Las penteras de Léptines cayeron con la máxima rapidez sobre las naves cartaginesas haciéndolas pedazos. La Boubaris, en cabeza, partió en dos a un navío antes de que consiguiera poner proa al mar, luego describió un amplio círculo y volvió atrás tronchando todos los remos del costado izquierdo de otra nave, que permaneció así inmovilizada esperando la carga siguiente, que la golpeó violentamente en la proa cortándole limpiamente los armazones que sostenían su rostro. Se hundió en pocos instantes arrastrando con ella a toda la tripulación.
Desde la orilla se alzó el griterío de las tropas siracusanas que asistían a aquel formidable enfrentamiento como si de un espectáculo teatral se tratara. Pero Dionisio estaba furibundo. A su izquierda, podía ver ahora a la flota de Magón que avanzaba viento en popa, dirigiéndose resueltamente a encajarse entre la escuadra de Léptines y el grueso de la flota siracusana aún rezagada. Llamó a Yolao.
-¡Indícale que se retire, maldita sea! ¡Haz que le indiquen que se retire!
Otro gran vocerío de abajo y los gritos frenéticos de las tropas saludaron al tercer y poderoso espolonazo de la Boubaris. Léptines cargaba como un toro, a su acostumbrada manera, sin pensar en nada más.
Un espejo de bronce refulgió varias veces dando la orden de Dionisio mediante señales, pero Léptines debía de estar cegado por la furia de la batalla, por el relampaguear de tantas armas y por los reflejos del sol en las olas. 0 bien, simplemente, no quería obedecer y fingía no haber visto nada.
-¡Trompetas! -aulló Dionisio-. ¡Emplead las trompetas, tocad alarma, así comprenderá!
Sonaron las trompetas y su sonido pareció desde tierra desgarrador, pero debió de ser nada en medio del fragor del choque naval.
-Retírate -gritaba fuera de sí Dionisio desde lo alto de la colina-. ¡Retírate, bastardo! ¡Vamos! ¡Vamos!
Pero era ya demasiado tarde. La armada de Magón se estaba desplegando en toda su inmensa potencia entre la vanguardia siracusana al ataque y el resto de la flota ocupada todavía en la maniobra de alinearse.
El almirante cartaginés contaba con tantas naves que pudo dividir su contingente en dos flotas, una de las cuales atacó a las naves siracusanas que estaban aún en alta mar y la otra se desplegó con una maniobra en tenaza hacia el grupo de cabeza ocupado en hundir las últimas naves cartaginesas de la vanguardia.
En aquel momento también Léptines se dio cuenta de que había caído en una trampa. El cerco de navíos enemigos se cerraba y sus penteras se veían aplastadas en la mordaza. Ya no había espacio para maniobrar y la batalla naval se trocó en batalla terrestre, con los soldados que saltaban de una nave a otra entablando furibundos enfrentamientos con las tripulaciones adversarias y con los infantes embarcados. Léptines se batía como un león con la espada y el hacha arrojando al mar a quienquiera que intentase abordar en la nave capitana.
-¡Fuera de mi nave, asquerosos bastardos! -aullaba-. ¡Fuera de mi nave!
El combate prosiguió con ardor desesperado y, aunque la pequeña escuadra siracusana estuviera ahora ya cercada, Léptines consiguió abrirse paso. Sus hombres, tras tomar el control de un navío enemigo que estaba de través, lo hundieron desde dentro destrozando la quilla a golpes de segur, de modo que la Boubaris pudo tomar por la brecha y ganar en poco tiempo velocidad. Las otras naves supervivientes la siguieron detrás consiguiendo incluso hundir aún a tres embarcaciones enemigas. Pero la suerte de la batalla estaba echada. El resto de la flota siracusana se batía en un evidente estado de inferioridad y las tripulaciones estaban desmoralizadas por la ausencia de su comandante y por la falta de la nave capitana que las guiase.
Léptines, por su parte, escapó de milagro a la captura poniendo rumbo hacia alta mar y describiendo un amplio círculo fuera de la vista de los enemigos. Los cartagineses lograron una victoria aplastante, pero, no contentos con el éxito logrado, lanzaron una miríada de embarcaciones ligeras con hombres armados con arpones que ensartaron a todos los náufragos que trataban de alcanzar a nado la costa.
Dionisio asistió impotente al desastre. Vio a su flota hecha pedazos, a sus hombres aniquilados mientras se debatían entre las olas rojas de sangre. A la puesta del sol la costa estaba llena de cadáveres y de restos de naufragio.
Las bajas fueron enormes: cien naves y veinte mil hombres.
Léptines llegó a medianoche y fue conducido a la tienda de su hermano, donde se estaba celebrando una borrascosa reunión del Estado Mayor.
Ganas le dieron a Dionisio de estrangularlo, pero cuando le vio cubierto de sangre, herido en el hombro derecho y en el muslo izquierdo, el rostro tumefacto, un ojo hinchado y casi cerrado, la piel ennegrecida por el humo y el fuego, los labios rotos, jadeante, trastornado y casi irreconocible, no consiguió ni moverse ni decir una palabra.
También los otros oficiales callaron y durante unos momentos reinó un silencio sepulcral dentro de la tienda del alto mando. Filisto se acercó a Léptines con una jarra y le puso de beber. Solo en aquel momento se dieron cuenta de que nadie había ofrecido siquiera un vaso de agua al comandante supremo de la flota, que se había batido como un héroe durante toda la jornada y que había vuelto en plena noche para ocupar de nuevo su puesto al lado de los otros combatientes.
Léptines bebió a grandes tragos, luego se desplomó al suelo. Dionisio hizo entonces una indicación a Aksal, que lo levantó del suelo y se lo llevó a su tienda.
Dionisio fue a hacerle una visita antes del amanecer. Estaba abrasado por la fiebre y su rostro estaba más hinchado aún, pero consiguió susurrar:
-Lo siento… Quería… quería…
-Lo sé -respondió Dionisio-. Siempre has sido así, no cambiarás nunca. El estúpido soy yo, que sigo confiando en ti. Debería matarte, debería pasarte por las armas por insubordinación…
-Hazlo -respondió a duras penas Léptines-. No me importa morir.
-Ya he perdido a Dorisco y a Biton -dijo Dionisio-, no puedo perderte también a ti. Ahora duerme. Trata de curarte…
-¿Qué habéis decidido? -dijo agónicamente Léptines.
-Los aliados quisieran atacar al ejército de Himilcón.
-Tienen razón.
-Están en un error. Si somos derrotados, Siracusa está perdida. Nos replegaremos dentro de nuestras murallas.
Léptines no dijo nada, pero Dionisio le oyó llorar mientras salía.
Indignados por la decisión de su jefe de no combatir, los aliados italianos decidieron regresar a sus ciudades. Por otra parte, era impensable ciertamente que tantos miles de guerreros encontrasen alojamiento dentro de las murallas de Siracusa durante muchos meses.
Aquella noche Filisto no pegó ojo y se retiró a escribir en su tienda hasta el amanecer.
Dionisio entró en una ciudad sumida en el luto; de muchas casas se alzaba el lamento de las mujeres que lloraban a sus hijos caídos, de muchas ventanas colgaban crespones negros y ramas de ciprés. En las paredes se leían escritos injuriosos que maldecían al tirano. En pocas horas el recuerdo de la fulgurante victoria del año anterior se había desvanecido. Ahora no quedaba más que la amargura de la derrota, el miedo por el incierto porvenir, el dolor amargo por las pérdidas sufridas.
Filisto, tras volver a la ciudad, se retiró a su casa próxima al puerto desde la que muy pronto iba a poder ver a la flota de Magón avanzar imparable para bloquear los puertos y la dársena. Se sentó a la mesa y se puso de nuevo a escribir.
Era el peor desastre ocurrido nunca en la historia de Siracusa. La ciudad había perdido la mayor parte de la flota, y muchos ciudadanos habían perecido de modo horrible entre las olas, ensartados como peces, uno por uno. A su vuelta corrió el rumor de que Dionisio había expuesto a propósito a las tropas de la ciudad a un riesgo tal en el mar contra una fuerza hegemónico, mientras que no había arriesgado la vida de ninguno de sus mercenarios. Los primeros, en efecto, eran en cualquier caso hombres libres que habrían podido antes o después reclamar la restauración de la democracia. Los segundos, en cambio, constituían el pilar en el que se basaba su poder.
Dionisio reaccionó con despiadada dureza haciendo arrestar a todos los que eran sospechosos de haber difundido tales habladurías, incluso a partir de una simple delación. Pese a los reveses militares y los enormes sacrificios que imponía a sus conciudadanos, él seguía estando firmemente convencido de ser la cabeza insustituible en la lucha contra el enemigo mortal cartaginés y que, de un momento tan crucial para la supervivencia de la patria, las discordias intestinas debían ser atajadas sin vacilación. En el curso de aquellas brutales depuraciones fueron también eliminados no pocos miembros de la Compañía. La poderosa asociación que había sostenido a Dionisio en su ascensión al poder no dejó de hacerle llegar su advertencia: ocho de sus mercenarios fueron encontrados asesinados en diferentes lugares de la ciudad y otros dos dentro del cuartel de la Ortigia. Los ochos asaeteados en pleno corazón por una flecha con la imagen de un delfín grabada en el asta. Como queriendo dar a entender que la Compañía podía llegar a todas partes. Aparte de esto, el número de mercenarios asesinados era exactamente equivalente al de miembros de la Compañía que habían sido eliminados.
Fue Yolao quien se lo hizo notar a Dionisio.
-Cuidado -le dijo-, han querido darte a entender que a ellos no se les puede tocar o te lo harán pagar. Te han demostrado que pueden golpear como y cuando quieran.
Dionisio se limitó a responder:
-Ya les ajustaré las cuentas en otra ocasión.
Estaba de demasiado mal humor y no tenía ganas de discutir, pero por lo demás comprendía que a Yolao no le faltaba razón, aunque no quería admitirlo. La única señal de esperanza le llegó en aquel período del nacimiento del segundo hijo de Aristómaca. Era un varón y le pusieron por nombre Niseo.
Al día siguiente, a la caída de la tarde, Filisto dejó la mesa de trabajo y se encaminó hacia la Ortigia para hacer una visita a Léptines, que guardaba aún cama, enfermo y con fiebre.
Atravesó los corredores de la fortaleza, apenas iluminada por alguna lucerna, hasta alcanzar un pequeño aposento apartado en el ala sur. Se aproximó a la puerta del cuarto de Léptines y vio que estaba entornada. Al acercarse con cautela, oyó en el interior una voz de mujer que hablaba quedamente.
-¿Por qué te lanzas siempre al peligro de ese modo? -preguntaba.
-Porque es mi deber y porque he de demostrarle que no le necesito para…
-Pero habrías podido perder la vida -le interrumpió angustiada la voz femenina.
-Habría sido mejor. Mis hombres han terminado en el fondo del mar, en boca de los peces.
-No, por favor, no hables así… -dijo de nuevo la voz femenina.
Filisto se alejó y entró en otra estancia vacía, destinada a almacén, y manteniendo la puerta entrecerrada vio salir al cabo de poco a Aristómaca. La reconoció por más que llevaba la cabeza cubierta. Esperó un rato y luego entró en el aposento de Léptines.
-¿Cómo estás hoy? -le preguntó.
-Mejor -mintió.
-Me alegro. Te necesitamos.
Léptines torció el gesto en un mohín.
-¿A un almirante sin flota? No creo que resulte de mucha utilidad.
-Deja de compadecerte. Lo sucedido es solo culpa tuya. Puede ser desagradable obedecer las órdenes de tu hermano, pero a menudo puede ser también lo más acertado de hacer. De todos modos, por si te interesa, tu Boubaris está casi intacta. La están dejando como nueva en el dique de la dársena.
-¿Cuántas naves nos quedan? -preguntó Léptines.
-Unas treinta, dieciséis de las cuales penteras, incluida la tuya.
-Que es como decir nada.
-Lamentablemente sí… ¿Ha pasado hoy el cirujano?
-Sí, y me ha torturado un poco. Creo que me odia.
-Es un buen médico y quizá consiga ponerte en condiciones de arreglar pronto otros problemas.
-No tengo ganas de bromear.
-Tampoco yo, pero no debes abandonarte a la desesperación. Aún tenemos posibilidades. Nadie ha conseguido expugnar nunca Siracusa.
Se detuvo en el umbral, mientras salía, porque hubiera querido añadir aún algo, pero no se atrevió. Llegados a aquel punto, pensaba que sería inútil. Se limitó a decirle:
-Trata de ser prudente, si eres capaz. -Y se fue.
La armada de Magón apareció al día siguiente al alba y la ciudad entera se precipitó a las murallas para mirar. Era enorme: cientos y cientos de navíos avanzaban casi en parada haciendo bullir el mar con los remos, las velas desplegadas al viento, los pendones ondeando en popa, señales luminosas que relampagueaban entre nave y nave como un lenguaje misterioso que mantenía unido a ese inmenso enjambre en perfecto orden, semejante a una fila de soldados. La más grande marina militar del mundo exhibía su potencia para hacer cundir el desaliento entre los sitiados, para darles la sensación de que toda defensa sería inútil.
Pasaron por delante de la Ortigia, luego viraron hacia el este dirigiéndose hacia el Puerto Grande.
Dionisio, Hiparinos y Yolao estaban en la torre más alta, revestidos con su armadura. Llegó también Filisto.
-Van a anclar entre el Plemmirion y el Daskon -dijo-. Esto significa que también las tropas de tierra irán a instalarse en ese lado.
-Ya -dijo Dionisio con un mohín-, en la tumba de todos los ejércitos que han puesto cerco a Siracusa.
-Yo no confiaría demasiado en ello -observó Yolao-. Tienen el dominio indiscutido del mar, pueden reabastecer al ejército de tierra cuando y como quieran. Nos aventajan en número en una relación de tres a uno con el ejército y de ciento a uno con la flota.
-Tenemos nuestras murallas -rebatió Dionisio-. No nos han traicionado nunca.
-Es cierto -comentó Yolao-, pero nuestra arma más poderosa es otra: Aretusa.
-¿Aretusa?
-Sí. ¿Por qué, según vosotros, ordenó el oráculo a los antepasados fundar la ciudad en torno a esta fuente? Porque es a ella a quien debemos nuestra salud…
La conversación se vio interrumpida por la llegada de un mensajero.
-Heguemon, Himilcón está rodeando las Epípolas desde el norte con su ejército y se dirige hacia el Anapo.
-¿Qué te decía yo? -dijo Dionisio-. Van a situarse en la misma posición que la otra vez.
Intervino Filisto.
-Dime una cosa: según tú, ¿por qué lo hacen? ¿Porque son estúpidos?
-No creo. Himilcón es un zorro -respondió Dionisio-. Es que no tienen elección. No hay una llanura en las cercanías que pueda acoger a tanta gente. En realidad, saben muy bien que ya una vez, hará quince años, los comandantes atenienses asistieron a la ruina de su ejército. En mi opinión, piensan expugnar Siracusa durante el invierno. Esa es la razón de que no teman establecer el campamento en ese lugar maldito.
Nadie replicó porque nadie había considerado la idea de que un ejército pudiera mantener un cerco durante todo el invierno, con las inclemencias del tiempo.
Yolao se acercó a Dionisio.
-¿Cómo está Léptines?
-Tiene fiebre constante, no conseguirá salir de esta -respondió, y su voz delataba un profundo abatimiento.
-¿Puedo verlo?
-Por supuesto. Los amigos siempre pueden verlo.
Yolao asintió y bajó al patio, dirigiéndose hacia el barrio sur, donde estaba alojado Léptines. Despidió al cirujano y se ocupo personalmente del paciente, que empezó a mejorar de día en día, primero muy lentamente y luego a ojos vista, hasta que la fiebre desapareció.
-¿Cómo lo has logrado? -le preguntó al cabo de un tiempo Filisto.
Yolao respondió, con una sonrisa:
-No puedo decírtelo.
-¿Conoces la medicina indígena, la que ya permitió curarse a Dionisio en las fuentes del Anapo?
-No.
-Entonces, conocerás la medicina pitagórica. Has estudiado en Crotona, ¿no es así? Siempre me he preguntado cómo es que hará un siglo los atletas crotoniatas lo ganaban todo en los juegos Olímpicos.
-¿Y qué te has respondido?
-Que detrás de ello se escondía un secreto. El secreto de una medicina iniciática que sabía cómo curar los cuerpos con la energía mental y con los recursos naturales.
Yolao no dijo nada.
-Un secreto que creía perdido pero que evidentemente alguien posee aún.
-Quizá. Depende de los maestros y del encuentro afortunado entre maestro y discípulo. De todas formas, con Léptines no ha sido fácil. Estaba más abocado a la muerte que a la vida.
-Lo mismo creo yo. ¿Y cuál crees tú que era la razón?
-Inútil pregunta: salió derrotado de una gran batalla, perdió ante los ojos del ejército entero y en particular de su hermano. Sus hombres, sin mando, fueron aniquilados… Y sin embargo había algo más que se me escapaba… algo como…
-¿Cómo un amor sin esperanza? -preguntó Filisto.
Yolao le miró fijamente con una mirada enigmática y asintió.
-Sí…, quizá algo así… A veces los hombres más fuertes y más valientes tienen un espíritu infantil, con una sensibilidad insospechada… Pero no diré nada más, ni una palabra, Filisto. Ni una palabra.
Y se alejó.
La intención de Himilcón se reveló tal como Dionisio había imaginado.
Los habitantes de Siracusa pudieron asistir desde lo alto de las murallas a la puesta en práctica de su plan. Lo primero que hizo ocupar fue el santuario, extramuros de Deméter y de Perséfone -las diosas más veneradas de Sicilia, también por los indígenas- y los despojó de todo ornamento y de todos los objetos preciosos. Se llevó también las dos estatuas de culto realizadas en oro y marfil y las desmembró para vender sus partes. Fue un sacrilegio que causó horror al pueblo, por tradición muy devoto de aquellas divinidades, y al mismo Dionisio, que sin embargo no había olvidado nunca su encuentro en la cueva de Henna.
A continuación Himilcón comenzó a construir una fortaleza en lo alto del promontorio Daskon, para controlar el acceso al tramo de playa donde había dejado en seco a una parte de las naves y anclado a las otras.
Entretanto, los mercenarios ibéricos y mauros demolían las grandes tumbas monumentales que se alzaban a lo largo del camino de Camarina y utilizaban los materiales para construir un campamento atrincherado que sirviera de defensa a un segundo campamento naval, en las cercanías del Plemmirion, el promontorio sur de la bahía.
Un intento de establecer el bloqueo también al puerto norte fracasó, porque las catapultas emplazadas por Dionisio en el extremo del muelle impedían a toda nave acercarse a menos de cien pies sin exponerse a ser hundida. De este modo quedaba siempre una vía abierta para los siracusanos, por la que mantener contacto con el mundo exterior.
Los inminentes preparativos del enemigo provocaban entre los habitantes de Siracusa una gran inquietud, una sensación de impotencia. Les parecía que cada día que pasaba y cada progreso de los trabajos les acercaban a la catástrofe.
Dionisio se dio cuenta de que debía hacer algo para atenuar aquella mortífera resignación, para volver a levantar la moral de la gente y su propio prestigio. Convocó, por tanto, a Filisto.
-Debes partir -le dijo-. Debes ir a pedir ayuda a los espartanos y también a Corinto, nuestra metrópolis. No necesito mucho, pero la gente debe darse cuenta de que no estamos solos, que estoy aún en condiciones de conseguir ayudas, alianzas, socorros. Cuando Siracusa era asediada por los atenienses, bastó con la llegada de un pequeño contingente espartano para levantar la moral y convencer al pueblo de que era posible la victoria. Necesitamos naves. Con las que tenemos no estamos en condiciones de organizar operaciones lo bastante eficaces. Partirás mañana mismo. Léptines te mantendrá abierta la brecha y te dará escolta con un par de penteras hasta mar abierto.
-Lo haré lo mejor posible -respondió Filisto y bajó al puerto para ponerse de acuerdo con Léptines e impartir las disposiciones para el embarque de su equipaje, que incluía siempre una caja de libros más bien voluminosa.
Léptines le recibió en su residencia del almirantazgo, cerca de la dársena.
-Te encuentro bien -dijo Filisto.
-También yo a ti -repuso Léptines.
-Ya sabes que me marcho para Grecia.
-Lo sé. Se ha dignado comunicármelo.
-No debes hablar así. Dionisio te tiene afecto y te aprecia.
Léptines cambió de conversación.
-¿Cuándo crees que estarás listo?
-Mañana por la noche.
-Muy bien. Así evitaremos ser vistos.
Filisto consiguió partir eludiendo la vigilancia cartaginesa gracias a una maniobra diversiva de Léptines y alcanzó sano y salvo Grecia, dirigiéndose primero a Esparta y luego a Corinto. Esparta le proporcionó solo un oficial, como consejero militar; Corinto, en cambio, mandó una escuadra de treinta naves con infantería embarcada y tripulaciones al completo, que llegó a Siracusa a comienzos de primavera.
Léptines salió a su encuentro en alta mar con una pequeña embarcación y preparó el plan para permitirle entrar en el puerto de noche y con luna nueva. Había hecho preparar en la dársena unos puntos de atraque, resguardados y de hecho invisibles desde el mar y hasta desde la ciudad, a fin de ocultar en ellos a la pequeña flota corintia. Solo así podría actuar por sorpresa.
Convocó la primera reunión del Estado Mayor en su residencia del almirantazgo y tras haber dado la bienvenida al oficial espartano comenzó diciendo:
-He tenido noticia, esta mañana, de que un convoy de nueve tirremes cartagineses llegará mañana con provisiones y dinero para pagar a los mercenarios. Tengo intención de interceptarlo con vuestra ayuda.
Los presentes se miraron perplejos y alarmados. Se preguntaban si era una idea de Léptines o bien si contaba también con la aprobación de Dionisio, pero nadie se atrevió a preguntárselo.
El oficial espartano, que se llamaba Eurídemo, respondió:
-Me parece una buena idea, pero será necesario ponerla en práctica con sumo cuidado.
-En efecto. Por eso necesito pilotos y tripulaciones en condiciones de navegar de noche -dijo Léptines.
-Todos nuestros pilotos saben navegar de noche -respondieron los oficiales corintios-. Nosotros navegábamos ya de noche cuando vosotros no sabíais aún navegar de día.
Léptines hizo oídos sordos; los de la metrópolis eran siempre más bien arrogantes y no convenía discutirles su superioridad. Se limitó a decir:
-Muy bien. Es lo que necesitamos. Me valen veinte naves: diez serán nuestras, y diez vuestras. Quiero a los remeros y a los hombres de la tripulación listos en sus puestos de maniobra al toque del segundo turno de guardia. El objetivo de la misión les será comunicado a los comandantes una vez mar adentro. Yo indicaré la ruta. Seguid a la Boubaris.
Al día siguiente, a medianoche, la escuadra salió de la rada con las luces apagadas y se hizo mar adentro en silencio.