XXV

Léptines lo había dispuesto todo de antemano en la medida de lo posible a fin de llevar la empresa nocturna a buen término; habían sido desplazadas en el mar algunas barcas a intervalos de un estadio una de otra que llevaban a bordo oficiales de marina disfrazados de pescadores ocupados en pescar con fanal. Apenas la embarcación más exterior vio las siluetas de las naves cartaginesas, mandó una señal y la flota siracusana se desplegó en abanico con la proa mirando al mar y con viento de popa. Otra señal luminosa de la nave capitana y se inició el ataque.

Los cartagineses estaban tan seguros de tener enfrente a unidades amigas llegadas para escoltarlas a puerto que cuando se dieron cuenta de la verdad no les dio tiempo siquiera a reaccionar. Cada uno de sus trirremes fue abordado por dos naves siracusanas e invadida por cientos de incursores. Muchos de los soldados embarcados estaban incluso durmiendo cuando se encontraron con las espadas de los enemigos en el gaznate.

Los combatientes que trataron de resistir fueron asesinados, los otros simplemente desarmados; las naves fueron remolcadas a la rada y, el botín, riquísimo, descargado y puesto bajo custodia.

Dionisio, que esperaba en el muelle, fue al encuentro personalmente de su hermano y le abrazó.

—¡Un buen trabajo, por Zeus! Tenía necesidad de una victoria, aunque fuera pequeña; ¡mañana serás saludado como un héroe!

—¿Pequeña? —replicó Léptines—. Espera y verás; no estamos ni a mitad de la operación.

—¿Qué dices?

Filisto llegó jadeante aún con la camisola de dormir.

—¿Qué pasa aquí? Hubierais podido avisarme de que…

—Himilcón espera a sus naves para esta noche, ¿no? —dijo Léptines.

—En efecto… —respondió Dionisio.

—Y las tendrá. —Se volvió hacia los oficiales que tenía alrededor—. Que cada uno cambie sus propias armas y ropas con las de los prisioneros, los remeros se trasladarán a las naves cartaginesas; ¡dispuestos a zarpar cuanto antes!

—Brillante —comentó Filisto—, absolutamente brillante: un plan digno de un gran estratega.

—Iré contigo —dijo Dionisio.

—Mejor que no —repuso Léptines—. Es una empresa en cualquier caso muy arriesgada. Uno de nosotros dos es suficiente, es mejor que tú te quedes en la ciudad. Además, tienes familia, mientras que yo no tengo a nadie. Hasta ahora ha ido todo bien, ¿no? Deja que me ocupe yo de ello.

Dionisio le miró fijamente a los ojos.

—Te habría matado en Catania…

—Lo sé.

—Y habría cometido un gran error. A veces me pregunto quién es realmente el mejor de nosotros.

—Yo evidentemente —repuso Léptines—. ¡Dame la contraseña, bastardo!

—¡A tomar por culo el mundo entero! —dijo riendo Dionisio.

—¡A tomar por culo! —repitió Léptines y saltó sobre la cubierta de una nave cartaginesa.

Filisto se conmovió al ver aquella ruda despedida, porque sabía que los sentimientos más profundos del ánimo de Dionisio estaban aún vivos bajo la costra del poder que se endurecía cada día que pasaba. Continuaba esperando, o quizá haciéndose ilusiones, que el hombre se impondría finalmente al tirano.

La escuadra salió del Lakios y viró a derecha, manteniéndose en la medida de lo posible al abrigo de la Ortigia, hasta que se encontró exactamente enfrente del Plemmirion, del lado opuesto al Puerto Grande. Dobló de nuevo a derecha hacia el Daskon, donde brillaban las luces del cuerpo de guardia cartaginés y se podían distinguir las unidades encargadas de la vigilancia.

Los vigías saludaron a las enseñas de Tanit en las naves que desfilaban y recibieron en respuesta un saludo en su lengua. Un oficial cartaginés había sido convencido, con una espada apuntada en los riñones, de que los tranquilizara con el sonido familiar de su voz. Ahora la pequeña flota era libre de moverse y Léptines la condujo hacia el fondo de la rada, donde cabeceaban ancladas unas cincuenta naves de guerra.

El ataque fue tan rápido como violento: una decena de embarcaciones fueron hundidas con los espolones, inmóviles como estaban, al primer golpe; a las otras se les prendió fuego con una lluvia de flechas incendiarias.

Una segunda lluvia de dardos inflamados se abatió sobre las tiendas y sobre los depósitos, mientras por todas partes se dejaban oír gritos y el sonido prolongado de los cuernos daba afanosamente la alarma.

La confusión era tal que Léptines consiguió sujetar a una media docena de naves enemigas y remolcarlas fuera de la bahía. Al amanecer su escuadra entró triunfalmente en el puerto Lakios recibida por una multitud en fiesta.

Léptines se sintió renacer en el abrazo de la multitud y en el de su hermano Dionisio, pero luego su mirada se alzó hacia el muro de la fortaleza y en los glacis de la torre vio una delgada figura femenina. Le pareció que agitaba un brazo para saludar y pensó para sus adentros que era Aristómaca, tan diminuta por la distancia, lejana e inalcanzable.

Envalentonada por el éxito, la marina siracusana al mando de Léptines se lanzó a una serie de ataques, hundiendo numerosas embarcaciones de carga y no pocas naves de guerra. Los cartagineses, furibundos por las pérdidas sufridas, decidieron hacer salir de su escondite a su escurridizo adversario del Lakios y destruir sus bases con un asalto enérgico.

Esta vez también Dionisio se embarcó en la Boubaris y en la furiosa refriega que siguió se vio a los dos hermanos batirse uno al lado del otro con increíble valor, mandando al abordaje a las tropas de asalto como cuando tenían veinte años.

Con el apoyo de las catapultas alineadas en dos promontorios que cerraban la entrada al puerto, a la flota siracusana le fue fácil moverse en el espacio restringido de Lakios e infligió grandes pérdidas al enemigo obligándole finalmente a retirarse. Una decena de naves fueron capturadas y reparadas, de modo que la fuerza disponible llegó a las cincuenta unidades.

En tierra, la caballería no se quedó a la zaga y llevó a cabo decenas de misiones de acoso, atacando a las patrullas cartaginesas que merodeaban por los campos en busca de víveres y de forraje, aniquilando a los destacamentos militares que batían el territorio y llegando a menudo a amenazar a los mismos puestos avanzados de Himilcón en la llanura del Anapo.

Pasó así, entre continuas escaramuzas, la primavera y llegó el verano: abrasador, húmedo y bochornoso.

Y con el verano estalló la peste en el campamento cartaginés. Los muertos eran arrojados en las ciénagas con una piedra atada a los tobillos; de este modo el contagio se multiplicaba aún más, a través de las venas ocultas del agua.

La sofocante canícula había secado muchos pozos también intramuros, pero la fuente Aretusa seguía manando cristalina y pura. Filisto recordó las palabras de Yolao, cuando dijo que allí estaba la salvación de la ciudad, e hizo promulgar la orden de beber solamente del agua de la fuente sagrada hasta que terminara la guerra y volviesen las lluvias.

En las interminables jornadas castigadas por un sol de justicia, Dionisio se sorprendió a menudo pensando en la muchacha salvaje que vivía en el valle de altos precipicios en las fuentes del Anapo y en el día en que había hecho el amor con ella en la orilla del manantial, desnudo y feliz. Se preguntaba si estaría todavía viva y si se acordaría de él.

Ni la esposa italiana siempre inclinada a entregarse para obtener algo, astuta administradora de su belleza, ni la siracusana, a menudo melancólica y hermética, le habían dado nunca tanto placer. Tampoco el nacimiento de sus hijos, Hiparinos y Niseo, había hecho desaparecer del rostro de Aristómaca el velo de tristeza que casi siempre lo ensombrecía.

Desde hacía ya tiempo Dionisio rehuía los encuentros ocasionales con mujeres desconocidas por temor a poner en riesgo su salud, y espaciaba también las relaciones con quienes hubieran tenido que ser sus amigos. Aumentaba así su soledad; todos sus pensamientos se concentraban en la acción bélica, en el proyecto político del gran Estado griego de Occidente al que consagraba todas sus energías. Se preguntaba cuántos lo querrían en la ciudad y cuántos lo odiarían, cuántos lo admirarían y cuántos lo temerían.

En medio de estas consideraciones, crecía en él cada día más la sospecha y con ella el temor a que un atentado truncase su vida, haciendo inútiles los esfuerzos realizados, el enorme dispendio de vidas humanas, el precio espantoso de sangre pagado por un sueño de grandeza en el que quizá era el único en seguir creyendo. Muchas veces le volvían a la mente las palabras de su padre adoptivo Héloris: «Un tirano solo abandona su puesto con los pies por delante». Y la imagen ligada a las palabras le oprimía el corazón y la mente sin que pudiera confiarse a nadie. No le había sido dado mostrarse débil y vulnerable, ni siquiera con los últimos amigos que le quedaban: Yolao, Filisto y el mismo Léptines.

Solo el gigantesco Aksal, inseparable guardia de corps, le daba una sensación de tranquilidad, como la armadura que le cubría el pecho en la batalla. Un ser poderoso y ciegamente fiel, dispuesto a todo a una señal suya.

Una vez, mientras discutía un plan de ataque con los oficiales en el patio del cuartel, Léptines le quitó la lanza a uno de los mercenarios campaneos para dibujar con la punta en la arena las líneas de la acción y Dionisio se estremeció. Léptines leyó durante un instante en sus ojos la cólera y el terror y no pudo dar crédito a lo que veía.

Devolvió la lanza al miembro de la guardia y se alejó en silencio.

Dionisio corrió tras él y le detuvo.

—¿Adónde vas?

—¿Y me lo preguntas?

—No has comprendido… Los hombres tienen orden de no dejarse desarmar por nadie y yo no puedo permitir que…

—¿Eres capaz aún de una respuesta sincera? —le preguntó Léptines mirándole fijamente a los ojos.

—¿Qué quieres decir?

—¿Eres capaz de ello? —vociferó.

—Sí.

—Pues, entonces, responde: ¿has pensado que quería matarte?

Dionisio permaneció mudo y con la cabeza gacha durante un interminable momento, luego dijo:

—Lo he pensado.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Yo te diré por qué: porque en mi lugar tú hubieras sido capaz de hacerlo.

—No —respondió—, esto no. La razón quizá sea que me odio a mí mismo más de lo que pueda odiarme cualquier otro.

Se hizo el silencio entre ambos. Se miraron a los ojos sin conseguir pronunciar una palabra.

—¿Qué debo hacer? —preguntó finalmente Dionisio.

—Ataca. Conduce a tus hombres a primera línea. A los siracusanos, no a los mercenarios. A estos mándalos solos. Demuestra que eres uno de ellos, que estás dispuesto a morir por aquello en lo que realmente crees.

No añadió nada más y echó a andar corredor adelante. Dionisio se quedó escuchando el ruido de sus pasos que se desvanecía en la lejanía.

El ataque no fue decidido hasta el momento en que las tropas de Himilcón parecieron encontrarse verdaderamente en una situación extrema y cuando el hedor de los cadáveres insepultos se hizo insoportable. Dionisio decidió entonces poner en ejecución su viejo plan de batalla fracasado en Gela.

—Atacaremos con tres cuerpos de ejército —anunció en la reunión del alto mando—. Yo estaré a la cabeza de la división central, que se dirigirá directamente al fuerte de Daskon. Eurídemo mandará la segunda división con los mercenarios desde poniente. Léptines, tú dirigirás el ataque por mar desembarcando el tercer contingente. La decisión sobre cuándo lanzar el ataque final se tomará en el lugar, cuando esté clara la suerte del enfrentamiento y las tres divisiones estén en posición ante el campamento atrincherado. La contraseña será «¡Apolo Conductor!».

Las dos divisiones de tierra salieron al amparo de las tinieblas después de que Léptines hubiera dejado el puerto con la flota, y Dionisio se dirigió directamente al fuerte de Daskon, tomándolo por sorpresa. Una vez ocupada la posición, estableció allí el cuartel general y le indicó a Eurídemo que mandara por delante a los mercenarios precisamente mientras Léptines doblaba el promontorio sur de la Ortigia. El espartano ordenó atacar.

Pese a que la peste hubiera diezmado a las tropas, los ibéricos y los campaneos de Himilcón reaccionaron con gran valor, rechazando a los mercenarios al mando de Eurídemo, a los que infligieron cuantiosas bajas. Pero mientras tanto Léptines había desembarcado a su división de incursores y Dionisio se había acercado con el grueso de las tropas, dejando solo una guarnición en la explanada de enfrente del fuerte de Daskon.

Las fortificaciones del campamento atrincherado de Himilcón se revelaron enseguida demasiado aguerridas para un ataque frontal

Dionisio decidió no arriesgar. Lanzó, en cambio, a las tropas contra las defensas del campamento naval. Atrapados entre los hombres de Léptines y las dos divisiones de tierra, los mauros y los líbicos encargados de defender las naves fueron arrollados y hechos pedazos. Muchas de las naves cartaginesas más ligeras estaban varadas y Dionisio ordenó prenderles fuego, transformando el campamento en una inmensa hoguera. Un fuerte viento de tierra empujó el fuego hacia el mar y también buena parte de las naves de transporte fue devorada por el incendio. Al quedar sin sus tripulaciones, los trirremes anclados en tercera fila fueron parcialmente destruidos, y en parte remolcados hacia el puerto Lakios. Menos de un tercio consiguieron llegar a alta mar con las tripulaciones diezmadas.

Sobre las murallas de la ciudad se había reunido una multitud desbordante atraída por el espectáculo de la inmensa hoguera, y la gente, fuera de sí de la alegría de ver destruida la flota enemiga, lanzaba grandes gritos de incitación a sus soldados, a los que podía distinguir perfectamente en la llanura inferior. Muchos, sobre todo ancianos y muchachos, tras ver la gran cantidad de naves cartaginesas a la deriva en la rada, salieron con todo tipo de embarcaciones para apropiarse de ellas y remolcarlas a puerto. El número de los navíos recuperados fue tal, que al final no se encontró ya un solo espacio libre en la dársena y hubo que anclar en el centro del golfo o a lo largo de la orilla norte.

Por la tarde, Dionisio regresó a la cabeza de sus tropas victoriosas, entre los aplausos de la multitud en pleno delirio, y ofició un solemne sacrificio de acción de gracias en el templo de Atenea en la acrópolis, al que asistieron también sus dos esposas, Doris y Aristómaca, ataviadas con sus mejores galas, una llevando de la mano al pequeño Dionisio y la otra con Hiparinos y el niño Niseo aún en pañales.

El campamento atrincherado cartaginés estaba, sin embargo, intacto así como también el ejército de Himilcón, pero la flota en gran parte se había perdido. Únicamente se habían salvado unas cuarenta naves de las más de quinientas, entre unidades de combate y de carga, de que estaba compuesta la gigantesca armada.

Habían cambiado por completo las tornas de la guerra.

Dos días después, ya de noche, una chalupa se acercó al castillo de la Ortigia por la parte de mar abierta y el barquero dio una voz a los centinelas.

—Un mensaje para vuestro comandante.

Yolao fue avisado enseguida en el cuerpo de guardia y fue personalmente al encuentro del hombre en la barca. Le llevó a presencia de Dionisio, que estaba cenando con Léptines y Filisto. El huésped nocturno era portador de un mensaje de parte de Himilcón.

—Habla —dijo Dionisio—. Este es mi hermano y estos otros son como si lo fueran.

El hombre se quitó la capucha que le cubría el rostro y reveló ser el mismo embajador que ya había venido durante la guerra anterior a negociar la paz.

—Las cosas han cambiado desde que nos vimos por última vez —dijo Dionisio, si bien en tono conciliador—. ¿Qué puedo hacer por el noble Himilcón?

—Mi señor te hace una propuesta muy razonable, que espero aceptes.

—Depende de lo razonable que sea —respondió Dionisio.

—Para empezar, te ofrece trescientos talentos en plata, el ochenta por ciento en moneda y el resto en lingotes.

—El comienzo parece muy prometedor —dijo sarcásticamente Léptines.

—A cambio, el noble Himilcón pide que le dejes partir con sus tropas cartaginesas. Diez mil hombres en total.

—¿Y los mercenarios? ¿Y las tropas indígenas? —preguntó Yolao.

—No tenemos naves suficientes para ellos. Haced con ellos lo que os parezca. Si aceptáis, la suma os será entregada mañana mismo en un lugar que os indicaré, no lejos del Plemmirion. ¿Qué respondéis?

—Ahora déjanos —respondió Dionisio—. Tenemos que deliberar. Luego te lo haré saber.

Aksal le condujo fuera de la estancia y los cuatro se pusieron a discutirlo.

—¿No tendrás intención de aceptar? —dijo enseguida Léptines—. Debe rendirse incondicionalmente. Como mucho, puedes permitirle que se largue solo y salve el pellejo. El botín caerá en cualquier caso en nuestras manos cuando hayan terminado de pudrirse en esa cochambre. No tienen escapatoria. Los cerramos por tierra con la caballería y los bloqueamos por mar con la flota. Ahora estamos igualados, pero nosotros contamos con las penteras.

Dionisio alzó una mano para cortar aquella perorata.

—La desesperación puede hacer milagros. Quien no tiene nada que perder puede encontrar en sí fuerzas inimaginables.

—Es cierto —se mostró de acuerdo Yolao—. En cualquier ser humano hay una reserva desconocida de energía, una especie de tesoro enterrado que sale a la luz cuando se ve amenazado. Es el último recurso que le concede la naturaleza para sobrevivir.

—Una cosa es cierta —dijo Filisto—. Los trescientos talentos nos vienen bien; los gastos de guerra han sido enormes, los sueldos de los mercenarios se están pagando con retraso y también tenemos que resarcir a las familias de los ciudadanos caídos en la batalla, reconstruir la flota, pagar una indemnización al contingente enviado por la metrópolis.

—Y no solo esto —intervino Yolao—. Cuanto más tiempo se quede esta gente en nuestras proximidades, mayor es la posibilidad de que la peste se extienda también entre nosotros. En cambio, si les dejamos volver la propagarán en su patria. Ya sucedió la otra vez. Sé cómo se propaga ese tipo de enfermedad.

—También yo estoy convencido de ello —aprobó Filisto—. Entonces, ¿qué hacemos?

Léptines estaba fuera de sí.

—Estáis locos. Tenemos por fin la posibilidad de exterminarlos del primero al último, y ¿les dejáis irse por trescientos talentos?

—Es una bonita suma —rebatió Filisto.

—Escuchadme, si es por el dinero por lo que queréis dejarles irse, os juro que yo lo encontraré y os lo traeré. Bloquearé el campamento de modo que no podrá salir ni una mosca.

—He escuchado vuestro parecer —intervino en ese punto Dionisio—. Haced entrar al embajador.

Aksal volvió a traer a la sala al enviado de Himilcón.

—Hemos meditado sobre tus propuestas y quisiera hacer una a mi vez… —comenzó diciendo Dionisio.

—Perdona, jefe supremo —le interrumpió cortésmente el embajador—, hace un momento, mientras esperaba en la antesala, he oído involuntariamente a uno de vosotros, de voz más bien fuerte… —Dionisio miró irritado a su hermano aún rojo de ira—. Me ha parecido oír, decía, que tenéis intención de establecer el bloqueo para que el tesoro no salga del campamento atrincherado. El hecho es, amigos míos, que el dinero… no está en el campamento y, aunque fracasase esta negociación, sería inmediatamente arrojado al mar, a una profundidad en la que nadie podría sacarlo nunca. Un verdadero desperdicio, ¿no os parece? Cuando una decisión razonable satisfaría tanto a nosotros como a vosotros.

Dionisio suspiró.

—Entonces, ¿puedo conocer tu decisión?

—Le dirás a tu amo que acepto. El intercambio se producirá en el mar, a medio camino entre vuestro campamento junto al Anapo y el promontorio sur de la Ortigia. Apenas haya visto el dinero, las primeras naves podrán comenzar a zarpar. Todo tendrá lugar de noche y en el mayor de los secretos.

—Por nuestra parte está bien —confirmó el embajador—. ¿Cuándo querréis que se produzca la transacción?

—Mañana mismo habrá luna nueva —replicó Dionisio—. Nos traeréis el dinero al comienzo del segundo turno de guardia. Tres señales luminosas por nuestra parte y tres por vuestra parte.

—Muy bien, heguemon. Ahora, si me permites, regresaré para referir a mi señor el feliz resultado de mi misión y para tranquilizarle acerca de tus buenas intenciones.

—¿Has visto? —dijo Dionisio a Léptines apenas hubo salido el embajador—. ¿Crees poder joder a un cartaginés? ¿Y encima en cuestiones de dinero? He tomado la decisión acertada. Y ahora vayámonos a dormir; mañana nos espera una larga jornada y no de las más fáciles.

Los invitados se despidieron para irse, pero Dionisio llamó de nuevo a Léptines.

—¿Qué quieres?

—He reflexionado acerca de tu propuesta. Hay algo aprovechable en lo que decías.

Léptines le miró sorprendido.

—¿Me estás tomando el pelo?

—En absoluto. Escúchame bien: imagina que, apenas se haya producido la entrega del dinero, alguien desde la Ortigia observa extraños movimientos en la boca del Puerto Grande…

—Puede ser —respondió Léptines—, pero esto significa que en el futuro no existirá nunca más la posibilidad de un acuerdo leal entre nosotros y ellos.

—No es cierto si, por ejemplo, los que atacan son los corintios. Nosotros no estamos en condiciones de dar órdenes a la marina de la metrópolis. Y esto lo saben también los cartagineses.

—Habría preferido que no me dijeras nada. No me gusta el engaño, ni siquiera cuando perjudica a mi peor enemigo. Si me necesitas para cualquier otra cosa, ya sabes dónde encontrarme. Te deseo felices sueños.

Se fue.

A la noche siguiente, a la hora fijada, Dionisio salió con una chalupa y alcanzó a un tirreme que le esperaba a un estadio de distancia hacia mar abierta. Luego la nave de guerra avanzó lentamente en dirección al puerto. A los lados y en posición avanzada, a medio estadio aproximadamente de distancia, dos pequeñas unidades de reconocimiento controlaban que no hubiera sorpresas o emboscadas.

Todo fue como una seda. Apenas llegar al lugar convenido, la nave fue abordada por una embarcación cartaginesa, tras el intercambio de señales, y comenzó el traspaso del dinero.

A bordo estaba el embajador que había llevado a cabo el trato.

—Te ruego, heguemon —dijo enseguida—, que el recuento se haga lo más rápidamente posible. Nuestra flota está ya cerca del Plemmirion, dispuesta a hacerse a la mar.

Dionisio asintió y sus administradores, rápidos con las romanas, pesaron en poco tiempo el dinero y dieron la vía libre.

—Le dirás a tu señor que puede partir —dijo al embajador— y que no vuelva nunca más. Como ves, Sicilia es como una fruta muy sabrosa pero con un hueso muy duro de roer, con el que cualquiera está destinado a romperse los dientes. Sí, Siracusa es el hueso. Adiós. La barca se alejó y Dionisio vio que lanzaba señales luminosas, probablemente hacia el Plemmirion donde Himilcón estaba esperando con la flota.

—¿Cómo habrá conseguido engañar a los mercenarios? —preguntó Yolao.

—No habrá sido difícil. Debe de haberles dicho que estaba preparando una incursión nocturna. Los cartagineses son los únicos que saben navegar bien de noche y nadie se habrá extrañado de que solo les haya embarcado a ellos. Ahora volvamos, porque dentro de no mucho habrá movimiento por este lado.

Yolao asintió e hizo una indicación al piloto de que virara en dirección a la Ortigia.

El tesoro fue descargado en los peñascos debajo del castillo, donde se abría un pasadizo secreto que conducía a los subterráneos de la fortaleza. También Dionisio y Yolao entraron por la misma abertura y llegaron poco después a sus alojamientos.

Pasó aún algún rato y se oyeron sonar trompetas de alarma. Algunos miembros de la guardia vinieron a llamar a la puerta.

—¡Heguemon, heguemon, los cartagineses se largan! Los corintios lo han advertido y están saliendo con sus naves. ¿Qué debemos hacer?

—¿Cómo qué debéis hacer? —gritó—. ¡Da la alarma, por Zeus! —¡Llama a mi hermano, todas las tripulaciones a las naves, moveos!

Siguió un gran trasiego, pero los únicos en hacerse a la mar a tiempo para ser de alguna utilidad fueron los corintios, que consiguieron interceptar a la cola de la flota cartaginesa y hundir una decena de naves.

Himilcón escapó. Tras llegar a la patria, confesó públicamente, al uso semita, sus errores en presencia del pueblo y del Consejo; luego se suicidó.