La cita era en Motia en casa de Biton, que estaba al mando de la plaza fuerte. Dionisio llegó al muelle a caballo, con el agua que lamía los corvejones de su animal; Léptines se hizo llevar a tierra con la chalupa de la Boubaris. La nave capitana era más impresionante aún que como la había visto la última vez. La proa había sido tallada en forma de testa de toro revestida de plata, la vela estaba orlada de púrpura y ostentaba en el centro una cabeza de gorgona con las patas ensangrentadas y la lengua afuera en una expresión feroz. Las chumaceras de cada remo estaban revestidas de bronce reluciente como un espejo, el extremo superior del palo mayor de lámina de oro. A lo largo de las bordas había alineadas, brillantes de grasa, seis batistas armadas con dardos mortíferos.
—¿No es magnífica? —preguntó Léptines saltando a tierra enfrente de su hermano y señalando a sus espaldas el imponente navío.
—No cabe duda. Pero ¿no es un poco demasiado vistosa?
—Ah, quiero que esos mierdosos se vayan por la pata abajo apenas la vean. Han de comprender que no tienen escapatoria frente a las mandíbulas de acero de mi Boubaris.
Biton llegó con una docena de mercenarios y dio la bienvenida a ambos.
—¿Alguna novedad? —preguntó Dionisio mientras se encaminaban hacia la residencia del gobernador.
—Todo está tranquilo por el momento —respondió Biton—, pero no conviene fiarse. Sé que en Cartago se están haciendo grandes preparativos. Se habla de cientos de naves de guerra, trescientas o cuatrocientas, pero hay quien dice que quinientas. El arsenal del almirantazgo está lleno de ellas. Y me consta que las naves de carga son un número aún mayor.
Léptines pareció perder por un instante su buen humor.
—Necesito otras penteras —dijo—, por lo menos otras tantas. ¿Cuántas tenemos en construcción?
—Diez —respondió secamente Dionisio.
—¿Diez? ¿Y qué hago con diez?
—Tendrás que bastarte con ellas. No puedo proporcionarte más, por el momento. ¿Dónde está el resto de la flota?
—En Lilibeo —respondió Léptines—. Es un buen lugar para tender emboscadas. Apenas asomen por allí los mando a pique.
—Esperemos que sea así —comentó Dionisio—, pero ándate con cuidado. Himilcón es astuto. Solamente ataca cuando está seguro de vencer. ¿Has comprendido? No te dejes llamar a engaño.
—¿Cómo están mis cuñadas? —preguntó Léptines.
—Bien. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque la última vez que vi a Aristómaca me pareció un poco triste.
—Cosas de mujeres… No hay que preocuparse.
—¿Y el pequeño Dionisio? ¿Y el otro varoncito?
—Están bien, crecen deprisa. —Cambió de asunto—. Y tú, Biton, ¿cómo piensas defender este puesto en caso de ataque?
—Tengo un sistema de señalizaciones desde Lilibeo que me avisa si hay peligro a la vista. La brecha ha sido reparada y en los almacenes hay provisiones suficientes para tres meses de cerco.
—Bien. Este será el desafío más grande de nuestra vida. No debemos y no podemos perder la oportunidad. ¿Me habéis comprendido bien?
—Te he comprendido —respondió Léptines—, pero si me hubieras enviado las penteras que te pedí…
—Es inútil hacer recriminaciones. Mantened los ojos bien abiertos. Yo tengo que convencer a los indígenas sicanos de que nosotros somos los más fuertes y que les conviene estar de nuestro lado. Luego partiré hacia el interior.
Cenaron juntos; luego, a la caída de la tarde, Dionisio se fue hacia tierras del interior y Léptines volvió a subir a bordo de la Boubaris.
Himilcón partió muy tarde, cuando el verano había llegado casi a su final. Zarpó de noche, con las luces apagadas para que no le vieran, y navegó rumbo a alta mar, invisible desde la costa.
Le dejó como cebo a Léptines la cabeza de su convoy de naves de carga, y picó. Al verlas, lentas y pesadas, perfilarse al alba delante del cabo Lilibeo, saltó sobre la Boubaris como un jinete sobre su corcel y se lanzó hacia delante a gran velocidad, llevándose consigo las naves que a aquella hora de la mañana podían reunir una tripulación. Hundió unos cincuenta navíos enemigos, con cuatro espolonazos de su nave capitana; capturó a otros veinte, pero el resto del inmenso convoy consiguió llegar indemne a Palermo, donde se unió a las unidades de combate llegadas después de un largo desvío por alta mar.
Cuando lo supo, a Dionisio se lo llevaron todos los demonios.
—¡Le avisé, maldita sea! ¡Le puse en guardia!
El correo que le había traído la noticia era un selinontino y permanecía en silencio, sin saber qué responder.
—Heguemon… —trató de rebatir, pero Dionisio le mandó cerrar el pico.
—¡A callar!… ¿Y ahora dónde está?
—¿El navarca supremo? En Lilibeo.
—Demasiado expuesto. Le llevarás una carta mía, ahora mismo.
Dionisio dictó el mensaje que fue enviado inmediatamente después a destino. Mientras tanto, él se desplazó hacia el interior, en dirección al territorio de los sicanos.
Himilcón, que había reclutado entretanto a otros mercenarios, ataco por tierra y por mar. Tomó Drepano y Érice, donde instaló, en el punto más alto de la montaña, un señalizador luminoso que transmitía de noche mensajes hacia Cartago, que eran remitidos por medio de un par de repetidores situados en unas plataformas flotantes que convergían, a su vez, en la isla de Cossira.
Léptines quería hacer una salida para entablar combate con la flota enemiga, pero le llegó antes, por fortuna, el mensaje cifrado de su hermano.
Dionisio, heguemon panhelénico de Sicilia y Léptines, navarca supremo, ¡salve!
Me congratulo contigo y con tus hombres por el hundimiento de cincuenta navíos enemigos.
Tengo informaciones de primera mano de Palermo. La flota de Himilcón es de una aplastante superioridad respecto a la nuestra, de al menos tres a uno. No tengo ninguna esperanza de éxito y pondrías en peligro inútilmente nuestra flota.
Retírate. Repito: retírate.
Dirígete a Selinonte si quieres y deja a hombres de reconocimiento para que te tengan informado de los movimientos del cartaginés.
Esto es una orden. Y no tienes otra posibilidad que obedecer.
Espero que estés bien.
—¿Que esté bien? —vociferó Léptines después de que hubo leído—. ¿Que esté bien? ¡Y qué puedo hacer para estar bien, por Zeus! ¿Hemos de largarnos como unos cobardes y ceder el terreno a ese hijo de perra? ¿Y Biton? ¿Le vamos dejar allí en medio de esa laguna solo como a un idiota? ¿Qué demonios le cuento yo a Biton, eh? ¿Qué debo obedecer las órdenes?
El mensajero se atrevió a tomar la palabra.
—El comandante me ha dicho que es esencial que cumplas estas órdenes, navarca, y…
—¡A callar! —gritó Léptines con tal vehemencia que el hombre no se atrevió ya a abrir la boca—. ¡Y ahora largo de aquí! —gritó aún más fuerte—. ¡Fuera todos de mi vista!
No comió ni tomó un sorbo de vino durante el resto del día. Luego, entrada la noche, llamó a un ordenanza.
—Prepárame mi chalupa. Salimos.
—¿Salimos? ¿A estas horas?
—Vamos, muévete, que se me acaba la paciencia.
El hombre obedeció y poco después Léptines, con la cabeza cubierta, subió a la chalupa y ordenó al timonel poner proa al norte.
Desembarcó en Motia a medianoche e hizo sacar a Biton de la cama.
El amigo se presentó a recibirlo tapado con la misma sábana en la que dormía y le hizo entrar.
—¡Estás loco yendo por ahí a estas horas con esa cáscara de nuez! ¿Y si llegas a toparte con una nave de reconocimiento cartaginesa? ¡Menuda redada coger a un pez gordo como tú!
—El hecho es que tengo que hablarte personalmente de un asunto. Detesto a todo el que manda mensajes y no tiene el coraje de dar la cara mientras va diciendo ciertas cosas…
—Pero… ¿de quién demonios estás hablando? —Cogió una jarra de una mesa y dos copas de cerámica—. ¿Un poco de vino?
Léptines meneó la cabeza. —Ah, no me apetece nada.
—Entonces, ¿de quién se trata? ¿Quiénes son las que se esconden detrás de los mensajes?
—Él.
—¿Dionisio?
Léptines asintió.
—¿Y qué dice?
—Me ordena que me retire, que abandone Lilibeo. Dice que estoy demasiado expuesto. Quiere que me repliegue a Selinonte, pero si lo hago…
—Me dejas completamente solo. ¿Por eso vienes hasta aquí en plena noche?
Léptines asintió de nuevo.
—¿No te ha comunicado nada a ti? —preguntó a renglón seguido.
Biton meneó la cabeza.
—¿Lo ves? Ni siquiera se ha dignado avisarte. ¡Es demasiado! ¡Digo que esto es demasiado!
Biton trató de calmarle.
—Puede que el mensaje me llegue mañana, o pasado. En tiempos de guerra las comunicaciones son muy precarias, ya sabes.
—Es posible, pero no cambia nada de lo esencial.
—Pero ¿cuál es el motivo?
—Dice que nos superan de tres a uno.
—Es una buena razón.
—¿Y por esto he de dejar a un amigo con el culo al aire?
—No tienes elección, Léptines. Antes que amigos, somos oficiales del ejército siracusano, y Dionisio es nuestro comandante supremo.
—En la Compañía hemos sido acostumbrados a cubrirnos las espaldas unos a otros, a apoyarnos como sea. Cuando éramos chavales y uno de nosotros era agredido por las bandas rivales, corríamos en su ayuda aun a costa de que nos partieran la cara. Ha sido siempre la norma entre nosotros y no la olvido.
Biton tomó un trago de vino, dejó la copa sobre la mesa y apoyó la espalda contra el respaldo de la silla.
—Eran otros tiempos, amigo —suspiró—. Otros tiempos… Hemos recorrido mucho camino. Hemos disfrutado de muchos privilegios al lado de Dionisio: mujeres hermosas, bonitas casas, ropas elegantes, comidas exquisitas, poder, respeto… Ahora él nos pide que cumplamos con nuestro papel para el éxito de la guerra y nosotros hemos de obedecer. Él tiene razón. Si te quedaras aquí, lo único que lograrías sería que te exterminasen. En cambio, debes salvar la flota, conservarla para otra ocasión más favorable. Es justo que sea así. ¡Somos soldados, por Heracles!
—Pero ¿por qué no te hace evacuar también a ti ese bastardo?
—Porque la conquista de este islote costó tanto dinero y tanta sangre que abandonarlo sin presentar batalla sería como admitir una ineptitud total. Dionisio no puede permitírselo. Motia caerá, pero tras una resistencia heroica. No vamos a ser menos que sus habitantes, nosotros que los derrotamos. ¿No crees?
Léptines no conseguía decir una palabra, y se mordía los labios.
—Y ahora vete, que está ya clareando, y hazte a la mar cuanto antes. Cuanto antes mejor.
Léptines se demoraba, y era incapaz de decidirse a marchar.
—Quita de ahí, almirante —le animó Biton— y déjame dormir un par de horas más, que esta mañana tengo cosas que hacer.
Léptines se puso en pie.
—Buena suerte —dijo. Y se fue.
Himilcón se presentó delante de Motia siete días después con ciento cincuenta naves de guerra y treinta mil hombres. Biton solo tenía doce naves y dos mil hombres. Fue arrollado en cuatro días tras una denodada resistencia. Su cuerpo fue empalado en el muelle.
Dionisio, que se exponía a quedar aislado, no tuvo otra elección que replegarse. En catorce días de marchas forzadas llegó a Siracusa y encontró allí a la flota anclada en el Puerto Grande. Léptines, que había llegado hacía ya tiempo, permaneció a bordo de la Boubaris y no se dejó ver durante varios días.
Al fin una orden terminante de Dionisio le convocó al palacio de la Ortigia.
—Me dicen que en mi ausencia has hecho una visita a Aristómaca. ¿Es cierto?
—Si es por esto, también he visitado a tu hijo.
—¿Es cierto?
—Sí —admitió Léptines—. ¿No te fías de mí?
—No me fío de nadie.
—No, ¿eh? Y Biton, entonces, ¿qué? ¿Tampoco te fiabas de él? Pero se quedó en esa ratonera infecta haciendo la guardia para ti y para palmarla. Le han empalado, ¿lo sabías? Le han dejado pudriéndose allí hasta que los cuervos y las gaviotas han dejado sus huesos mondos y lirondos. ¿Tampoco te fiabas de él? ¡Responde, por Heracles! ¡Responde, maldita sea!
—No te atrevas nunca más a acercarte a mis mujeres en mi ausencia.
—¿Es todo cuanto tenías que decirme?
Dionisio hizo caso omiso de la pregunta y prosiguió:
—Himilcón ha zarpado de Palermo en dirección este, hacia Mesina. En mi opinión, quiere cruzar el estrecho y atacarnos por el norte. Sal con la flota y navega hasta la altura de Catania. Mantente en alta mar y no aceptes ninguna provocación. Atacarás solo a una orden mía.
Léptines se levantó y se dirigió hacia la salida.
—He mandado que te construyan otras diez penteras.
Léptines se detuvo un instante sin darse la vuelta, luego abrió la puerta y se fue.
Dionisio se tapó la cara con las manos y se quedó solo, en silencio, en el centro de la gran sala.
Léptines encontró a Filisto en el puerto, mientras despedía a una delegación de huéspedes extranjeros que zarpaban de regreso a su patria. Apenas si le saludó con un gesto de la cabeza.
—¿Adónde vas tan deprisa? —le apostrofó Filisto.
—Déjame tranquilo —respondió Léptines.
—Si la tienes tomada conmigo, no tienes más que decirlo.
—No tengo nada contra ti. Con quien la tengo tomada es con ese bastardo de mi hermano. Has creado un monstruo.
—Si acaso, dirás que «hemos» creado. Dionisio consiguió el poder gracias a la ayuda de todos nosotros. Pero no creo que tengas ganas de discutir acerca de los efectos corruptores del poder.
—No, porque tengo hambre. Ni siquiera me ha invitado a cenar. —Te invito yo.
Léptines se entretuvo un momento.
—¿Has sido tú quien le ha dicho que hice una visita a Aristómaca?
—Sí —respondió Filisto.
—¿Y me lo dices así?
—Me has preguntado y yo te he respondido.
—¿Y por qué se lo has dicho?
—Porque si lo hubiera sabido por otros habría sido peor.
—Se lo habría dicho yo mismo.
—Lo dudo. Se puede leer en tu cara lo incómodo que te sientes cada vez que te refieres a Aristómaca.
—No quiero hablar más de este asunto.
—Pero ¿quieres venir a cenar?
—Siempre y cuando no me hagas preguntas de este tipo.
—Está bien.
Fueron a casa de Filisto y los siervos trajeron agua para lavarse las manos y vino fresco. La cena fue servida en la terraza porque hacía aún bastante buen tiempo, por más que el otoño estuviera avanzado.
—Cada día está peor —dijo Léptines en un momento determinado.
—A mí no me lo parece —respondió Filisto.
—¿Que no te lo parece? Pero ¿qué dices? Dejó a Biton solo en Motia sin una razón. Nuestras vidas no cuentan ya para nada, lo único que cuenta para él es conservar el poder. Y en cuanto a Aristómaca…
—Has dicho que no querías hablar más de ello.
—Pues he cambiado de idea. En cuanto a Aristómaca… Me parece que el hecho de casarse con dos mujeres a la vez fue un acto de suprema arrogancia, que provoca en cada una de ellas humillación, frustración y…
—No te sabía tan tierno y sensible, y en cualquier caso lamento desilusionarte, pero yo no lo creo —replicó Filisto—. Dionisio es un hombre muy atractivo, es fuerte como un toro y uno de los individuos más potentes del mundo. Las mujeres son sensibles a estas cosas, créeme. Y si quieres un consejo…
—No lo quiero.
—Te lo daré igualmente. Escúchame bien. Las mujeres se aburren en la reclusión del gineceo y es normal que así sea. Imagina que tienes que estarte encerrado entre cuatros paredes durante la mayor parte de tu vida… Y por ello buscan instintivamente la forma de divertirse y sí mantienen una conversación tienden a exagerar sus impresiones, los sentimientos, los problemas hasta agigantarlos. En realidad, se trata casi siempre de cosas nimias. Esas dos muchachas tienen todo cuanto una mujer podría desear: una casa magnífica, un marido semejante a un dios, que tiene fuerza y vigor más que suficientes para ambas; tienen joyas, hijos, comida, doncellas, lecturas, música. Cuando aparecen en público son el centro de atención de miles y miles de personas, admiradas como divinidades… No hay nada que halague más a una mujer que la admiración de los demás.
—Aristómaca no es feliz —replicó Léptines, y se volvió del otro lado, fingiendo mirar a un par de trirremes que estaban atracando en la dársena.
Filisto permaneció en silencio concentrándose en apariencia en la lubina asada que le habían servido. Y tampoco Léptines abrió la boca durante unos minutos.
—Dime una cosa —prosiguió finalmente Filisto—. ¿Tuviste una historia con Aristómaca antes de que Dionisio la pidiera por esposa?
—¿Y crees que te lo diría a ti, de ser cierto?
—¿Por qué no? ¿Te he hecho alguna vez algo malo?
—Jugábamos juntos, cuando éramos niños, en el patio de vecindad de nuestras casas. En aquel momento Dionisio estaba en la montaña en casa de nuestro tío Demareto para curarse de una tos pertinaz.
—¿Es todo?
—Es todo.
—¿Cuántos años teníais?
—Yo once y ella nueve.
—Y os prometisteis amor eterno.
—Algo por el estilo.
Filisto suspiró.
—Por Zeus, eres el segundo hombre más poderoso de Sicilia, mandas una flota de ciento veinte naves de guerra y veinticinco mil hombres. Has matado en tu vida a cientos de personas y has herido a otras muchas, te has jodido a cientos de mujeres de todo tipo y color y…
—Déjalo —le interrumpió Léptines—. Es mejor así… Tengo que irme. Gracias por la cena.
—Ha sido un placer —respondió Filisto—. ¿Te veré en alguna parte?
—No por un tiempo. Salgo con la flota.
—Bien. Es una actividad menos peligrosa que cultivar ciertos pensamientos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Léptines.
—Lo sabes muy bien. Buena suerte.
Léptines hizo apenas un gesto con la cabeza, luego bajó al puerto y se hizo llevar a bordo de la Boubaris.
Himilcón se presentó ante Himera y los habitantes se rindieron espontáneamente. No llegaban a una quinta parte de los que habían sido y ni siquiera pensaron en presentar resistencia contra un enemigo tan feroz e implacable.
El ejército cartaginés prosiguió, así pues, en dirección a Mesina acampando a unos veinte estadios aproximadamente de la ciudad. Los mesineses hicieron evacuar a los hijos y a las mujeres, mandándolos a la montaña a casa de parientes y de amigos o a sus propiedades de la periferia, tras lo cual agruparon sus fuerzas en un punto, entre el mar y las montañas, en el que el camino era estrecho, decididos a impedir el paso al enemigo. Pero Himilcón fue más allá con la flota y desembarcó otro ejército justo en el puerto. La ciudad, casi indefensa, cayó sin necesidad de lucha y fue entregada al saqueo y a la destrucción. Entre los hombres válidos se salvaron en total unos cincuenta, que cruzaron a nado el estrecho, y llegaron a Rhegion. La hazaña pareció tanto más excepcional cuanto que desde entonces se convirtió en una prueba de competición que se disputaba cada vez que era el aniversario de la primera travesía y era propiciada por una ceremonia en honor a Poseidón, el dios del mar.
Himilcón se puso a la cabeza del ejército de tierra y avanzó hacia el sur, hacia Catania, después de haber dejado el mando de su inmensa flota al almirante Magón.
Ni siquiera una fuerte erupción del Etna consiguió detenerlo. Una gran colada de lava había llegado hasta el mar, levantando una columna de vapores tan impresionante como el penacho de humo que ascendía del volcán. Pero Himilcón dio muestras de no temer nada e hizo pasar al ejército por detrás de la montaña encendida, alcanzando de nuevo el camino de la costa en las proximidades de Catania. Y allí se unió a la flota.
Dionisio decidió ir a su encuentro y reunió las fuerzas que tenía disponibles, mandando llamar asimismo a la flota de Léptines. Pero antes pasó a despedirse de sus mujeres. De las dos al mismo tiempo, como de ordinario, para no provocar sus celos. Pero sabía que Aristómaca, la siracusana, estaba en estado y le dirigió unos afectuosos ruegos.
—Cuídate, estoy muy ansioso por ver a nuestro nuevo hijo cuando nazca.
—¿De veras? —repuso ella sonriendo—. ¿De veras tienes ganas de verlo? He sentido cómo se mueve.
—¿Para cuándo está previsto que nazca?
—Para dentro de seis meses lo más tarde.
—Pues, entonces, nacerá en tiempo de paz. Y que los dioses me oigan.
Doris, la otra esposa, le trajo al pequeño Dionisio para que le diera un beso y le susurró al oído:
—Estoy segura de que también el hijo de Aristómaca se parecerá a ti como él.
Dionisio la miró con una expresión extraña y Doris bajó la mirada.
Las besó a ambas en la boca, luego trató de besar al niño, pero el pequeño se echó a llorar.
—¿Por qué lloras cada vez que me acerco a ti? —le preguntó Dionisio, irritado.
—Porque te ve poco —respondió Doris—. Porque llevas barba y armadura.
Dionisio asintió en silencio y salió escoltado por sus mercenarios.
Convocó la primera reunión del Estado Mayor en su tienda a escasa distancia de las líneas enemigas. Tomaron parte en ella su suegro Hiparinos, Yolao —que mandaba una división de tropas de asalto—, Filisto, los comandantes de los aliados italianos y Léptines, que había vuelto de Catania.
—He decidido atacar —comenzó diciendo—. Tenemos que infligirles tal daño que se vean obligados a regresar a Cartago para pasar allí el invierno. El punto crucial es la flota. Sin las naves que le reabastecen, un ejército tan enorme no puede sobrevivir. —Se dirigió a Léptines—. Tú atacarás desde alta mar, en formación compacta, y tratarás de hundir el mayor número posible de navíos. No te dejes llevar por el frenesí. Medita atentamente cada uno de tus movimientos y ataca sobre seguro. Y sobre todo, no malgastes las fuerzas, por ninguna razón. Nosotros nos alinearemos en la playa para dar a Magón la impresión de que está atrapado entre nuestras fuerzas de tierra y de mar. Pero en esta fase serás tú quien se enfrente al enemigo. Y serás inferior en número, no lo olvides.
Léptines se picó por aquellas órdenes y aquellas recomendaciones. Él era el comandante en jefe de la flota y sabía lo que se hacía.
Dionisio insistió.
—Mantén compactas tus naves; ellos cuentan con una gran superioridad numérica.
—Comprendido —respondió Léptines no sin cierto fastidio. —Comprendido.
—Mejor así —replicó a secas Dionisio—. Buena suerte.
Al día siguiente Léptines, a la cabeza de una escuadra de treinta penteras, cruzaba al sur de Catania. El resto de la flota siracusana, ciento diez trirremes, le seguía en una larga fila en líneas de a cinco. De repente vio la vanguardia de la flota de Magón avanzar cerca de la costa en dirección contraria a la suya. Eran unas cincuenta unidades en total. A lo lejos se veían centellear las lanzas de los guerreros de Dionisio formados en la línea de la playa, en un frente de casi un estadio.
Llamó al segundo en la escala de mando y le ordenó que indicara al resto de la flota que se pusiera en línea de combate con las naves desplegadas en doble línea. Los comandantes de cada una de las unidades individuales, tras ver la señal de la nave capitana, comenzaron a maniobrar para colocarse en línea con la proa mirando a tierra.
Mientras tanto, Léptines viendo que las unidades cartaginesas estaban bastante distanciadas una de otra y aparentemente en dificultades por el reflujo de las olas de la costa, pensó que aquella era la ocasión irrepetible para hundirlas y dejar en minoría al enemigo. Dio orden a las penteras de que le siguieran.
El segundo oficial reaccionó, desconcertado.
—Comandante…
—Ya has oído mi orden —recalcó Léptines—. Ataquemos. Que los demás vengan detrás de nosotros.
—Comandante, los otros no están aún alineados y las órdenes son permanecer compactos. Yo…
—¡Estamos en el mar y quien da las órdenes aquí soy yo! —gritó Léptines—. ¡Ritmo de ataque con el espolón!
El oficial obedeció e hizo un gesto al cómitre que comenzó a acelerar el ritmo de la boga dando fuertes redobles de tambor. La Boubaris se lanzó hacia delante hendiendo las olas con el rostro de tres remates, seguida de las otras unidades.
Poco después un vigía fue al encuentro de Dionisio, formado en el extremo del ala izquierda.
—Heguemon —gritó—. Léptines está atacando a los cartagineses con las penteras.
—No, te equivocas. No puede ser —respondió Dionisio palideciendo de la cólera.
—Ven a verlo tú mismo, heguemon. Desde aquí la situación no es clara.
Dionisio espoleó a su caballo y fue detrás de él espoleando hacia la cima de la colina. Apenas la hubo alcanzado, no le cupo ya ninguna duda.
—Bastardo… —masculló entre dientes.