Filisto entró en el ala este del cuartel y se acercó a la puerta del alojamiento de Léptines, con dos mercenarios arcádicos de plantón.
—Abrid —ordenó—. Yo tengo el mando de la Ortigia en su ausencia y asumo toda responsabilidad. Abrid o llamaré a la guarnición.
Los dos se consultaron con la mirada, luego uno de ellos hizo correr el cerrojo y abrió la puerta dejándole entrar.
Léptines estaba tumbado en un camastro con la espalda apoyada en la pared, cruzados de brazos y la mirada clavada en la pared de enfrente. No dijo nada, ni se volvió. Tenía los ojos enrojecidos, los labios secos, la barba y el pelo sin cuidar.
—No puedes seguir así. Estás en un estado lastimoso.
Léptines no respondió.
—Sé lo que sientes y yo no estoy mejor que tú, pero abandonarte a este estado no aprovecha a nadie. Debes reaccionar. He reunido a la Compañía. Están indignados por el tratamiento que te ha dispensado tu hermano y me parece intuir que estarían dispuestos a…
Léptines pareció reaccionar. Se volvió lentamente hacia él y dijo:
—No debías haberlo hecho. No hay motivo. He desobedecido las órdenes y sufro las consecuencias.
—No estoy de acuerdo. Tenías tu razón y yo soy de tu misma opinión. Durante años y años le hemos seguido en su plan de crear una Sicilia enteramente griega Hemos tolerado acciones execrables, como la toma de Mesina y de Catania, con miras a un futuro de paz y de prosperidad, pero ahora él lleva abiertamente las hostilidades contra los griegos italianos, y esto es ya intolerable. Yo me he negado a negociar la alianza con los lucanios.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Léptines.
Filisto se le acercó, tomó un taburete y se sentó junto al camastro.
—Porque no me diste oportunidad de hacerlo. Quizá pensaba que te convencería defendiendo mi idea y no quería que ello sucediese. Encargó las negociaciones a hombres que le dicen siempre que sí y a ti te reveló solo parte de la verdad, poniéndote frente al hecho consumado. Te encontraste ante una horda de bárbaros que mataban a los griegos y reaccionaste como cualquier persona civilizada lo hubiera hecho. Por lo que pueda valer, cuentas con todo mi aprecio y mi amistad. Y no solo la mía… —Bajó la voz y prosiguió—: La gente está harta de estas guerras continuas, de ver a mercenarios extranjeros enriquecerse desmedidamente y obtener privilegios que ni siquiera a los ciudadanos les son concedidos. Él sigue pidiendo sacrificios en nombre de un futuro radiante que se aleja, en vez de acercarse, cada vez más. Cada día que pasa se vuelve más taciturno, suspicaz, intratable. Tiene un heredero y apenas si le mira las pocas veces que pasa un poco de tiempo en casa. Dice que el niño se pone a temblar apenas le ve, que es un pequeño cobarde. ¿Comprendes?
Léptines suspiró.
—Pensaba llevarme al niño conmigo al campo, enseñarle a criar las abejas y las gallinas. Quería llevarle a pescar, pero él es celoso, no quiere que su hijo se vea influido por nadie más que por los educadores que ha elegido para él. Gente sin cerebro ni corazón. Harán de él un pobre desgraciado que le temerá hasta a su propia sombra…
Filisto se sacó del bolsillo una manzana y la dejó sobre la mesita al lado del camastro de Léptines.
—Come. Algo de alimento tiene.
Léptines asintió y mordisqueó la fruta.
—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó entre bocado y bocado.
—Ha puesto cerco a Rhegion, pero la ciudad no cede. Yolao está regresando con una parte de la flota, él se ha quedado. Esto es lo que me han contado.
—Yolao es un buen soldado.
—Sí, y parece que Dionisio quiere confiarle también nuestra participación en los juegos de la Olimpíada de la próxima primavera.
—Me parece una buena idea.
—Pésima. Al menos para Yolao. Por la manera en que se está organizando nuestra participación. Nos cubriremos de ridículo. Además, los juegos Olímpicos son una fiesta panhelénica que tiene lugar precisamente mientras los persas vuelven a reclamar sus derechos sobre las ciudades griegas de Asia. Y nosotros nos presentamos con una alianza con los bárbaros contra una ciudad griega. ¿Te parece una buena cosa?
Léptines no supo qué responder.
—He tenido una reunión restringida con los jefes de la Compañía, como te he dicho —prosiguió Filisto—. Quisieran un cambio radical. Están cansados de esta situación de permanente incertidumbre, del clima reinante en la ciudad, de la imposibilidad de tener un intercambio de ideas con quien tiene el mando. Cualquiera que manifieste un punto de vista distinto al suyo pasa a ser enseguida un enemigo, un sospechoso al que hay que pisotear, vigilar, o incluso encarcelar. Muchos, en cambio, te ven a ti con simpatía. Lo que hiciste en Laos es visto como signo de una humanidad que tu hermano, en cambio, ha perdido.
Léptines tiró el corazón de la manzana y se volvió.
—No le traicionaré, si es esto lo que están tratando de proponerme.
Filisto agachó la cabeza.
—¿Piensas que yo soy un traidor?
—Eres un político, un literato, un filósofo, y lo propio de ti es estudiar diversas opciones. Yo soy un soldado; puedo no estar de acuerdo, puedo ser indisciplinado, pero mi lealtad no se discute.
—Pero aquí estamos hablando también de lealtad para con el pueblo. ¿No cuenta esta para ti? El poder de Dionisio solo se justifica si el pueblo se siente finalmente recompensado por tantos sacrificios, por tantas lágrimas y sangre.
Léptines no respondió.
Filisto se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir dijo:
—Hay una persona que quiere verte.
—No tengo muchas posibilidades de moverme.
—Es ella quien vendrá a verte a ti.
—¿Cuándo? —preguntó Léptines poniéndose en pie visiblemente emocionado.
—Esta misma noche, al segundo cambio de guardia. Aquí fuera habrá dos hombres que me son fieles y podrás estar tranquilo… Recuerda que también le quiero. No ha cambiado nada desde este punto de vista. Yo… estaría dispuesto aún a dar mi vida por él, si fuera necesario. Adiós, reflexiona sobre lo que te he dicho.
Se oyeron unos leves pasos, un hablar quedo, luego el ruido del descorrerse del cerrojo y la puerta se abrió.
Apareció una figura femenina con la cabeza y el rostro cubiertos por un velo.
Léptines tomó la lucerna de la pared y se la acercó al rostro.
—Aristómaca… —murmuró casi sin dar crédito a lo que veían sus ojos—. Eres tú.
La mujer se descubrió y mostró el rostro pálido, sus grandes ojos negros, la nariz perfecta.
—¿Qué has venido a hacer? Es peligroso, es…
—No me cabía en la cabeza que estuvieras aquí, solo, encerrado como un ladrón. Tú que has arriesgado la vida tantas veces, que has recibido tantas heridas, tú que siempre has estado a su lado…
—Es mi hermano, es mi comandante supremo.
—No es digno de ti. Se ha convertido en un ser inhumano, insensible. Lo único que le importa es conservar el poder. —Léptines se volvió hacia la pared como si quisiera rehuir aquellas palabras—. Un día me dijiste que me amabas… —murmuró Aristómaca.
—Éramos chavales… unos chiquillos.
—Yo decía la verdad y tú también. Yo no lo he olvidado nunca y tampoco tú.
—Eres la mujer de mi hermano.
—¿Es por esto por lo que me desprecias?
—No, te equivocas. Yo te respeto… casi te venero, como a una divinidad, como…
—A una infeliz. Acepté un matrimonio absurdo porque mi familia me lo impuso, por una cuestión simplemente de poder. He compartido el lecho de mi marido con otra. Ninguna mujer de condición libre, ni la más miserable, ha tenido que sufrir nunca una humillación semejante. Pero siempre he sentido tu mirada sobre mí. Cuando a veces estabas presente y también cuando estabas lejos… la mirada de un hombre bueno, valiente, que me habría amado y respetado.
—No ha sido posible, Aristómaca. La vida ha decidido que sea de otro modo y tenemos que aceptarlo, resignarnos.
—Pero yo te amo, Léptines, siempre te he amado desde que te vi por primera vez, con el pelo revuelto y las rodillas repeladas, liarte a puñetazos con los chavales de la Ortigia. Desde entonces eres mi héroe… Soñaba contigo para mi futuro, Léptines. Hubiera querido tener un hijo de ti, que se te pareciese, que tuviera la luz de tus ojos…
—Te lo ruego —la interrumpió Léptines—. No sigas. Sabes que es ya imposible.
Aristómaca guardó silencio durante unos instantes: parecía que no encontrara la manera o el valor de hablar.
—¿Qué ocurre? —la incitó Léptines.
—Habría una salida… Ya sé que parece una locura, pero… ¿Te ha dicho algo Filisto?
Léptines la miró con una expresión perpleja y escrutadora.
—Comenzó a hablarme de algo pero que no le dejé terminar, aunque tengo la impresión de que tú lo escuchaste todo. ¿De qué se trata?
—Son muchos en la ciudad quienes verían con buenos ojos que asumieras el poder. Y para mí sería la única esperanza de… ¿comprendes lo que quiero decir?
—Comprendo perfectamente —respondió Léptines—. Y lamentablemente no apruebo nada de lo que piensas, por más que te quiera. Créeme, es un locura. Acabaría todo en un baño de sangre, en un desastre. Yo no soy el hombre adecuado para este tipo de cosas. Nunca me sumaría a una conjura contra mi hermano. ¿Y sabes por qué? Porque una conjura acaba siempre con la eliminación física del adversario. ¿Me ves asesinando a mi hermano?
—No es verdad. Le salvarías la vida y le devolverías su humanidad.
—No. Una asonada se escapa fácilmente de las manos y es algo que hemos visto repetidas veces. Solo de pensar en la traición me repugna. De una cosa puedes estar segura: de mi amor, de mi devoción, de mi respeto. Daría cualquier cosa por tenerte, pero eso no, no puedo hacerlo. Y ahora vete… Vete antes de que alguien descubra que estás aquí.
Abrió la puerta y la cogió delicadamente por un brazo como para acompañarla, pero ella se volvió hacia él y le echó los brazos al cuello, llorando.
En aquel mismo momento se oyó el ruido del cerrojo que se descorría e inmediatamente después la figura de un hombre cubierto con la armadura se recortó en el hueco de la puerta: ¡Dionisio!
—Ella no ha hecho nada —dijo enseguida Léptines—. No le hagas ningún daño.
Dionisio le miró con una expresión de enojo, pero no pronuncio palabra. La luz de la linterna dividía en dos su rostro, hundía sus facciones y le marcaba de manera más profunda aún las arrugas de la frente. Hizo una indicación a uno de los guardias, que cogió a Aristómaca por un brazo y se la llevó. Con otra indicación, hizo cerrar la puerta.
Léptines empezó a aporrear la puerta gritando:
—¡Detente, escucha! ¡Escúchame, no te vayas!
No obtuvo más respuesta que el ruido de los pasos de las botas claveteadas de los mercenarios a lo largo del corredor.
Al día siguiente los dos guardias que habían permitido el paso a Aristómaca fueron ajusticiados en el patio de armas del cuartel, en presencia de la guarnición formada. Léptines fue sacado de su cuarto y conducido al puerto, donde fue embarcado en un tirreme.
El comandante de la nave era un miembro de la Compañía, un oficial llamado Arquelao a quien Léptines conocía bien.
—¿Adónde me lleváis? —le preguntó.
—No lo sé —respondió—. El destino me será comunicado por uno de mis hombres cuando estemos en alta mar. Pero no conoceré su identidad hasta ese momento. Lo siento, comandante.
La nave se hizo a la mar y puso rumbo hacia poniente.
Ese mismo día Filisto recibió la visita de Dionisio.
—Traicionado por mi hermano y por mi mejor amigo, el hombre a quien había confiado la custodia de mi familia y las llaves de mi fortaleza.
—Traicionado por ti mismo, Dionisio. Por tu ambición desmedida, por tu aventurerismo, por un egoísmo sin límites. ¿Cuánta gente ha muerto por ti, tratando de seguirte en tus locas empresas? No, yo no te he traicionado, Léptines es la primera de tus víctimas. Te quiere y te es de una lealtad ciega. En cuanto a Aristómaca, no ha habido entre ellos más que un ingenuo amor infantil. Léptines es un hombre íntegro, ni siquiera la ha rozado. Y ahora le mandas quién sabe adónde. Dime: va un sicario en esa nave, ¿verdad? Uno que tiene orden de asesinarle y de arrojarle al mar cuando estén tan lejos que su cuerpo no pueda ser traído a la orilla por la corriente y ser reconocido. ¿Es así?
Dionisio no respondió.
—Si así fuese, cometerías el más atroz de los delitos, un crimen monstruoso. Manda seguir a esa nave, ahora mismo, y trata de detener semejante atrocidad, si estás aún a tiempo. Por lo que a mi respecta, estaba solo tratando de salvarte de ti mismo, de la furia destructora que te posee como un demonio. No habría sido capaz nunca de hacerte daño. Es cierto, prometí seguirte hasta los mismísimos infiernos, pero imaginaba empresas gloriosas, no una carnicería incesante, una sangrienta, interminable secuencia de horrores.
—Calla la boca —dijo Dionisio—, no quiero oírte más.
—Y en cambio me oirás. ¿No te preguntas por qué tu mejor amigo no quiere seguirte en tu locura suicida? Ordena darme muerte también a mi si eso es lo que has decidido. No me importa. Pero ¿de quién podrás fiarte? Te queda Yolao, pero también él vacila, también a él le corroe la duda. Es el problema de quien, en tu posición, crea el vacío a su alrededor. No podrás ya contar con nadie, ni tendrás a un solo hombre en quien depositar tu confianza.
—Sí, yo quería evitarte esto, porque la soledad es el peor de los castigos. No sé qué destino me tienes reservado: lo sabré sin duda muy pronto. Pero desde hace ya tiempo nuestros caminos se han separado, Dionisio, desde que me negué a negociar una alianza con unos pueblos bárbaros contra ciudades griegas. Ahora, por desgracia, hemos llegado al punto extremo de nuestras diferencias. Tú tienes la fuerza, las armas, el poder, yo nada más que las palabras y ni siquiera ya estas, puesto que no tengo nada ya que decirte. El resultado de un enfrentamiento tan desigual se da por descontado. Solo una cosa te p ido: no busques otros culpables, porque no los hay. Castígame a mí, porque no hay nadie más a quien castigar.
—Lo haré —respondió Dionisio—. Adiós.
En cambio, muchos, sobre todo miembros de la Compañía, fueron buscados, interrogados y encarcelados. Algunos, se decía, asesinados en secreto. Esta vez, sin embargo, no hubo respuestas violentas. No se produjo, en apariencia, reacción alguna. Hubo quien pensó que también la Compañía temía a Dionisio, pero quien conocía bien a aquella sociedad sabía que difícilmente renunciaba a vengarse. Solo era una cuestión de tiempo.
Filisto, en cambio, se dio cuenta de que era vigilado, pero nada más. Hasta que una tarde un emisario del palacio de la Ortigia fue a decirle que se preparara para partir.
Le embarcaron al día siguiente en una nave mercante que llevaba un cargamento de vino y de aceite, al mando del mismo armador, un mercader al por mayor llamado Sosibio.
El viaje duró casi un mes y terminó en una remota localidad, en el punto extremo de uno de los cabos del golfo Adriático, dentro de una vasta laguna. Era la ciudad que daba nombre al golfo, Adria, un asentamiento de vénetos, al que se había añadido en el curso de los años una colonia de griegos, y a continuación una de etruscos. Era un lugar húmedo y bochornoso, rodeado de marismas e infestado de mosquitos incluso durante el día. Dionisio había instalado allí una colonia mercantil que intercambiaba productos agrícolas y metalúrgicos por ámbar y caballos de guerra.
Se instaló a Filisto en una casita no lejos del mar, en el barrio siracusano. No había soldados, pero estaba convencido de estar rodeado de espías e informadores, y que cada uno de sus movimientos estaría bajo estrecha vigilancia.
Los primeros tiempos fueron durísimos porque Adria estaba formada en gran parte de cabañas de madera y de paja, sin ninguna de las características que hacían amable a una ciudad griega. No había teatro, ni biblioteca, ni escuela ni porches, fuentes o monumentos de ningún tipo. También los santuarios eran míseros y desnudos, no muy distintos de las demás cabañas. El terreno, en efecto, era tan blando que no podía soportar el peso de construcciones de piedra. Cuando llegó el invierno, la situación empeoró aún más porque subía de las marismas circundantes y de la laguna una espesa niebla, que lo cubría y tragaba todo; reinaba una humedad que calaba hasta los huesos y producía a menudo dolores en las articulaciones.
Lo desolado del lugar, la incertidumbre sobre el mañana y la falta total y absoluta de noticias sobre la suerte de Léptines hicieron caer a Filisto en un estado de profundo abatimiento. Paseaba durante horas por la orilla del mar escuchando el melancólico reclamo de las gaviotas y pasaba noches de insomnio devanándose los sesos a causa de la soledad y la miseria a las que estaba condenado. A veces pensaba pedir perdón a Dionisio, implorarle para que le llamase de aquel aborrecido lugar en el confín del mundo, pero luego encontraba fuerzas para resistir, para apretar los dientes. Pensaba que un sabio no se doblega al poder, que debe encontrar en su fuerza mental la razón de su independencia y de su dignidad. Así consiguió pasar el período más riguroso del invierno y con la vuelta de la primavera comenzó a encontrar algún aspecto agradable en la tierra en que vivía. Empezó a merodear por el interior sin que nadie se lo impidiera y así se dio cuenta de que quizá Dionisio no le había encerrado en una prisión propiamente dicha. Le había infligido un destierro amargo, pero le había dejado una cierta libertad de movimientos.
Era una tierra muy distinta a Sicilia, baja y llana, rica en bosques y aguas; notó que la laguna era frecuentada por numerosos navíos procedentes sobre todo de Oriente, pero también de Occidente. Vio un gran río que los habitantes del lugar llamaban Pado y que según los griegos era el mítico Erídano.
Con el paso del tiempo, comenzaron también a llegar noticias: amigos de la Compañía que no le habían olvidado y que consiguieron hacerle llegar mensajes, siempre verbales.
Así se enteró de que Léptines no había sido asesinado, que había sido confinado en una islita de la costa ilírica llamada Lissos, donde Dionisio había establecido otra colonia.
A comienzos del verano siguiente volvió a Adria Sosibio, el mercader que le había conducido al destierro, y le trajo otras noticias.
—Nuestra participación en los juegos Olímpicos ha sido un rotundo fracaso. El pabellón siracusano era demasiado magnífico, demasiado lujoso —palos de apoyo dorados, tiendas de púrpura, cuerdas de lino egipcio— y la cosa impresionó enseguida a la sensibilidad de los griegos.
Filisto, que le había recibido en casa, le hizo acomodarse diciendo:
—¿Es posible que nadie le haya aconsejado? Los griegos de las metrópolis son presuntuosos, se creen poco menos que dioses. Y los atenienses, no digamos. Aman la belleza, pero sencilla; ¿es que nadie ha leído a Tucídides, por Zeus? Consideran una manifestación propia de bárbaros la exageración de cualquier tipo.
—Y esto no es todo —continuó Sosibio—. No ha ido mejor el certamen literario. Yo creo que a Dionisio le hubiera gustado participar en él para dar una imagen de sí de hombre refinado y sensible. Uno de los mejores actores disponibles recitó sus poemas, pero fueron recibidos con silbidos y con un coro de carcajadas, debido, dicen, a su escasa calidad.
Filisto no pudo dejar de sentir satisfacción ante aquella noticia.
—De haber estado yo a su lado —dijo—, esto no habría pasado. Le habría aconsejado que no participase, o bien le habría hecho escribir versos a un buen poeta. Lamentablemente, ahora está rodeado solo de aduladores, que seguramente habrán exagerado las cualidades de esas poesías y él debe de haberles creído.
—Algo por el estilo —admitió su interlocutor.
—¿Y las competiciones deportivas?
Sosibio soltó un suspiro.
—Un desastre… Nuestras dos cuadrigas chocaron entre sí en la carrera de carros, provocando un lío tremendo: tres aurigas perdieron la vida, dos quedaron inválidos para el resto de su vida. Y no terminó aquí la cosa: un gran orador ateniense, Lisias, pronunció un discurso público incitando a los griegos a derrocar al tirano de Siracusa, que se alió con los bárbaros para aniquilar a las ciudades griegas de Italia y que mantenía todavía el cerco a Rhegion, violando abiertamente la tregua sagrada que imponía la paz entre los griegos durante toda la duración de los juegos. El pabellón fue tomado incluso al asalto por la multitud que quería expulsar a los siracusanos del recinto olímpico. Y ahora —prosiguió— la noticia peor de todas: Yolao, que mandaba la expedición de vuelta, se encontró con una tempestad en el golfo de Taranto y se hundió con su nave.
—¿Ha… muerto? —preguntó Filisto.
Sosibio asintió.
Filisto lloró; perdía al último de los amigos que habían conocido los años dorados del ascenso de Dionisio y que, en el fondo, le había sido fiel hasta el final.
—¿Cuándo partes de nuevo? —preguntó finalmente al mercader.
—Dentro de tres días, tan pronto como haya completado la carga.
—¿Conseguirías hacer llegar un mensaje mío a Léptines? ¿Está aún en Lissos?
Sosibio se estremeció.
—Es demasiado peligroso. Pero si me entero de que alguien va para allí, podría hacerle saber que estás vivo y bien. ¿Te parece?
Filisto le dio las gracias.
—Te lo agradezco. Somos muy amigos y creo que le agradará tener noticias mias.
Se despidieron de nuevo tres días después, en el puerto. Sosibio estaba ya con un pie en la pasarela cuando volvió para atrás.
—He olvidado lo más interesante —dijo—. El asunto de Platón.
—¿Platón? —repitió Filisto poniendo unos ojos como platos—. ¿Te refieres al gran filósofo?
—A él precisamente. Estaba de visita en Italia esta primavera e hizo escala en Sicilia y luego también en Siracusa. Recibió varias invitaciones, como puedes imaginar, de los círculos más prestigiosos de la ciudad, creo que también por parte de alguna asociación de la Compañía. Comenzó diciendo primero que nuestro lujo era deplorable: la costumbre de comer tres veces al día, dormir con la mujer todas las noches, tener casas demasiado suntuosas. No contento con ello, en una conversación posterior se puso a hablar de los vicios, de la corrupción y de la depravación de las instituciones bajo la tiranía, puntualizando no obstante que aunque por el momento no sea posible evitar esta plaga, una vía alternativa sería que los filósofos educasen al sucesor del tirano con objeto de transformarle a su vez en un filósofo y hacer de él, por tanto, un digno mandatario. ¿Te das cuenta? Se proponía como preceptor del joven Dionisio.
—Hace falta valor —comentó Filisto.
—¿Valor? Pura locura, diría yo.
—Pero ellos dos, quiero decir Dionisio y Platón, ¿se han encontrado cara a cara?
—Ni en sueños. Cuando le contaron todas estas bonitas propuestas, Dionisio recomendó al capitán de la nave que le devolvía a Grecia que lo vendiera a los piratas.
—¡Por Heracles! —exclamó Filisto espantado—. ¿A los piratas?
—Así es. Sus discípulos tuvieron que rescatarle en un mercado de Egina, antes de que acabara quién sabe dónde.
Filisto no pudo evitar una mueca burlona al recordar una frase de Dionisio: «¡Los filósofos! Los evito como a las mierdas de los perros por la calle».
Sosibio partió y Filisto volvió a sus ocupaciones: la redacción de la historia de Sicilia, que le resultaba ahora particularmente difícil debido a la escasez de información.
En el transcurso del año siguiente recibió el encargo por parte de los adrienses, que le tenían ya en gran consideración, de emprender una gran obra: un canal que uniera el brazo más septentrional del Pado con su laguna, para hacer de él un centro de intercambio y de tránsito aún más rico y frecuentado. Y Filisto se puso manos a la obra.