XVIII

Tras volver a Siracusa, Dionisio dio comienzo a unos trabajos imponentes: una residencia fortificada anexa al arsenal en el corazón de 1 ciudad vieja y una muralla que impedía el paso al istmo de la Ortigia, Hizo construir, además, treinta naves de guerra. Tomó estas iniciativas sin convocar a la Asamblea y así quedó claro que no quería limitación alguna a su poder. Un comportamiento semejante provocó violentas reacciones por parte de sus opositores, sobre todo de las familias que habían permanecido ligadas a los caballeros desterrados en Etna. Denunciaban abiertamente la tiranía que se había instalado en la ciudad y hacían un llamamiento al pueblo a rebelarse.

Dionisio reaccionó con despiadada dureza. Mandó a sus mercenarios a realizar minuciosos rastreos, a detener a los opositores casa por casa y a llevarlos a la fortaleza de la Ortigia. Allí, tras un proceso sumario, eran condenados al destierro. Sus bienes incautados fueron a continuación repartidos entre los mercenarios, que se sintieron así atados doblemente a su señor y benefactor, gratificados con un nuevo y prestigioso tren de vida.

Durante todo este tiempo no volvió a ver más a la muchacha de las fuentes del Anapo ni se dirigió a aquel lugar, ocupado como estaba por muchas cavilaciones y preocupaciones, pero a veces, de noche, cuando descansaba en el gran aposento desnudo de su palacio habitado solo por mercenarios, pensaba en ella y en cómo habían hecho el amor sumergidos en el manantial. En cómo se le había aparecido milagrosamente distinta y cómo le había seguido en aquella aventura dentro de las murallas de Agrigento. Pensaba en la voz que le había hablado desde las peñas, quedamente, como si quisiera que solo él la oyese.

Con la llegada de la primavera comenzaron a llegar naves al puerto y, con las naves, las noticias. Atenas había caído, extenuada por el hambre y las privaciones de un largo cerco, bloqueada por tierra y por mar; la poderosa metrópolis, puesta de rodillas, no había tenido otra opción que la rendición incondicional. Se decía que los aliados de Esparta, en particular los tebanos y los corintios, habían pedido con insistencia que fuera arrasada, pero Lisandro se opuso; destruir Atenas hubiera equivalido a privar a Grecia de uno de sus dos ojos. Las condiciones habían sido duras: desmantelamiento de las Murallas Largas, la poderosa fortificación que unía la ciudad con el puerto del Pireo, entrega de la flota de guerra a excepción de ocho naves y, las más humillante de todas, un guarnición espartana en la acrópolis.

Dionisio pensó que el comienzo de aquel imparable declinar había comenzado bajo las murallas de Siracusa, donde había quedado segada la vida de la flor y nata de la juventud de Atenas. Pensó también que había llegado el momento de poner en marcha su plan y convocó al Consejo: Héloris, Filisto, Léptines, Dorisco, Yolao y otros amigos de la Compañía.

—La guerra en Grecia ha terminado —comenzó diciendo—. Atenas ha perdido. Miles y miles de hombres habituados desde hace años solo a combatir e incapaces de hacer otra cosa están ahora disponibles para el mejor postor. Tú, Léptines, partirás enseguida hacia Esparta y enrolarás al máximo número de ellos que puedas. Trata de ver a Lisandro y, si lo consigues, de llegar a un acuerdo con él. Me dicen que es un hombre práctico, que sabe tomar buena nota de las situaciones.

—¿Y Corinto? —preguntó Léptines—. Corinto es nuestra metrópolis y siempre se ha interesado por nuestros avatares internos, bien para ayudarnos, bien para ejercer presiones.

—Lleva alguna ofrenda al templo de Poseidón, en el istmo. Un acto formal de homenaje es más que suficiente. Nosotros somos más fuertes que Corinto; no los necesitamos. Quien manda ahora es Esparta, la verdadera potencia que ha ganado la guerra. Y en Esparta el hombre más poderoso, más poderoso que el rey, es Lisandro. Mientras tanto, nosotros nos moveremos aquí. Tú, Dorisco, partirás con el ejército y te encargarás de someter a los sículos. Nuestro primer objetivo es Herbesos. Caída esta ciudad, las otras le seguirán. Te llevarás contigo a las tropas de la ciudad. Yo te seguiré dentro de poco con los mercenarios.

—¿Y los cartagineses? —preguntó Filisto—. Todas estas actividades les inquietarán.

—No se moverán —respondió Dionisio—. He sabido que la peste no ha desaparecido aún, la ciudad está debilitada e Himilcón no goza de tanta consideración. No se moverán. Al menos de forma inmediata.

Dorisco partió con el ejército tres días después y marchó hacia la ciudad sícula de Herbosos, en el interior. Envió una delegación, mientras estaba aún de viaje, para declarar que los siracusanos habían estado siempre sometidos a Siracusa y que debían volver a territorio siracusano. Los habitantes de la ciudad respondieron que no aceptaban una simple declaración y las cosas siguieron sin grandes avances durante varios días. Dorisco, por otra parte, contemporizaba esperando la llegada de Dionisio con sus mercenarios para lanzar el ataque decisivo.

Una noche, mientras pasaba revista a los puestos de guardia a lo largo de perímetro del campamento, fue rodeado con su escolta por un grupo de hombres armados escondidos detrás de un seto, y asesinado. Inmediatamente después fueron asesinados los miembros del Estado Mayor fieles a Dionisio y los oficiales restantes hicieron reunir al ejército en asamblea y proclamar por los heraldos que la tiranía se había terminado y se reclamaba a los desterrados. Ahora era necesario limpiar la ciudad de bárbaros al servicio de Dionisio y capturar al tirano para juzgarle y condenarle a la pena que se merecía.

El ejército, enfrentado al hecho consumado, aprobó el orden del día y se puso en marcha hacia Siracusa, viéndose muy pronto reforzado por numerosos contingentes de caballeros que, evidentemente, debían de haber sido alertados por anticipado sobre lo que iba a suceder.

Filisto fue el primero en ser informado del golpe de mando y se dio cuenta enseguida de que ciertamente no se trataba de una acción espontánea o improvisada: la llegada de los caballeros de Etna, el pronunciamiento repentino de los oficiales, el ataque directo a la Ortigia, todo formaba parte de un plan perfectamente urdido y quizá lo peor estaba por llegar. Mandó luego un destacamento de caballería veloz para dar aviso a Dionisio y preparar el complejo plan de defensa a ultranza de la Ortigia. Entretanto activó los contactos de los que disponía y al cabo de tres días el cuadro de la situación se vio completado por otras noticias.

Todas malas.

Los caballeros, desde su refugio de Etna, habían establecido contacto con Rhegion y Mesina, que habían brindado sus flotas para establecer el bloqueo a los dos puertos de la ciudad. Pero no se habían limitado solo a este: había llegado una delegación hasta Corinto, metrópolis de Siracusa, y había convencido al gobierno para que enviase a un caudillo con objeto de restablecer la legalidad en su ciudad filial. No era gran cosa en sí en el terreno militar, pero en el espiritual suponía un golpe mortal. Aunque las metrópolis no limitasen en absoluto la independencia y las opciones políticas de las colonias, sin embargo una intervención directa de un enviado suyo para dirimir cuestiones internas adquiría el valor de un aval incondicional o de una condena inapelable. Corinto envió a un general llamado Nikóteles, un duro, veterano de la gran guerra, de declaradas simpatías oligárquicas. Solo tenía un punto flaco, por lo que se decía: le gustaba el vino genuino, una costumbre peligrosa para un griego, habituado a diluirlo con tres o cinco partes de agua, y especialmente para un soldado.

Dionisio regresó con los mercenarios a marchas forzadas y se encerró en la fortaleza; cerró el istmo y de noche mandó echar una cadena a través de la boca del puerto de Lakios. Aksal le seguía a todas partes y dormía en el suelo tumbado a lo largo del umbral del aposento de su amo. El final de Dorisco, amigo desde la infancia, había debilitado la moral de Dionisio y había provocado en él un sombrío pesimismo.

Muy pronto comenzaron los ataques a la muralla del istmo y continuaron sucediéndose durante días y días, sin descanso, poniendo a dura prueba las defensas y la capacidad de resistencia de los mercenarios.

Dionisio celebró consejo con sus más leales: Filisto, Léptines, Yolao, Héloris y otros dos o tres de la Compañía. El clima era tenso.

—La situación está a la vista de todos —comenzó diciendo Filisto—. No creo que podamos lograrlo.

De hecho no se vislumbraba ninguna salida. Las únicas propuestas que se proponían hacían referencia a cuándo o dónde escapar o en dónde encontrar refugio.

Héloris, viendo que Dionisio estaba sentado inmóvil en su taburete sin decir nada, tuvo la impresión de que estaba resignado a lo inevitable y, queriendo desdramatizar con una frase ingeniosa, salió en cambio con una frase desafortunada que estropeó en adelante sus relaciones.

—Recordad —dijo— que un tirano solo deja su puesto con los pies por delante.

Filisto bajó la vista. Léptines hizo una mueca. Ni la palabra «tirano» ni la imagen de él, cadáver, arrastrado fuera del palacio como una bestia sacrificada debían de haber gustado a Dionisio. Le vieron palidecer de rabia y temieron, por su mirada, que fuera a echar mano a la espada, pero no sucedió nada. Habló, como si nada hubiera pasado, con voz firme y segura.

—Tú, Léptines, partirás de inmediato, antes de que lleguen los de Rhegion y los mesineses para establecer el bloqueo. Irás a Esparta, a ver a Lisandro, y establecerás un acuerdo con él. Los corintios son sus aliados, pero siempre le han ocasionado quebraderos de cabeza, además son demasiado ricos, demasiado poderosos en comparación con los espartanos y esto provoca celos y desconfianzas que se vuelven a favor nuestro. La guerra ha terminado y ellos cuentan con miles de hombres que desde hace años solo saben hacer una cosa: combatir. Constituyen un problema y representan un elemento de desestabilización. Nosotros estamos en condiciones de resolvérselo, al menos en parte; comprarás tantos como te sea posible y regresarás cuanto antes. ¿Has comprendido bien?

—Creo que si —respondió Léptines.

—No quiero incertidumbres. Tengo que estar absolutamente seguro de que harás lo que te he dicho. Entonces, ¿qué?

—Pierde cuidado. Hazte cuenta de que tienes a esos hombres.

—No te daré ninguna carta, sería demasiado peligroso. Hablarás personalmente en nombre mío. Eres mi hermano; es como si lo hiciese yo.

—De acuerdo —confirmó de nuevo Léptines.

—Muy bien —concluyó Dionisio—. Filisto…

—Habla.

—A ti te toca una misión no menos delicada. Partirás esta misma noche con una nave mercante e irás al oeste. Desembarcarás en un punto al socaire de la costa y proseguirás a lomo de mulo, para no llamar la atención, hasta la frontera con territorio cartaginés… —Filisto se acomodó sobre la silla con un gesto receloso, pero Dionisio no dio muestras de hacer caso y continuó—: Establecerás contacto con los mercenarios campaneos al servicio de Himilcón que están de guarnición en la provincia cartaginesa y les ofrecerás la posibilidad de un enganche…

—¿Qué? Me estás hablando de las bestias que aniquilaron a los selinontinos y a los himereses, bestias sanguinarias que…

—Son máquinas de guerra, no hombres. Habrían hecho lo mismo a los cartagineses, de haber trabajado para nosotros. Hemos discutido ya de esto y te dije qué era lo que pensaba. Ahora presta mucha atención: esos se están aburriendo mortalmente en las guarniciones de la provincia y no ven llegar la hora de ponerse a pelear. Nosotros les daremos esa oportunidad. Ofréceles lo que quieran, pero haz que se pasen de nuestro lado. No bien hayas terminado, házmelo saber y yo te mandaré a un oficial para que asuma el mando. Ahora prepárate para partir. Tened confianza; saldremos de esta trampa y daremos un vuelco a la situación antes de que haya terminado el invierno.

—¿Y si estas misiones fracasaran? —preguntó Héloris.

—Pues entonces lucharemos hasta el final. Lucharé con tal ardor y potencia que cuando caiga nadie tendrá motivos para alegrarse, tantos serán los muertos que habrá que llorar, quemar y enterrar en esta ciudad. Ninguno de vosotros está obligado a seguirme. Quien quiera irse puede hacerlo, puedo arreglármelas yo solo, especialmente si las cosas van a peor.

Filisto asintió gravemente con la cabeza. Pensaba para sus adentros que era inútil y que al final morirían todos, pero dijo:

—Partiré lo antes posible. El tiempo necesario para reunir el dinero y preparar una nave.

Léptines zarpó al cabo de tres días y Dionisio le acompañó al puerto.

—¿Has vuelto a ver a ese hombre? —le preguntó mientras subía por la pasarela para embarcarse.

—¿A qué hombre?

—Al que te dijo que me siguieras a Agrigento.

—No. No le visto más.

—¿Quién podía ser, según tú?

—No tengo ni idea. Pensé que estaba de acuerdo contigo y que le conocías. En ese momento no me preocupé por saber más de él. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque es un misterio que no consigo explicarme y yo nunca he creído que existieran misterios; solo problemas, problemas que resolver… Pero ahora vamos. Haz lo que te he pedido y hazlo bien. Te deseo un buen viaje.

Léptines puso un pie sobre la pasarela, luego se volvió hacia atrás.

—Escucha…

—¿Qué?

—¿De veras crees que podremos conseguirlo? Quiero decir, ¿no sería mejor si…

—Eh, ¿qué andas pensando? ¿Qué demonios estás diciendo?

—Es que me parece todo inútil…

Dionisio le cogió por los hombros.

—Escucha, por Heracles, ¿recuerdas cuando éramos unos chavales y los de la pandilla de la Ortigia nos encerraron dentro del almacén, abajo en el puerto, y se disponían a darnos una paliza de muerte?

—¡Claro que sí! —respondió Léptines.

¿Y no fuiste tú, esa vez, quien dijo que no debíamos claudicar por ninguna razón?

—Es cierto…

—¿Y cómo acabó la cosa?

—Pues que tú me hiciste subirme sobre tus hombros y salir por el tejado. Yo fui a buscar refuerzos y…

—¿Y qué estamos haciendo ahora?

Léptines meneó la cabeza.

—Claro… Pero mucho me temo que ahora la situación sea más bien distinta.

—Es exactamente la misma. Han cambiado las proporciones y las posiciones. Ahora somos nosotros los amos de la Ortigia… y venceremos como vencimos entonces. Demostraré que soy el hombre destinado a mandar no solo a Siracusa, sino a todos los griegos de Sicilia y de Italia contra su enemigo jurado. Pero necesito saber que también tú crees en ello. Cada día y cada noche que pase en esta fortaleza, inspeccionado las barbacanas, tendré que estar seguro de que tú llegarás con refuerzos. Que llegarás de un momento a otro, ¿comprendes? Entonces, ¿qué me respondes?

—¡Ah, que le den por culo al mundo, demonios! —exclamó Léptines con la misma expresión jergal que habían empleado de muchachos cuando con su pandilla se liaban a pedradas con sus adversarios de los barrios altos.

—Que le den por culo al mundo —respondió Dionisio—. Y ahora apártate de en medio.

Soltó él mismo el cabo de amarre; el trirreme se deslizó hacia el centro de la rada, luego giró lentamente sobre sí mismo, impulsado por los remeros, y puso proa hacia mar abierta.

Filisto partió al día siguiente con una pequeña nave mercante, llevando en la bodega suficientes monedas de plata para pagar el enganche de cinco mil hombres.

Apenas había pasado un tiempo, cuando aparecieron conjuntamente las flotas mesinesa y rhegiana alineando sus unidades de combate para bloquear el Puerto Pequeño y el Puerto Grande.

El ejército entró al día siguiente por la puerta de Catania, entre la alegría exultante de la multitud, y fue a defender el istmo entre la ciudad y la Ortigia.

Dionisio estaba solo. Héloris no gozaba ya de su favor y los jóvenes oficiales de la Compañía no tenían suficiente experiencia ni capacidad para hablar con él de igual a igual. Recorría las salas oscuras y los corredores de la fortaleza a todas horas y a menudo bajaba a los almacenes del puerto para calcular las provisiones que menguaban de forma temible, día tras día, mientras que los atacantes no aflojaban en su asedio ni por un instante y seguían lanzando ataque tras ataque de sol a sol.

Los mercenarios comenzaron a desertar, primero uno por uno y luego en pequeños grupos. Dionisio logró sorprender, con la ayuda de Aksal, a dos de ellos en plena acción. Mandó tocar a reunión, iluminó el patio interior con decenas de antorchas, y los hizo crucificar delante de las fuerzas formadas. Pero se daba cuenta ya de que no podría retenerles por largo tiempo a base de terror, que bastaría apenas nada para provocar la disolución de su ejército. Y entonces le harían pedazos, a él, el tirano, sería asesinado y arrastrado afuera con los pies por delante tal como había dicho Héloris, descuartizado como una bestia, expuesto al escarnio, dejado insepulto, a merced de los perros y de los cuervos.

Una noche que iba a lo largo de la muralla del istmo, envuelto en una pesada capa de lana, le pareció ver a un hombre corpulento, de calva cabeza, que caminaba apresuradamente en dirección al puerto y se estremeció.

—¡Eh, tú! —le gritó—. ¡Detente!

Pero el hombre continuó caminando como si nada hubiera oído y desapareció en la oscuridad. Se desvaneció como si nunca hubiera existido. Dionisio pensó que quizá veía lo que no existía, que la fatiga, la tensión y el insomnio le estaban Jugando malas pasadas. Pensó en Areté, en Telías, en Dorisco y en las personas a las que había querido. Todos muertos. Y ahora quizá le tocase también a él. Volvió a pensar también en la muchacha salvaje que tal vez había vuelto a su refugio, en las fuentes del Anapo, y por supuesto que ya ni siquiera se acordaría de él. Quizá se había perdido por el camino de vuelta, o había sido capturada y vendida como esclava…

No eran más que divagaciones, distracciones de una realidad cada vez más adversa y difícil a la que ahora convenía mirar de frente. Los jinetes del otro lado de la muralla seguían defendiendo el istmo, convencidos de que ya solo era una cuestión de tiempo… un tiempo que pasaba sin que nada nuevo sucediera. Tiempo que le faltaba, día a día, hora a hora…

Una mañana, al rayar el alba, recibió un mensaje de Filisto, adherido al asta de una flecha. Lo reconoció enseguida por la escritura, por los rasgos de las gammas y de las sigmas. Comenzaba así: «Debes negociar la rendición con los caballeros… ». Hizo un amago de romperlo, pero en cambio siguió leyendo, cada vez más interesado en aquel loco plan… absolutamente loco. Y sin embargo… podía también funcionar. ¿Qué tenía que perder, en el fondo? Convocó a un heraldo y lo mandó con una propuesta de negociación a los caballeros.

—Diles que estoy dispuesto a negociar la rendición.

—¿La rendición, heguemon? ¿He comprendido bien?

—Has comprendido perfectamente: debes negociar la rendición. Dirás que estoy dispuesto a abandonar la ciudad, que solo pido cinco naves y quinientos hombres de escolta. Ninguna inspección a bordo.

—Haré lo que me dices, heguemon —respondió el heraldo.

Pidió que le abrieran las puertas y salió con la bandera de la paz dirigiéndose al puesto de guardia del istmo. Un oficial de piquete salió a su encuentro y poco después le llevó a presencia de sus jefes.

Comenzó así la negociación que se prolongó por espacio de varios días, pero mientras tanto el cansancio se dejaba sentir también en el campamento de los sitiadores. La estación era particularmente inclemente; llovía a menudo y una noche cayó una capa de nieve. Los esfuerzos, las bajas y las incomodidades de aquel largo cerco comenzaron a crear graves tensiones y discordias entre los miembros del alto mando. En particular, la altivez aristocrática de los caballeros se volvía cada día más insoportable para el resto de los oficiales —que procedían de la clase media de los pequeños terratenientes, de los mercaderes y de los empresarios portuarios— hasta el punto de que un día se fueron a ver al comandante corintio, Nikóteles, y le pidieron la baja del servicio, asegurando que la caballería era más útil en campo abierto y que les llamase en el momento oportuno.

Nikóteles, forzado desde hacía tiempo a la inmovilidad, había recaído en la bebida y refirió a los caballeros, sin el mínimo tacto, el parecer del resto de oficiales siracusanos. Los otros, ofendidos, se fueron hechos una furia por la afrenta sufrida y tomaron el camino de Etna. Los oficiales que se habían quedado, pese a mantener una actitud intransigente en las negociaciones, se hicieron a la idea de que Dionisio había decidido abandonar la lucha y comenzaron a aflojar la vigilancia, tanto más cuanto que el caudillo llegado de la metrópolis no daba ciertamente ejemplo de disciplina y de templanza.

Con la última luna de invierno, muchos hoplitas pidieron poder marcharse para preparar los campos para la siembra y vieron satisfecho su deseo. El istmo era tan estrecho que no había necesidad de gran número de tropas para defenderse.

Era lo que Dionisio estaba esperando. A la mañana siguiente mandó a uno de los suyos, disfrazado de pescador, fuera del puerto con una barquichuela. Los marineros rhegianos y mesineses le dejaron pasar, tras haber registrado la pequeña embarcación, y aquel navegó en torno al promontorio de Plemmirion hasta encontrar un lugar de atraque en la costa sur. Se acercó a una granja y habló con el dueño, un criador de ganado, que montó a caballo y desapareció en dirección norte.

Antes del atardecer Filisto fue avisado de que el istmo se hallaba escasamente defendido y que la puerta de poniente de la ciudad estaba abierta cada día hasta el anochecer. Nikóteles sufría los pesados efectos del vino justo a la puesta del sol.

Filisto convocó al comandante de los mercenarios campaneos, un ser sanguinario medio etrusco medio napolitano con el ojo izquierdo tapado con una tira de cuero, y se puso de inmediato en acción. A consejo de Filisto, dejó todos los carros de transporte y los bártulos en una pequeña ciudad del interior, y avanzó con gran rapidez casi exclusivamente con soldados de caballería.

Irrumpió por la puerta oeste de forma completamente inesperada y atravesó la ciudad al galope acometiendo a la línea que tenía puesto cerco al istmo con tal violencia que arrojó al mar a la mayor parte de los combatientes. Nikóteles fue encontrado en su alojamiento con el cuello cortado y nunca se supo quién había sido el responsable de aquel crimen.

Filisto fue a ver a Dionisio personalmente al patio de armas de la fortaleza.

—Ha ido todo tal como previste —dijo abrazándole—. ¿No es increíble?

—¿Increíble? —respondió Dionisio—. Yo nunca he tenido ninguna duda.

—Yo sí —dijo Filisto.

—Lo sé. Podía leerse en tu cara… ¿Alguna noticia de Léptines? —Debería volver de un día a otro.

—No será fácil forzar el bloqueo naval. Filisto sonrió.

—No lo creo. Por lo que sé, llega con Lisandro en persona.

—¿Qué?

—Si mi información es exacta, así es. Ese hijo de perra lo ha conseguido. Lisandro viene para negociar contigo un acuerdo. Y llega también un millar de mercenarios, todos peloponesios, los mejores. No creo, por tanto, que los de Rhegion y de Mesina quieran desafiar a la potencia de Esparta. Tenemos de nuevo la situación controlada, amigo mío. Hemos vencido.

—He vencido —repitió Dionisio, como si no pudiera creer aún en aquellas palabras.

Presa de un entusiasmo irresistible, arrojó al suelo la capa y se lanzó escalera arriba hasta llegar a la torre más alta de la fortaleza.

Desde allí hizo oír las mismas palabras a voz en cuello, con un grito agudo como el de un halcón y tonante como el aullido de Aquiles desde la Puerta Escea.

Guardó, finalmente, silencio, jadeando. Miró al cielo que se oscurecía ante la proximidad de la noche y a la ciudad que enmudecía, estupefacta, a sus pies.