El celta, liberado de las cadenas, entró con paso vacilante en la vasta sala de armas tenuemente iluminada por dos únicas lámparas que pendían de las paredes. Delante de él había un hombre sentado sobre un escabel, inmóvil, que le daba la espalda. El guerrero se acercó sin hacer el menor ruido con los pies descalzos por el enlosado. Se detuvo a escasa distancia del hombre que parecía una estatua.
Contuvo la respiración y distinguió en aquel momento en el fondo de la sala una portezuela entreabierta; una vía de escape. Se desplazó, ligero como una sombra, hacia el amplio armero en el que había alineadas decenas de lanzas y de espadas relucientes y acto seguido, con gesto fulminante, cogió una espada, se volvió rápido para golpear, pero sus ojos azules se ensombrecieron de espanto al ver el escabel vacío. Una súbita intuición le hizo darse la vuelta apenas a tiempo de encontrarse frente a la amenaza silenciosa que le había precedido en la oscuridad. Una espada cayó fulminante y él apenas si consiguió parar el golpe. Los dos aceros chocaron haciendo saltar chispas y el imprevisto fragor desgarró el silencio de la gran sala vacía, retumbó en las paredes desnudas y en el techo, los golpes se sumaron a los golpes, los ecos a los ecos, el fragor se volvió tremendo, ensordecedor.
El celta era de una increíble agilidad, su cuerpo desnudo y reluciente se escabullía como el de una fiera, con una energía que parecía crecer más que disminuir a cada enfrentamiento.
De golpe el adversario entró de lleno en el círculo de luz de la lámpara y se detuvo allí de nuevo, inmóvil. También él estaba descalzo y desnudo, pero tenía el rostro completamente cubierto por un yelmo corintio que solamente dejaba brillar los ojos en la oscuridad de la celada. No jadeaba; el pecho estaba inmóvil, el cuerpo parecía de bronce. De golpe alzó la espada en posición horizontal y dirigió la punta contra el tórax del adversario avanzando lentamente. El celta se encogió doblando las piernas, haciendo acopio de sus fuerzas ante la inminencia de un salto, y miró fijamente la punta de la espada preparando el golpe que le daría la victoria. El mandoble cayó desde arriba sobre el acero extendido para hacerlo caer, pero la espada enemiga evitó de forma fulminante el impacto retirándose. Mientras él se desequilibró hacia delante, el adversario sin rostro le soltó una patada en la espalda haciéndole dar con sus huesos en el suelo cuan largo era. Un instante después el celta sintió que la punta de la espada le helaba la espalda en medio de las costillas.
—La muerte es fría —resonó una voz distorsionada dentro del yelmo—, ¿no es cierto?
Se alzó la punta y el guerrero rubio lo aprovechó inmediatamente para aferrar su espada y revolverse como una serpiente, pero al punto se volvió a encontrar la del enemigo en la garganta. Presionaba, le cortaba la piel.
Estaba aún armado, pero tenía la seguridad de que si hacía el más mínimo movimiento la punta aguzada destrozaría al punto el frágil umbral de la vida, le cortaría la respiración y el flujo sanguíneo. Se dejó caer sobre el suelo, dejando la espada.
—Levántate —oyó que le decían, e inmediatamente después la voz tuvo un rostro. El yelmo se alzó apoyándose en la parte superior de la cabeza y revelando dos ojos oscuros y penetrantes, una boca carnosa y bien dibujada, un rostro sombreado por una barba apenas insinuada pero oscurísima.
—Sé que entiendes el griego —dijo de nuevo la voz—. ¿Cómo te llamas?
—Aksal.
—¿De qué tribu eres, ínsubros o cenomanos?
—Boi.
—Ponte en pie.
Se levantó y le aventajaba en casi toda la cabeza.
—Los boi están en la Galia. ¿Por qué te encontrabas en Italia?
—Muchos de los nuestros pasan a Liguria.
—¿Por dónde?
—Montañas.
—¿Quién te hizo prisionero?
—Etruscos. Emboscada. Luego vendido.
—¿Por qué has intentado matarme?
—Para que Aksal libre.
—Solo tienes una manera de ser libre: servirme. Yo soy Dionisio y soy el jefe de esta tribu muy poderosa que se llama Siracusa. Hay ya algunos de tus hermanos que luchan para mí. —Apuntó el dedo contra su collar y su tatuaje y dijo—: Yo sé qué significan.
El guerrero se retiró como si hubiera sido apuntado de nuevo con la punta de la espada.
Dionisio continuó:
—También yo soy el jefe de una «compañía» como esta, guerreros que han jurado ayudarse como hermanos y no irle a la zaga a nadie en el uso de las armas y en cuanto a valor. Somos los mejores y por esto te he derrotado. Pero también te he salvado la vida. Ahora decide: ¿quieres ser mi sombra o quieres volver con tu amo?
—Tu sombra —dijo el celta sin vacilar.
—Bien. Ve hasta esa puerta; te darán ropas, armas y un alojamiento. Alguien te enseñará también a hablar… Con el tiempo. Y córtate esos bigotes. Pareces un bárbaro.
Aksal se dirigió hacia la puerta con largos pasos silenciosos y desapareció.
Dionisio se cubrió con una clámide y se fue por la parte opuesta, hacia su residencia. Se dejó caer sobre el colchón de crin, duro como el hierro, y cayó en un sueño profundo.
Le despertó a medianoche su hermano Léptines.
—¿Qué sucede? —preguntó Dionisio incorporándose para sentarse en la cama, alarmado.
—Calma. Va todo bien.
—¿Qué haces aquí a estas horas?
—Vengo de una reunión de la Compañía. Estábamos todos en casa de Dorisco. A la salida se me ha acercado un viejo que parecía un mendigo y me ha dicho: «No quiero nada. Llévale esto a tu hermano y dile que se lee con el siete».
Y le alargó una correa de cuero.
Dionisio se levantó, fue al pasillo y la examinó a la luz de la lucerna. Había unas palabras escritas, sin embargo truncadas e ilegibles.
—Una skytale —dijo—. ¿Qué aspecto tenía el viejo?
—Bastante corpulento, casi calvo. Apenas un cerquillo de cabello en torno a la nuca y a las sienes. Me parece que tenía los ojos negros, pero estaba a oscuras… De noche todo es más bien oscuro.
—¿De veras no te ha dicho nada más?
—No.
—¿No tenía ningún acento? Quiero decir, ¿hablaba como nosotros? ¿O bien como un selinontino? ¿O uno de Gela? ¿Como un extranjero?
—Ha susurrado esas pocas palabras en voz baja, me ha dado esto y ha desaparecido. Lo único que podría decir es que era griego, no bárbaro.
Dionisio meditó en silencio durante unos instantes, luego dijo: —Espérame aquí, no te muevas. Vuelvo enseguida.
Volvió al aposento, abrió una caja de caudales escondida en el suelo y sacó una barrita de bronce entre una decena que había alineadas dentro. Enrolló en torno a ella la correa de cuero, luego se fue de nuevo al pasillo para leer el mensaje debajo de la lucerna.
—¿Qué dice? —preguntó Léptines.
—Nada que pueda interesarte —respondió Dionisio—. Te doy las gracias. Ahora ve a descansar. Mañana ven aquí al cuartel y ocúpate del adiestramiento del nuevo recluta, un celta que he comprado en el puerto. Nada de lanzas, solo armas cortas y arco, pero de éste debería ser ya experto. Y pregúntale a Filisto si puede encontrarle un maestro que le enseñe el griego; habla como un bruto. Tú instálate aquí y ocupa mi puesto. Tendré que ausentarme por un tiempo.
—¿Ausentarte? ¿Y adónde vas?
—No puedo decírtelo, pero estate atento. Mantén los ojos bien abiertos. Nadie debe saber que no estoy; resultaría fatal para todos.
—Pero ¿cuándo volverás? —insistió Léptines.
—Cuanto antes —respondió Dionisio y desapareció dentro de su aposento.
El alba le sorprendió mientras se dirigía a caballo hacia el interior, remontando el valle del Anapo. La vegetación estaba casi agostada por la larga sequía y la tierra de alrededor del lecho del río agrietada. Los rebaños pastaban en los rastrojos donde todavía los había o vagaban bamboleando la cabeza en una atmósfera densa y caliginosa. El valle no tardó en encajonarse entre altas márgenes y el torrente se hizo cada vez más estrecho, hasta que, hacia el atardecer, brillaron las aguas del manantial. A Dionisio le pareció revivir la breve estación que había pasado entre la vida y la muerte. Mucho más próxima a la muerte que a la vida, y sin embargo mágica, delirante.
Notó de nuevo que aquella energía doliente despertaba en él sentimientos perdidos o enterrados, sintió que una mirada salvaje le hería los hombros y la nuca. Percibió el flujo vital que emanaba del manantial, el perfume del mastranzo marchito a lo largo de las riberas, el aletear de las aves de presa que emprendían el vuelo desde sus refugios en la gran pared rocosa.
Una voz se dejó oír de improviso en el valle.
—Acércate.
—¿Quién eres? —preguntó Dionisio echando mano a la espada. —Déjala, no la necesitas. Ven de este lado.
Se volvió y vio una sombra que se deslizaba detrás de un acebuche. Fue detrás de ella. La sombra se detuvo y se confundió con otras a lo largo de la pared.
—¿Tienes un nombre? —preguntó Dionisio.
—No. Tengo un mensaje.
—¿Cuál?
—Alguien ha dejado para ti un tesoro.
—¿Quién?
—Si tú no lo sabes, no puedo decírtelo yo.
—Entonces, dime dónde está.
—En Agrigento, en el estanque, a la altura de la cuarta columna del pórtico. Necesitarás animales de carga. Más de tres, quizá cuatro.
—¿Quién te manda?
—Alguien que ya no vive.
Desapareció como tragado por la pared.
Dionisio volvió hacia la orilla del manantial en busca de un contacto con aquellas linfas vitales casi prodigiosas. Se disponía a sumergirse en aquellas frías aguas cuando vio moverse algo bajo la superficie… ¿Una ninfa de la fuente?
Emergió de improviso, con los cabellos cayéndole brillantes sobre los hombros, las gotas que corrían cual lágrimas sobre el oscuro rostro, los ojos negros bajo las largas pestañas, los labios color de granada. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser aquella la criatura salvaje que había visitado sus sueños y sus delirios febriles?
Se le acercó de nuevo y siguió emergiendo del agua, con los hombros y luego con el pecho, firme y sólido como los músculos de un guerrero, el vientre plano y tenso y por último el pubis y los muslos rectos y relucientes como bronce. Ahora estaba tan cerca de él que sentía el olor de su piel. Un olor áspero pero leve, semejante al del vino amargo.
Murmuró mentalmente unos versos de Homero:
¿Quién eres, señora? ¿Una mujer mortal
o una de las dos diosas que habitan el vasto Olimpo?
Dejó caer la espada igual que Menelao delante del pecho desnudo de Helena, como Odiseo delante de Circe, luego se inclinó y recogió un pequeño lirio silvestre, el último de aquella larga estación abrasadora, y se lo entregó. Ella se puso tiesa por un momento, retrocediendo en el agua, luego tomó la flor y se la puso en la boca, masticándola lentamente. Dionisio dejó caer también la clámide y entró en el manantial. La cogió sin esfuerzo en aquella agua purísima, y ella se enroscó, mordiéndole y arañándole, mugiendo como una pequeña fiera, gritando en el éxtasis, un grito ronco y jadeante, que se atenuó al final en un suspiro de abandono. Se tumbaron el uno al lado de la otra sobre la arena de la orilla, dejando que la tibia brisa secase sus cuerpos.
Pasó un rato y se oyó de nuevo la voz que decía:
—Llévatela contigo.
Dionisio se sobresaltó, como si hubiera olvidado por completo la razón por la que se encontraba en aquel lugar.
—¿Qué dices? No ha salido nunca de aquí, no conseguirá moverse en el mundo exterior a este valle.
—Llévatela contigo —repitió la voz—. Te seguirá.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque ella puede estar debajo del agua tanto más que ningún otro. Quizá sea una ninfa de las aguas; la has conquistado y te protegerá, como Atenea protegía a Odiseo. Te he dicho todo cuanto debía decirte. Adiós.
Dionisio corrió hacia la pared rocosa, desde donde provenía la voz, pero no encontró nada.
Había hablado con un eco.
Hizo con la espada un agujero redondo en el centro de su capa y se la pasó por la cabeza, fijándosela con una ramita de sauce entrelazada y ella, dócil, le dejó hacer. Era como si le esperase desde hacía mucho tiempo, dispuesta a todo con tal de estar con él. El valle estaba todavía a oscuras, pero en lo alto el sol comenzaba a dorar la cresta de la peña. Un relincho ahogado resonó a escasa distancia y Dionisio vio tres caballos atados en un tamarisco. Miró entonces a la muchacha y le dijo:
—Si quieres venir conmigo, debes montar en el caballo, así.
Saltó sobre su animal y cogió por el ronzal al primero de los otros tres. La muchacha le siguió a pie durante un poco, luego pareció detenerse y mirar con una extraña expresión el burdo vestido que llevaba.
También Dionisio se detuvo y se volvió para despedirse con una última mirada pensando que no se atrevería nunca a avanzar más allá del límite de la gran cuenca rocosa, pero se lanzó a la carrera con una agilidad sobrehumana y una maravillosa ligereza. El animal no se espantó, como si la criatura careciera de peso y de olor, y prosiguió tranquilo su camino, guiado por aquellos piececitos desnudos y endurecidos por la roca.
Ese mismo día, al caer la tarde, le cortó los cabellos con la espada a la altura del cuello y cambió de nuevo de expresión, convirtiéndose por un instante en un efebo tenebroso y luego, por un instante, uno solo, muy breve, fugitivo instante, fue Areté. Y le miró con los ojos de ella.
Volvieron a partir antes del alba y se adentraron por territorios desiertos y solitarios que la guerra había vaciado y herido de muerte, viajando en silencio durante todo el tiempo. Él de vez en cuando la observaba dominado por una misteriosa curiosidad. La presencia muda de ella acentuaba de aquel modo su soledad y, al propio tiempo, los lugares desolados que estaban atravesando parecían agrandar y magnificar hasta el Infinito la presencia de aquella criatura, hasta casi divinizarla.
Caminaron durante ocho días a través de las montañas, durmiendo pocas horas cada noche, hasta que una mañana apareció frente a ellos Agrigento, alta en la colina en un amanecer espectral.
Estaba desierta y los animales salvajes —perros sin dueño, zorros, cuervos— habían hecho de ella su morada. En las calles se veían por todas partes los signos de la destrucción, los restos miserables de quien se habían quedado y había sido asesinado.
No se atrevió a subir hasta la acrópolis, pero pasó por delante de la casa de Telías y entró. Le recibieron paredes desconchadas, muebles quemados, preciosos vasos esparcidos hechos pedazos por el suelo, techos ennegrecidos. Apoyó la cabeza en una pared mientras las lágrimas le subían a los ojos. La muchacha se le acercó y apoyó una mano sobre su nuca. Sentía instintivamente el dolor que le afligía y trataba de hacer suyo una parte de él.
Dionisio se volvió, la miró fijamente a los ojos y dijo: —Ven, vamos al estanque.
Encontró el agua tibia, casi caliente, pero no peces. Los ocupantes debían de haberlos cogido para alimentarse durante el invierno anterior. Se zambulló, pero tuvo que hacer más de un intento por llegar al fondo. Finalmente vio dos cajas atadas con unas cuerdas de cáñamo, pero todo esfuerzo por levantarlas resultó inútil. En un momento dado rompió las cuerdas y miró en su interior: había cientos de monedas de oro y de plata. ¡El tesoro de Telías!
No tenía ya aire en los pulmones y tomó impulso con las piernas para volver a salir a la superficie, pero algo se lo impedía; las cuerdas que había roto se le habían enredado en un pie y lo retenían en el fondo.
¿Se estaba muriendo? ¿Estaba todo acabado? Salían borbotones a lo largo de su cuerpo, las imágenes de su vida se desvanecían en una verde atmósfera irreal, lamentos de moribundos penetraban bajo su piel, llamas de incendios abrasaban sus pulmones, ojos de muchachas arrasados en lágrimas lo observaban desde otros mundos…
Luego sintió un estirón y que su cuerpo emergía rápidamente, y acto seguido que una fuerza extraordinaria lo arrastraba a la orilla. La muchacha salvaje se le había subido con las rodillas sobre el pecho y le empujaba el vómito fuera del estómago, el agua —y el fuego— de los pulmones. Tosió, escupió, se contorsionó y finalmente respiró.
Miró a su alrededor y no vio a nadie. Oyó de nuevo borbotear el agua y vio a la muchacha que arrojaba a la orilla dos grandes puñados de monedas de oro y de plata y luego que desaparecía en el agua.
Fue así arriba y abajo incansable, sin tomarse ni un momento de respiro, durante toda la jornada, mientras Dionisio llenaba las alforjas que había que cargar a lomos de los caballos.
Era ya el atardecer, y el tesoro estaba totalmente fuera del agua; una riqueza enorme.
—Vamos —dijo, y se encaminó hacia donde estaban los caballos para cargar el último talego, cuando de improviso oyó un ruido y se detuvo. La excitación intensísima de una jornada increíble, el ver tanto dinero, su presencia y la de aquella criatura en la ciudad espectral le había sumido en una especie de estado onírico, pero aquel ruido le devolvió enseguida a la realidad. Sintió que un estremecimiento le recorría el espinazo. Había sido un loco actuando solo de aquel modo y en aquel lugar.
—¿Quién va? —gritó.
No obtuvo respuesta, pero descubrió unas sombras arrastrándose de una casa a otra, pegadas a las paredes.
—¡Monta a caballo, rápido! —le dijo a la muchacha y a base de gestos le hizo comprender lo que significaban aquellas palabras. Pero ella se quedó inmóvil. Parecía husmear el aire y enseñaba los dientes como una fiera, retrocediendo. Dionisio cogió los caballos y comenzó a dirigirse hacia la puerta de levante.
Pero también desde allí llegaron ruidos, llamadas, y vieron otras siluetas avanzar hacia ellos. Habían caído en una trampa.
Un par de individuos avanzaron bastones en mano. Iban cubiertos de harapos y tenían las barbas y los cabellos largos; ¿bandidos?, ¿desertores?…, ¿supervivientes? Parecían animales más que hombres. Dionisio se detuvo y desenvainó la espada. La muchacha, en cambio, recogió dos piedras y se las lanzó con mortífera precisión. Les golpeó a ambos en plena frente y se desplomaron en tierra uno tras otro sin un lamento. Pero otros gritos de incitación resonaban por todas partes y una chusma de quizá unos cincuenta individuos se lanzó hacia delante blandiendo bastones y cuchillos.
—¡Rápido, vamos, escapemos de aquí! —gritó Dionisio tomando a la muchacha de la mano y abandonando los caballos. Pero era evidente que los perseguidores querían vengar a sus compañeros y siguieron corriendo detrás de ellos blandiendo bastones y cuchillos.
Dionisio fue el primero en doblar la esquina de una casa y fue a darse de manos a boca con uno que venía en sentido contrario. Trató de abatirlo de una estocada, pero el otro gritó en griego:
—Quieto, demonios, ¿es que quieres cortarme el pescuezo?
—¿Léptines?
—¿Y quién si no? —Se volvió hacia atrás—. Abatid a esos roñosos, vamos.
Unos sesenta mercenarios y el mismo Aksal se lanzaron hacia delante matando a los primeros que encontraron, luego con los arcos acabaron con la vida de los supervivientes que se habían dado a la fuga. No escapó ni uno.
—Te di una orden muy concreta —dijo Dionisio cuando todo hubo terminado.
—Por Heracles, te acabo de salvar el pellejo. Hace falta valor para… —comenzó Léptines.
—¡Te di una orden muy concreta! —gritó Dionisio.
Léptines agachó la cabeza mordiéndose el labio.
—Pero hubiera salido de esta en cualquier caso —prosiguió—.No son más que unos desgraciados piojosos, pero tu desobediencia puede haberlo comprometido todo. ¿Lo comprendes?
—He dejado a Dorisco en Siracusa; es un excelente oficial y ha sido miembro de la Compañía. No pasará nada. He pensado siempre que era demasiado peligroso para ti andar por ahí solo y me puse tras tus pasos. La próxima vez dejaré que perezcas, ¿de acuerdo?
—La próxima vez harás lo que yo te diga, o de lo contrario me olvidaré de que eres mi hermano y te haré pasar por las armas por insubordinación. ¿Está claro?
Llegó Aksal sujetando por los cabellos dos cabezas cortadas.
—Aksal es tu sombra, ¿has visto?
Y se las puso delante mismo de las narices.
Dionisio torció el gesto.
—Sí, sí, de acuerdo. Coged esos caballos y larguémonos de aquí, rápido.
—¿Quién es ella? —preguntó Léptines señalando a la muchacha.
Dionisio se volvió de su lado, pero ella salió huyendo y desapareció en la ciudad desierta, sumida ya en la oscuridad.
—¡Espera! —gritó—. ¡Espera! —y corrió detrás de ella, pero enseguida se dio cuenta de que era inútil. No la encontraría jamás.
—Pero ¿quién es? —preguntó de nuevo Léptines.
—No lo sé —respondió a secas Dionisio.
Se pusieron en camino pasando a través de los barrios de levante hasta llegar a la puerta de Gela y desembocaron por la zona de la necrópolis de levante mientras a sus espaldas se alzaba la luna, expandiendo su pálida claridad sobre los templos de la colina. Dionisio miró a su hermano que avanzaba en silencio, acompañando sus pasos con el asta de fresno de la lanza.
Le pareció extraño que Léptines hubiera tomado por sí solo semejante iniciativa.
—Dime la verdad: quién te ha dicho que vinieras detrás de mí. ¿Filisto?
Léptines se detuvo y se volvió hacia él.
—No, Filisto no tiene nada que ver.
—¿Quién, entonces?
—Ese. Ese tipo corpulento con la cabeza rapada, el mismo que me dio el mensaje. Me lo encontré delante de la entrada del cuartel y me dijo: «Tu hermano se halla en peligro. Debes ir enseguida, por el camino de Agrigento». No me dio tiempo a decir una palabra cuando ya había desaparecido. ¿Qué podía hacer?
Dionisio no respondió. Retomó el camino en silencio y nadie vio brillar sus ojos en las tinieblas, ni oyó las palabras que subían a su garganta con la emoción de una revelación imprevista:
—Telías… amigo mío.