El tratado de alianza que Filisto se había negado a negociar fue concertado de todas formas por un emisario mesinés de Dionisio y en el verano siguiente los lucanios lanzaron un duro ataque contra los thurios, una colonia griega resurgida medio siglo antes en el lugar en el que había sido destruida Síbaris. Entretanto Léptines había sido enviado con la flota al Tirreno por la zona de Laos. Dionisio, en efecto, le había dicho que sus tropas llegarían por levante a través de las montañas para atrapar en medio a las fuerzas de la Liga que habían invadido el territorio de la amiga Lócride.
Los thurios reaccionaron con gran determinación ante el ataque de los lucanios y cuando vieron que se retiraban hacia las montañas, en vez de esperar al grueso del ejército de la Liga, en camino desde Crotona, se lanzaron en su persecución.
Remontaron el valle del Carax hasta alcanzar la cresta de las montañas y, encontrando el camino expedito, descendieron por la otra vertiente en dirección a Laos, que se alzaba en la costa. Pero una vez que llegaron al pequeño llano entre los montes y el mar se encontraron con una amarga sorpresa. No tenían a los lucanios delante de ellos, sino más bien a sus espaldas. Eran decenas de miles, la fuerza entera de que disponían todas sus tribus, y descendían al valle gritando y enarbolando las armas. Los thurios se dieron cuenta de que habían caído en una trampa y formaron en cuadrado con la falange, preparándose para una resistencia a ultranza. Pero era tal la superioridad numérica del enemigo, que finalmente la batalla se transformó en una carnicería.
Un grupo de unos cuatro mil guerreros consiguió alcanzar lo alto de una colina, donde continuaron repeliendo los ataques de los bárbaros. Otros mil, completamente cercados en la playa y sin ninguna posibilidad ya de salvarse, vieron de improviso que aparecía a sus espaldas una flota griega y, tras desembarazarse de las armas, se arrojaron a nado hacia las naves.
No era la flota rhegiana, tal como esperaban, sino la siracusana, llegada puntualmente para cerrar la trampa también por mar. Pero a la vista de aquellos pobres desgraciados que sangraban y se debatían en el agua tratando desesperadamente de salvarse, Léptines tuvo un sobresalto. Se dio cuenta de que era un ejército bárbaro el que aniquilaba a los griegos de Thurii en la playa, rememoró por un momento la horrible escena de las tripulaciones cartaginesas delante de Catania que ensartaban a sus marineros mientras trataban de alcanzar a nado la costa y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Salvad a esos hombres! ¡Rápido!
Sus oficiales le miraron desconcertados.
—Pero, heguemon, son enemigos…
—¡Son griegos, por Heracles! ¡Salvadles, sacadles del agua, he dicho!
La orden fue transmitida a Yolao que comandaba el ala derecha y al resto de la escuadra, cuyos oficiales no tuvieron ya ninguna duda cuando vieron a la nave capitana izar a bordo a todos los supervivientes que encontraba.
Apenas puso el pie en la cubierta de la Boubaris, un oficial thurio pidió ver al comandante. Le condujeron a proa a presencia de Léptines.
Estaba desfigurado por los golpes recibidos y por el inmenso cansancio soportado. Temblaba por el esfuerzo y casi no conseguía articular palabra.
—Dadle ropas secas ordenó Léptines—. Moveos, por Heracles, ¿a qué esperáis?
—Heguemon… —consiguió decir el hombre a duras penas— ¿Qué harás de nosotros?
Léptines le miró y no tuvo ya dudas.
—Seréis tratados con la consideración que merecen los combatientes valerosos. Y seréis… entregados a vuestras familias.
El segundo oficial en la escala de mando le miró estupefacto; tenía la impresión de haber ido a parar al lugar equivocado y a una guerra equivocada. La voz de su comandante le hizo volver a la realidad.
—Y ahora vamos a tierra.
El segundo dio la orden y mientras las otras naves proseguían su labor de salvamento, la nave capitana se acercó a la playa hasta casi clavar el mascarón en la arena. Ya desde la proa de la nave Léptines pudo tener una panorámica casi completa del campo de batalla y se quedó trastornado. Delante de él se extendía la más espantosa carnicería que hubiera visto en la vida, una matanza de proporciones monstruosas. Los cadáveres yacían a montones por todas partes, la tierra estaba completamente empapada de sangre, que discurría en riachuelos que iban a enrojecer las aguas del mar. Diez, quizá quince mil hombres habían sido abatidos en el breve espacio de un estadio, entre las montañas y la playa, como animales en un matadero. La mayoría de ellos habían sido ya desvalijados y desnudados y mostraban las heridas recibidas y las mutilaciones. Muchos cuerpos habían sido despedazados para sacar más fácilmente las armaduras que eran ahora amontonadas por los lucanios a uno de los lados del campamento.
Léptines avanzaba en medio de aquel horror tambaleándose como en una pesadilla; veía los cuerpos efébicos de muchachos, poco más que adolescentes, y los recios y musculosos de hombres maduros, rígidos en la palidez de la muerte. Cabezas cortadas de barbudos veteranos ensartadas en las picas le miraban con ojos vidriosos, la boca abierta de par en par en una muda, grotesca carcajada. Y el zumbido de las moscas se oía por doquier, obsesivo y angustiante.
De golpe el eco de la batalla que aun arreciaba en lo alto de la colina pareció devolverle a la realidad y Léptines gritó a Yolao que se había quedado en su nave que le mandara al intérprete. Luego avanzó hacia el lugar en el que los jefes de tribu esperaban que el encuentro terminara por desencadenar otra matanza.
Se volvió hacia el que parecía el comandante en jefe.
—Soy Léptines, hermano de Dionisio, señor de Siracusa y vuestro aliado, y te pido que pongas fin a este combate. Has vencido ya —le dijo—. Deja que yo negocie la rendición de estos hombres.
—No —respondió el jefe—. Estamos en guerra desde hace mucho tiempo con esta gente que ha ocupado sin ningún derecho nuestro territorio. Queremos que desaparezcan, tenemos que exterminarlos.
—Será mucho mejor para ti que les perdones la vida. Estoy dispuesto a pagar un rescate por cada uno de ellos. Te doy… veinte dracmas de plata por cabeza, ¿te parece bien? Te doy treinta… una mina, sí, te doy una mina de plata por cada uno. ¿Aceptas?
Se había reunido con él entretanto su segundo que, apenas hubo oído aquella propuesta, le aferró por un brazo.
—Heguemon, pero ¿sabes cuánto te costará? Por lo menos ciento cincuenta talentos; es más de la mitad de lo que tenemos a bordo. Es el dinero que necesitamos para los gastos de guerra…
—Esto es un gasto de guerra —replicó Léptines; luego, vuelto hacia el intérprete, preguntó—: ¿Quieres pedirle a este cabrón que acepte mi oferta?, maldita sea.
El intérprete tradujo y el jefe asintió con aire grave, con dignidad, como si concediera un gran favor.
—¡Por fin! —exclamó Léptines—. Ahora dile que tengo que reunirme con los hombres de la colina.
El jefe gritó algo y la masa de los guerreros lucanios se detuvo, luego empezó lentamente a retroceder. Por último, se abrió para permitir el paso al almirante siracusano, que empezó a subir lentamente la pendiente hasta encontrarse delante de cuatro mil guerreros thurios, extenuados por el cansancio, heridos, jadeantes, sedientos, bañados en un sudor sanguinolento, que le miraban mudos y atónitos. Solo el chirriar ensordecedor de las cigarras se dejaba oír en aquel momento en la colina abrasada por el sol.
Léptines habló.
—Soy el navarca supremo de la flota siracusana y un enemigo vuestro, pero hasta ahora no sabía que a estos bárbaros se les había ordenado vuestro completo exterminio. El desastre se ha producido ya, la matanza se ha consumado. Pero aunque sea yo un enemigo, sigo siendo en cualquier caso un griego, hablo vuestra lengua y venero a vuestros mismos dioses y por consiguiente haré todo lo posible por salvaros. He ofrecido un rescate por vuestras vidas y, si os rendís, os doy mi palabra de que no se os hará daño alguno y seréis devueltos a las familias que os esperan. Vuestros compañeros que se habían arrojado a nado pensando que se dirigían hacia la flota rhegiana han sido recogidos y curados y, juntamente con vosotros, regresarán a vuestra ciudad.
Los hombres le miraron estupefactos, sin saber qué pensar. Algunos gritaron frases inconexas, incapaces ya de razonar, otros se dejaron caer de rodillas, otros estallaron incluso en un llanto incontenible.
—Arrojad las armas y seguidme —dijo Léptines—. No se os hará ningún daño. Si alguien os agrede, yo mismo daré orden a mis tropas de que os defiendan.
A aquellas palabras, uno tras otro, empezando por los de más edad, los guerreros de la colina arrojaron al suelo las espadas y los escudos y echaron a andar detrás de Léptines pasando por en medio de las filas de los bárbaros armados y excitados aún por la matanza.
Avanzaron en silencio, las miradas clavadas en el vacío, hasta que llegaron a la playa y se dejaron caer en el arenal.
El jefe de los lucanios los hizo contar uno por uno, luego subió a las naves para hacer el recuento de los demás e hizo la suma.
Léptines pagó sin pestañear ciento setenta talentos en monedas de plata, luego negoció personalmente la paz entre las tribus de aquellos bárbaros y los oficiales supervivientes de más alta graduación en representación de la ciudad de Thurii. También obtuvo para ellos el permiso de recoger a sus muertos y depositarlos en las piras.
Al atardecer volvió a subir a la Boubaris y ordenó poner proa al sur, en dirección a Mesina, donde le esperaba Dionisio y, quizá, la empresa más difícil de su vida.
Dionisio estaba ya enterado de todo y le recibió en el cuartel general en Mesina, dándole la espalda.
—Sé lo que piensas… —comenzó diciendo Léptines—, pero hubieras tenido que estar allí, tú no has visto esa carnicería, la extensión de cadáveres descuartizados y hechos pedazos, la sangre que enrojecía la tierra y el mar…
—¿Que yo no he visto carnicerías? —vociferó Dionisio volviéndose de golpe—. Toda la vida he estado en medio de matanzas. ¡Y también tú, por Zeus! No me digas que es la primera vez que ves sangre.
—¡Pero eran griegos, maldita sea! Griegos aniquilados por unos bárbaros que actuaban por nuestra cuenta. ¡Tú me hablaste de un acuerdo con los lucanios, de un apoyo estratégico, de acciones de acoso, no me dijiste que les habías dejado las manos libres para aniquilar a una ciudad entera!
—¡Basta! —gritó de nuevo más fuerte Dionisio—. ¡Basta, he dicho! Has llevado a cabo un acto gravísimo de rebelión. Has firmado una paz en contra de mi plan político y en contra de mi estrategia militar. Has dilapidado una suma enorme que había de servir para las operaciones de guerra. ¿Sabes qué significa esto? ¡Alta traición, insubordinación, connivencia con el enemigo en el campo de batalla!
Léptines agachó la cabeza como si se sintiera aplastado por la dura reacción de su hermano, como si la hubiera previsto. Cuando alzó los ojos y se topó con los de él, inyectados en sangre, vio el rostro enrojecido por la cólera, las venas del cuello hinchadas mientras gritaba otras acusaciones y otros insultos, le pareció tener delante a un extraño, a un ser cruel e inhumano. Esperó a que hubiera terminado y, mientras aquel jadeaba por la excitación incontrolable de la ira, replicó:
—Lo sé, y estoy dispuesto a asumir las consecuencias. Pero antes quiero decirte una cosa: cuando vi ese horror me acordé de repente de lo que es una ciudad griega, como si lo hubiera olvidado. No me refiero a Siracusa o a Selinonte o a Catania, a amigos o enemigos, me refiero a cualquier ciudad donde la gente desciende de unos pobres desgraciados obligados, hace muchos años, a emigrar para buscar un poco de fortuna en ultramar. Llegaron con nada más que sus vidas y sus esperanzas. No para construir imperios, sino solo un simulacro, a pequeña escala, de la patria natal; un lugar con un puerto para el comercio, una colina para los dioses, campos para el trigo y los olivos. Por cada una de aquellas ciudades que tuvo un futuro, muchas no lograron nacer nunca, por cada grupo que conquistó un puerto de arribada, muchos acabaron en el fondo del mar, en boca de los peces. Es cierto, hemos luchado muchas veces en guerras inútiles por estúpidas rivalidades, pero yo no permitiré más que unos salvajes aniquilen una ciudad griega por mi culpa. He hecho lo que he hecho porque lo he creído justo.
Dionisio le dio de nuevo la espalda y dijo:
—Desde este momento quedas destituido del mando de la flota y en arresto. Serás llevado a Siracusa y mantenido bajo custodia en tu aposento en el cuartel de la Ortigia, en espera de una decisión definitiva mía. Y ahora fuera de mi vista. No quiero verte más.
Léptines salió sin decir nada y apenas hubo cruzado el umbral encontró a dos guardias que le tomaron en custodia y le condujeron al puerto.
Pidió que le permitieran ver por última vez la Boubaris y le fue concedido. Se alejó de ella pasando la mano rugosa por la barandilla pulida del codaste desde el que había dirigido tantas batallas: la caricia del adiós para una amiga.
Los que estaban cerca de él vieron que tenía lágrimas en los ojos.
Dionisio confió a Yolao el mando de la flota y reanudó las operaciones como si nada hubiera pasado. Había reunido a un ejército imponente: veinte mil infantes, tres mil quinientos caballos, cincuenta naves de guerra de nuevo cuño fueron a añadirse a las otras ya fondeadas en el puerto de Mesina. Zarpó al primer viento de favor, desembarcó con sus tropas en la costa jónica de Italia, algo al norte de Rhegion, y emprendió la marcha hacia el norte.
Entretanto la Liga italiana había reunido a las fuerzas federadas y había confiado su mando a Héloris, el viejo aristócrata otrora padre adoptivo de Dionisio, ahora su más encarnizado adversario. Marcharon durante cinco días consecutivos hasta las riberas de un riachuelo llamado Eléporo, que discurría en medio de yermas colinas, abrasadas por el sol. Se detuvieron allí, pero Héloris quiso llegar más allá con la vanguardia, formada enteramente de jinetes ansiosos por entrar en contacto con el enemigo y quizá de intentar algún golpe de mano. Al hacer esto se alejaron casi dos estadios del grueso de las fuerzas de la Liga.
Los exploradores indígenas de Dionisio estaban ya apostados por todas partes, a pie y a caballo, escondidos entre la maleza o en el monte bajo de quejigos y de pinos, e indicaron inmediatamente la situación al mando.
Dionisio no esperó ni un momento y dirigió personalmente el ataque con tropas selectas, en rápidas oleadas sucesivas: arqueros, luego incursores y, por último, la infantería pesada de línea. Héloris y los suyos fueron arrollados y aniquilados antes de que la petición de socorro hubiera llegado al ejército que se disponía a acampar en la margen opuesta del río.
Los comandantes de las diferentes divisiones del ejército confederal decidieron entablar combate a cualquier precio, pero tuvieron que atacar sin sus generales y desmoralizados por la aniquilación de la vanguardia, por lo que fueron derrotados en un breve espacio de tiempo. Una buena parte de ellos, en torno a la mitad del ejército total, consiguió retirarse en orden cerrado y ganar la cima de una colina que miraba a la escasa corriente del Eléporo.
Dionisio la hizo rodear cerrando la entrada al río. No quedaba sino esperar; el sol abrasador y la falta absoluta de agua harían el resto. Yolao desembarcó antes de la puesta del sol, pidió que le dieran un caballo y se acercó a donde estaba el mando del ejército de tierra antes de que se pusiera el sol. Contempló el campo de batalla cubierto de muertos y la yerma colina en la que se habían atrincherado los supervivientes del ejército de la Liga italiana. Le pareció que el tiempo se había detenido. Se encontraba delante del mismo escenario que había visto ya junto con Léptines pocos días antes, en Laos.
Dionisio se dio cuenta de la impresión que le causaba aquella visión y dijo:
—Pareces trastornado; no es la primera vez que ves un campo de batalla.
—No, en efecto —respondió Yolao—. Es que he presenciado ya esta escena.
—Lo sé —respondió Dionisio.
—Me imagino que has tomado ya tu decisión.
—Así es.
Entró en aquel momento uno de los miembros de la guardia:
—Heguemon —dijo—, los italianos piden parlamentar. Están aquí fuera.
—Hazles pasar.
Cuatro oficiales crotoniatas entraron en la tienda y se acercaron a Dionisio, que les recibió de pie, señal de que el encuentro iba a ser breve.
—Hablad —dijo.
El de más edad de ellos, un hombre que frisaría en la sesentena, de rostro marcado por una profunda cicatriz, tomó la palabra.
—Estamos aquí para negociar un acuerdo. Somos diez mil, bien armados y en posición ventajosa y podemos aún…
Dionisio alzó la mano para interrumpirle.
—Mi punto de vista —dijo— es muy sencillo. No tenéis escapatoria en esa colina desnuda y yerma y tan pronto como salga el sol por el horizonte el bochorno se volverá insoportable. No tenéis agua ni comida. Y por tanto tampoco tenéis elección. Solo puedo aceptar por vuestra parte una rendición incondicional.
—¿Es tu última palabra? —preguntó el oficial.
—La última —respondió Dionisio.
El oficial asintió gravemente, luego hizo una seña a sus compañeros y se retiró.
Yolao inclinó la cabeza en silencio.
—Vete a dormir —le dijo Dionisio—, Mañana será una larga jornada.
El sol se alzó en un paisaje desolado iluminando el terreno alrededor del Eléporo atestado aún de cadáveres. Enjambres de moscas verdes zumbaban sobre los cuerpos ya rígidos por la muerte y el canto monótono de los grillos había cedido ya al estridente de las cigarras.
No corría ni un soplo de viento, y las rocas del lecho del río se calentaron muy pronto haciendo vibrar el aire y creando la ilusión de relucientes espejos de agua allí donde no había más que arena y piedras. En lo alto de la colina no se veía un solo árbol que diera un poco de sombra, ni un refugio donde buscar un poco de alivio a la llamarada despiadada del sol.
Se oían en medio del bochorno del mediodía los graznidos de los cuervos que venían a darse un banquete en aquel campo de muerte y más hacia allá, en las ramas de los árboles, se veían posarse ya grandes buitres de alas blancas y negras y de largo cuello lampiño.
En la parte baja, dentro del pabellón del campamento, Dionisio estaba sentado leyendo los informes de sus informadores y esperaba. Un siervo le abanicaba con un flabelo y le ponía agua en una copa y en la jofaina en la que se refrescaba de vez en cuando las muñecas.
Yolao, a escasa distancia, estaba sentado inmóvil a la sombra de un lentisco.
Pasó así gran parte de la jornada sin que nada sucediera. Luego, hacia media tarde, se vio que algo estaba pasando en la cima de la colina. Llegó el eco de unas voces, gritos quizá, luego un grupo de hombres desarmados empezó a descender hacia el valle en dirección al pabellón. Eran los mismos a los que Dionisio había recibido el día antes y venían a ofrecer una rendición incondicional de sus tropas.
—Me alegró de que hayáis tomado la decisión acertada —respondió Dionisio.
—Invocamos tu clemencia —comenzó diciendo el hombre de la cicatriz en la mejilla—. Hoy la fortuna está de tu parte, pero un día podrías encontrarte en nuestras mismas condiciones y..
Dionisio le interrumpió, con su habitual gesto de la mano.
—Dirás a tus hombres que son libres de volver a sus casas sin pagar ningún rescate y sin temer ningún peligro por mi parte. Lo único que p ido es un tratado de paz con nosotros, firmado por las autoridades de la Liga italiana.
El hombre le miró estupefacto sin conseguir comprender lo que estaba pasando.
—¿Puedes garantizarme que la Liga firmará?
—Puedo garantizarlo —respondió el oficial.
—Entonces, podéis iros. Volved a Thurii y no volváis a tomar las armas contra mí.
El oficial no supo qué responder. Permaneció en silencio buscando en la mirada del hombre que tenía enfrente una explicación de un comportamiento que contrastaba completamente con todo lo que había oído decir sobre él.
—Vamos —repitió Dionisio—. Ya me encargaré yo de vuestros muertos.
Y se despidió.
Pasaron armados en medio de los soldados siracusanos formados y con las lanzas bajas, en señal de saludo.
Diez días después los thurios mandaron a Dionisio el tratado firmado y una corona de oro.
Yolao la cogió en sus manos.
—Una muestra de gratitud. Sucede raramente. La clemencia es el don más grande de un jefe, sobre todo cuando ha vencido, y este obsequio es el reconocimiento de ello.
Dionisio no respondió. Parecía concentrado en la lectura del documento que la Liga le había enviado. Yolao esperó a que hubiera terminado y continuó hablando.
—¿De veras no puedes comprender a Léptines? Tú has hecho lo mismo y estoy seguro de que le comprendes. Si presenciar esta matanza te ha inducido a la clemencia, ¿no puedes comprendes a tu hermano?
Dionisio dejó el rollo con el tratado encima de la mesa y respondió:
—Con este gesto me he asegurado la neutralidad de la Liga, si no su amistad. Tengo, por tanto, las manos libres para tomar Rhegion, que ahora está completamente aislada.
Yolao no pudo disimular su desilusión.
—¿Qué te creías? —le preguntó Dionisio—. ¿Que renunciaba a mi plan por razones sentimentales? ¿Es posible que me conozcas tan poco?
—Pocos te conocen mejor que yo, pero es difícil resignarse a la idea de que lo que siempre he amado en ti ya no exista.
—El tiempo cambia a cualquiera —respondió Dionisio con débil voz—. Por otra parte, habrías podido rechazar este cargo. En cambio, lo aceptaste y ahora ocupas el puesto de Léptines.
—Es cierto; soy el comandante supremo de la flota, pero hay una razón…
—Por supuesto. También tú quieres el poder y sabes que puedes tenerlo solo si se consolida el mío. Si yo cayera, todos vosotros me seguiríais en mi ruina. Por lo que es mejor defenderme, sin dejarse llevar demasiado por inútiles nostalgias.
—Hay una parte de verdad en lo que dices —respondió Yolao— y sin embargo no es esta la razón. Olvidas que siempre he sido capaz de encontrar dentro de mí buenas razones para vivir, razones aprendidas de mis maestros y de las que nunca he renegado.
Dionisio le miró con una expresión escrutadora.
—La razón por la que he aceptado este cargo —prosiguió Yolao— no es que tú me lo pidieras. Es porque me lo pidió Léptines.
No esperó respuesta. Salió de la tienda y cabalgó hasta el mar, en donde le esperaba la Boubaris, lista para zarpar.