XIX

La pequeña escuadra de Lisandro y las tres naves de Léptines llegaron al cabo de pocos días y entraron en la rada sin ningún problema, porque las flotas de Mesina y de Rhegion habían levado ya anclas. Nadie tenía ganas de enfrentarse a los espartanos, por más que fueran pocos, y aunque hubieran sido uno solo, sobre todo si se trataba del vencedor de la gran guerra.

Dionisio fue a recibirles al muelle. El primero en desembarcar fue Léptines y fue a su encuentro para abrazarle.

—Por fin has llegado —exclamó Dionisio—. Si hubiera tenido que esperarte, a estas horas estaría muerto y enterrado.

—He actuado con la mayor celeridad posible, pero no ha sido fácil. Y además sabía que saldrías con bien, en cualquier caso.

—En cambio, ha faltado poco… ¿Él cómo está?

—¿Lisandro? No me lo preguntes; es imposible saber nunca lo que piensa. Es… ¿cómo decir? Elusivo. Es un gran comandante, pero como carácter es todo lo contrario de un soldado.

—Un hijo de puta.

—Sí, eso es.

—Entonces, nos entenderemos.

—¡Cuidado!, ahí le tienes desembarcando.

Lisandro descendía en aquel momento por la pasarela de su trirreme. Sesentón, pelo entrecano, ojos gris verdosos, más grises que verdes, con entradas en el pelo pero con cierta pelusa en el cuello, a la manera espartana. Iba desarmado y vestía traje de civil, pero llevaba en el dedo un anillo demasiado llamativo para un espartano; debía de ser un recuerdo de sus estancias en Asia y señal de que era lo bastante fuerte, en su patria, como para desafiar las iras de los éforos, rígidos guardianes de las férreas costumbres de Esparta.

Heguemon… —le saludó Dionisio—. Bienvenido a Siracusa.

Heguemon —le correspondió Lisandro—. Me alegra verte.

Dionisio se sintió complacido por aquel título que él le reconocía; era una especie de legitimación, señal de que su poder en la ciudad era aceptado por Esparta. A continuación le indicó el camino hacia la fortaleza, donde había hecho preparar la cena. Aksal le escoltaba armado hasta los dientes, ahora ya semejante en todo a un guerrero; Lisandro, en cambio, echó a andar sin un solo hombre de escolta. Evidentemente se sentía hasta tal punto fuerte como para no tener necesidad de ella.

Dionisio le hizo acompañar a su aposento para que pudiera lavarse y cambiarse, si lo deseaba, pero le vio bajar con la misma ropa que llevaba en la nave. Le hizo tomar asiento a la cabecera de la mesa y él lo hizo enfrente, en la parte opuesta. Léptines se acomodó en uno de los lados, equidistante de uno y de otro. No había ni mesas ni lechos para comer. Hacía las veces de mesa una tabla de encina cepillada, a una altura de medio palmo; las sillas eran poco más que taburetes.

—Esto parece Esparta —dijo al punto Lisandro; no era fácil saber si su tono era de complacencia o de mal disimulado desencanto.

—Somos gente sencilla —respondió Dionisio— y llevamos una vida austera. Sin embargo, vuestro caldo negro es demasiado para nosotros. Te hemos preparado pescado. —Y señaló una fuente que era servida en aquel preciso momento junto con el pan y una jofaina de agua caliente para mojarse los dedos.

—Así debe ser para los verdaderos hombres de armas —repuso Lisandro, y de nuevo se seguía sin comprender si estaba diciendo un cumplido o un sarcasmo.

Hijo de puta, pensó Dionisio. Luego, juzgando que podían darse por terminadas las formalidades fue directamente al grano:

—Me sería de gran ayudar conocer el motivo de tu venida aquí, a Siracusa.

Lisandro le miró fijamente a los ojos, serio de improviso, casi frío.

—Esparta ha ganado esta guerra, pero no tiene motivos para alegrarse de ello. Hemos perdido a muchos hombres y sufrido muchos daños, y lo mismo les ha sucedido a nuestros aliados. Ahora hemos establecido nuestras guarniciones en todas las ciudades de la vieja liga ateniense, mandada por nuestros oficiales con poderes también políticos, pero somos conscientes de que no será fácil mantener este orden. Los persas nos han ayudado solo porque Atenas ha sido siempre un peligro para ellos; de un momento a otro podrían cambiar de política. Tenemos, por consiguiente, necesidad de amigos y aliados por todas partes. Esparta ha sido siempre amiga de Siracusa y, es más, quizá le debe a Siracusa su victoria final. Fue ante estas murallas donde la potencia ateniense se vio debilitada de modo irreversible… Por otra parte, vosotros lo conseguisteis sin nuestra ayuda.

—Aquí, sin embargo… —respondió Dionisio en un tono deliberadamente bajo—… no se trata de Siracusa, soy yo quien… la represento.

Lisandro esbozó una mueca que hubiera podido parecer una sonrisa.

—Seré claro contigo, heguemon, tratar con un hombre solo es más fácil que tratar con una Asamblea. ¿Me explico?

—Muy bien. Y, obviamente, estoy de acuerdo. Mi hermano ha dicho que se nos permitirá enrolar a mercenarios en el Peloponeso y que el primer contingente ha llegado ya.

—Así es, pero la iniciativa es suya. Nosotros no tenemos nada que ver. Estamos completamente al margen.

—Comprendo perfectamente —respondió Dionisio—. Y no pretendo más.

—Te hemos ayudado a mantener el poder porque en estos momentos la cosa afecta a nuestros intereses. Espero que quede claro…

—Clarísimo.

—Si las cosas cambiaran…

—Debería apañármelas solo.

—Exactamente.

—¿Y qué puedo hacer para que las cosas no cambien?

—Ocúpate de Sicilia.

—Así lo haré.

Lisandro dejó escapar un suspiro como si de improviso sintiera el cansancio del viaje.

—Quizá quieras retirarte —dijo Dionisio.

—Sí, dentro de poco —respondió el espartano.

Su mirada se posó en Aksal, que se erguía contra la pared, inmóvil a espaldas de su amo. Estaba armado a la griega con coraza y grebas, pero había conservado la barba en collar y los bigotes, que había sido imposible lograr que se cortara.

—¿Quién es ese? —preguntó.

—Mi guardia personal.

—Pero ¿de qué país es? Se diría un tracio, pero es demasiado grande.

—Es un celta —dijo—. Lo compré en el mercado.

—¿Así que un celta? Pero ¿son todos así?

—Él dice que sus hermanos son más grandes aún.

—Ah, he oído decir que viven en las riberas del Océano septentrional y que, cuando sube la marea e inunda sus pueblos de la costa, entran en el agua y oponen los escudos a los golpes de mar como si trataran de rechazarlos… Deben de presumir mucho de su fuerza. Si un día toman conciencia de la belleza y de la riqueza de nuestras tierras, se convertirán en un gran problema. Difícil de controlar… —Le miró de reojo de nuevo—. ¡Por Zeus, parece un titán! ¿Crees que tiene algún punto flaco?

—Sí, el sol. No soporta el sol y se le quema la piel. Mis médicos, sin embargo, han descubierto una mezcla de aceite de oliva y ruezno de nuez que evita las quemaduras.

—Interesante —comentó en voz baja Lisandro—, interesante… Estaba bueno tu pescado. Ahora, si me permites, me iré a descansar. Las fatigas de la guerra me han vuelto un hombre débil. No soy ya el que era.

Un siervo vino a retirar el plato vacío, que ahora revelaba el dibujo de un pez en el fondo, y otro acompañó al huésped a su aposento. Dionisio hizo una seña a Aksal y también él se fue.

Se quedó solamente Léptines, que hasta aquel momento no había dicho nada.

—Me parece que ha ido bien, ¿no? Ha sido bastante claro. Ha dicho que…

—No ha dicho nada —le interrumpió Dionisio—. Ha venido solo para ver qué clase de hombre soy.

—Y según tú, ¿ahora lo sabe?

—En mi opinión, sí.

—Pero está interesado en una alianza con nosotros.

—En absoluto.

—¿Entonces?

—Solo le interesa una cosa: debilitar a Corinto, que es un aliado demasiado poderoso y pendenciero. Corinto ha salido destrozado de esta aventura en Sicilia y es precisamente lo que a ellos les viene bien. A esto se limita todo. Si además les quitamos de en medio a unos pocos descarriados para enrolarlos en nuestro ejército, mejor que mejor. En el fondo, los espartanos son gente a la que no le gustan los imprevistos y tampoco las aventuras y sobre todo, como les sucede a los verdaderos soldados, no les gusta la guerra. Lisandro ha venido únicamente para ver si todo está tranquilo y si yo no tengo ideas extrañas en la cabeza. Ya verás cómo se marcha pronto.

Partió de vuelta tres días después y no volvió a poner más los pies en Sicilia.

Dionisio se dedicó a la preparación de su verdadero proyecto: aniquilar a los cartagineses en Sicilia y vengar las matanzas de Selinonte, Himera, Agrigento y Gela. Para estar en condiciones de poner en práctica una empresa semejante, llevó a cabo durante los tres años siguientes una serie de campañas tanto con milicias ciudadanas como mercenarias, en la adecuada proporción.

Tomó Etna, cubil de caballeros, sus más acérrimos opositores, y la arrasó. De allí avanzó hacia el interior para someter a los sículos, ocupó Herbita, luego subió hacia Henna, en lo alto de las montañas, en medio de los bosques, en el centro de la isla.

Estaba allí el santuario de Deméter y Perséfone, la muchacha que fuera esposa de Hades, el más venerado de toda Sicilia. La virgen había sido raptada precisamente en aquellos prados mientras jugaba con sus compañeras y arrastrada al tétrico reino de las sombras, en la triste morada de los muertos.

Había un lugar que evitaban todos, también los pastores, donde se abría un antro que comunicaba con el más allá. Era la cueva donde había desaparecido el carro de Hades con Perséfone, arrastrado por negros sementales que despedían llamas, tragado por el abismo. Por allí había descendido Orfeo a buscar a Eurídice, la esposa adorada. Con su canto había conmovido a la señora del reino de las tinieblas, la bella pero estéril Perséfone. Y habían hecho un pacto: Eurídice regresaría al reino de los vivos, siguiendo a Orfeo a un paso, pero él, el sublime poeta, no debía volver en ningún momento la vista atrás hasta llegar a la superficie de la tierra, a la luz del sol. Si lo hacía, ella desaparecería, para siempre.

Orfeo empezó, así pues, a subir de nuevo y se imaginaba detrás de él el paso demasiado leve de su amada, trataba de percibir la respiración fría de ella a sus espaldas y pensaba en cuando la calentase el sol, y en cuando aquellos labios exangües tomasen el color de la granada, soñaba con la húmeda belleza de aquella boca que se abriría como una flor a sus besos. Pero no conseguía creer, la sospecha de un engaño no hacía sino crecer hasta el punto de que, cuando comenzaba ya a vislumbrar una débil palidez, volvió la vista atrás.

Y la vio, magnífica y acongojada, por un instante, y luego no oyó más que su grito de terror mientras era tragada por el Erebo.

Dionisio quiso llegar hasta aquel lugar, pese a que todos trataron de disuadirle, por haberse iniciado en los misterios, bebiendo el líquido rojo cuyo origen solo conocían los sacerdotes. Léptines le acompañó, como Teseo había acompañado a Pirítoo, pero, tras llegar a pocos pasos de la gruta, él, que no había tenido miedo a nada, que había afrontado cada matanza con el corazón inconsciente, palideció y se cubrió de un sudor helado.

—Detente —consiguió solo decir—. No vayas. No hay nada allí arriba, nada que ver.

Pero Dionisio no le hizo caso y avanzó, totalmente solo, hasta la boca de la cueva. Era la hora del anochecer y las sombras comenzaban a alargarse en la meseta. Finas lenguas de niebla reptaban fuera de los bosques cual finos dedos que velaban la verde luz de los prados.

Comenzó a descender totalmente solo hacia el punto en que se decía aparecía una vez al año, la noche del equinoccio de primavera, el rostro céreo de Perséfone que subía a visitar a la Madre.

Él, que no creía en nada, creyó que Areté podía verle desde su triste morada. Pensó que podía oírle cuando se puso a invocar su nombre con gritos cada vez más fuertes, tan desesperados que la cueva entera resonaba a causa de ellos.

Se dejó caer finalmente exhausto, casi sin fuerzas, y notó una leve zozobra, una vaga sensación de frío que se apoderaba lentamente de su cuerpo a partir de las extremidades. ¿Era aquel el beso de Areté? ¿Era su modo de acercarse, de hacerse sentir? Él no poseía el don de Orfeo y no conseguiría nunca enternecer a Perséfone y a Hades cubierto con un velo negro, pero pensó a pesar de todo en una canción, en el canto melodioso de aquella antigua serenata, en el himno del cantor de Agrigento que tanto le gustaba a ella y que había llenado su corazón de dulzura la noche de bodas. Oh, ¿cómo no había pensado en ello? ¿Por qué no había hecho venir a un buen cantor, hábil en tocar la lira, para que el canto le llegase a través de aquella estrecha garganta?

Se sentía dominado por un frío sueño, olvidaba su respiración como si no fuera ya importante, he aquí que su mente se perdía en un sueño: Areté tomaba las facciones de la muchacha salvaje que lo había amado en las fuentes del Anapo, tenía sus ojos y su piel, su mismo sabor de labios.

Sintió que el corazón le daba un vuelco, ¡y la vio!

Tenía a la muchacha salvaje enfrente de él, cubierta con un vestido magnífico, un peplo maravillosamente ligero y transparente como el que las muchachas de la Ortigia regalaban cada año a la diosa en su templo de la acrópolis. Llevaba los cabellos recogidos detrás de la nuca, ceñidos con una cinta roja color sangre. Los labios eran rojos y húmedos, los ojos profundos como la noche. ¡Qué maravillosa transformación! ¿Cómo hubiera sido posible de no haber sido ella una criatura del ultramundo? Se sintió perdido entre sus brazos, frío como no lo había estado nunca y al mismo tiempo ardiente como el fuego. Y la oyó hablar, por primera vez en mucho tiempo con su voz y llamarle finalmente por su nombre.

—Tómame contigo, si no puedes volver —le dijo y sintió resonar dentro de él aquellas palabras como si las hubiera pensado y no pronunciado, como si las hubiera dicho el hombre que le habría gustado ser y que no era ya. Luego el rostro y el cuerpo de ella se desvanecieron en la sombra. Su peplo osciló como niebla en el aire de la tarde.

Se despertó en plena noche en un lugar silencioso cerca de un fuego crepitante. Abrió los ojos y vio el rostro de Léptines.

—La he visto. Estoy seguro de que es ella. Siempre lo he sabido. Esta vez ha querido proporcionarme la certeza de ello.

Léptines no respondió. Le levantó para que se sentara y le masajeó largamente los hombros, el cuello y los brazos hasta que recuperó el color y el calor. Luego dijo:

—Vamos. Las estrellas que te protegen están a punto de desparecer.

Una vez lograda la sumisión de los sículos, como ya muchos años antes había hecho Gelón, vencedor de los cartagineses en Himera, Dionisio se volvió hacia las colonias calcidenses de Naxos, Catania y Leontinos. Estaba firmemente convencido de que los griegos sicilianos debían formar una sola coalición contra su enemigo natural, olvidando las discordias internas. Pero sabiendo que esto era imposible había decidido obtener aquel resultado por la fuerza, tal como había hecho ya en su ciudad. Convocó a Filisto y le dijo:

—No quiero matanzas cuando nos disponemos a una gran empresa panhelénica. Estas ciudades deben caer por traición.

Filisto, acostumbrado ya a todo, le miró estupefacto.

—¿Qué estás diciendo?

—¿No estás de acuerdo?

—La traición es odiosa tanto para el que la comete como para el que incita a ella.

—No dejarás nunca de sorprenderme, amigo mío; continúa cultivando en tu ánimo inútiles conceptos éticos derivados de ese viejo sofista de nariz gruesa y ojos porcinos, que no hace sino introducir extrañas ideas en la cabeza de los jóvenes atenienses.

—Sócrates no es un sofista.

—Sí que lo es. ¿No es él quien dice: «El verdadero sabio es aquel que sabe que no sabe nada»? ¿Y no es este el más engañoso y al mismo tiempo el más hábil de los sofismas? El viejo hijo de puta seguro que está convencido no solo de ser un sabio sino también de no tener un pelo de tonto.

—Dime qué es lo que quieres —cortó por lo sano Filisto.

—Todos los hombres tienen un precio. Descubre quiénes son los más venales en Catania y en Naxos, págales lo que pidan y haz que te entreguen las ciudades. Luego nos darán las gracias. No hace falta que te diga que algunos, para cometer traición, necesitan de justificaciones que les hagan sentirse menos abyectos de lo que son. Proporciónales las más adecuadas. La causa panhelénica, por ejemplo, me parece una excelente justificación. En cuanto al dinero, hazlo pasar por una indemnización, una ofrenda para volver propicios a los dioses, una herencia derivada de un antiguo pacto de hospitalidad, lo que te parezca, en resumen. Ya me dirás, al final, cuánto te ha costado. Nada de sangre, Filisto, a ser posible.

Al cabo de un mes, Arquesilao le entregó sin ningún derramamiento de sangre Catania y Procles hizo lo propio con Naxos, la más antigua colonia de los griegos en Sicilia, tan antigua que la estatua del «Fundador», en el puerto, estaba tan corroída por el viento y por el salitre que resultaba irreconocible.

Leontinos, al quedar sola, se rindió sin presentar resistencia y Dionisio decidió trasladar a todos sus habitantes a Siracusa.

Al año siguiente, Rhegion y Mesina, también colonias calcidenses, pensando que pronto les llegaría su turno, armaron una flota y un ejército que marchó hacia el sur para entablar batalla con el de Dionisio. Léptines propuso enfrentarse a ellos en campo abierto y exterminarlos para zanjar el problema de raíz, pero Dionisio le detuvo justo a tiempo y convocó, en cambio, nuevamente a Filisto.

—¿Crees que puede funcionar también con un ejército?

Filisto se encogió de hombros.

—Déjate de historias. ¿Puede funcionar sí o no?

—Creo que sí.

—Pues, entonces, adelante. Dentro de un año esos guerreros podrían marchar a nuestro lado contra la provincia cartaginesa. No quiero que mueran y no quiero que mueran los nuestros. Y ahora dime una cosa: si funcionase, ¿qué acción es más ética, la mía, que se basa en la corrupción, o la que propone tu filósofo, que se basa en el rigor moral?

—No creo que se pueda razonar así —objetó Filisto—. Simplemente la cuestión está planteada incorrectamente. Partiendo de supuestos equivocados no cabe duda que…

Dionisio meneó la cabeza.

—¡Ah, los filósofos! Los evito como a las mierdas de perro en la calle.

Filisto suspiró.

—¿Piensas en alguno en concreto o tengo que adivinarlo yo?

Dionisio le alargó una hojita con algunos nombres escritos a carboncillo y, cuando Filisto la hubo leído, pasó por encima el pulgar y la arrugó hasta ennegrecer la hoja para hacerla ilegible. Luego, mientras su consejero se iba, añadió:

—Ahora es el momento de la siembra. Lo tienes todo a tu favor.

Filisto se fue hacia su casa para convocar a los agentes que trabajaban a su servicio. Al cabo de tres días, a pocas horas de distancia uno de otro, tanto en el ejército rhegiano como en el mesinés dos altos oficiales miembros del Estado Mayor pidieron que se convocara la Asamblea del ejército y hablaron con tal vehemencia a favor del cese de las hostilidades, denunciando el aventurerismo de los dos comandantes en jefe, que en el momento de la votación la moción que proponía la retirada inmediata del ejército obtuvo una aplastante mayoría.

Dionisio estaba exultante. Ahora era ya jefe indiscutido de su ciudad y pronto lo sería también de su nación. Regresó a Siracusa entre dos filas de gente que le aclamaba y poco después convocó nuevamente a Léptines, a Filisto y a un par de amigos de la Compañía. El viejo Héloris era ya marginado por los jóvenes oficiales y no tomaba parte desde hacía tiempo en los consejos en la fortaleza de la Ortigia.

—Ha llegado el momento de que tome mujer —comenzó diciendo.

Filisto y los otros se miraron a los ojos, cogidos completamente por sorpresa. Tenían la misma expresión asombrada y, por tanto, nadie estaba al corriente de aquella noticia.

—¿Quién es ella? —preguntó Filisto.

—Querrás decir «ellas».

—¿«Ellas»? ¿Y por qué «ellas»?

—Porque tomaré dos mujeres.

Léptines se rió sarcásticamente y también los otros amigos.

Filisto se puso en pie bruscamente.

—¿A qué vienen estas risas? A mí me parece una bufonada. ¿Qué sentido tiene? Si tanta calentura tienes, no será sin duda por falta de ocasiones de desfogarte.

—No comprendes. Mi doble matrimonio tendrá una significación simbólica…

—Escúchame bien —le interrumpió Filisto—. Hasta ahora el pueblo, de un modo u otro, te ha seguido. En el fondo, te aprecian por tus dotes de inteligencia y de determinación, por tu pasado de heroico combatiente, pero si empiezas a hacer cosas de este tipo se echarán a reír, te convertirás en un personaje de comedia.

Léptines y los otros rieron burlonamente.

Dionisio descargó un puñetazo sobre la mesa gritando:

—¡Ya basta!

Todos enmudecieron.

—Si queréis saber por qué tengo intención de casarme con dos mujeres el mismo día os lo diré. De lo contrario lo haré igualmente, pero al primero que esboce aunque sea solo una media sonrisa idiota no le dará tiempo ni de arrepentirse. ¿Ha quedado claro?

Filisto se enmendó de lo dicho.

—No era mi intención ofenderte, pero mantengo mi opinión: es un error. Sin embargo, estoy lleno de curiosidad por oír por qué razón quieres hacer algo así.

Dionisio se calmó.

—Me casaré con dos muchachas, una siciliana y otra italiana, para simbolizar mi condición de jefe y caudillo de ambos territorios. La muchacha siciliana tendrá que ser obviamente de Siracusa. Para la italiana pensaba en una muchacha de Rhegion, para tenderles la mano de la amistad. No faltarán en Rhegion bellísimas vírgenes de muy buena familia. Tú, Léptines, irás a pedir por esposa a la siracusana, mientras que tú, Filisto, irás a pedir por esposa a la italiana a Rhegion.

Léptines alzó un dedo:

—¿Se permiten preguntas?

—Siempre y cuando que no sean idiotas.

—Eso depende de cómo se mire.

—Entonces, habla y no toques más los cojones.

—Imaginemos que las prometidas hagan buenas migas y que una acepte compartirte con la otra. ¿Cómo piensas llevar la cosa en privado? Quiero decir, ¿harás construir una cama de tres plazas o qué? ¿Y a cuál piensas joder en primer lugar, a la italiana o…?

Dionisio le propinó un puñetazo en pleno rostro mandándole al suelo. Luego Léptines se levantó y salió dando un portazo.

—Me parece que te la has buscado —le había dicho Filisto cuando le ayudó a alzarse.