La muerte de Himilcón y la extensión de la peste por África desencadenaron la revuelta de los pueblos sometidos a Cartago, los líbicos y los mauros del interior, y la ciudad tuvo que emplear sus energías restantes en garantizar su propia supervivencia.
Dionisio tuvo las manos libres en Sicilia. Ocupó la costa norte de la isla hasta tomar Solunto, antigua fundación cartaginesa a escasa distancia de Palermo, y consolidó su autoridad sobre los sículos. Pero se dio cuenta de que para hacer realidad su proyecto de una Sicilia enteramente griega, situada en el centro del mar y de las tierras, los recursos de los que disponía eran insuficientes. Primero tenía que ampliar sus dominios, crear el gran Estado griego de Occidente que anhelaba desde hacía tiempo: un dominio personal que tuviera en Siracusa su eje y se extendiera hasta el istmo de la Escila, el tramo en que la península de enfrente de Sicilia es más angosto, entre el Jónico y el Tirreno. De este modo tendría el control del estrecho, la vía marítima por la que habían llegado a menudo las amenazas más peligrosas.
El nudo gordiano era Rhegion, tan próxima que desde Mesina se podían ver los templos y, de noche, las luces. La ciudad siempre le había sido hostil. Acogía a Héloris —el padre adoptivo que le había repudiado y que desde hacía años era su enemigo acérrimo— y a todos los caballeros desterrados. Los viejos aristócratas habían criado a sus hijos en el odio más feroz contra el tirano que había privado a Siracusa de la libertad y a ellos de la patria. No dejaban pasar una oportunidad para hacer la propaganda más negativa contra él y difundir las calumnias más vergonzosas, trufadas de anécdotas infamantes, lo cual a Dionisio le traía sin cuidado; él proseguía con los preparativos de guerra, de acuerdo con los aliados italianos de Lócride, con los que le unían vínculos de familia.
Antes de marchar contra Rhegion había que llevar a cabo una última empresa: la conquista de Tauromenio, el formidable «Baluarte del Toro» bajo dominio de los sículos aliados de Cartago. La consideraban una especie de sacrarium de su nación, protegida como estaba por una posición casi inaccesible en lo alto de una eminencia rocosa. Desde ahí se dominaba el camino de la costa que unía Siracusa con Mesina y el estrecho; y también se veían las espantosas convulsiones del Etna durante sus erupciones, o bien, en las tranquilas puestas de sol invernales, teñirse la cima inmaculada del volcán de rojo antes de la caída de la tarde.
Dionisio intentó un ataque nocturno, en pleno invierno, cuando más arreciaba una tempestad de nieve. Escaló la peña con sus incursores por el lado en que era más pendiente la pared y por esto menos vigilada estaba, conduciendo personalmente a sus tropas.
En un primer momento la empresa tuvo éxito, pero apenas los sículos se dieron cuenta de la invasión, acudieron en masa entablando un feroz cuerpo a cuerpo con los asaltantes, que se encontraron al cabo de poco en condiciones de clara inferioridad.
Dionisio, que se batía a la cabeza de sus hombres, fue herido y solo la potencia de Aksal le salvó de la muerte. El gigantesco celta decapitó al adversario de un solo hachazo, arrojó su cabeza en medio de los enemigos atónitos e inmediatamente después les atacó con furia salvaje, rugiendo como una fiera y matando a un gran número de ellos. De este modo Dionisio pudo ser levantado y llevado atrás hacia el recinto amurallado. Yolao mandó la retirada, concentrando en formación compacta a sus hombres en el punto por el que habían entrado.
Aksal bajó con una cuerda a su señor malherido, mientras otros guerreros descendían para recibirlo en la primera explanada que se abría a lo largo de la peña. Consiguieron salvarlo, pero perdieron a muchos compañeros en el precipitado descenso, bajo la lluvia de pedruscos y de toda clase de proyectiles que los sículos lanzaban desde las murallas.
Entretanto Cartago no había olvidado la humillación sufrida y no bien se hubo recuperado de la peste alistó a mercenarios ibéricos y baleares, sardos y sicanos y aplastó en pocos meses la resistencia de los líbicos reduciéndolos de nuevo a la obediencia. Luego confió al almirante Magón la tarea de responder a la arrogancia siracusana.
Los medios eran escasos y la flota de dimensiones bastante reducidas, pero a pesar de ello Magón consiguió avanzar sin ser molestado hasta Cefalodión. Desde allí se dirigió al sur, hacia el interior, en dirección a Agira en la que reinaba un tirano local, amigo de Siracusa. Dionisio fue a su encuentro con el ejército y lo repelió por dos veces en enfrentamientos parciales. Pero cuando su Estado Mayor y los aliados le incitaron a dar el golpe de gracia, él se negó a ello, considerando que era ya el vencedor y que no valía la pena exponer las fuerzas en un ataque frontal. Pensaba ya en la expedición contra Rhegion y no quería perder ni a un hombre siquiera en un choque que consideraba inútil, uno de los mil episodios estúpidos de enfrentamiento con los cartagineses que no resolvería nada.
Pero los suyos se indignaron por esta conducta abandonista, al no soportar la idea de ser considerados unos cobardes por los bárbaros, y, como eran en gran parte tropas de ciudadanos, decidieron regresar a sus hogares dejándolo solo.
Yolao les siguió para mantener el control de la situación, que podía precipitarse de un momento a otro en ausencia del Jefe supremo, mientras que Filisto y Léptines se quedaron con Dionisio al mando de su guardia personal y de un contingente de mercenarios peloponenses.
Consiguieron regresar sin problemas, pero Dionisio estuvo ansioso hasta el último momento , aterrorizado ante la idea de que en su ausencia la ciudad se alzase y las tropas de ciudadanos ocupasen la Ortigia. No sucedió nada de ello y fue casi un milagro.
Magón, por su parte, se consideró satisfecho por haberle inducido a retirarse y regresó con el ejército a los límites de la provincia cartaginesa. Desde allí envió una embajada proponiendo la paz.
Dionisio devolvería Solunto y los otros centros del norte que había conquistado recientemente y a cambio Magón le reconocería el dominio sobre los sículos, incluidos los de Tauromenio. Las condiciones convenían a ambos y se firmó la paz.
Con la paz volvió a florecer el comercio, el tráfico marítimo y el flujo de mercancías desde el Ponto Euxino hasta el golfo Adriático, desde Hispania hasta África, desde Grecia hasta la Galia, Asia, Egipto. Los dos puertos de Siracusa hervían de navíos procedentes de todas partes del mundo, de artesanos y de mercaderes, de obreros y de estibadores que descargaban maderas de Italia, hierro de Etruria, cobre de Chipre, papiro de Egipto, laserpicio de Cirene. Y cargaban para la exportación: trigo, aceite de oliva, manufacturas de todo género, caballos, armas.
Dionisio se curó de su herida y se acordó de la fuerza y del valor de Aksal.
—Si tuviéramos algunos millares de mercenarios como él –dijo en una ocasión a Filisto—, nadie podría frenarnos. Deben de ser combatientes indomables.
—Cuidado —respondió Filisto—, podrían convertirse también en una amenaza. Se está efectuando una invasión en el norte. Lo he sabido por nuestros informadores vénetos llegados de Adria con una carga de ámbar. Son muchas tribus, que vienen del otro lado de los Alpes con sus familias detrás de ellos. Una verdadera emigración. Han entablado un durísimo enfrentamiento con los etruscos entre los Apeninos y el Po y estos han pedido ayuda a sus hermanos que viven en la patria de origen, entre el Arno y el Tíber.
—Si son todos como Aksal, los etruscos no tienen ninguna esperanza de repelerlos —observó Dionisio.
El pretexto para la intervención contra Rhegion lo brindó una escaramuza por cuestiones fronterizas entre la ciudad del estrecho y Lócride, que no tardó en convertirse en una guerra declarado. Doris, la esposa locria, pareció enseguida preocupada porque en su patria tenía muchas personas que le eran queridas.
—Tu ciudad no tiene nada que temer —la tranquilizó Dionisio—.Es más, al final de la guerra será mas gran de y más rica aún. Quien es amigo mío sabe que solo puede recibir de mí beneficios.
—Entonces recuerda, apenas hayas desembarcado en mi ciudad, ofrecer un sacrificio a nuestro héroe nacional, Áyax Oileo.
—Así lo haré, aunque no creo que vuestro Ayax venga a sacarme de ningún apuro si me veo en dificultades.
—No es cierto. ¿Sabías que los locrios dejan siempre un espacio vació en primera línea para que él ocupe su puesto en la batalla?
Dionisio sonrió y pareció mirar durante un instante con curiosidad los movimientos de su hijo que jugaba con un caballito de madera.
—¿De veras? —dijo distraídamente—. No lo sabía.
—Pues sí. Hace más de siglo y medio los nuestros libraron una batalla tremenda contra los de Crotona, cerca del río Sagra. El comandante crotoniata, al ver la brecha abierta en nuestra primera línea, se lanzó por ella para romper nuestra formación, pero fue herido por un arma invisible y llevado enseguida a la retaguardia. La herida, pese a los cuidados de los médicos, que la habían cauterizado varias veces, no cicatrizaba, es más, emanaba un hedor insoportable, produciéndole unos dolores desgarradores. Se decidió consultar al oráculo de Delfos, que dio esta respuesta:
"La lanza de un héroe ha infligido la herida,
solo la lanza de un héroe la curará."
—Los sacerdotes, interpretando el vaticinio, dijeron que él debía dirigirse al pantano Meótide, en la ribera norte del Ponto Euxino, donde, en una isla, se conservaba la lanza de Aquiles. El comandante crotoníata emprendió un largísimo viaje y, una vez llegado a dicho santuario en los confines del mundo, aplicó a la herida la herrumbre de la lanza del héroe y se curó al deshacerse el encantamiento.
—Es una historia hermosísima —comentó Dionisio—. Debes contársela a nuestro hijo.
—¿Me llevas contigo? —preguntó Doris.
—Ni pensarlo. El niño es pequeño, necesita de ti, y la guerra es la guerra. Quizá en otra ocasión, cuando todo haya terminado, cuando se inicie un largo período de paz y de prosperidad, te lleve a Lócride. Haremos construir una casa muy bonita y pasaremos allí alguna temporada de vez en cuando.
—¿Hablas en serio? —preguntó la muchacha—. ¿E iremos tú y yo solos?
Dionisio frunció el ceño.
—Sabes que no debes hablar así. Aristómaca debe ser para ti como una hermana. Es más, deberías ser tú quien pidiera llevarla con nosotros.
—He intentado ser su amiga. Compartí incluso la cama con vosotros, la primera noche, ¿recuerdas? Y lo habría hecho de nuevo, pero ella es celosa, siempre está melancólica… incluso ahora que tiene hijos. No sé cómo puedes soportarla…
—¡Ya basta! —la interrumpió con brusquedad Dionisio—. Ya sé cómo acaba todo esto. Conténtate con tu situación, que cualquier otra mujer envidiaría, y no pidas más.
Doris se dirigió a la doncella.
—Es tarde, mete al niño en la cama. Y tú, pequeñín, dale un beso a tu padre.
El niño besó tímidamente a su padre sin soltar la mano de la nodriza, que se lo llevó con ella.
—¿Duermes conmigo esta noche? —preguntó Doris apenas hubieren salido.
—Ya sabes que hoy he de estar con Aristómaca.
—Pero Aristómaca tiene el período, mientras que yo no.
—No se te escapa nada.
—No hace falta mucho. Basta con saberlo una vez y luego llevar la cuenta.
Mientras decía aquellas palabras, se soltó las fíbulas del vestido quedando desnuda delante de él. El cuerpo de Doris resplandecía de la armonía de formas que le confería la plenitud de su feminidad.
—Eres terrible… —dijo Dionisio recorriendo con la mirada el cuerpo sensual de su esposa, la piel blanquísima en la que las lámparas reflejaban una halo dorado.
Ella se le acercó y le abrazó, acercando los pechos al rostro de él.
Dionisio la besó con ardor y la arrastró a la cama.
—Pero luego —dijo con una risa sarcástica— iré a dormir con Aristómaca.
—¡Los celtas han expugnado Roma! —exclamó Filisto entrando casi a la carrera en la residencia de Dionisio.
—¿Qué?
—Así es, los romanos trataron de hacerles frente, pero apenas verlos les entró tal espanto que pusieron pies en polvoroso. Muchos se arrojaron al río, otros huyeron a una ciudad próxima, aliada suya.
—¿Cómo lo has sabido?
—Lo han contado unos mercaderes etruscos de Climas, que a su vez lo han sabido por sus compatriotas de Tarquinia. Ha sido un desastre. La ciudad ha sido saqueada, y los senadores que decidieron quedarse han muerto. Ha resistido la acrópolis, por breve tiempo, pero luego tuvieron que capitular y pagar un gran rescate para lograr la libertad.
Dionisio se dirigió a Aksal.
—¿Has oído lo que han hecho tus hermanos? Han quemado una de las ciudades etruscas más poderosas del Tirreno.
—Nadie puede resistírsenos —comentó lacónico el celta.
—También yo comienzo a creerlo. Es más, quisiera mandarte un día a verles, junto con Filisto, para proponerles combatir a mi servicio.
—Si tú mandas, Aksal va.
—Bien. Pero ¡por Zeus, hace años que voy diciendo que le enseñes un poco griego a esta criatura!
—El hecho es —respondió Filisto— que ningún maestro ha aguantado más de unos minutos. Mucho me temo que tendrás que aceptarlo tal como es. En el fondo no te sirve para fines literarios, sino que necesitas un energúmeno que haga el vacío en torno a ti. Y él es perfecto para esto, me parece a mí.
—¿Qué se sabe de esos celtas? —preguntó Dionisio—. Me hablaste ya de ellos, pero supongo que ahora se sabe alguna cosa más.
—No mucho: viven en el Norte, subdivididos en tribus sometidas a jefes. Según unos, serían los hiperbóreos de quienes nos hablan los mitos. Según otros, serían descendientes de un tal Gálata, engendrado por Heracles a su regreso de Hispania con los bueyes de Gerión.
—Fábulas… —comentó Dionisio.
—Viven en aldeas fortificadas, veneran a Apolo, a Ares y a Hefesto como nosotros, practican sacrificios humanos, son fieles a la palabra dada, dicen siempre la verdad…
—Son bárbaros, en suma —concluyó Dionisio.
—¿Qué te esperabas? Tienes un espécimen desde hace ya años.
—Para lo que tengo en mente, cuanto más bárbaros, mejor. Pero quisiera que comenzases a meditar sobre una cosa… Si nunca consigo enrolar a un buen número de ellos, deberás descubrir si no hay en el mito alguna versión que los vincule con Sicilia.
—Creo que no.
—Entonces, inventarás una. La gente que se traslada a tierras extranjeras necesita descubrir algo familiar.
—Estos celtas son un elemento de inestabilidad y han avanzado ya mucho hacia el sur. Mantente en guardia.
—No habrá nada ni nadie capaz de amenazarnos cuando haya llevado a cabo mi plan, cuando haya levantado una muralla del jónico al Tirreno y mi flota domine de forma indiscutible el estrecho, cuando Siracusa sea la ciudad más grande del mundo y los poderosos de la tierra tengan que rendirnos cuentas y disputarse nuestra amistad.
—Y ahora atacarás a Rhegion.
—Han atacado a mis aliados y parientes locrios…
—A una sugerencia tuya.
—No cambia de lo esencial.
—Espero que hayas considerado que Rhegion forma parte de la Liga que reúne a gran parte de los griegos de Italia. Si una ciudad es atacada, las otras están obligadas a acudir en su ayuda.
—Lo sé. Y también sé cómo actuar. Entretanto, tú te quedarás aquí y asumirás el mando de la fortaleza de la Ortigia.
Filisto asintió con un leve cabeceo, casi incómodo por el honor que se le hacía.
—Léptines tendrá como siempre el mando supremo de la flota. ¿Sabes dónde está ahora?
—¿Dónde quieres que esté? En su Boubaris haciendo sacar brillo a las chumaceras, al mascarón de proa, al figurón, a la espiga del mastelero. Si tuviese mujer, no la querría sin duda más que a esa nave.
—Entonces, hazle saber que seré su invitado durante todas las operaciones en el mar.
Dionisio se presentó delante de Rhegion hacia finales de verano de aquel año con una armada poderosa: veinte mil hombres, mil caballos y ciento veinte naves de combate, entre ellas treinta Penteras.
Desembarcó al este de la ciudad y se dedicó a saquear y a devastar su territorio. Pero la respuesta de la Liga no tardó en hacerse esperar. Sesenta naves que habían zarpado de Crotona entraron en el estrecho para ir en ayuda de la ciudad amenazada, pero Léptines vigilaba y cayó sobre la escuadra en navegación con toda su flota.
Los crotoniatas, viendo la aplastante superioridad del enemigo trataron de escapar a tierra y de varar las naves para protegerlas, ayudados enseguida por los rhegianos, que hicieron una enérgica salida en su socorro.
Léptines se aproximó hasta casi tocar el fondo con las quillas, hizo lanzar unos arpones y trató de remolcar a alta mar a las naves crotoniatas. Comenzó un extraño tiro con cabos entre las tripulaciones crotoniatas que desde tierra trataban de retener a sus naves, anclándolas en el suelo con cabos y estacas, y los siracusanos, que trataban de arrastrarlas al mar a fuerza de remos.
La grotesca contienda se vio interrumpida por el estallido de una tempestad, anunciada por una imprevista ráfaga de bóreas que cogió de través a los cascos siracusanos haciéndolos girar de forma temible. Léptines dio la señal de soltarlo todo y de alcanzar el puerto de Mesina pero el viento se volvía más fuerte por momentos, las olas se agigantaban hirviendo de espuma y en lontananza se oía el bramido amenazador del trueno. Los comandantes ordenaron arriar velas y desarbolar, pero no pocas naves se vieron sorprendidas con el velamen al viento y se dieron la vuelta. A los náufragos no les quedó otra opción que nadar hacia la costa italiana, donde fueron capturados al punto y encarcelados por los rhegianos.
El resto de la flota luchó duramente con la borrasca durante horas y horas. La Boubaris consiguió entrar en el puerto de Mesina en último lugar, solo a medianoche, con muchos remos rotos y las bodegas anegadas.
Se había perdido una oportunidad y Dionisio regresó a Siracusa, furioso por la humillación sufrida.
Durante bastante tiempo permaneció encerrado en su cuartel de la Ortigia, inaccesible incluso para los amigos más íntimos que, por su parte, evitaban importunarle, esperando que pasara la tormenta.
Luego, un día, convocó a Filisto.
—Te necesito —comenzó diciendo apenas hubo entrado.
Filisto le miró de soslayo. Estaba lleno de ojeras, señal de insomnio, y tenía un color de la tez terroso.
—Aquí me tienes —respondió.
—Debes partir para una misión diplomática. Debes estipular una alianza para mí.
—¿Con quién?
—Con los lucanios. He de doblegar a Rhegion y también a la Liga italiana, si fuera necesario. Y mi intención es dejar cerrado todo esto dentro de este año. El próximo serán los Juegos Olímpicos y quiero haber llevado a cabo mi proyecto y presentarme como…
—¿Los lucanios? —le interrumpió Filisto—. ¿He oído bien? ¿Quieres aliarte con los bárbaros contra una ciudad griega? Pero ¿te das cuenta de lo que estás diciendo?
—Me doy perfecta cuenta. Y no me vengas con esas tonterías nacionalistas. Los espartanos se aliaron con los persas contra los atenienses con tal de ganar la gran guerra y los rhegianos en una ocasión se aliaron con los cartagineses contra nosotros en tiempos de Gelón…
—Pero cuando los persas quisieron imponer su dominio sobre las ciudades griegas de Asia, el rey Agesilao de Esparta desembarcó en Anatolia y les atacó contundentemente… Pero esto tiene una importancia relativa. Es tu cambio lo que resulta terrible, lo que me produce amargura y pesar. ¿Qué se ha hecho del joven héroe que conocía? ¿Del campeón de los pobres contra los aristócratas? ¿Del combatiente intrépido, del defensor de los helenos, del enemigo implacable de los cartagineses? ¿Y del vengador de Selinonte y de Himera?
—¡Aquí le tienes, delante de ti! —gritó Dionisio—. ¿Acaso no he luchado contra los bárbaros hasta hace pocos meses? ¿No se resiente aún mi cuerpo de las heridas recibidas en Tauromenio? ¿Acaso no he servido a mi patria? ¿No la he hecho más grande y poderosa, temida y respetada? Los atenienses nos hacen la corte, y también los espartanos; somos envidiados por nuestra riqueza y nuestro poderío. Y ¿quién ha llevado a cabo esto? Responde, ¡por Zeus! ¿Quién ha llevado a cabo todo esto?
—Tú, por supuesto, pero también tu hermano Léptines, que ha arriesgado su vida mil veces para cumplir tus órdenes, y también Yolao, que no te ha abandonado nunca y ha creído siempre en ti, y Dorisco, asesinado en su tienda, y Biton, asesinado en Motia, y también yo. ¡Sí! Yo juré seguirte hasta los mismísimos infiernos, si fuera preciso. Pero no me pidas esto, Dionisio, no me pidas que estipule una alianza con los bárbaros contra los griegos. Es algo que va contra mí, y contra todo aquello en lo que creo. Y va también contra ti, ¿no comprendes? Tu autocracia es ya un escándalo para los griegos. Hasta ahora ha sido tolerada porque aparecías como un campeón del helenismo contra los bárbaros. Pero, si te alías con los lucanios para atacar Rhegion y a la Liga italiana, te cubrirán de infamia, te escupirán a la cara, serás representado como un monstruo.
—¡Sea! No necesito su consideración para nada.
—En cambio, sí que la necesitas. ¡Nadie puede vivir sin el aprecio de sus propios semejantes, recuérdalo!
Dionisio, que estaba midiendo a grandes pasos el suelo de la sala de armas, se detuvo de golpe en el centro de la estancia, mirando fijamente a Filisto con los ojos en blanco.
—Puedo seguir adelante perfectamente incluso solo. Lo importante es vencer. Si tengo éxito, seré aclamado porque todos tendrán necesidad de mí. Y venceré, con o sin tu ayuda. Espero una respuesta.
—Sin ella —respondió Filisto—. Vencerás, si puedes, sin mi ayuda.
—Muy bien. Así sé con quién puedo contar. Adiós.
Filisto agachó la cabeza, luego le miró durante un instante con una expresión de pena.
—Adiós, Dionisio —respondió.
Y se dirigió hacia la puerta.
—Espera.
Filisto se volvió como esperando que algo pudiera suceder aún.
—Léptines no debe saber nada, por el momento. ¿Puedo contar con tu palabra?
—¿Con mi palabra? Tú no crees desde hace ya tiempo ni en la palabra de honor ni en los juramentos.
—En los de los amigos, sí —respondió atenuando la voz.
—Cuenta con mi palabra —respondió Filisto, y se fue.