XVI

La reunión de los más leales se celebró en la casa de Filisto en la Ortigia. Estaban presentes, aparte de Dionisio y el amo de casa, Yolao, Dorisco y Biton; luego llegó Héloris, sofocado por las prisas. Léptines fue el último en presentarse y a una señal de Dionisio comenzó a referir lo que sabía:

—Han saqueado Camarina, pero no se han detenido. Vienen hacia aquí.

—¿Estás seguro? —preguntó Dionisio, sin inmutarse lo más mínimo.

—Diría que sí. El camino que han tomado lleva a esta parte y no creo que vengan precisamente de visita de cortesía.

—Pueden llegar también hasta aquí, pero aquí se quedarán clavados. Nuestras murallas rechazaron a los atenienses. Nuestra flota está intacta y también el ejército. ¿A qué fin intentar una empresa destinada al fracaso?

—Porque están convencidos de lograrlo —Intervino Filisto—. Lo han conseguido cuatro veces, ¿por qué no una quinta? Sus mercenarios son tropas de primer orden y si mueren nadie se lamenta; nada de funerales públicos, nada de discursos, nada de inscripciones funerarias. Les echan en una fosa con dos paladas de tierra encima y sanseacabó; una paga menos. Nosotros, en cambio, tenemos que dar cuenta de cada hombre que perdemos, a su familia y a la ciudad.

—Y me parece justo —dijo Dionisio—. Somos helenos.

—Cada uno de nosotros tiene una familia —añadió Biton.

—Es muy cierto —hubo de admitir Dionisio—. Pero, entonces, ¿cómo consiguieron hace setenta años Terón de Agrigento y Gelón de Siracusa aniquilar al ejército cartaginés en Himera? Yo os diré cómo: porque contaban con un vasto territorio del que sacar todo tipo de recursos humanos y materiales. Nosotros no somos más que pequeños grupos de casas pegadas a los peñascos a lo largo de la costa. Pueden apoderarse de nosotros uno tras otro. Nuestras tropas, en teoría, son superiores en armamento y técnica de combate, pero no hay en nuestros ejércitos una verdadera transmisión del mando; alguien decide que debe irse y se va. Y nadie puede pararlo. Te quedas con quince, veinte mil hombres de golpe y estás enseguida en una gran inferioridad numérica. ¿Y por qué? Porque deben irse a casa a sembrar. A sembrar, ¿comprendéis? ¡Por Heracles, la guerra es una cosa seria! Algo de profesionales.

—No estoy de acuerdo —objetó Yolao—. Los mercenarios se venden al mejor postor y te dejan plantado en cualquier momento, si es lo que les conviene. ¿Os acordáis de Agrigento? Fue la deserción de los campaneos la que dejó la ciudad sin defensa.

—No es exactamente así —replicó Dionisio—. Los mercenarios están con quien vence y no con quien pierde, o está destinado a perder. Están con quien les proporciona una paga espléndida, posibilidades de saqueo, con quien sabe mandarles y no echa a perder sus vidas sin motivo. También ellos estiman su pellejo y saben lo que valen.

—¿Querrías un ejército mercenario? —preguntó Héloris no sin cierto asombro.

—Un núcleo al menos sí. Gente que no se dedique a otra cosa que a hacer de soldado, que pase su tiempo solo adiestrándose, llevando las armas, practicando con la espada. Gente que no tenga ni campos que cultivar ni tiendas que sacar adelante, que solo tenga su propia espada y su propia lanza como fuente de ingresos. El ideal sería que fuesen griegos, sin importar de dónde, pero griegos.

Léptines se puso en pie.

—No puedo dar crédito a lo que oigo: esos bastardos se están acercando a nuestras murallas y nosotros estamos aquí discutiendo sobre lo que no tenemos y deberíamos tener. ¿Alguien tiene idea de cómo apañárselas?

—Tranquilo —repuso Dionisio—, se romperán los cuernos contra nuestras murallas y, si avanzan por mar, saldremos con toda la flota y los mandaremos a pique. Pero no creo que haya necesidad de hacerlo. Ya veréis cómo negociarán, nosotros somos un hueso demasiado duro de roer para ellos. Por ahora hemos de defender las murallas, día y noche, reforzar las puertas y mantener a la flota en las bocas de los puertos para que no nos cojan por sorpresa y quedemos bloqueados dentro. Y a esperar.

—¿A esperar? —preguntó asombrado Léptines.

—A esperar —repitió Dionisio.

Todos se fueron para cumplir las órdenes. Filisto volvió a casa y se sentó a la mesa de trabajo. Desde hacía tiempo se había dado cuenta de que los acontecimientos a los que asistía merecían ser contados y estaba convencido de que también lo que sucedería iba a ser materia para una obra histórica, puesto que iba a ser la lucha más encarnizada que se hubiera visto nunca entre griegos y bárbaros, no inferior, en cualquier caso, a las guerras persas narradas por Heródoto en sus Historias. Asimismo pensaba conocer los planes futuros de Dionisio: la construcción de un imperio territorial siracusano sin relación con nadie, ni griegos ni bárbaros, y la creación de un nuevo ejército que le fuera completamente leal con el que entablar un duelo a muerte, sin cuartel, con el enemigo cartaginés.

Tomó un rollo de papiro en blanco del cajón, lo extendió y lo sostuvo sobre la mesa, luego comenzó a escribir un nuevo capítulo, el referente a su amigo Dionisio. Filisto no dictaba, como hacían todos aquellos que trataban de escribir una obra literaria de cualquier género, sino que prefería escribir personalmente, como un modesto escribano, porque le gustaba oír el leve rasgueo del cálamo que se deslizaba por el papiro lubricado por la tinta y ver las palabras nacer y seguirse una a otra en la blancura del rollo. Saboreaba en aquel momento un poder más grande que cualquier otro en el mundo: el de fijar los acontecimientos y los avatares humanos para los años y quizá los siglos venideros. El poder de representar a los hombres, sus vicios y sus virtudes de acuerdo a su juicio inapelable. Él era en aquel momento el histor, el que cuenta porque sabe, y sabe porque ha visto y oído, pero cuyos términos de juicio obedecen solamente a sus categorías mentales y a nada más.

Y escribía sobre Dionisio.

Había asistido a la destrucción de ciudades magníficas, a la muerte de miles de hombres, mujeres y niños, a la deportación de poblaciones enteras y, por último, a la violación y al asesinato de su esposa amadísima, cuando era aún muy joven, por parte de sus propios conciudadanos durante los desórdenes internos. Y como suele suceder en tales casos, dos grandes conceptos se habían grabado a fuego en su mente: el primero era que las democracias son ineficaces en caso de que sea necesario tomar decisiones inmediatas y llevar a cabo acciones que impliquen opciones radicales, y al propio tiempo que no están en condiciones de frenar los desmanes de la multitud y de los facinerosos; el segundo, que cualquier cartaginés que viva en tierra siciliana constituye una amenaza para la existencia de los helenos y, en consecuencia, es preferible verle muerto. Por lo que se refiere a los griegos, Dionisio tenía ante sí el desolador espectáculo de cuanto sucedía en las metrópolis. Ochenta años antes, la alianza entre las principales ciudades de la Hélade había derrotado al imperio del Gran Rey de los persas, el más grande que haya existido nunca en la tierra, y ahora aquellas ciudades se desgarraban en una lucha sin fin preparando su propia ruina. Estaba, pues, convencido de que debía evitarse esto, al menos en Occidente, y que no había otro camino que la conquista, la unificación de los griegos de Sicilia y de Italia en un único Estado. Y la autocracia, a su modo de ver, sería el único medio. Sabía, creo yo, cuánta soledad ha de afrontar todo aquel que quiere gobernar por sí solo, cuántos peligros e insidias ha de arrostrar. Pero contaba, al menos en los primeros tiempos, con los amigos que conocía desde su infancia y con su hermano Léptines. Había perdido a sus padres cuando era poco más que un muchacho.

Dorisco era hijo de un mercader de trigo y había nacido de madre italiana de Medma. Tenía su misma edad y era de lo más audaz. Había participado en los juegos olímpicos como púgil durante la adolescencia y había vencido en la categoría juvenil. Había tomado parte en todas las campañas militares recibiendo numerosas heridas, cuyas cicatrices exhibía con orgullo.

Yolao, algo más templado, era atento y reflexivo, virtudes que había desarrollado aplicándose al estudio con varios maestros. Se decía que había frecuentado también escuelas pitagóricas en Italia, en Trotona y Taranto, donde había aprendido muchas nociones sobre los secretos del cuerpo humano además del espíritu.

Biton era el superviviente de dos gemelos a quienes se había puesto el nombre de los míticos Cloebis y Biton, los héroes que habían arrastrado el carro de la madre de Argo hasta el templo de Hera, conquistando la inmortalidad. Era muy fuerte, pero de carácter tranquilo. Habiendo perdido a un hermano idéntico a él, luego lo había identificado con Dionisio, al que le era ciegamente fiel.

Léptines, aparte de un hermano era un amigo, lo máximo que se pueda desear en la vida, pero la índole impulsivo, la inclinación al vino y a las mujeres, sus imprevisibles ataques de ira constituían incógnitas en la guerra, donde su gran valor y coraje no siempre bastaban para asegurar el buen éxito de las operaciones.

En cualquier caso, este era el riesgo para Dionisio: basar su gobierno en relaciones personales y familiares insustituibles. Cuando estas fallan por azares de la suerte, por las bajas en la batalla, por las enfermedades, la soledad del autócrata se vuelve cada vez mayor y su ánimo cada vez más seco y semejante al desierto…

Himilcón se presentó ante Siracusa a comienzos del otoño. Levantó el campamento en la llanura cenagosa cerca de la desembocadura del Ciane porque era el único lugar que permitía alojar a tantos miles de hombres, y no tardó en enviar un mensajero con la propuesta de un armisticio. Era, pues, evidente que el ejército cartaginés constituía en aquel lugar más una exhibición de poderío que una amenaza real. Tenía que infundir miedo más que lanzar un ataque propiamente dicho.

Dionisio recibió al embajador de Himilcón en la Ortigia, en el cuartel de sus mercenarios. Había abandonado desde hacía tiempo la casa de la parra en la Acradina, porque los recuerdos que le traía le resultaban insoportables, y los sarmientos de la parra se habían extendido un poco por todas partes, arrastrándose incluso por el suelo, sin dar ya fruto alguno porque nadie la podaba.

Recibió al embajador en la sala de armas donde se practicaba la esgrima, un amplio local desnudo, tapizado de lanzas y espadas en sus cuatro paredes, y lo hizo sentado en un escabel, descalzo pero armado con coraza, espada y grebas y con el yelmo corintio colgado de una percha a su lado, de modo que parecía una especie de máscara fría e impasible de la guerra.

—¿Qué quiere de mí tu amo? —preguntó al jefe de la embajada cuando fue traído a su presencia.

Era un griego de Cirene, pequeño y con el pelo crespo, cuya profesión era la de mercader de púrpura.

—El noble Himilcón —comenzó diciendo— quiere mostrarse generoso. Su propósito es perdonar a tu ciudad, aunque podría conquistarla en breve espacio de tiempo al igual que todas las demás…

Dionisio no dijo nada, pero le miró fijamente con ojos gélidos, con una mirada penetrante como el hierro de sus lanzas.

—Está dispuesto a permitirles a los griegos sicilianos que vuelvan a vivir en sus ciudades y a dedicarse al comercio y a sus actividades. Sin embargo, no podrán reconstruir las murallas y tendrán que pagar tributo a Cartago.

Jodido bastardo, pensó Dionisio. Quieres repoblar las ciudades para que te den a ti su dinero pagando sus tributos.

Pero habló en tono neutro, ostentando un timbre de voz indiferente.

—¿Hay otras condiciones?

—No —respondió el embajador—. Nada más. Pero el noble Himilcón te ofrece también liberar a los prisioneros de guerra que capturó en las últimas campañas.

—Comprendo —dijo Dionisio.

El embajador se quedó desconcertado esperando una respuesta que, sin embargo, no llegaba. Dionisio le miraba en silencio, de modo que el pobre hombre comenzó a tener un sudor frío al sentir sobre él aquellos ojos de hielo. Hubiera querido preguntar algo, pero no se atrevía. Tenía la impresión de que si rompía el silencio se vendría el mundo abajo. Al final se armó de valor y preguntó:

—¿Qué… debo decirle al noble Himilcón?

Dionisio le miró con la expresión de quien se ha despertado de improviso de un sueño y dijo:

—¿No crees que puedo pensar en ello un poco? No es una decisión sencilla.

—Oh, sí, claro —respondió enseguida el embajador—. Claro….claro.

Siguió casi una hora de silencio absoluto en la que Dionisio no dejó traslucir el menor pensamiento ni movió un solo músculo del rostro, como si fuera una estatua mientras que el embajador se pasa, de vez en cuando un paño de lino por la frente, que chorreaba cada vez más de sudor, apoyándose ya en una pierna, ya en la otra, porque no había en la estancia donde sentarse.

Al final Dionisio dejó oír un leve suspiro e hizo una seña con el dedo índice para hacer acercarse al embajador. Este lo hizo a paso ligero y casi circunspecto, y Dionisio dijo:

—Puedes decirle al noble Himilcón de mi parte…

—Sí, heguemon

—Que si pudiera expresarme de acuerdo a lo que me dicta mi estado de ánimo le respondería…

—¿Sí? —le animó a proseguir el embajador.

—Que puede irse a tomar por culo.

El embajador puso unos ojos como platos.

—¿Que puede…?

—Irse a tomar por culo —repitió Dionisio—. No obstante —prosiguió—, mis responsabilidades de gobierno me exigen hablar en términos más conciliadores. Le dirás, por consiguiente, que por el momento estoy dispuesto a firmar la paz en estas condiciones y a rescatar a todos los prisioneros que sea posible tan pronto como haya levantado el cerco y puesto fin a las hostilidades.

El embajador asintió, satisfecho de haber obtenido por fin una respuesta, luego retrocedió un paso cada vez hasta ganar la puerta y se escabulló afuera.

Himilcón, que quería una aceptación incondicional de sus propuestas de paz, decidió dar comienzo sin más pérdida de tiempo a las operaciones militares. Dudó durante algún tiempo sobre cómo plantear su acción. El terreno era desfavorable, las murallas infundían miedo por lo imponentes y de hecho era imposible bloquear los puertos, ambos defendidos por las unidades más aguerridas y poderosas de la Marina siracusana. Los pocos intentos de batir los muros con las máquinas fracasaron, y el bochorno sofocante de aquel verano, que se prolongaba obstinadamente hacia el otoño, hacía levantarse de las marismas una humedad insoportable que debilitaba los miembros y desalentaba los ánimos. El hedor de los excrementos de tantos miles de hombres pesaba en aquella hondonada cenagosa, volviendo el aire irrespirable, y no tardó en estallar la peste. Cientos de cuerpos eran puestos a diario en las piras y el descontento crecía entre las tropas, hasta constituir una amenaza para el comandante y sus oficiales. Himilcón continuaba esperando que sucediera, como en Agrigento, algo que diera un vuelco a la situación. Estaba convencido de que quizá los siracusanos se dejarían tentar por un ataque frontal por tierra o por mar, pero pasaban los días y no sucedía nada.

Dionisio permanecía encerrado dentro del formidable recinto amurallado y seguía recibiendo aprovisionamientos por el puerto de Lakios al norte, por lo que no se producían bajas entre los habitantes y no padecían hambre.

Finalmente Himilcón, tras contar los muertos y los supervivientes, se dio cuenta de que no disponía ya de fuerzas para dar el asalto y decidió levantar el cerco. Mandó a los mercenarios campaneos a la parte de levante de la isla para defender sus ciudades y él, tras embarcar a los africanos, puso vela hacia Cartago.

En aquellos días le llegó a Dionisio la noticia de que en Tracia la flota espartana mandada por Lisandro había sorprendido a la ateniense en el dique seco y casi sin tripulaciones y la había aniquilado en un lugar llamado «los ríos de la cabra», nombre absurdo como el mismo acontecimiento. El almirante ateniense Conon se había salvado con ocho naves y buscó refugio en el Pireo. Atenas estaba bloqueada por tierra y por mar y su situación parecía desesperada.

—¿Qué piensas de ello? —le preguntó Filisto.

—Para nosotros no cambia mucho la cosa —respondió Dionisio—. En teoría, los espartanos serán libres de ayudarnos, pero en la práctica prefieren que estemos lejos. Nuestros asuntos tenemos que resolvérnoslos solos cada vez que podamos.

—No has comprendido; quiero decir qué piensas que será de Atenas.

—¿Quieres saber qué haría yo si estuviera en el lugar de Lisandro?

—Sí, si no te importa decírmelo.

—Los atenienses son los mejores. Han enseñado al mundo a pensar y aunque solo sea por esto merecen vivir, cualesquiera que sean los crímenes que hayan cometido durante treinta años de guerra.

—Así pues, ¿para ti solo cuenta la excelencia del pensamiento? ¿El comportamiento no cuenta?

—¿Quieres entablar una discusión filosófica? Son problemas que hemos discutido ya. Tu pregunta tendría un sentido si existiera un juez supremo que absolviera y condenase, si existiera una fuerza que protegiese a los inocentes y castigase a los malvados, pero un juez semejante no existe, y esta fuerza es solo ciega y casual violencia, semejante a la de las tempestades y de los huracanes que golpean al azar, trayendo muerte y destrucción por allí por donde pasan.

—Y sin embargo, el juez del que hablas existe…

—Ah, ¿sí? ¿Y quién es?

—La Historia. La Historia es el juez. Ella recuerda quién ha hecho el bien a los seres humanos y condena a quien les ha oprimido, a quien les ha hecho sufrir sin motivo.

—Ah, la Historia… —respondió Dionisio—. Comprendo. Por consiguiente, según tú, ¿uno debería comportarse pensando en lo que la Historia dirá de él cuando no sea más que cenizas y ya no le importe nada de nada? Y la Historia, además, ¿quién la escribe? Gente que no vale sin duda más que yo… Yo hago la Historia, amigo mío. ¿Has comprendido? Yo sé de cierto que puedo doblegar a los acontecimientos a mi voluntad, aunque todo parezca indicar lo contrario. Recuerda, de todas maneras, que no has visto todavía nada… nada, ¿comprendes? Lo más importante está aún por llegar.

—Te haces ilusiones: la Historia es la peripecia misma de la humanidad pasada por el tamiz de la inteligencia de personas que poseen el don de comprender. Y la Historia va por donde quiere. Dionisio, es como un río enorme que ya corre con fuerza incontenible, arrollando todo a su paso, ya avanza lentamente trazando lentos meandros y parece dejarse domar y guiar hasta por hombres mediocres. La Historia es un misterio, una mezcolanza de pasiones, horrores, esperanzas, entusiasmos, mezquindades, es suerte y casualidad, así como es también el producto de voluntades concretas y testarudas como la tuya, por supuesto. La Historia es el deseo de superar nuestra miseria de hombres, es el único monumento que nos sobrevivirá. También cuando nuestros templos y nuestras murallas se hayan venido abajo hechos ruinas, cuando nuestros dioses y nuestros héroes sean nada más que fantasmas, imágenes desvaídas del tiempo, estatuas mutiladas y corroídas, la Historia recordará lo que hemos hecho y el recuerdo que sobrevivirá de nosotros es la única inmortalidad que nos ha sido dada.

—Bien —repuso Dionisio—, entonces, toma nota, Filisto, porque yo sé que tú estás escribiendo, desde hace tiempo. Yo he hecho ya mi elección y estoy dispuesto a condenar mi memoria para los siglos venideros, a ser recordado como un monstruo capaz de cualquier acto nefasto, pero también como un verdadero hombre, un hombre capaz de doblegar a los acontecimientos a su propia voluntad. Solo este tipo de hombres se asemeja a los dioses. Solo si eres de verdad grande la gente te perdonará el haber limitado su libertad; de lo contrario te destrozará y te pisoteará tan pronto como demuestres la más mínima debilidad.

Filisto guardó silencio, impresionado por aquellas palabras presuntuosas y arrogantes, pero también por aquella fe casi ciega en su propio destino que Dionisio sabía transmitir con la voz y la intensidad febril de su mirada.

—¿Qué intenciones tienes, pues? —le preguntó.

—He de enrolar a otros mercenarios, construir una fortaleza en la Ortigia, que será mi residencia, y tendrá que incluir el arsenal, de modo que nadie pueda bloquearme por el lado del mar, y una muralla transversal en el istmo, que deje fuera al resto de la ciudad de tierra firme, porque mis enemigos pueden llegar de cualquier parte, del exterior y del interior. Y los que vienen del interior pueden ser los más temibles y los más crueles; la peor ferocidad de todas es la de los propios hermanos.

Filisto le miró estupefacto.

—Es un plan ingente. ¿De dónde sacarás el dinero?

—Descuida, no te lo pediré a ti.

Filisto reaccionó, ofendido.

—No creo que nunca haya…

—No quería decir esto. Has hecho ya demasiado por mí. No quiero arrastrarte en mi ruina, si así fuera a suceder. Quiero que tengas una buena vida, dentro de lo posible. Y, en todo caso, ni siquiera tu patrimonio, cuya consistencia real desconozco, bastaría para cubrir unos gastos semejantes.

—¿Cómo te las arreglarás, entonces?

—No lo sé —respondió Dionisio—, pero encontraré una solución. Siempre hay una solución para quien tiene el valor de pensar a lo grande. Ahora tengo necesidad de respirar aire fresco, aire de mar. ¿Quieres hacerme compañía?

—Con mucho gusto —respondió Filisto.

—Pues, entonces, cúbrete, es mejor no despertar curiosidades malsanas en la ciudad.

Salieron del cuartel por una poterna secreta, con los hombros y la cabeza cubiertos por una capa con capucha, y se encaminaron por las calles ya oscuras de la Ortigia.

Dionisio se dirigió a la dársena, donde las grandes unidades de combate de su flota eran llevadas al dique seco para el mantenimiento otoñal. De ahí tomó el camino que llevaba al norte, hacia los muelles comerciales.

—Mira qué extraño —dijo en un momento dado Filisto—. Allí, en el segundo muelle.

Dionisio miró y vio que una nave había conseguido atracar con las últimas luces del atardecer y ahora estaba desembarcando un cargamento de esclavos. Se acercaron y Dionisio reparó en uno de pelo muy rubio, casi blanco. Estaba completamente desnudo y tenía la piel toda enrojecida y quemada por el sol. Lo único que llevaba encima, aparte de un pequeño tatuaje en el pecho, era un collar rígido en forma de cordón que terminaba en su parte delantera en dos cabecitas de serpiente talladas en madera.

Dionisio lo observó durante unos instantes, luego dijo a Filisto:

—Pregunta cuánto cuesta.

Filisto se acercó al mercader.

—Mi amigo quiere saber cuánto cuesta ese celta de la piel quemada.

—Dile a tu amigo que vaya mañana a la plaza del mercado y se ponga a la cola con los demás para hacer su oferta —respondió el mercader sin darse siquiera la vuelta.

Dionisio susurró algo al oído de su amigo, le hizo gesto de entendimiento y se alejó. Filisto se acercó de nuevo al mercader.

—Mi amigo está muy interesado en tu esclavo y está dispuesto a pagar una buena suma por él.

—Bien lo creo. ¿Sabes cuántos viejos sodomitas se presentarán mañana al mercado para disputarse el pájaro del rubio Apolo boreal? No creerás que tu amigo es el más guapo, ¿verdad? Ya te lo he dicho: si quiere comprar ese magnífico ejemplar tendrá que disputárselo con estateras de plata contantes y sonantes a los otros clientes.

Filisto dejó caer la capucha sobre sus hombros descubriendo su rostro.

—Mi amigo se llama Dionisio —replicó—. ¿Te dice ello algo?

El mercader cambió de improviso de expresión y de actitud.

—¿Qué quieres decir, el Dionisio ese? —preguntó poniendo unos ojos como platos.

—Él precisamente —respondió Filisto mirando con una expresión muy significativa—. Y si quieres un consejo, yo que tú le haría también ahora un buen precio.

—¿Y cuánto sería, para ti, un buen precio?

—Cinco minas me parecería un precio honrado.

—¿Cinco minas? Pero si vale por el menos el triple.

—Muy bien. Es lo que quería ofrecerte, pero has dejado escapar la oportunidad. Ahora deberás contentarte, a menos que no quieras exponerte a un peligroso e inseguro juego al alza.

—¿Cómo puedo saber que no estás jugando conmigo?

—Efectivamente, no puedes estarlo. Puedes decidir fiarte de lo que te digo o bien no fiarte. Si te va bien, mañana recibirás el doble en el mercado. Si te va mal, no recibirás nada del total. ¿Qué decides?

—Está bien, diablos —respondió el mercader, despechado.

Filisto le dio la suma pactada y las instrucciones para la entrega y volvió a donde estaba Dionisio cerca de la puerta de entrada al Puerto.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó.

—Cinco minas. En metálico.

—Un buen precio.

—En efecto.

—Haré que mañana mismo te las reembolsen.

—¿Por qué te interesa este esclavo?

—¿Has visto el collar que llevaba al cuello?

—Sí, pero…

—¿Y el tatuaje en el pecho?

—Me parece…

—Ese hombre forma parte de una especie de fraternidad guerrera bastante temible. Es más, la más absolutamente temible. Son grupos nómadas que se comportan como jaurías de lobos en busca de una presa, pero a veces se enrolan a sueldo. Son tan fuertes que van a la batalla desnudos sin otra protección que su espada y su escudo. No le tienen ningún miedo a la muerte y el único fin que tienen en la vida es demostrar su valor en cada ocasión posible. No logro comprender cómo pudo ser capturado vivo. ¿Sabes si habla griego?

—No.

—Trata de averiguarlo y pregúntale de dónde viene, y cómo fue hecho prisionero. En resumen, todo cuanto puedas saber de él. Si no habla griego, haz que te ayude alguno de nuestros mercenarios.

—No me has dicho aún qué quieres hacer con él.

—Mi guardia de corps —respondió Dionisio. Y se fue.