Dionisio regresó a Siracusa antes de que llegara el mal tiempo. Biton quedó de guarnición en Motia con una parte de los mercenarios y Léptines permaneció con ciento veinte naves de la flota, con el cometido de interceptar y hundir a cualquier nave cartaginesa que intentase un desembarco. El programa de Dionisio era volver al año siguiente con una nueva expedición y atacar a las otras ciudades púnicas de la isla —Palermo, quizá, y Solunto— y por esto no quería que llegase ayuda alguna de África.
Filisto salió a recibirle a la entrada de la ciudad con un pequeño cortejo de notables, pero el verdadero recibimiento se lo tributó la población mientras pasaba por las calles y por el ágora, directo a la Ortigia. Le aclamaban como a un héroe y él se sintió finalmente satisfecho, colmado por lo que había deseado y perseguido durante tantos años.
—Las cosas han ido como querías —le dijo Filisto al entrar aquella noche en su alojamiento privado.
—Por ahora sí. Solo espero que Léptines no cree problemas. Es demasiado fogoso, vehemente, no reflexiona lo suficiente. Y en la guerra el mínimo error puede costar muy caro.
—Es cierto, pero Léptines es así y fuiste tú quien le confió el mando supremo de la flota.
—¿A quién si no? Es mi hermano.
—En efecto. Este es el problema para quien gobierna solo. No puede confiar en casi nadie, por eso debe esperar que sus parientes más estrechos, fatalmente destinados a convertirse también en sus más estrechos colaboradores, estén a la altura de sus cometidos.
—También están los amigos de la Compañía, como Biton, que ocupa Motia…
—Como Yolao… y como Dorisco —agrego Filisto—, antes de que lo matasen.
—Y también tú, si no me equivoco —añadió Dionisio—. Si querías echarme un discurso sobre la soledad del tirano puedes darte por satisfecho. Sí, algunos de mis mejores amigos están muertos, de todos modos no estoy solo: tengo otros muchos y tú mismo has podido ver cómo me ha recibido el pueblo.
—El pueblo… te hará pedazos y te echará a los perros tan pronto como la fortuna te dé la espalda y te falte el dinero para pagar a los mercenarios. Lo sabes muy bien.
—Pero esta es la gran innovación, ¿es que no lo comprendes?
Los mercenarios saben que sus generosas pagas y sus prerrogativas dependen de mí y yo sé que mi seguridad depende de ellos. Es una relación basada en la conveniencia y el interés mutuos. La más sólida.
—¿Por esto me has nombrado el último en la relación de tus amigos? —preguntó Filisto en tono burlón.
—Porque estás aquí, presente —respondió Dionisio—. ¿No te parece obvio?
—Claro, claro… Pero te veo cambiar cada día y no precisamente para mejor. Has hecho matar a los residentes griegos de Motia.
—¡No me han dado otra elección! —gritó—. Les hice saber que podían pasarse a nuestro lado. ¡Ellos se lo han buscado!
—Lo has querido tú —replicó Filisto, impasible.
—¡Maldita sea! —espetó Dionisio—. Otra vez con las influencias de ese sofista ateniense…
—Sócrates ha muerto —respondió Filisto a secas—. Y no era un sofista.
—¿Muerto?
—Sí. Y hace bastante tiempo. ¿No lo sabías? Le condenaron a tomar cicuta.
—Ah —respondió Dionisio—. ¿Y bajo qué acusación?
—De pervertir a la juventud y de introducir nuevas divinidades. Sucedió después de que Trasíbulo perdiera el poder en Atenas.
—Una acusación extraña. Es evidente que detrás había alguna otra cosa. De todos modos, tu filósofo fue condenado por un gobierno democrático. Como ves, también una democracia puede ser tan intolerante y liberticida como el gobierno de un hombre solo. Mejor dicho, más. Yo no mato a los filósofos, por más que no los soporte.
Filisto no dijo nada y Dionisio cambió de conversación.
—¿No ha sucedido nada en mi ausencia? ¿Novedades?
—Todo en orden. Los trabajos han sido ultimados, también en la fortaleza Euríalo, la gente está bastante tranquila, a los exiliados de Rhegion no se los toman por el momento muy en serio.
—¿Nada más?
—Sí, una visita.
—¿De quién?
—Un ateniense, se llama Jenofonte. Tiene más o menos tu edad. Era un discípulo de Sócrates…
—Entonces, mándalo a hacer gárgaras.
—Es alguien que llevó a cabo una empresa increíble… Mandó la retirada de los Diez Mil.
—¿Él? ¿Ese que llegó hasta Babilonia y que luego… ?
—El mismo.
Dionisio suspiro.
—Quería pasar esta noche con mis mujeres. Imagino que tendrán ganas de verme y yo deseo verlas a ellas.
—Puedes hacerlo tranquilamente. Las muchachas se divertirán muchísimo escuchando semejantes aventuras increíbles. No tienen muchas distracciones…
—¡Me tienen a mí, por Zeus!
—Tú no eres una distracción.
—Cierto. Pero, entonces, debes estar presente también tú.
Filisto asintió.
—Claro que lo estaré. No quiero perderme ese relato. Es la más grande aventura de todos los tiempos, que yo sepa.
—Un ateniense que vive en Esparta y es amigo personal del rey Agesilao. Los espartanos han derrotado y humillado a tu ciudad. ¿Qué debo pensar de ti? —preguntó Dionisio.
Jenofonte le miró fijamente con sus ojos claros e inexpresivos. Era un hombre apuesto, de físico atlético, anchos hombros, barba bien cuidada, melena espesa y muy oscura, ni demasiado larga ni demasiado corta, elegante pero no acicalado. En una palabra, un conservador.
—Han sido los demagogos aventureros quienes han llevado a la ruina a mi ciudad. Los conservadores siempre han buscado un entendimiento con Esparta, y de haber sido por ellos esta guerra no se habría producido nunca. Admiro a los espartanos y comparto sus valores de frugalidad, honor y moderación.
Dionisio asintió por cortesía, luego miró a Aristómaca y a Doris y comprendió que se aburrían oyendo hablar de política. Así pues, fue al grano.
—Parece que viviste una aventura increíble. Nos gustaría escucharla, aunque muchos te lo habrán pedido ya.
Jenofonte se mandó al coleto un sorbo de vino y comenzó:
—Cuando los demócratas al mando de Trasíbulo reconquistaron Atenas con un golpe de mano militar, yo me encontré combatiendo en el bando equivocado. A los veintisiete años no tenía ya un futuro político en mi ciudad, por lo que acepté la invitación de un amigo mío que se había enrolado como oficial mercenario a las órdenes de Ciro, el hermano menor del emperador de los persas. Ciro quería derribarlo y convertirse en emperador en su lugar y pidió ayuda a los espartanos.
—La tentación para ellos era grande. Esparta ganó la guerra contra Atenas gracias en parte al dinero que le proporcionaba Ciro de contínuo. Si luego se convertía en rey en vez de su hermano, le debería el trono a quien le hubiera ayudado. Por otra parte, el gobierno espartano era aliado oficial del Gran Rey y no podía permitir que se descubriera que ayudaba a su hermano menor en un intento de usurpación. Así se encontró la manera de lanzar la piedra y de esconder la mano, como se suele decir.
Dionisio le interrumpió.
—Déjame adivinarlo: los espartanos le hacen saber a Ciro dónde había un ejército mercenario disponible y mientras él lo enrolaba le dieron la espalda.
—Más o menos, pero no se limitaron a esto. El comandante de este ejército mercenario, un hombre duro llamado Clearco, era buscado oficialmente por homicidio en Esparta, pero en realidad era un agente espartano.
—Genial —comentó Dionisio—. Y luego dicen que los espartanos son burdos.
—Pero cuando nosotros estábamos ya casi en Siria, mandaron por vía marítima a un oficial regular, un comandante de batallón llamado Querísofo.
—He oído hablar de él a uno de mis mercenarios. Parece que era un oficial excelente.
—Y un querido amigo… El mejor que yo haya tenido nunca.
Aristómaca y Doris intercambiaron comentarios en voz baja, probablemente sobre el aspecto del invitado, que reanudó su narración.
—El objetivo de nuestra expedición era secretísimo, pero cuando llegamos al desierto de Siria los soldados se plantaron; dijeron que no darían un paso más si no se les decía adónde se iba y a hacer qué. Ciro tuvo que descubrir su plan; dijo la verdad y prometió a todos la riqueza para el resto de su vida. Fue fácil convencerlos y así nos adentramos en aquel inmenso país. A menudo íbamos de caza: avestruces, gacelas y antílopes, ayutardas. Había animales de todo tipo…
—¿También leones? —preguntó Doris.
—Los hay, pero nosotros no encontramos ninguno. Las partidas de caza continuas casi los han exterminado. Vimos cosas extraordinarias: el manantial de bitumen de Karmanda, que desemboca en el Eufrates, palmeras altísimas con grandes y sabrosos dátiles y otros muchos árboles frutales.
—¿Estuviste en Babilonia? —preguntó Dionisio.
—No —respondió Jenofonte—, pero llegamos cerca… Una mañana, en las proximidades de una aldea llamada Kunaxa, apareció ante nosotros de improviso el ejército del Gran Rey. Eran cientos de miles, infantes y jinetes de muchas naciones: persas, etíopes, carducos, asirios, medas, mesinecos, armenios. Levantaron una gran polvareda, una nube blanca, a lo largo de cuatro o cinco estadios a través de la llanura. Luego cuando comenzaron a acercarse, aparecieron las filas, centellearon las armas y los escudos, se dejaron oír gritos salvajes en todas las lenguas, redoblaron los tambores. Avanzaron los carros de guerra de ruedas falcadas, construidos para segar la vida de los hombres como si fueran espigas de trigo… Era un espectáculo espantoso…
—¿Y vosotros qué hicisteis? —preguntó Dionisio poniendo personalmente de beber a su invitado.
—Ciro quería que atacásemos al centro para dar muerte al rey. —Es decir, a su hermano —comentó Dionisio.
—Exactamente. Para ellos es algo normal, se trata de cuestiones dinásticas. Pero Clearco se negó y atacó todo recto delante de él. Conseguimos romper el frente y volvimos por la tarde al campo de batalla pensando que habíamos vencido, pero encontramos el cuerpo de Ciro decapitado y empalado…
Doris y Aristómaca parecieron impresionadas por aquella imagen.
—Quizá sea mejor que estas dos señoras se retiren —dijo Filisto, que no había dicho nada hasta aquel momento—. Creo que a partir de ahora el relato será muy impresionante y una de ellas está embarazada.
Aristómaca, que no lo estaba, agachó la cabeza, luego dijo orgullosamente:
—Yo puedo quedarme.
Dionisio hizo un gesto de que estaba de acuerdo y Doris fue conducida por las doncellas a su aposento.
Jenofonte reanudó su relato, narrando la interminable retirada de la que había sido protagonista, en pleno invierno, a través de Armenia y el Cáucaso.
Desfilaron ante los ojos de los mudos oyentes paisajes grandiosos y terribles, ciudades muertas, ríos de aguas turbulentas, picos excelsos cubiertos de nieve que horadaban el cielo, y también los combates a vida o muerte con salvajes feroces, escenas de tortura, saqueos ejecuciones sumarias, fugas precipitadas…
Jenofonte era un narrador formidable, y mientras hablaba sus ojos cambiaban de expresión y casi de color. Era como si reviviese las cosas que estaba contando. Describió el interminable vagabundeo sin meta por un inmenso desierto de nieve, los hombres que morían congelados, muchos que se habían quedado ciegos a causa del sol de las alturas, los muertos insepultos, los heridos y los enfermos abandonados.
Y finalmente llegó al epílogo de aquella marcha desesperada.
—Estaba yo en la retaguardia con mi destacamento de jinetes cuando oí un ruido, gritos procedentes de la cabeza de la columna. Pensé que nos habrían atacado y salté sobre el caballo espoleándolo a toda velocidad seguido de mis hombres, y a medida que avanzábamos veía a mis compañeros gritar, llorar, arrojar al aire las armas como locos de alegría. Y el grito se hacía cada vez más fuerte y próximo y resonaba entre aquellos picos nevados: «¡El mar! ¡El mar!». —Jenofonte suspiró—. Estábamos salvados. 0 al menos eso creíamos…
Le escucharon hasta una hora tardía, cuando todos se retiraron cansados de la larga velada. Dionisio hizo acompañar al invitado a su aposento y luego fue a donde estaba Aristómaca. Aquella noche era su turno.
Al día siguiente almorzó con Jenofonte y acompañado de Filisto.
—Me habían dicho que comíais tres veces al día —dijo el huésped—, pero pensaba que eran simples habladurías.
—Y que no dormíamos nunca solos —añadió Dionisio sonriendo—. Esta es la costumbre aquí en Occidente. Sé que en Esparta se contentan con su sopa de caldo negro para cenar y nada más. Me pregunto cómo pueden tener fuerzas para marchar y combatir.
—Su organismo está acostumbrado desde hace siglos a exprimir toda la energía de una comida pobre y sencilla. De este modo su mantenimiento es bastante poco costoso. Además, nadie conoce la receta del caldo negro. No se sabe qué contiene.
—Y me dicen que duermen con la mujer un par de veces al mes en total. Pero ¿es cierto?
—Muy cierto —confirmó Jenofonte.
—¡Ah! Esto no es vida. Yo tengo dos mujeres, como has podido ver, las dos me hacen compañía y ninguna se queja.
—Sería más correcto decir que ninguna se atreve a quejarse —observó irónicamente Filisto.
Jenofonte hizo un mohín que habría podido ser una sonrisa.
—Ya sé que vosotros los de la metrópolis nos consideráis medio bárbaros a nosotros los de las colonias. Pero os equivocáis. El futuro del helenismo está aquí. Es aquí donde están los recursos, los hombres, las ideas innovadoras. Deberías ver nuestras naves, nuestras máquinas de guerra. Hoy Filisto te enseñará las fortificaciones… Cuando vuelvas a Esparta, cuenta lo que has visto entre nosotros.
—Lo haré sin duda —respondió Jenofonte—. Es cierto que vuestras costumbres pueden sorprender a alguien, pero no a mí. Yo he visto tantas como no os podéis imaginar. Los mesinecos, por ejemplo, hacen en público lo que nosotros hacemos en privado: fornican, van de vientre… Y hacen en privado lo que nosotros hacemos en público: hablan a solas.
—Interesante —comentó Filisto.
—¿Y qué me dices del nuevo rey Agesilao? —le interrumpió Dionisio, llevando la conversación a asuntos que eran de su interés.
—Es un hombre valiente y honesto, a quien le importa el destino de los griegos allí dondequiera que se encuentren.
—Y, por consiguiente, no puede sino apreciar mis esfuerzos contra los bárbaros del oeste.
—Sin duda. Sobre esto no tengo ninguna duda.
—De necesitar otros mercenarios…
—Hay tantos en el Peloponeso, hombres que no saben hacer otra cosa que combatir. Los conozco bien. Son, en cualquier caso, los mejores; arrojados hasta la temeridad. No se sienten atados a ningún lugar en particular, están dispuestos a seguir a cualquiera que les prometa dinero, aventura, riesgo. Cuando un hombre vive emociones tan fuertes e intensas, ya no puede adaptarse a una existencia normal.
Intervino Filisto.
—¿Y tú? ¿Cómo te sientes? ¿Puedes volver a adaptarte a una vida normal?
—Oh, sí, por supuesto —respondió Jenofonte, tras haber meditado en silencio unos instantes—. Yo no fui quien buscó esa aventura. Fue ella la que me buscó a mí. Contribuí a ella. Pero ahora quisiera dedicarme a mis estudios, a mi familia, a la caza y a la agricultura. Cierto que mi sueño es volver a la patria, como un hombre honrado, pero en los actuales momentos ciertamente no puedo. Han matado a mi maestro… quizá me matarían también a mí.
—¿Escribirás el diario de tu expedición? —preguntó Filisto.
—Tomé apuntes durante el viaje. Quién sabe, quizá un día, cuando disponga de tiempo…
—Te hace esta pregunta porque él esta escribiendo una historia —intervino Dionisio ¿No es cierto, Filisto? Una historia de Sicilia, en la que habla también de mí. Aún no sé de qué modo.
—Lo sabrás a su debido tiempo —dijo Filisto.
El huésped ateniense se quedó unos días más, durante los cuales visitó las maravillas de la ciudad. No le enseñaron las latomías, las cuevas en las que habían muerto tantos de sus compatriotas. Por más que viviera en Esparta y fuera un exiliado, seguía siendo a pesar de todo un ateniense.
El resto del invierno transcurrió tranquilo, marcado por los despachos casi aburridos de Léptines que informaban a Dionisio de las operaciones estancadas en la Sicilia occidental. Cartagineses no se veían y era improbable que se presentaran antes del verano, por lo que decían los espías.
Los informadores de Dionisio le hacían saber, además, que Léptines pasaba el tiempo divirtiéndose con muchachas bellísimas, comidas y vinos exquisitos, fiestas y orgías. Pero este era el carácter de Léptines, a fin de cuentas.
Avanzada la primavera, Doris dio a luz.
Un varón.
Las nodrizas y amas de leche se lo enseñaron inmediatamente. Era un niño sano, sin ningún defecto.
Se enviaron despachos a Esparta, Corinto, Lócride, patria de la recién parida. El mundo debía de saber que Dionisio tenía un heredero que llevaba su nombre.
Mucho se discutió en Siracusa sobre la primacía de la mujer italiana, que ahora era madre del heredero y, por tanto, asumía, por las circunstancias, el rango de primera esposa. Sobre todo se hablaba mal de la madre de ella, la suegra italiana de Dionisio. Era aquella arpía la que se las había ingeniado para que Aristómaca pasara a un segundo plano. Y quizá le había administrado también, sin él saberlo, fármacos para impedir que quedara embarazada. Por lo menos no enseguida, no antes que su hija.
Aristómaca, de todos modos, se quedó en estado a su vez y dio a luz también a un varón, al que puso el nombre de su padre, Hiparinos.
Léptines, desde el cuartel general de la flota, le escribió una carta de felicitación.
Léptines a Dionisio, chaire!
¡Eres padre!
Y yo soy tío. ¡Tío Léptines!
¿Cómo me llamarán estos críos apenas sepan hablar? «¡Tío Léptines, tráeme un regalo, tío Léptines, cómprame esto, cómprame lo otro! Llévame a ver las carreras, llévame en barca a pescar. Déjame matar a un cartaginés».
No veo llegar la hora. Y tú ¿cómo te sientes?
¡Tienes herederos, tienes descendencia, por Heracles! Algo de ti sobrevivirá en cualquier caso, si no la fama.
¿Cómo educarás a tu primogénito, al niño al que has puesto tu nombre? ¿Harás de él un guerrero como nosotros? ¿Un exterminador de enemigos? Creo que no. No será posible. No te hagas ilusiones, no puede ser lo mismo.
Nosotros crecimos en la calle, hermano mío, descalzos y medio desnudos. Él no puede.
Nos liábamos a pedradas y a trompazos con los de la Ortigia. Volvíamos a casa por la tarde llenos de morados y contusiones y recibíamos otros de papá y de mamá. ¿Recuerdas? La calle es una gran maestra, no cabe duda, pero él es Dionisio II, ¡por Zeus!
Será criado por una multitud de nodrizas y ayas, preceptores, entrenadores, adiestradores, maestros de esgrima, maestros de equitación, maestros de griego, maestros de filosofía.
Ya se encargarán ellos de estimularle, de castigarle, de decirle qué debe o no debe hacer. Tú no tendrás tiempo; estarás demasiado ocupado en que no te la endiñen nuestros conciudadanos en la patria y en joder a esos cara de culo de cartagineses en el extranjero.
Estarás ocupado en hacer que te levanten estatuas un poco por todas partes, en negociar bajo cuerda con aliados y enemigos, en recaudar tributos, en enrolar mercenarios.
Pero si alguna vez tuvieras un poco de tiempo, coge a tu hijo sobre tus rodillas. Aunque no sea hijo de Areté. Cógelo sobre tus rodillas y cuéntale la historia de un muchacho que creía en la lealtad, en el honor, en el valor y en la gloria, un muchacho que quería recorrer un camino impracticable y fatigoso hacia un destino de grandeza y que luego perdió su alma en las intrigas del poder, en los resentimientos y en el odio. Se olvidó de sí mismo y de los demás, llegó a tal punto de presunción que se casó con dos mujeres, que sin embargo consiguieron ser para él, ambas, unas esposas afectuosas y fieles.
Doris es la madre del heredero. Aristómaca, no. Y es sobre todo ella la que sabe que ninguna mujer podrá borrar nunca de tu corazón el recuerdo de Areté. Dale también un poco de afecto a ella.
Estoy prácticamente borracho y si no lo estuviera no te escribiría lo que voy a decirte: ¿recuerdas la aparición en la cueva de Henna? ¿La muchacha con el peplo que era la misma que viste en las fuentes del Anapo?
Ella no es Areté. Es la muchacha que personifica a Perséfone cada año en la fiesta de primavera y que los sacerdotes mantienen escondida durante el resto de meses en la necrópolis rupestre del nacimiento del río. Cuando envejezca la sustituirán por una más joven.
Areté está muerta.
La vengaste.
Basta.
Dedica el resto de fuerza mental o de alma, como quieras llamarlo, a aquellos que te han quedado.
Muchos de nuestros amigos han muerto combatiendo en tus guerras. Otros morirán… Piensa también en ellos y tú mismo serás distinto. Te sentirás mejor rodeado por el recuerdo de quien te ha amado que por las jetas de tus lanceros campanios.
Si esta carta llegara alguna vez a tu mesa, me harías cortar las pelotas por tus esbirros. Por eso quizá no te la remita. En cambio, si la recibieras, quiero decirte que una vez sobrio pienso exactamente lo mismo que borracho.
Espero que estés bien de salud.