—Necesito que me ayudes —repitió Dionisio, y se le acercó un paso más.
Se miraban con fijeza a los ojos a muy corta distancia y ninguno de los dos bajaba la mirada. Filisto hubiera querido que la tierra le tragase.
—Que quede claro —respondió Léptines—. Has sido tú quien me ha hecho venir. No he sido yo quien ha pedido volver.
—Está bien —respondió Dionisio—. ¿Qué más?
La tensión era tal que Filisto sentía los estremecimientos bajo la piel, pero esta vez no profirió palabra.
—¡A! —exclamó Léptines—. ¡A tomar por culo!
Y se fue.
Dionisio esperó a que hubiera dado un portazo y repitió con una risa sarcástica.
—A tomar por culo…
—¿Tienes también necesidad de mí? —preguntó Filisto.
—Sí —respondió Dionisio—, siéntate. —Le alargó un taburete y le dirigió la palabra como si hubieran pasado pocas horas desde la última vez que se habían visto—. Escúchame bien. El tratado de paz con los cartagineses les reconocía el derecho a exigir tributos a Agrigento, Selinonte e Himera.
—Es muy cierto.
—Ahora estas ciudades me han mandado emisarios diciendo que están dispuestas a pasarse de nuestro lado si nosotros estamos dispuestos a darles protección. Sin embargo, me han dado a entender a las claras que no les interesa cambiar una sumisión por otra.
—Comprendo. ¿Y qué quieres que haga?
—Irás a ver a los gobernantes de esas ciudades y negociarás una fórmula de… anexión que respete su autonomía sin herir su dignidad. —¿Has comprendido bien?
—Muy bien —respondió Filisto.
—Es todo.
—¿Es todo? —repitió Filisto.
—¿Por qué? ¿Tenemos algo más que decirnos? Filisto agachó la cabeza.
—No —respondió—, supongo que no.
Salió y se encontró a Aksal esperando para llevarle a casa.
Cuando entró en ella vio que todo estaba en perfecto estado: las paredes recién pintadas, los muebles, los objetos de adorno, como si nunca se hubiera ido.
Se sentó, cogió una tablilla y un estilo, soltó un profundo suspiro y dijo:
—Pongámonos de nuevo al trabajo.
Léptines fue a verle algunos días después. Tenía una expresión sombría y estaba de un humor negro.
—¿Qué te esperabas? —dijo Filisto dejando sus mapas—. ¿Qué te echase los brazos al cuello?
—Ni en sueños.
—Y te equivocas, porque a su modo lo ha hecho. Te ha pedido que le ayudes; es como si se hubiera puesto de rodillas delante de ti.
—Porque se ha quedado solo como un perro. No puede fiarse de nadie.
—Precisamente. En teoría, no podría fiarse ni de nosotros siquiera. Cuando nos separamos, la situación no estaba nada clara.
—En tu caso, no en el mío.
—Es cierto. En efecto, estoy seguro de que sus sentimientos por ti no han cambiado en absoluto. En cuanto a mí, no creo que me perdone nunca, ¿y sabes por qué? Tú le has fallado con el corazón, yo con la mente. Pero le soy necesario. Soy el mejor en las negociaciones diplomáticas y el único que puede hacerle un buen trabajo. Pero a mí me basta. Me basta con estar cerca de él, lo admito.
—¿Y qué ha sido de lo que me dijiste, de esos planes de cambio en los que querías implicarme? ¿Ya no se piensa en ellos? ¿Va todo bien ahora?
Filisto suspiró.
—Los hombres de letras deberían mantenerse al margen de la acción. No están hechos para esto. Mi torpe intento fue un error garrafal y aún más tratar de implicarte a ti. Pero lo hice de buena fe, te lo juro. ¿Te has dado una vuelta por la ciudad? ¿Has visto cómo van las cosas? Aquí nadie piensa ya en la política. Los organismos administrativos funcionan bien, el Consejo de la ciudad puede decidir en muchos sectores de la economía, del orden público, del urbanismo, las fronteras están protegidas de manera férrea, la economía está fuerte, circula un montón de dinero. Siracusa es una gran potencia que trata de igual a igual a Atenas, a Esparta, incluso a Persia. No me había dado cuenta. Y él, dicen que ha mejorado incluso en composición poética. Un verdadero milagro, de ser cierto.
—Ha construido un sistema que funciona y los hechos le dan la razón. La época heroica es ya un simple recuerdo, amigo mío. Ahora estamos frente a un señor de mediana edad, demasiado severo con el hijo primogénito —que es cada vez más tímido y débil, me dicen—, antojadizo y a menudo intratable, y sin embargo capaz aún de concebir estrategias de increíble audacia. En el fondo, si quisiera, podría disfrutar tranquilo de la vejez; recibir a los embajadores extranjeros, hacer acto de presencia en las fiestas públicas y en las representaciones teatrales, ir de caza, criar perros. En cambio, prepara una expedición contra Cartago. La última, dice él. Tras la cual toda Sicilia será griega y se convertirá en el ombligo del mundo, en la nueva metrópolis. En el fondo, bien pensado, con su posición en el centro del mar, equidistante del Helesponto y de las Columnas de Hércules, es esta su vocación natural. La suya es una gran visión, ¿comprendes?
—Lamentablemente hay un problema de fondo que hace inútil toda la operación.
—¿Y qué sería? —preguntó Léptines.
—Simplemente que no habrá un segundo Dionisio. Todo descansa sobre él, como el cielo sobre los hombros de Atlas. El mejor de los tiranos no puede ser preferible a la peor de las democracias. El no es sustituible y cuando caiga, su construcción —por más grande y poderosa que pueda ser— caerá con él. Será solo cuestión de tiempo.
—Entonces —preguntó Léptines—, si es todo inútil, ¿por qué hemos vuelto?
—Porque nos ha llamado —respondió Filisto—. Y porque le queremos.