Dionisio decidió esperar al final de la cosecha de cereales antes de dar comienzo a la guerra, con objeto de que no hubiera deserciones entre los aliados debidas a las exigencias de la agricultura, y mientras tanto envió a Cartago una embajada con un ultimátum: debían ser devueltos sin pago de rescate los prisioneros y el gobierno de la ciudad debía reconocer la independencia de las ciudades griegas destruidas en las guerras anteriores. Dionisio sabía por sus informadores que la capital púnica se había visto muy debilitada por la peste, pero infravaloró el orgullo del enemigo.
En Cártago, el gobierno se reunió para deliberar y casi inmediatamente decidió rechazar la arrogante imposición del tirano siracusano. Himilcón fue nombrado nuevamente comandante en jefe y encargado de dirigir la guerra con cualquier medio. Se sabía de los grandes preparativos de Dionisio y el temor que se había extendido era que, tras haber conquistado Sicilia, decidiera desembarcar en África. Había que aniquilarle antes de que se volviera demasiado peligroso.
Entretanto, habían llegado a Siracusa los aliados italianos, mientras los rhegianos y mesineses mantenían un actitud entre la indiferencia y la hostilidad. Es más, se temía que Rhegion se aliara con los cartagineses con tal de humillar a la aborrecida potencia de Siracusa. Todo estaba listo: doscientas naves de combate, entre ellas treinta penteras recién salidas del astillero, fueron puestas a las órdenes de Léptines. Erguido en la proa de la Boubaris pasó revista a la inmensa armada que levaba anclas para dirigirse rumbo a Drepano, en la Sicilia occidental. Seguían quinientas naves de transporte con víveres, agua y las piezas desmontadas de las nuevas máquinas de guerra.
El ejército de tierra estaba compuesto por cuarenta mil infantes y tres mil jinetes, la armada de casi otros tantos. Entre ellos estaba gran parte de los supervivientes de Selinonte, Agrigento, Himera y los fugitivos de Gela y de Camarina.
Ninguno de ellos había olvidado.
Dionisio les arengó después de haberlos reunido y formado delante de la puerta de poniente.
—¡Hombres! —gritó—. ¡Sicilianos e italianos de las ciudades helénicas de Occidente! Por fin ha llegado el momento de vuestra venganza. ¡Ha pasado mucho tiempo, casi diez años, desde el día en que visteis como arrasaban vuestras ciudades, aniquilaban a vuestros hijos, forzaban y mataban a vuestras esposas! —La voz pareció quebrársele mientras gritaba aquella última frase—. Yo prometí entonces a muchos de vosotros que les devolvería a casa, que reconstruiría sus ciudades, que vengaría a sus muertos.
—Hubiera querido hacerlo mucho antes, creedme, sé perfectamente lo que habéis sentido porque yo mismo lo he sentido en mi propia carne. Yo fui el primero en socorrer a los selinontinos, estaba en Himera y en Agrigento y sufrí la amarga derrota de Gela, no por mi culpa, sino por la adversa fortuna y por la traición.
—Aquellos de vosotros que aquel entonces tenían veinte años tienen ahora treinta, los que tenían treinta tienen ahora cuarenta, pero estoy seguro de que vuestro odio y vuestra sed de venganza no han hecho sino aumentar en este tiempo, más que disminuir. Sé que combatiréis sin ahorrar fuerzas, que nada podrá detener vuestro ímpetu cuando embracéis el escudo y empuñéis la lanza.
—No es esta una guerra como tantas otras, encuentros sangrientos entre hermanos por mezquinas rivalidades, por pequeños intereses comerciales. Esta es la guerra de los griegos contra los bárbaros, como en Maratón, como en las Termópilas y en Salamina. ¡Como en Himera, y en Cumas, hace ochenta años! Toda Sicilia será griega, como es justo que sea. Fueron nuestros antepasados, que llegaron pobres y hambrientos de ultramar, quienes la transformaron, creando maravillosas ciudades, abriendo puertos y mercados, plantando olivos y sembrando trigo, levantando gloriosos templos a los dioses. Estos templos han sido saqueados y destruidos, las tumbas de nuestros antepasados profanadas, nuestras familias trastornadas y ultrajadas, nuestros hijos reducidos a la esclavitud.
— ¡Ahora basta! Ha llegado el día que os prometí. Desahogad vuestra rabia, hombres, acordaos de lo que padecisteis, recordad los gritos de vuestras mujeres violadas, el desgarro de vuestros hijos, que vieron segada su vida por las calles y en las casas, degollados en las cunas… ¡Vengad vuestro honor!
—No nos detendremos hasta que el último de nuestros enemigos haya sido arrojado al mar, hasta que la odiosa estirpe que ha destruido nuestras ciudades haya sido aniquilada.
— ¡Yo estaré con vosotros, marcharé con vosotros, comeré el mismo rancho, haré frente a las mismas privaciones y os juro, por los dioses de los infiernos y por mis recuerdos más sagrados, que no tendré paz hasta que no haya llevado a cabo esta empresa, aunque me cueste la vida!
Un estruendo acogió las palabras de Dionisio, el fragor de las lanzas golpeadas contra los escudos de bronce, rítmica, obsesivamente.
Pero él hizo una indicación de que deseaba seguir hablando y el fragor se atenuó hasta el silencio.
—Al servicio de los bárbaros —tronó— hay un puñado de traidores griegos, mercenarios que han decidido combatir contra su sangre a cambio de dinero. Yo les digo: «Abandonad a vuestros amos, uníos a nosotros como hombres libres y redimid vuestra vergüenza. ¡Si no lo hacéis pronto, vuestro castigo será tremendo, mucho más duro que el que les espera a los bárbaros! ¡Atentos, estamos llegando!.
Al sonido de sus palabras, que evidentemente debían de haber sido acordadas como señal, resonaron unos agudos toques de trompeta y el redoblar de los tambores dio la señal de partida, marcando el paso de la marcha.
El gran ejército desfiló entre dos hileras de ciudadanos y de habitantes del interior, llegados de todas partes para asistir al soberbio espectáculo. Dionisio en persona, montado en un caballo negro idéntico al que tenía la primera vez que había luchado contra los cartagineses, caminaba a la cabeza, cubierto gallardamente con una espléndida armadura, acompañado por el gigantesco Aksal y por su suegro Hiparinos, que cabalgaba un caballo bayo de relucientes crines.
Detrás venían los tres mil jinetes en columna de a cinco, y también detrás avanzaba la infantería pesada de línea divida por ciudades, en medio de un estallido de aplausos, de incitaciones, de cantos.
Como telón de fondo, por las espumeantes olas, desfilaba la escuadra naval, precedida por las gigantescas penteras que hendían las aguas con los grandes mascarones de tres remates, afilados como puntas de lanza.
Himilcón se dio cuenta enseguida de que esta vez el desafió era a vida o muerte y lo primero que intentó fue obligar a la flota de Léptines a volver atrás para defender Siracusa. Lanzó un ataque nocturno con una decena de naves ligeras contra el puerto Lakios y la dársena. Llegaron de forma inesperada, incendiaron los astilleros y los cascos de naves en construcción e intentaron un asalto a la fortaleza de la Ortigia, pero los mercenarios peloponesios que habían quedado de guardia en la plaza fuerte reaccionaron con gran coraje y determinación y los obligaron a replegarse. Inmediatamente después los siracusanos enviaron un navío veloz para advertir a Léptines de que el asalto había sido repelido y que no tenían ninguna necesidad de ayuda.
Mientras tanto, Dionisio había llegado al lugar desde donde quería lanzar el ataque a Motia, la plaza fuerte cartaginesa que se alzaba en una isla en el centro de la laguna de Lolibeo, unida a tierra firme por medio de un espigón.
Entre la laguna y mar abierta había otra isla alargada y baja de curiosa forma, de la que derivaba su nombre jarrete de Cabra, que dos estrechos brazos de mar separaban de tierra firme. El muelle había sido construido en sentido sur-norte al objeto de no obstaculizar la navegación, y los habitantes de Motia, apenas supieron que habían llegado las fuerzas enemigas, comenzaron a demolerlo para no dejar una vía fácil de entrada a las murallas.
Entrar en la laguna era relativamente fácil desde el sur, donde la profundidad del mar era suficiente para permitir el paso de las grandes naves de guerra, pero de hecho imposible por el norte, donde las aguas eran demasiado someras, con bajíos y ciénagas que solo los marineros fenicios y cartagineses del lugar conocían a la perfección. Léptines se detuvo en Drepano —el puerto de Érice, una ciudad de los élimos, que estaban habituados a acoger a todos aquellos a los que no estaban en condiciones de rechazar—, luego dividió la flota en dos: la naves de transporte fueron ancladas al sur, del lado del promontorio de Lilibeo; la flota de guerra entró, en cambio, en la laguna y atracó en las cercanías del promontorio septentrional, no muy distante del punto de inicio del muelle que unía Motia con Sicilia y que los motianos habían demolido parcialmente.
Dionisio dejó a la marina la tarea de restaurar el muelle y de comenzar el montaje de las máquinas de guerra y él mismo, a la cabeza de las tropas de tierra, invadió el territorio de Palermo y de Solunto, devastando los campos y saqueando las haciendas. Trató también de tomar al asalto las ciudades élimas de Segesta y de Entelia, aliadas de los cartagineses, pero sin lograrlo. A continuación decidió regresar ante Motia para volver a asumir personalmente el mando de las operaciones.
Entretanto, Himilcón, que ponía rumbo hacia alta mar, era constantemente informado de la evolución de las operaciones por los marineros motianos. Supo así que Léptines había varado sus naves para emplear a sus tripulaciones en la reconstrucción del muelle y lanzó a su flota al ataque.
Encontró primero a las naves de carga, en la zona de Lilibeo, y hundió a un buen número de ellas, pero al hacerlo echó a perder el efecto sorpresa. Léptines y Dionisio fueron informados de que se aproximaba la flota enemiga y mandaron dar la alarma y llamar a reunión a los marineros. Las naves fueron arrastradas al agua con grandes prisas y las tripulaciones lograron ocupar sus puestos a bordo antes de que Himilcón pudiera caer sobre ellos.
Léptines mandó por delante a un par de embarcaciones ligeras de reconocimiento y las noticias con que volvieron no alegraron a nadie.
—Están dispuestos en abanico con la proa mirando al norte y cierran la entrada de la laguna. Hemos caído en una trampa —contaron los exploradores.
—Todavía no —repuso Léptines—. ¿Dónde está mi hermano?
—El comandante está en el cuartel general.
—Entonces, llevadme allí.
Léptines se dejó caer dentro de la chalupa a remolque del Boubaris y alcanzó el cuartel general en la entrada del estrecho septentrional para dar cuenta de la situación.
Dionisio puso cara sombría.
—Yo habría mantenido un contingente de la flota fuera de esta maldita laguna. ¿Ahora qué hacemos?
—Lancemos las penteras y partámoslos en dos.
—En absoluto. Es justo lo que ellos quieren. Se han situado en ese estrecho paso para que nosotros no podamos desplegar nuestra superioridad numérica. Y no quiero exponer a nuevas unidades en una situación tan desventajosa. Las penteras necesitan espacio para maniobrar.
—¿Y a mí me lo dices? Yo soy el comandante de la flota —soltó
Léptines.
—Y yo soy el comandante en jefe. ¿Acaso lo has olvidado? —gritó más fuerte Dionisio—. ¿Es posible que tengas siempre que embestir con la cabeza gacha como un toro? Un movimiento equivocado y estamos jodidos. ¿Has olvidado cómo fueron las cosas en Gela? Estaba todo dispuesto de antemano, todo previsto, y al final perdimos. Tenemos la más grande flota y el más grande ejército que la nación griega haya reunido jamás: no podemos fracasar, ¿has comprendido? Precisamente ahora que el muelle está casi listo…
—Ahora oigamos como piensas arreglártelas, heguemon —replicó Léptines, pronunciando aquel apelativo con un tono irónico—, en vista que no se sale por el norte y si alguna nave encalla bloqueará a las demás.
Dionisio permaneció en silencio durante unos momentos, luego dijo:
—Pasemos por tierra.
—¿Qué?
—Sí. Construyamos una grada, la lubricaremos con grasa y arrastraremos las naves, una por una, hasta hacerlas descender al mar por la parte opuesta del promontorio.
Léptines meneó la cabeza.
—¿Y esta te parece una buena idea? No podremos poner en el mar más que una nave por vez. Si los cartagineses lo advierten, las hundirán una por una, a medida que vayan entrando en alta mar.
—No —respondió Dionisio—. Porque encontrarán una sorpresa esperándoles.
—¿Una sorpresa?
—Haz levantar una compuerta de mimbres y follaje en la orilla que da a mar abierta, de trescientos pies de largo y veinte de alto y verás.
Los trabajos dieron comienzo enseguida; mientras un grupo de marineros levantaba la compuerta, cientos de carpinteros ponían manos a la obra para construir la grada, una guía hecha de dos vigas paralelas de madera de pino que, partiendo de la orilla de la laguna, atravesaba el promontorio hasta descender a mar abierta del otro lado. Otros hacían disolver en grandes calderas grasa de cerdo y sebo de buey, con los que se untaban las guías para favorecer el deslizamiento. Las naves fueron primero alineadas en la grada y luego arrastradas con cabos, cada una por su propia tripulación, ciento cincuenta hombres de cada lado.
La construcción de la grada no era visible desde Motia, pero, cuando las naves empezaron a ser arrastradas a través del promontorio, los centinelas se dieron cuenta de lo que estaba pasando y comunicaron a Himilcón que el ratón estaba huyendo de la ratonera. El almirante púnico dio orden de izar velas, de meter los remos al mar y avanzar hacia septentrión, con la isla jarrete de Cabra a la derecha. De este modo permanecerían ocultos a la vista hasta el último momento y cuando los siracusanos se dieran cuenta de su llegada sería demasiado tarde.
Desde la nave capitana Himilcón indicaba a sus unidades que avanzaran simultáneamente y no se dispersaran, porque quería un impacto masivo y sincronizado contra las naves enemigas. Cuando aparecieron a la vista, Himilcón pudo contarlas: eran unas sesenta y por tanto la relación de fuerzas le era muy favorable. Una vez aniquiladas aquellas, desembarcaría, destruiría la grada e inmovilizaría a las restantes en la laguna, hasta hacerlas pudrirse u obligarlas a combatir.
Una vez doblado el cabo norte de la isla, viró resueltamente a derecha hacia la costa y cuando estuvo a la distancia adecuada ordenó a los cómitres el ritmo de boga para embestir con el espolón. En aquel momento las naves enemigas que tenían la proa mirando al oeste viraron a derecha como si quisieran tomar hacia el norte y también Himilcón ordenó la misma maniobra. Al hacer esto ofreció el flanco a la costa, en la que aparecía ahora, muy visible, una extraña estructura: una especie de compuerta hecha de cañas, esteras y hasta velamen de naves. Y sucedió lo imprevisible: la compuerta fue cayendo, segmento a segmento, revelando una línea de monstruos mecánicos nunca antes vistos, ingenios ya en posición de disparo con decenas de armeros en sus puestos de combate. Sonó una trompeta y, una tras otra, las enormes máquinas entraron en acción. La flota de Himilcón fue sometida a una lluvia de piedras lanzadas por las catapultas; las batistas, en cambio, reguladas para el tiro bajo, dispararon una nube de dardos de hierro macizo que hundieron las quillas bajo la línea de flotación y barrieron las cubiertas, sembrando muerte y terror.
Las máquinas habían sido reguladas para un lanzamiento alternado: tras las batistas disparaban las catapultas, mientras las primeras volvían a cargar.
Al mismo tiempo, la flota que había atravesado el promontorio realizó un amplio viraje para colocarse en posición de ataque con el espolón, pero mientras tanto Léptines había salido por el brazo sur de la laguna, arrollando a las pocas fuerzas que había para defenderlo con las treinta penteras seguidas de las otras naves, a fin de encerrar en una trampa a la flota de Himilcón.
Sin embargo, el almirante cartaginés, advertido por las señalizaciones de los motianos, viró de rumbo, evitó el mortífero disparo de la artillería y alcanzó alta mar, evitando así en una exhalación verse bloqueado entre el contingente de Dionisio y el de Léptines.
Al hacer esto, abandonó a Motia a su propia suerte; ese fue el agradecimiento para quienes le habían salvado del desastre total.
Gritos de alegría estallaron desde las toldillas de las naves griegas y desde la costa, donde los armeros habían hecho una demostración excepcional de sus formidables máquinas de guerra.
Desde las torres de Motia, los defensores de la ciudad observaron angustiados cómo la flota cartaginesa se perdía en el horizonte mientras, por la parte opuesta, las gigantescas máquinas que la habían puesto en fuga eran arrastradas hasta el inicio del muelle, que ahora unía nuevamente tierra firme con su isla. Sabían ya que morirían todos. Solo era cuestión de tiempo.
Dionisio dio la orden de atacar una mañana de finales de verano, despejada y tersa después de una noche de viento, y las máquinas de guerra avanzaron a lo largo del muelle chirriando y rechinando.
Las ballistas y las catapultas fueron las primeras en entrar en acción, ya desde el tramo final del muelle, tomando por blanco los bastiones de la ciudad y causando estragos entre los defensores; luego fueron a emplazarse en la parte norte de la isla, donde había más espacio, y dejaron el puesto a los arietes y a las torres de asalto.
Los habitantes de Motia sabían perfectamente qué era lo que les esperaba. Muchos de ellos habían tomado parte en las matanzas de Selinonte y de Himera y se prepararon para una defensa a ultranza. También ellos habían preparado eficaces contramedidas. Desde algunas torres de madera hicieron deslizarse de repente hacia el exterior unos largos maderos en balancín, de los que había colgados unos cajones desde los que los soldados lanzaban hacia las máquinas de los atacantes tinajas llenas de aceite y de nafta encendidos. Desde la otra formación se tomaron medidas para revestir las máquinas con pieles recién despellejadas y para apagar los conatos de incendio con cubos de agua de mar que pasaban de hombre a hombre con gran rapidez.
Durante cinco días consecutivos las murallas fueron el blanco de las máquinas de guerra, hasta que finalmente uno de los arietes consiguió abrir una brecha en el sector nororiental del recinto. Se adelantaron las torres de asalto que lanzaron pasarelas, y los griegos se precipitaron a través de la abertura penetrando en la ciudad, pero los motianos, favorecidos por las calles estrechas, presentaron una resistencia encarnizada batiéndose con rabiosa determinación casa por casa, callejón por callejón, levantando barricadas y arrojando todo tipo de proyectiles desde lo alto de los edificios que se alzaban como verdaderas torres hasta una altura de tres o cuatro pisos.
Los choques cada vez más feroces y sangrientos se prolongaron durante días y días. Los ataques comenzaban al amanecer, duraban sin cesar la jornada entera y solo se interrumpían al descender las tinieblas, pero a pesar de ello los progresos de los atacantes eran modestos. Dentro de aquel dédalo de callejuelas estrechas y tortuosas entre casas altísimas, les era casi imposible a los atacantes desplegar su superioridad numérica y la potencia de su armamento.
Al final Dionisio tuvo una idea. Reunió en su tienda a los jefes de los fugitivos selinontinos, himereses, geloas y agrigentinos, a su hermano Léptines y al jefe de los incursores, su viejo amigo Biton.
—Hombres —comenzó diciendo—, los motianos se han acostumbrado a nuestros ataques diarios y cada vez tienen tiempo de preparar nuevas formas de resistencia. Sus barricadas, levantadas en los estrechos callejones entre las altas paredes de las casas, son prácticamente insuperables. Sin embargo, los motianos, saben ahora que nuestros ataques se producen siempre de día y desde la torres de asalto a través de la misma brecha porque no hay espacio para emplazar torres en otros puntos de las murallas. Por tanto, hemos de sorprenderles… —Pidió que le dieran la lanza de uno de sus guardias y comenzó a trazar con la punta un esquema en la arena—. Atacaremos de noche, con escalas, en un punto completamente distinto. Aquí. Seréis vosotros quienes llevaréis a cabo la empresa. Una vez en las murallas deberíais dar cuenta fácilmente de los pocos centinelas que normalmente se encuentran en esa zona, tras lo cual os procuraréis otras escalas y las emplearéis a modo de pasarelas para llegar a los terrados de las casas más próximas a las murallas. Entraréis por los tragaluces y sorprenderéis a los habitantes durmiendo. Otros guerreros vendrán detrás de vosotros y tomarán el control de un sector cada vez más amplio de las murallas. Una flecha incendiaria será la señal de que vuestra empresa ha tenido éxito y en ese momento lanzaremos un asalto con el grueso de nuestras fuerzas, por el lado de la brecha. Los motianos no sabrán de qué parte defenderse, cundirá el pánico Y la ciudad caerá en nuestras manos. ¿Os veis con valor para lograrlo?
—No pedimos nada mejor —respondieron los comandantes.
—Muy bien. Léptines os hará trasladar con pequeñas embarcaciones de fondo chato, pintadas de negro. Las armas pesadas no os servirán; equipos de peltatas para todos, coseletes y escudos de cuero. El ataque tendrá lugar esta misma noche, porque hay luna nueva y porque podemos reducir al máximo el peligro de que la noticia se filtre. Ha llegado el momento de que os toméis cumplida venganza. Que los dioses os asistan.
—¿Lo conseguirán? —preguntó Léptines cuando hubieron salido.
—Estoy seguro —respondió Dionisio—. Y ahora vamos. Yo me quedare en espera de vuestra señal.
Léptines los desembarcó en un punto en que las murallas eran casi lamidas por el mar y estaban muy distantes de la brecha y, por tanto, bastante poco vigiladas. El primer grupo de incursores apoyó la escala y subió con gran sigilo. Pasó poco rato y dos de ellos se asomaron haciendo señal de que apoyaran las otras. El camino estaba expedito. Al cabo de poco unos cincuenta guerreros estaban sobre las murallas. Divididos en dos grupos, limpiaron la barbacana de los pocos centinelas en un tramo de un centenar de pies. Algunos de ellos se pusieron las armaduras de los motianos muertos y ocuparon sus puestos. Eran selinontinos que hablaban también su lengua.
Los otros siguieron haciendo subir a sus compañeros por las escalas de estacas hasta que se reunieron sobre las murallas cerca de doscientos hombres. Unos cincuenta de ellos se quedaron defendiendo el punto de subida, por el que seguían llegando sin descanso los guerreros desembarcados por las balsas de Léptines. Los otros descolgaron horizontalmente algunas escalas sobre las azoteas de las casas más adosadas a las murallas y comenzaron a pasar sobre ellas usándolas a guisa de puente. Luego abrieron las lucernas de las habitaciones y descendieron al interior.
Sorprendidos mientras dormían, los habitantes fueron exterminados. Una veintena de hombres defendieron las azoteas, luego las escalas fu ron apoyadas en otras casas y los asaltantes procedieron a su misión mortífera. Cuando se dio la alarma y los motianos se agolparon armados en las calles, empuñando antorchas y gritando con grandes voces para despertar a sus compañeros, algunas casas eran ya presa de las llamas y muchas otras estaban ocupadas por los enemigos, que mantenían vigilado el acceso por las murallas y seguían haciendo subir a otros compañeros.
Biton lanzó la señal convenida y Dionisio, ya listo en el muelle, hizo avanzar las torres de asalto y mandó adentro, por la brecha, a miles de guerreros que arrollaron a los pocos cientos de defensores que habían quedado de guardia.
En poco rato, las voces contradictorias de ataques múltiples en varias partes del recinto amurallado hicieron cundir el pánico dentro de la ciudad y los motianos se desparramaron en todas direcciones, muchos para defender las barricadas que cerraban la entrada a los callejones en los que vivían sus familias. Cuando el baluarte común aparecía perdido, cada uno se replegaba en el baluarte más particular, hasta que muchos se encontraron, como ya les sucediera a los selinontinos muchos años antes al defender las puertas de sus propias casas. Eran precisamente los selinontinos los más desenfrenados junto con los himereses. Los gritos desgarradores que herían sus oídos les traían otros a la mente, los de sus esposas e hijos moribundos, los de sus compañeros muertos o torturados. Echando espumarajos de rabia, fuera de sí por la excitación sanguinaria de la refriega, alterados por el fulgor de las llamas, se entregaron a una espantosa carnicería y al saqueo de aquella floreciente ciudad, centro de rico comercio entre África y Sicilia.
Dionisio, que había esperado hacer muchos prisioneros para venderlos como esclavos y recuperar así parte de los gastos de guerra, se dio cuenta de que había instigado en exceso a sus guerreros y trató de ponerle remedio. Mandó por todas partes heraldos que gritaban en fenicio a la población que se refugiara en los templos que también los griegos respetaban, los de Heracles-Melqart, el de Hera-Tanit y el de Apolo-Peshef. De este modo muchos se salvaron y también otros cuando los oficiales comenzaron a perdonar la vida a los prisioneros.
A la puesta del sol, la ciudad estaba bajo completo control y los prisioneros eran hacinados en las plazas, atados y encadenados, para ser llevados al campamento griego en tierra firme. Había entre ellos un buen número de guerreros griegos que habían luchado del lado de los motianos. Eran en gran parte residentes que vivían desde hacía tiempo pacíficamente con los habitantes de la ciudad, desarrollando sus actividades, en las que descollaban, de artesanos, arquitectos, escultores, broncistas, decoradores, tejedores. A uno de ellos, un escultor italiano de Medma, un rico comerciante le había encargado algún tiempo antes una magnífica estatua de mármol que representaba a un auriga con el típico traje púnico. Este, viendo que los griegos se ensañaban con todas las imágenes y las estatuas que representaban a cartagineses o fenicios, la había arrastrado, al recrudecerse la batalla, detrás del muro del recinto de su taller y la había enterrado a toda prisa debajo de un montón de desperdicios, no pudiendo soportar la idea de que su maravillosa obra fuera hecha pedazos por la furia guerrera.
Poco después fue apresado y llevado con los otros al campamento.
Entre estos griegos de Motia se habían distinguido su comandante, un tal Deimenes, que fue llevado a presencia de Dionisio.
El caudillo siracusano mandó salir a los presentes y acto seguido le hizo sentar. Sangraba por sus muchas heridas, tenía el rostro ennegrecido por el humo, la piel quemada por las llamas, los pies llagados.
—¿Qué debo hacer de ti y de los tuyos —comenzó diciendo Dionisio—, griegos que habéis preferido combatir al lado de los bárbaros contra vuestra misma sangre?
Y citó una frase de Heródoto de las Historias: «Medízeín… hellenes eontes».
—Hemos luchado por nuestra ciudad —respondió Delmenes con un hilo de voz.
—¿Por vuestra ciudad? —aulló Dionisio.
—Sí, porque hemos vivido largo tiempo en paz y en prosperidad. Aquí nacieron nuestros hijos. Aquí teníamos el trabajo, la casa y los amigos. De esta gente provienen nuestras mujeres y sus familias a las que estábamos ligados por sentimientos profundos. La patria es el lugar en el que vivimos, en el que tenemos los afectos. No hemos traicionado a nadie, heguemon, no hemos hecho otra cosa que defender a nuestras familias y nuestras casas. ¿Tú qué habrías hecho?
—¿Y qué me dices de los habitantes de Selinonte y de los de Himera? —replicó Dionisio—. ¿No vivían acaso también ellos en paz cuando fueron atacados por tus bárbaros y hechos pedazos? Era gente que hablaba tu misma lengua, que creía en tus mismos dioses…
El continuo gotear de la sangre de las heridas había creado una amplia mancha roja a los pies de Deimenes que respondió cada vez más débilmente:
—Hace ochenta años Selinonte luchó al lado de los cartagineses contra Agrigento y Siracusa… Se apela a los dioses, a la lengua y a las costumbres comunes solo cuando conviene y tú lo sabes muy bien… Cuando predomina otro interés nadie se acuerda ya de ellos… Perdónanos la vida, heguemon, muestra clemencia, y serás recordado como un hombre magnánimo.
Dionisio permaneció en silencio durante un rato mientras la mancha de sangre en el suelo continuaba ensanchándose, se transformaba en un riachuelo que corría, por la inclinación del terreno, hacia sus pies.
—No puedo —dijo al fin—. Tengo que dar un escarmiento. Y debe ser un escarmiento terrible.
Deimenes fue crucificado en el muelle y con él todos los griegos que habían luchado en defensa de Motia. Los otros fueron vendidos como esclavos.