XX

Los rhegianos discutieron durante la Asamblea la propuesta de Dionisio de tomar por esposa a una de sus hijas, mientras Filisto, que había sido el portador de la petición oficial, esperaba pacientemente.

Había pareceres encontrados: unos sostenían la importancia de contar con un aliado poderoso como el tirano de Siracusa, otros pensaban en cambio que era demasiado peligroso precisamente porque era un tirano y un aventurero y, sí caía, se verían arrastrados a la ruina todos los que formaran parte de su familia. Además, la suerte de Naxos y de Catania había sido bastante triste y, por otra parte, se trataba de calcidenses como ellos, llegados un día lejano de la metrópolis de Calcídica, en Eubea.

No faltaban tampoco los que estaban furibundos por la propuesta, que juzgaban descarada e impúdica, y proponían mandarle a una prostituta como prometida para hacerle comprender la consideración que les merecía. Al final prevaleció la idea más moderada: oponer un rechazo que no pareciese, sin embargo, un insulto.

Filisto, de camino de vuelta, se sentía mal ante la idea de tener que dar a Dionisio una respuesta semejante, que sin duda no le satisfaría. Al ser recibido, notó con alivio que estaba presente también Léptines, señal de que los dos hermanos habían hecho las paces y la tormenta había pasado.

Dionisio no pareció reaccionar con especial desencanto. Se limitó a decir:

—Se arrepentirán de esto.

—Lo siento –añadió Filisto.

—No es culpa tuya. Estoy seguro de que lo has hecho lo mejor posible… ¿Les has dicho que tengo intención de casarme también con otra muchacha?

—No tenía elección.

—En efecto, no la tenías.

—¿Estás seguro de que no puedes contentarte con una sola mujer? Hay tantas muchachas que pueden satisfacerte en la cama… eres el hombre más poderoso al occidente del golfo jónico.

—No se trata de esto. He tomado una decisión y no me echaré atrás, ya lo sabes. Quiero dos mujeres: una italiana y una siracusana. Volverás a partir lo más pronto posible.

—¿Para ir adónde?

—A Lócride. ¿Qué me dices de Lócride?

—Ya, la ciudad de las mujeres…

—Han sido siempre nuestros amigos. Ya verás cómo aceptan.

—Eso espero. Pero ¿y si me dieran a elegir? ¿Qué tipo preferirías?

—¿Rubia, morena? —inquirió Léptines.

Dionisio bajó la cabeza y dijo para sus adentros: Areté…. luego alzó los ojos a la cara de Filisto con una extraña expresión.

—Morena… sí, la prefiero morena…

—¿Nada más? Estoy seguro de que los locrios me presentarán las muchachas más llamativas.

—Caderas altas, bonitas tetas… —añadió Dionisio—. ¿Es que he de decírtelo todo yo? Pero… no tiene mucha importancia, basta con que sea de muy buena familia y con una dote adecuada.

—Naturalmente —asintió Filisto.

—Partirás dentro de veinte días exactos.

—¿Veinte días? ¿Por qué? ¿Qué pasará dentro de veinte días?

—Pasará que estará lista una cosa… Ven, quiero que la veas tú mismo —y salieron.

—¿Un regalo? ¿Un presente especial? —preguntaba Filisto siguiéndole escalera abajo junto con Léptines y el inevitable Aksal. —Espera y verás.

Dionisio se dirigió con paso decidido hacia la entrada del arsenal, mientras Filisto trataba de comprender por la expresión de Léptines qué era lo que querían enseñarle en aquel lugar lleno de humo y de ruido. Llegaron ante un dique cercado por una empalizada y vigilado por unos hombres armados. Dos de ellos abrieron un portón y le hicieron entrar. Filisto se quedó inmóvil, boquiabierto del asombro.

—Una pentera —dijo Dionisio sonriendo y señalando la formidable unidad de combate que descansaba sobre los puntales en el centro del astillero y casi dispuesta para su botadura.

—¿Una pentera? Pero ¿qué significa? —preguntó Filisto.

—Significa una nave de cinco módulos, es decir, con cien remeros más que un trirreme y con un rostro de tres remates de hierro macizo de veinte talentos, el doble de pesado que los que están en uso actualmente. Bonita, ¿no? La he proyectado.

—Es la nave de guerra más grande nunca construida en el mundo —comentó Léptines—. Se llama Boubaris.

—Y será la que te lleve a Lócride para que traigas a mi prometida —añadió Dionisio caminando por los costados de la poderosa unidad— Imagínate el asombro de la gente cuando la vea entrar en el puerto, con el mascarón de proa adornado de oro y de plata, con los pendones al viento. Imagina las voces que correrán, los comentarios de los marineros que se difundirán por otros muchos puertos, exagerando las habladurías, el asombro y la maravilla. E imagina cuando vuelvas; lo he dispuesto ya todo. Apenas sea avistada la Boubaris, de la casa de mi prometida siracusana partirá un carro con cuatro caballos blancos. Y justo en el momento en que la muchacha descienda de la nave, aquí en el arsenal, por la parte opuesta del palacio llegará la otra en una resplandeciente cuadriga…

Filisto dejó escapar un largo suspiro.

—Bonita ceremonia, ni que decir tiene.

—Pero esto no es todo —añadió Dionisio, y llevó a su invitado a una plataforma desde la cual podían dominar buena parte del arsenal.

—Mira, hay otras veintinueve unidades como esta en construcción.

—Dioses… —exclamó Filisto ya sin habla y paseó la mirada por la extensión de gigantescos cascos en torno a los cuales se atareaban cientos de carpinteros de ribera, calafateadores, carpinteros, cordeleros, armeros, artesanos.

—Y no acaba aquí la cosa —continuó Dionisio—. Hay otras maravillas que ver. Sígueme.

Bajó de la plataforma y se dirigió hacia un lateral del palacio, donde se abría una puerta secundaria que daba a uno de los dos patios interiores.

Filisto le seguía tratando de mantener el paso y de camino charlaba con Léptines.

Boubaris… es un nombre curioso… ¿De dónde lo has sacado?

—Se me ocurrió a mí —respondió Léptines—. Sabes, de chavales teníamos un pato de corral tan gordo y pesado que le llamábamos Boubaris, pesado-como-un-buey.

—Un pato… —dijo Filisto meneando la cabeza—. Un pato… ¡vaya!

Entraron en el patio y Filisto se quedó más desconcertado y maravillado aún: había tres máquinas gigantescas montadas en medio del patio, en torno a cada una de las cuales se atareaban una decena de artilleros. Algunos maniobraban los brazos de una argana atada a la cuerda de un arco enorme, que se tensaba. Luego, a una orden precisa del 'efe de equipo, entró el seguro, la cuerda restalló e hizo salir disparado un pesado dardo de hierro macizo que fue a clavarse con un sordo ruido en una tabla de doce pulgares de grueso, traspasándola de parte a parte.

—La hemos llamado «balista». Si apunta contra una fila de infantes, puede causar estragos, y si lo hace contra el costado de una nave puede hundirla, incluso por debajo de la línea de flotación, y desde una distancia de cien pies. Y mira esa.

Señaló una máquina en la que un largo brazo de madera flexible terminaba en un cucharón, que contenía una piedra de quizá más cien libras. Un sistema de arganas la tensaba hasta el extremo de casi romperse y luego la liberaba de golpe. La piedra salió disparada contra un muro de grandes sillares de piedra de lava y lo pulverizó.

—A esta, en cambio, la hemos llamado «catapulta».

—¿También estas las has proyectado tú? —preguntó Filisto estupefacto.

—Sí —respondió Dionisio—, trabajando día y noche, primero en el diseño, luego en los modelos a escala construidos por los arquitectos y por último con los ejemplares acabados que ves ahora. Funcionan a la perfección. Estamos construyendo cincuenta piezas. ¡Los arietes de Himilcón parecerán juguetes a su lado!

—Estás preparando la guerra —dijo Filisto.

—Sí, finalmente expulsaré a los cartagineses de Sicilia entera. Reuniré bajo mis banderas a los supervivientes de Selinonte, Agrigento, Himera y Gela, reuniré mercenarios de todos los países y marcharé hasta Motia y Palermo.

—Es increíble… —murmuró Filisto mirando de nuevo las máquinas que doblaban las ballestas con chirridos siniestros.

—Y todavía no has visto nada —intervino Léptines—. Si no estás demasiado cansado, date una vuelta por la ciudad y no darás crédito a lo que verán tus ojos. Estamos prolongando las murallas en siete estadios, incluidas las Epípolas, que han sido siempre nuestro talón de Aquiles, y estamos construyendo un castillo en lo alto, una fortaleza inexpugnable llamada Euríalo. Una línea de bastiones que hará palidecer a las Murallas Largas de Atenas; será el conjunto de fortificaciones más imponente nunca visto.

—Vamos, entonces —respondió Filisto—, no logro aún imaginarme qué estás haciendo verdaderamente en esta ciudad.

—Te acompañara Léptines —dijo Dionisio—. Yo tengo que ocuparme de probar mis máquinas. Quiero que funcionen a la perfección cuando llegue el momento de alinearlas en el frente de batalla.

Atravesaron el istmo de la Ortigia y se adentraron por la Acradina siguiendo el recinto amurallado que estaba creciendo a ojos vista. Filisto no daba crédito a lo que veían sus ojos. En los dos meses que había estado ausente, la línea de las murallas se había más que triplicado y la ciudad era toda ella una gigantesca obra en construcción. Miles y miles de picapedreros, mozos de cuerda, albañiles, maestros de obra trabajaban al mismo tiempo en todo el recinto amurallado.

—Dionisio ha ingeniado un sistema que obra milagros —explicó Léptines—. Ha dividido el perímetro entero en sectores de un largo de unos cien pies y ha confiado cada sector a un equipo autónomo mandado por un jefe de obra, que tiene la responsabilidad de la ejecución y del progreso de los trabajos. A cada equipo se le paga en función de la extensión del sector de muro que consigue construir, y la compensación va en aumento cuanto más corto es el tiempo empleado en completarlo. Todos trabajan al máximo rendimiento. A los esclavos se les ha prometido incluso la libertad, lo cual les mueve a realizar esfuerzos que de lo contrario serían inimaginables. Trabajan por turnos, día y noche, sin parar nunca, bajo la supervisión de inspectores que deben rendir cuentas directamente a Dionisio, pagando incluso con la vida si la calidad del trabajo no es satisfactoria.

Caminaron durante casi una hora para llegar a las Epípolas y la fortaleza Euríalo, circundada por un foso. Desde ahí podían dominar de un solo vistazo la ciudad con sus barrios nuevos, la larga muralla serpenteante, los dos puertos y la Ortigia.

—Dentro de tres meses todo el recinto y la fortaleza estarán acabados. Siracusa se volverá inexpugnable.

—No creas —respondió Filisto—, pero todo esto no puede pasar inadvertido. En Cartago se enterarán y se prepararán de forma adecuada.

—Yo no lo afirmaría. Hemos hecho rodear de mercenarios el barrio cartaginés. Nadie puede entrar o salir sin permiso. A la menor sospecha hacemos arrestar a la gente y la encarcelamos. Si es necesario, recurrimos a la tortura.

—Estas son las primeras consecuencias nefastas de la guerra —se lamentó Filisto—. Esta gente ha vivido siempre con nosotros comerciando y haciendo negocios con mutuo provecho. Y ahora, de pronto, se convierten en unos enemigos odiosos y peligrosos a los que hay que encerrar, perseguir…

—Fueron ellos quienes empezaron, ¿no? —objetó Léptines.

—Nadie sabe quién fue el primero en empezar, créeme. Y esta guerra se convertirá en un enfrentamiento entre dos razas distintas, la nuestra y la suya, y no se aplacará hasta que una de las dos haya sido aniquilada.

—Eres extraño —dijo Léptines—. ¿De parte de quién estás?

—¿Necesitas preguntármelo? El hecho es que los preparativos que he visto me preocupan. Dionisio está echando unos recursos inmensos en el horno de la guerra, convencido de vencer, pero al otro lado del mar hay un enemigo astuto y esquivo, una gran potencia naval que puede cortar nuestras rutas de aprovisionamiento y comerciales…

—Pero Dionisio quiere también casarse… desea tener herederos. Lo que significa vida, futuro, ¿no crees?

—Ya, lo de las dos mujeres. ¿Puedo saber al menos quién es la elegida aquí en Siracusa?

—Aristómaca —respondió Léptines, poniéndose de improviso serio.

—¿La hija de Hiparinos? No puedo creerlo.

—Ha sido desde siempre un miembro de la Compañía y no de los menos importantes.

—Sí, pero ha sido siempre adversario de Héloris, el padre adoptivo de Dionisio.

—Héloris tendrá que resignarse. Sus hijas, entre otras cosas, son a cuál más fea. Aristómaca es estupenda. Sabes, la conozco desde que éramos unos chavales, jugábamos juntos en el patio de casa. Cuando fui a pedirla por esposa pude contemplarla; es hermosa como Afrodita, tiene un pecho alto y firme, sus manos han nacido para acariciar el cuerpo de un hombre y…

—Ya basta —le interrumpió Filisto—. No quiero siquiera pensar que he oído lo que he oído. Mejor dicho, no lo he oído. Tu hermano te cortaría el cuello si lo supiera.

—Sí… —hubo de admitir Léptines—. Probablemente me cortaría el cuello.

Con la vuelta de la primavera, la Boubaris descendió majestuosa al mar hendiendo las aguas con el mascarón como un arado la tierra y levantando dos ondas simétricas a su paso. Dionisio estaba impaciente por probarla y había hecho llevar a alta mar una nave cartaginesa, capturada en una patrulla en la zona de Selinonte, para que sirviera de blanco. Subieron a bordo tanto Filisto como Léptines y también fue invitado su futuro suegro Hiparinos.

A una señal del navarca, el cómitre comenzó a marcar el ritmo de la boga cada vez más rápido y más intenso. La Boubaris, con las velas arriadas, se lanzó a las olas con una potencia impresionante, ayudada también por un ligero viento a favor.

A una orden del navarca los remos lograron una sincronía absoluta; el mascarón puntiagudo penetró en el costado del blanco con enorme fragor y partió en dos la nave cartaginesa. Dionisio y sus amigos estaban firmemente asegurados a la barandilla, pero el momento del impacto fue terrible. Las cuerdas de seguridad desgarraron a todos las ropas y la piel y Filisto a punto estuvo de romperse el espinazo.

Los dos pedazos se hundieron en unos pocos instantes. La Boubaris siguió avanzando, luego viró, guiada por los timones de popa, mientras los remos se hundían de nuevo en el mar.

Un grito de exultación se alzó de la tripulación y Dionisio corrió a popa para ver los pocos restos de la nave, que aún flotaban entre las espumeantes olas.

—Niké! Niké! —gritó—. ¡Hemos vencido! La pentera es la nave más temible que surca los mares en nuestros días.

Todos se congratularon, pero Filisto pensaba que los cartagineses no se quedarían sin duda parados como el blanco en espera de ser descuartizados por los siete talentos de hierro de aquel mascarón monstruoso. Pero prefirió no hacer de aguafiestas y se unió también a las ovaciones. Tanto más cuanto que era precisamente la Boubaris la que le había de llevar de ahí a pocos días a Lócride para traer a la prometida italiana de Dionisio.

—¿Por qué llamaste a Lócride «la ciudad de las mujeres»? —le preguntó Léptines mientras volvían—. ¿Recuerdas? Después de que regresaste de Rhegion.

—Claro que lo recuerdo. Y si no fueras tan ignorante, no tendría necesidad de explicártelo. Según las antiguas crónicas, mientras los locrios de la metrópolis estaban en guerra, las mujeres, cansadas de estar solas en casa, se fueron a la cama con los esclavos y concibieron hijos, fundando así Lócride. Todas las familias locrias, por tanto, tienen por fundadora a una mujer, y la herencia y los nombres se transmiten por línea femenina. Por eso Lócride es conocida como la ciudad de las mujeres…

Léptines arrugó la nariz.

—Con esta historia de la fundación no me parece de buen augurio casarse con una locria, pero si él está contento…

—Cierto, contento él… —aprobó Filisto.

La Boubaris regresó a la dársena e inmediatamente los arquitectos navales que la habían construido la inspeccionaron hasta el último clavo para ver si la estructura que sustentaba el mascarón tenía alguna resquebrajadura, si el cable de tensión bajo el puente de cubierta se había aflojado aunque solo fuera un poco. Todo estaba en perfecto estado y la quilla, que había sido también alargada en casi veinte Pies, había aguantado perfectamente el impacto. La primera pentera que se hubiera construido nunca se disponía a convertirse en la reina de las batallas.

Volvió a hacerse a la mar pocos días después, para conducir a Filisto a Lócride, donde la prometida de Dionisio había sido ya elegida por decisión de la familia más influyente de la ciudad que había ofrecido a su hija más bella y noble: Doris.

No era en realidad morena, tal como había deseado Dionisio. Era, por el contrario, rubia, de ojos azules, finos y resplandecientes cabellos como hilos de oro, pecho turgente, tan firme que hubiera sostenido el peplo con suprema elegancia; un peplo jónico, ligero como el aire y tan suave que dejaba transparentar el cuerpo.

Sabía muy bien que tenía que compartir al marido con otra, y sin embargo estaba feliz de ir a Siracusa; hubierase dicho una niña yendo a una fiesta. Filisto pensó que quizá su familia debía de ser muy rígida y severa, hasta el punto de que pasar de la potestad del padre a la del marido podía parecerle un alivio, pero luego recordó que en Lócride los cabeza de familia eran mujeres y tuvo que cambiar de opinión. Quizá era precisamente la tradición femenina la que ignoraba aquella forma de posesión exclusiva típica de los varones obsesionados con la idea del dominio. Tal vez estaba contenta porque tendría hijos, o porque yacería con un hombre de quien se decían maravillas y no se planteaba más problemas. Después de todo, la fama de Dionisio hacía pensar que de verdad valía por dos hombres.

Filisto tomó parte durante tres días en festejos y ceremonias de todo género, y entregó, durante una de ellas, el regalo del esposo: un antiquísimo collar de oro y gotas de ámbar grabadas por un gran artista. Luego embarcó a la muchacha junto con la madre y su enorme dote en dinero en metálico, ropas, muebles, joyas, animales domésticos, telas, perfumes, cuadros, estatuas, vajilla antigua y moderna, imágenes sagradas para el culto doméstico.

Entre estas, a Filisto le llamó la atención una estatuilla de Atenea, bastante tosca y primitiva, carente de toda belleza, pero de lo más fascinante, que extrañamente reproducía a la diosa con los ojos cerrados.

—¿Qué es? —le preguntó.

—Es una reproducción del Paladio, la imagen sagrada de Atenea que volvía invencible a la ciudad de Troya y que fue robada por Odiseo y Diómedes. A los pies del Paladio, la noche de la caída de la ciudad, Áyax Oileo, nuestro héroe nacional, forzó a la princesa Casandra. La diosa cerró los ojos para no ver la matanza. Desde entonces cada año, en expiación por aquella antigua violación, nuestra ciudad manda a Troya a dos de las vírgenes de las mejores familias para servir en el templo de Atenea Ilíaca.

—¿Has estado también tú, señora mía? —preguntó Filisto.

—No, pero me gustaría mucho ir. Ver la armadura de Aquiles, su tumba y la de Patroclo…

—Eres muy instruida…

—Ya lo sé, para vosotros los dorios una mujer instruida es una especie de escándalo, pero aquí es lo normal. Somos nosotras las mujeres las que dictamos las normas de convivencia y nuestra sociedad es más justa y equilibrada.

—¿Y no tienes miedo de acabar en la cama del más terrible de esos dorios, al que todos llaman el Tirano?

—No —respondió la muchacha con sus ojos azules reidores—. Es más, estoy llena de curiosidad por ver si está a la altura de sus pretensiones.

Hablaron largo y tendido varias veces durante el viaje, de modo que entablaron amistad y Filisto consideró adecuado poner al corriente a la muchacha sobre el tipo de vida que llevaría en Siracusa.

—Ya sabes lo que te espera —le dijo—. Dionisio ha mandado construir dos tálamos adyacentes a su aposento personal y dormirá alternativamente con cada una de vosotras. Pero comeréis y cenaréis los tres juntos, a menos que una se sienta incómoda y quiera quedarse en su alojamiento. Pero os desaconsejaría que lo hicierais más de una o dos veces por año.

—Comprendo —dijo Doris y se apoyó en la barandilla de la nave dejándose acariciar por el céfiro hasta que Filisto la hizo volver a la realidad diciendo:

—Mira: ¡Siracusa!

Aristómaca llegó en un coche tirado por cuatro caballos blancos y conducido por un auriga revestido con una túnica hecha de hilos de púrpura. Sus cabellos eran negros como ala de cuervo con reflejos violáceos y llevaba un peplo de color rojo vivo ceñido con un cinturón de oro.

Doris llegó del puerto en una silla de manos sostenida por ocho esclavos, entre quienes figuraba un etíope que provocó la curiosidad de los presentes. Pero los aplausos de la gente eran para la siracusana y todos deseaban interiormente que fuera ella la que le diera el heredero a Dionisio, a quien ya el pueblo aceptaba como el monarca fundador de una dinastía.

Cruzaron al mismo tiempo la una la puerta de levante y la otra la de poniente de la fortaleza de la Ortigia, de acuerdo a un protocolo ensayado muchas veces por los maestros de ceremonia con la ayuda de figurantes.

La fecha había sido previamente elegida de manera que ninguna de las dos muchachas tuviera aquel día su período.

El esposo lucía un quitón blanco muy sencillo, largo hasta los pies, y llevaba un brazalete de hierro adornado con una sola piedra roja. Decíase que había sido forjado con el hierro del puñal con el que había dado muerte a los asesinos de su primera mujer, Areté.

A continuación se celebró una doble ceremonia nupcial e inmediatamente después se sirvió un banquete con diez mil cubiertos, al que fueron invitados tanto extranjeros —los oficiales y los suboficiales de los mercenarios—, como ciudadanos de toda condición y rango. Todos notaron la ausencia del padre adoptivo del prometido, el viejo Héloris, que se había sentido a tal punto ofendido por la exclusión de sus dos hijas de la elección de Dionisio que se había marchado al exilio a Rhegion. Allí, a continuación, se puso a la cabeza de los caballeros siracusanos desterrados o que escaparon después de la toma de Etna, que organizaban en aquella ciudad una especie de resistencia armada contra el tirano.

Una vez terminado el banquete oficial, las dos esposas fueron conducidas cada una a su propio aposento, despojadas de sus ropas y peinadas por las doncellas. Un grupo de músicos entonó un himeneo siracusano e inmediatamente después uno locrio.

Dionisio entró primero en la habitación de Doris y la contempló largamente a la luz de la lucerna, porque se había tumbado completamente desnuda sobre las sábanas, exponiendo sus formas gloriosas a la mirada del marido. Había sido instruida por su madre, quien le había enseñado cómo mover las caderas para dar placer al esposo y hacerle descargar en su seno todo su semen, de modo que no quedara nada para la siracusana.

Pero Doris añadió a las enseñanzas de la madre lo que su ingenua y descarada lujuria de muchacha le sugería, y prolongó muchísimo la cópula, halagando al esposo con palabras persuasivas y adulándole de todos los modos posibles para satisfacer su vanidad.

Cuando llegó el turno de la siracusana, Dionisio sabía que la encontraría mal dispuesta por la larga espera y quizá despechada ante la idea de que no hubiera semen para ella. Por eso él se prodigó en rodearla en cambio de tiernas caricias y en satisfacer lo más posible sus sentidos. La besó en los labios, luego en el pecho, en el vientre y por todo el cuerpo y, finalmente, la penetró, pero sin lograr despertar en su cuerpo el transporte que se hubiera esperado. Doris, que escuchaba desde su aposento, se quedó asombrada y en cierto sentido satisfecha de aquel extraño silencio. ¿Acaso era Aristómaca tímida como todas las muchachas dóricas?

Dionisio prometió a la siracusana que a la noche siguiente yacería con ella primero, y la tenía aún en los brazos cuando la puerta se abrió suavemente y apareció Doris, lucerna en mano. Sonrió a ambos y dijo:

—¿Puedo estar con vosotros? Me da miedo dormir sola.

Aristómaca se disponía a reaccionar, pero al ver la mirada divertida de Dionisio cambió de expresión. Doris se acomodó en el lecho y comenzó a acariciar primero a Dionisio, volviendo a despertar su virilidad exhausta por la larga noche de amor, y luego a la misma Aristómaca. La siracusana se puso tensa, pero no la rechazó para no irritar a su esposo, que parecía en cambio muy divertido por aquel juego.

Fue Doris, la locria, la primera en quedar embarazada.