Dionisio convocó al Consejo de Guerra aquella misma noche en un clima envenenado de protestas, recriminaciones y acusaciones. El mismo estaba alterado y angustiado por un fracaso tan clamoroso como imprevisible, pero pensó que tenía que jugarse el todo por el todo, que no debía defenderse sino atacar, y al punto comenzó a hablar en voz muy alta para dominar los refunfuños de los oficiales presentes e imponer silencio.
—¡Amigos! —comenzó diciendo—. El plan que os propuse y que aprobasteis la víspera de esta desafortunada batalla era perfecto. Y lo que ha sucedido no se explica sino es por la traición.
Hubo un prolongado murmullo entre los generales y alguna risa sarcástica entre los mandos de la caballería siracusana, todos aristócratas.
—No estoy acusando a nadie de los presentes —prosiguió—, pero ¿cómo explicar lo que ha sucedido esta mañana, esa multitud de gente a lo largo de la única calle que teníamos que recorrer para llegar a tiempo a la puerta de poniente? Mi hermano Léptines la recorrió por lo menos cinco veces con un grupo de hombres armados para calcular cuánto nos llevaría alcanzar el lugar de reunión. ¡Pues bien, comandantes, esta mañana hemos empleado un tiempo cinco veces mayor, que he podido calcular con el largo de la sombra de mi lanza!
—¡Es cierto! —confirmó Léptines—. ¡Yo mismo di la orden de que se dejara despejado el recorrido!
—¿Qué hacía tanta gente presa del pánico a esa hora, en ese lugar? ¿Quién les dijo que tenían que prepararse para huir por la puerta de Camarina? —Las protestas cesaron—. Y hay otra cosa —continuó Dionisio—. ¿Quién ha dado la orden de atacar el campamento? Por supuesto que yo no; cuando he llegado nuestros aliados italianos se estaban ya retirando.
Cleónimo miró instintivamente al oficial que le había dicho que había visto la señal fuera de la puerta de poniente y aquel desvió la mirada. Le había visto poco antes intercambiar unas pocas palabras con uno de los comandantes de la caballería siracusana, lo cual le pareció extraño. Dijo:
—¡He sido yo quien ha dado la orden! Alguno de los míos ha gritado que había visto la señal e inmediatamente después han aparecido unos hombres armados por la puerta. Era la infantería geloa, Pero ¿cómo podía distinguirla de tan lejos?
—No te estoy acusando, Cleónimo —respondió Dionisio—, pero indaga, si te es posible, sobre el hombre que ha gritado haber visto la señal; podrías llevarte alguna sorpresa.
—Es inútil hacer recriminaciones sobre lo sucedido. Lamentablemente hemos sido derrotados y… —comenzó diciendo un oficial de la caballería siracusana, un tal Eloro, miembro de una de las familias más antiguas de la ciudad, descendiente directo, al decir suyo, del mismo fundador.
—¡No es cierto! —exclamó Dionisio—. Hemos sufrido bajas, lo sabemos, pero hemos infligido muchas más. En realidad, si lo vemos desde este punto de vista hemos sido nosotros los vencedores. Pero no quiero discutir. Estoy dispuesto a atacar de nuevo mañana mismo. Sí, hombres, ataquemos, con solo dos cuerpos de ejército: uno con las tropas de desembarco, desde el mar, el otro con el grueso de las fuerzas de tierra. ¡Ataquemos a esos bastardos y veamos quién tiene más cojones!
No funcionó. Nadie respondió a aquella extemporánea llamada a las armas.
—No es el lugar adecuado —dijo Cleónimo—. Hoy se ha podido ver. Y además nosotros los italianos hemos celebrado ya un consejo. Esta campaña ha comenzado demasiado tarde; si el tiempo empeora, corremos el riesgo de no poder cruzar ya el estrecho. Nuestras ciudades permanecerán indefensas. También nosotros tenemos a nuestros bárbaros que mantener a raya, como sabéis perfectamente.
—Yo pienso lo mismo que tú —confirmó Eloro, el comandante' de la caballería siracusana—. Muchos de nuestros caballos han queda, do cojos al andar entre esos tocones de olivo y hemos tenido que sacrificarlos. No es terreno para la caballería.
Dionisio sintió de improviso que se hundía el suelo bajo sus pies. Se volvió hacia su padre adoptivo, Héloris.
—¿Y tú? ¿Piensas lo mismo también tú?
—No se trata de una cuestión de valor, muchacho; tenemos que considerar todos los elementos en cuestión, lo que hay en juego y las condiciones en que nos encontramos. Pongamos que ese bárbaro —y señaló con el pulgar a sus espaldas hacia el mar— decide encerrarse en su campamento y no aceptar el combate. ¿Quién le obligará a hacerlo? Pero nosotros contamos con cincuenta mil hombres, más la población de la ciudad a la que hay que dar de comer; si cambia el tiempo nos arriesgamos a un desastre.
—Es un dato real —confirmó Carilaos.
—Si quieres atacar, yo estoy contigo —manifestó Léptines. —¡También yo, por Zeus! —exclamó Dorisco.
—También nosotros —le apoyaron Biton y Yolao, comandantes de batallón de la infantería siracusana.
Pero Dionisio se daba cuenta de que no había ya moral ni espíritu de combate entre los hombres. El verdadero problema era que no creían ya en él. No le veían como su jefe.
Ellos habían combatido y él no, ellos se habían enfrentado al enemigo y él no, ellos habían arriesgado su vida con la espada empuñada y él no. Y cuando habían tenido necesidad de guía y de apoyo él no se había presentado. Se sintió solo y angustiado.
Léptines debió de darse cuenta de su estado de ánimo al notar el repentino sudor que le perlaba la frente y la piel sobre el labio superior, porque se le acercó y le susurró en la jerga propia de su cuartel: «Cuidado, no te muestres inseguro o te destrozarán».
Dionisio vio la expresión espantada de Filisto, que permanecía aparte cerca de la puerta. Se dio cuenta de que no tenía elección, y ante la idea de lo que podría ocurrir de ahí a poco se sintió encender de la vergüenza, de la rabia y de la frustración. Estaba a punto de cometer la misma infamia que habían cometido Diocles y Dafneo, estaba a punto de volver a llenar una vez más las calles de fugitivos desesperados, de niños y de mujeres bañadas en lágrimas, estaba a punto de abandonar al saqueo los templos y las casas de una ciudad antigua en siglos, fundada por la voluntad de un oráculo sagrado. Se daba cuenta de que el gesto más honorable para él habría sido alejarse con un pretexto cualquiera y quitarse la vida con su propia espada, una hoja honrosa, irreprensible.
Pero Léptines le hundió en el brazo los dedos duros como puñales gruñendo:
—¡Reacciona, por todos los dioses!
Dionisio volvió a la realidad y habló. Con expresión trastornada, pero tono firme y un timbre duro en la voz, dijo:
—Escuchadme. Un comandante debe preverlo todo, también la traición que forma parte de la guerra, y yo en esto me he equivocado, porque amo a tal punto a mi ciudad y al resto de las ciudades de los helenos de Sicilia y de Italia que no podría traicionarlas por ningún motivo y en ningún caso. Así pues, tomaré la decisión inevitable, la más amarga. Evacuaré esta ciudad de sus habitantes y me los llevaré a un lugar seguro. Sí, os hablo a vosotros, valerosos comandantes geloas, a vosotros que veréis a vuestra gente recorrer los caminos del destierro, esta noche. Sí, esta misma noche.
—Os hablo también a vosotros, valerosos comandantes que habéis venido de Italia para prestarnos ayuda, para ofrecer la vida de vuestra mejor juventud, y os hablo a vosotros, amigos siracusanos. Os juro por todos los dioses y por todos los demonios que el bárbaro no vencerá, os juro que le expulsaré de nuestras ciudades, las reconquistaré una tras otra, juro que os llevaré de nuevo a vuestras casas y que el nombre de los helenos de Sicilia y de Italia infundirá tal terror a los bárbaros que no se atreverán ya siquiera a pensar en ser sus enemigos.
En la sala se hizo un profundo silencio. Los generales geloas parecían impresionados por el ardor oratorio y no conseguían decir una palabra. Los italianos murmuraban en voz baja algo a los otros compañeros, pero nadie podía ciertamente criticarles cuando habían dado muestras de excepcional valor en el desembarco y en el asalto al campamento cartaginés, pagando un altísimo precio en vidas humanas. Los siracusanos se sentían los más directos responsables de la decisión anunciada y también el futuro e inminente blanco del siguiente movimiento cartaginés. Tenían el aire de quien vive una pesadilla y no ha conseguido aún despertarse.
Dionisio tomó de nuevo la palabra.
—Hagamos lo único que nos queda por hacer, y hagámoslo enseguida. Dos mil hombres de la infantería ligera se quedarán toda la noche en las murallas para mantener encendidos los fuegos de señalización, de modo que los cartagineses piensen que estamos aún aquí. Los comandantes geloas darán inmediatamente la orden de evacuación, barrio por barrio, para que no se cree el caos en la ciudad. Se repartirán los soldados de escolta según el barrio de pertenencia, de modo que puedan inspirar seguridad y tranquilidad a sus familiares, amigos y vecinos. Dentro de una hora, a más tardar, las primeras columnas tendrán que comenzar a salir por la puerta de poniente, en plena oscuridad y en el máximo silencio.
—Una embajada partirá entretanto hacia el campamento cartaginés para negociar una tregua y la devolución de los cuerpos de los caídos. También esto nos permitirá ganar tiempo.
—Antes del amanecer las tropas que hayan quedado en las murallas añadirán más leña a los fuegos y se pondrán a salvo del enemigo antes de que se haga de día.
—Agradezco a nuestros aliados la ayuda que nos han prestado y, al decirles adiós, quisiera asegurarles que nos volveremos a ver pronto y que esta vez nada ni nadie nos detendrá. No tengo más que añadir. Podéis retiraros y que los dioses os protejan.
Dicho esto, abrazó uno por uno a los generales de los griegos itálicos que partían y también a los comandantes geloas. Estos últimos devolvieron el saludo primero con frialdad y luego poco a poco con mayor calidez, viendo la mirada de Dionisio llena de dolorosa decepción.
Dionisio regresó a su alojamiento para coger su equipaje y prepararse para el viaje. Filisto le alcanzó al poco.
—¿Has venido para echarme en cara tus infaustas previsiones? —le preguntó.
—He venido para recordarte que el poder por sí solo no basta para superar determinados desafíos. He venido para recordarte que acabas de ordenar una evacuación y que te vas dejando insepultos los cuerpos de tus hombres caídos en el campo de batalla. ¿No es así? ¡Tú te irás con el primer grupo y los dejarás insepultos, como hizo Diocles en Himera, como hizo Dafneo en Agrigento!
—¡Lo sé! —gritó Dionisio—. ¡Conozco la historia! ¡Ahórrame estos discursos!
—Me pediste que te brindara mi amistad y mi más ciega fidelidad. ¡Tengo derecho a saber en quién he depositado mi confianza!
Dionisio se volvió hacia la pared ocultando el rostro en su brazo y emitió una especie de estertor, luego dijo:
—¿Qué quieres saber?
—Si las palabras que has dicho en el Consejo del alto mando eran sinceras.
—¿Qué palabras?
—Todas esas bonitas frases sobre los helenos y de reconquista y los jóvenes que han caído en combate… Quiero saber si eran palabras sinceras salidas del corazón o si se trataba de una mera recitación hipócrita para evitar ser lapidado como les tocó en suerte a los generales agrigentinos.
—¿Y esto te bastaría?
—Creo que sí.
—Pero no podrías estar seguro de la verdad de lo que digo.
—No. Creo que no.
—Entonces, tanto da que creas o no lo que te gusta creer. Y ahora movámonos, nos espera una larga noche.
Se ciñó la espada, se puso el escudo en bandolera, empuñó una lanza y salió.
Filisto hubiera querido pararle y hablarle de nuevo, pero no le salió la voz. Se quedó solo en la estancia vacía escuchando el llanto ahogado de las mujeres de Gela que llenaba las tinieblas.
Camarina tenía unas murallas recias y estaba defendida hacia el este por una zona pantanosa que impediría el uso de las máquinas de guerra al menos por aquel lado. Por tanto, podría ser defendida si Himilcón se detenía en Gela. Pero no fue así. Apenas se dio cuenta de que la ciudad se hallaba vacía, la abandonó al saqueo de sus mercenarios. Hizo matar a todos los ancianos y enfermos, que se habían quedado en ella porque no tenían a nadie que se ocupase de ellos, y volvió a ponerse en camino. No le temía a la mala estación, ni le importaba la mar gruesa que podría causar daño a su flota. Estaba ya convencido de que nada se le podría resistir y que las otras ciudades de los griegos de Sicilia caerían una tras otra como en un terrible juego de mesa.
Cada día los estafetas que había dejado en la retaguardia llegaban a Dionisio antes de la puesta del sol para informarle exactamente de dónde se encontraba el ejército perseguidor.
No se detenía. No se detendría ante nada.
Los griegos de Italia habían dejado ya al ejército confederado, encaminándose por el camino más corto hacia el estrecho, y por tanto era impensable plantear siquiera una resistencia.
También Camarina tenía que ser abandonada.
A pesar del notable y evidente mal humor de las tropas, las órdenes de Dionisio eran respetadas y él era aún obedecido como el comandante supremo del ejército siracusano.
Al día siguiente a la evacuación de Camarina, Eloro, el comandante de la caballería siracusana, refirió que se habían observado movimientos sospechosos en un punto más adelante del camino, a una distancia de unos cincuenta estadios, y pidió permiso para ir por delante para asegurar el paso, si ello era necesario.
Dionisio dio su permiso y el oficial se alejó con su destacamento al galope. Eran cerca de un millar de hombres.
Léptines se le acercó.
—¿Adónde van esos?
—Se han detectado movimientos sospechosos a unos cincuenta estadios de aquí. No me gustaría que fuese caballería ligera cartaginesa que nos ha adelantado. Han ido por delante para asegurar el paso.
—¿Asegurar el paso? 0 tal vez para tenderte una trampa. No me gustan. Son todos aristócratas insolentes y arrogantes; nos desprecian porque no formamos parte de su casta y hablamos con acento barriobajero. Y estoy seguro de que disfrutan viéndote humillado. Les trae sin cuidado el dolor de estos pobres desgraciados… —continuó señalando a la columna de los fugitivos que avanzaba por el sendero.
—Lo único que les interesa a ellos es que seas derrotado. Recuérdalo.
Dionisio no dijo nada. La acusación de ingenuidad era la que más escocía de todas. Habría preferido ser considerado un delincuente antes que un ingenuo.
—¿Dónde está Filisto? —preguntó.
—No lo sé. La última vez que le he visto estaba en la retaguardia, ayudando a una anciana que no podía ya andar.
—No sé qué pensar. A fin de cuentas yo…
—¿Por qué te casaste con la hija de Hermócrates? Olvídate de ello. Muchos de estos cabrones lo celebraron y se emborracharon la noche que fuiste herido y ella fue…
—¡Basta! —gritó Dionisio, con tal vehemencia que algunos de los fugitivos que por allí pasaban en aquel momento volvieron la cabeza casi espantados.
—Como quieras —repuso Léptines—, pero las cosas son como te digo, aunque te duela.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Dionisio poco después.
—Son cosas que se acaban sabiendo. Lo sabe también Filisto. Y si quieres él te lo puede confirmar.
—Me dijo que tanto los responsables como los instigadores fueron todos… castigados.
—Oh, sí, por supuesto. Esos pobres hijos de puta a los que castramos, torturamos, achicharramos. Pero los señores, los nobles, los descendientes de los héroes y de los dioses, esos no se ensucian las manos. No tienen siquiera necesidad de darles determinadas órdenes, les basta con hacer comprender que determinadas cosas les complacerían. A veces ni siquiera eso. Basta con una media palabra, una mirada de soslayo si pasa alguien que no les cae bien.
—Monta a caballo —le ordenó Dionisio—. Coge contigo a unos veinte de tus hombres más rápidos y ve detrás de ellos sin dejarte ver. Luego vuelve y cuéntame. ¡Vamos!
Léptines no se lo hizo repetir dos veces. Gritó algo en su jerga y un grupo de incursores a caballo se reunió con él desde varios puntos de la columna. A una señal suya, se lanzaron al galope, raudos como el viento.
Volvió al cabo de un par de horas con el caballo reluciente de sudor y casi reventado por el esfuerzo. En el ínterin Dionisio había sido alcanzado por Filisto, quien desde la noche de la fuga no le dirigía ya la palabra.
—¿Qué novedades hay? —preguntó Dionisio.
—No hay nadie por ahí. No hay ni rastro de cartagineses ni de nadie —respondió Léptines.
—¿Y la caballería?
—Desaparecida. Se ha esfumado. Sin embargo, las huellas se dirigen hacia Siracusa.
Filisto se acercó, con expresión sombría, y se dirigió a Léptines.
—¿Qué demonios estás diciendo?
—La pura verdad. He mandado tras ellos a una docena de mis muchachos con la orden de que les sigan y de informar a una estafeta. Si nos movemos, a cada veinte estadios tendremos noticias frescas.
—Se dirigen a Siracusa para sublevar al pueblo —dijo Dionisio—. Estoy convencido.
—No cabe duda —se mostró de acuerdo Filisto—. Tenemos que movernos enseguida o será el fin. Tienes que seguir adelante a marchas forzadas con todas las tropas disponibles.
Dionisio miró la larga fila de fugitivos que se arrastraba por el camino y sintió que los latidos de su corazón aumentaban en fuerza e intensidad como cuando había entrado por primera vez en combate, a los dieciocho años.
—Tengo suficiente con unos pocos hombres, tú me sustituirás aquí…
—Ni pensarlo, yo voy contigo a Siracusa…
—Es el comandante supremo quien te habla —replicó con dureza Dionisio—. Cumple mis órdenes.
Intervino Filisto.
—Le necesitas, Dionisio. Es una situación de altísimo peligro. Confía el mando a Yolao. Él te ha sido siempre leal y manda ya el cuarto batallón de la falange.
—Está bien. Hagámoslo así. Pero ¡movámonos, por todos los dioses!
Yolao fue convocado con carácter de urgencia para recibir las consignas. Antes de montar a caballo Dionisio le abrazó y cuando tenía la boca muy cerca de su oído le susurró:
—No deben sufrir más de lo que ya han sufrido. Defiéndelos con tu vida, si es necesario. —Se separó de él y, mirándole fijamente a los ojos, agregó en voz alta—: Y diles que el año próximo les devolveré a su casa.
—Se lo diré, heguemon. Nos veremos en Siracusa.
Dionisio montó a caballo, se despidió con un rápido gesto de Filisto y partió a toda carrera junto con su guardia de mercenarios campanios, Léptines y sus incursores. Un batallón de infantería pesada le siguió a marchas forzadas.
Veinte estadios más adelante encontraron al primer enlace formado por tres hombres que desmontaron bañados en sudor y cubiertos de polvo. La estación era aún muy calurosa.
—Heguemon —le saludaron—. No tenemos ninguna duda. La caballería se dirige hacia Siracusa.
—Está bien. Reuníos con el ejército, que os den de comer y de beber y descansad.
—Con tu permiso, quisiéramos ir contigo. Te seremos útiles y no estamos en absoluto cansados.
—Entonces, que os den unos caballos de refresco y venid detrás.
Avanzaron así a paso rápido hasta que encontraron al último enlace a no más de quince estadios de Siracusa.
—La puerta está atrancada —contó el jefe del pelotón— y no tenemos ni idea de qué está sucediendo en la ciudad.
—¿Hay una guarnición armada en la puerta?
—No, que yo sepa.
—Entonces, tal vez creen que no hemos llegado aún aquí. Movámonos.
Pero uno de los jinetes le detuvo.
—Heguemon…
—¡En nombre de todos los dioses! —espetó Dionisio—. ¡Di todo lo que tengas que decir y movámonos, de una vez por todas!
—Han hecho algo que no te gustará…
Dionisio trató de pensar cómo habían podido herirle a distancia, pero no consiguió imaginar nada.
—Han abierto la tumba de tu esposa, heguemon… —continuó el soldado.
—¡No! —gritó Dionisio.
—Y han profanado su cuerpo… Los perros lo han…
Dionisio gritó más fuerte aún, presa de tal furor que el soldado enmudeció y se quedó inmóvil mirándole mientras saltaba sobre el caballo y se lanzaba hacia delante blandiendo la espada como si tuviera a unos enemigos justo delante de él.
—¡Sigámosle! —gritó Léptines—. ¡Está fuera de sí!
Pero, en su cólera, Dionisio estaba perfectamente lúcido. Al pasar por delante de los arsenales del Puerto Grande ordenó coger pez y prendió fuego a los batientes de la puerta para abrir una brecha por la que hizo pasar a su guardia y a los incursores.
Los jinetes se habían reunido en el ágora y estaban celebrando Consejo para convocar al día siguiente a la Asamblea y declarar la deposición del «tirano». Habían decidido llamar ya así a su adversario político.
Fueron cogidos completamente por sorpresa y Dionisio, recordando cómo él mismo, junto con los hombres de Hermócrates, había sido rodeado en aquel espacio, lanzó a sus tropas a través de las calles y los callejones de alrededor para bloquear toda vía de escape; luego dio orden de atacar y él mismo se lanzó hacia delante rabioso, con la espada empujada y embrazando el escudo, dedicándose a causar estragos con un frenesí delirante.
Ninguno escapó. A ninguno se le perdonó la vida, ni siquiera a quien se arrojó llorando a sus pies implorando piedad.
En plena noche él mismo, con la única ayuda de su hermano Léptines, quemó los restos profanados de Areté en una pira improvisada, recogió las cenizas y les dio sepultura en un lugar secreto, que solo él conocía. Y esa misma noche enterró en un lugar más secreto aún y oculto de su corazón toda misericordia, toda piedad.