Los generales siracusanos desterrados se fueron a Henna y se establecieron allí en espera de tiempos mejores; sin duda debieron de darse cuenta de lo que habían experimentado cientos, a veces miles, de ciudadanos que habían sido expulsados solo porque su facción política había sido derrotada. Dafneo se puso a reorganizar su regreso, pero fue encontrado muerto en su casa hacia finales del invierno. Se dijo que había sido una ejecución sumaria ordenada por Dionisio y ejecutada por algún miembro de la Compañía.
Entretanto Dionisio se preparaba para consolidar su propio poder en la ciudad y para dirigir la guerra a su modo. No quería condicionamientos. No quería limitaciones.
—Difícil, en una democracia —le hizo observar Filisto durante un encuentro en su estudio.
—Quiero vencer y para vencer se necesita el mando supremo.
—Diocles lo tenía en Himera, y también Dafneo en Agrigento, y ambos perdieron.
—Perdieron porque eran unos incapaces. De haber tenido poderes aún mayores, habría sido peor. A mí no me sucederá; sé qué hacer, te lo juro, lo he tenido mentalmente muy claro. ¿Recuerdas aquella noche en Gela?
—Sí, hacía un tiempo de perros…
—Después de que te hubieras ido, traté de acostarme porque estaba muerto de cansancio, pero no conseguía dormir, por lo que me fui a dar una vuelta por la ciudad, en torno a las murallas, por el camino de ronda, por la parte del mar y hacia el interior. Luego volví allí otras veces, de incógnito. Himilcón atacará Gela dentro de poco, a los primeros calores de la primavera, y yo le haré pedazos.
—Cuidado.
—Sé lo que digo. Tú partirás apenas sea posible hacerse a la mar, e irás a ver a nuestros aliados en Lócride, en Trotona y a los otros y les convencerás de que deben enviar todas las tropas que tengan disponibles. Convénceles de que si dejan que caigamos, luego les tocará a ellos. Si es necesario, prepara un documento falso en lengua púnica con un plan de invasión de las colonias griegas en Italia, di que se lo sustrajimos a un espía y… en fin, tú te las arreglas muy bien con estas cosas. Ya sabes lo que pretendo decir.
—Lo sé.
—¿Lo harás?
Filisto sonrió.
—¿Te he decepcionado alguna vez?
—Bien. Ahora tengo que desembarazarme de los oficiales, al menos de los que me estorban.
—No puedes hacerlo.
—Claro que puedo.
—Sabes qué significa, ¿verdad?
—No lo que tú te crees. Por el momento lo único que quiero es desacreditarlos. Hagamos circular el rumor de que se entienden con los cartagineses, que están a sueldo de Himilcón.
—No cuentes conmigo. Esos pobres no han hecho nada de eso y tú lo sabes. Es un medio odioso.
—Es necesario para la salvación de la ciudad.
—Y la salvación de la ciudad coincide con tu poder.
—Con mi guía. Solo yo debo dirigir al pueblo en la batalla, porque soy capaz de salvar a la ciudad de la aniquilación, a los templos de las profanaciones y al pueblo de la esclavitud.
Filisto permaneció en silencio un largo rato, sin saber qué responder. Se paseaba adelante y atrás por el estudio mirando fijamente el suelo y sentía sobre sí la mirada de Dionisio.
—¿Sabes? —dijo en un momento dado deteniéndose justo en el centro de la estancia—. Hubieras tenido que nacer en la época de los héroes de Homero. Sí, ese era tu tiempo. Hubieras tenido que nacer siendo un rey como aquellos: Aquiles, Diomedes, Agamenón… Pero aquellos tiempos terminaron… para siempre y ya no volverán. Vivimos en grandes ciudades donde todos los estamentos sociales quieren estar representados y donde los jefes son elegidos y destituidos según sus méritos y deméritos.
—¡Según sus intrigas! —exclamó Dionisio.
—¿Intrigas? ¿Y tú qué propones? ¿Eres en esto mejor?
Dionisio se le acercó en silencio y era tal el ardor de su mirada que Filisto temió que quisiera agredirle. En cambio, agachó la cabeza y dijo en voz baja:
—Tengo necesidad de tu consejo, de tu amistad. No me dejes solo. Yo no sé explicarte en qué soy mejor, solo puedo preguntarte si crees en mí o no, si eres mi amigo o no, si estás conmigo o contra mí, Filisto.
—Tienes a Léptines. Es tu hermano.
—Léptines es un buen muchacho y me es fiel, pero yo tengo necesidad de tu inteligencia, de tu experiencia y sobre todo, ya te lo he dicho, de tu amistad… ¿Qué me respondes?
—Me pides la adhesión ciega a tus decisiones, y a tu visión del mundo.
—Es lo que te pido. En nombre de todo cuanto nos une, de todo cuanto hemos pasado juntos.
Filisto suspiró.
—Sabes que haría cualquier cosa por ti. Pero existen convicciones morales a las que es muy difícil renunciar… Más que difícil, doloroso.
—Lo sé. Y, por más que pueda parecerte extraño, te comprendo. En cualquier caso, el problema es arduo pero sencillo; debes mirar dentro de ti y ver si el amor que sientes por mí es más fuerte que tus principios. Nada más. Pero necesito una respuesta. Ahora.
Filisto guardó silencio y se acercó a la ventana ara observar las gaviotas que volaban entre los árboles y las velas del Puerto Grande, sobre los tejados rotos de la Ortigia y sobre el templo de Atenea. Cuando se dio la vuelta tenía los ojos brillantes y parecía haber perdido su habitual seguridad, el proverbial control de sus emociones.
—Estoy contigo —dijo con un suspiro—. Estoy dispuesto a seguirte.
—¿Hasta los mismísimos infiernos?
—Hasta los infiernos.
Dionisio le abrazó, luego le miró fijamente a los ojos.
—Sabía que no me abandonarías.
—He estado a punto de hacerlo.
—Siempre estás a tiempo. Nadie te retiene.
Filisto no dijo nada más.
Dionisio le entregó una hojita con una lista de nombres.
—Estos son los oficiales que es necesario quitarse de en medio. Los otros nos deben la elección y al menos por algún tiempo harán lo que yo diga.
Filisto asintió y cogió la hoja, mientras Dionisio se alejaba hacia la salida.
—Espera —le dijo.
Dionisio, ya en la puerta, se detuvo.
—No eras así, no lo has sido nunca. ¿Por qué una dureza tan despiadada?
Un relámpago de desesperación cruzó por los ojos de Dionisio, tan repentino y rápido como para resultar casi imperceptible.
—Sabes bien el porqué —dijo. Y salió.
Filisto volvió a paso lento hacia la ventana para observar las gaviotas que volaban. Solo las golondrinas que revoloteaban muy cerca bajo el tejado vieron sus lágrimas.
Siete días después los estrechos callejones de la Ortigia resonaron en plena noche con el paso pesado de los mercenarios de Dionisio; seis de los diez oficiales superiores que componían el Consejo de Guerra fueron arrestados mientras dormían y llevados a prisión bajo la acusación de connivencia con el enemigo. Los cuatro que quedaron se apresuraron a ratificar su ciega lealtad al jefe indiscutido. Los encarcelados fueron sustituidos por amigos de Dionisio, entre ellos su padre adoptivo Héloris, su hermano Léptines, sus amigos Biton, Yolao y Dorisco, todos miembros de la Compañía.
La primavera llegó tarde aquel año y una serie de borrascas impidieron por largo tiempo la navegación. Himilcón dejó Agrigento casi al comienzo del verano, tras haber prendido fuego a los templos, profanado los santuarios y desfigurado las obras de arte que los adornaban. Las estatuas de los dioses y de los héroes, muchas de las cuales eran auténticas obras maestras, fueron hechas pedazos a martillazos. Los bronces, la plata, el oro y el marfil fueron, en cambio, saqueados para ser enviados a Cartago. Entre ellos, el famoso toro de bronce que se decía había sido usado por el tirano Falaris para torturar y matar a sus adversarios políticos. Los cartagineses lo enviaron a Tiro, su metrópolis, en señal de homenaje y de deferencia.
Luego el ejército marchó contra Gela por vía terrestre, mientras la flota seguía por mar con las piezas de las máquinas de guerra desmontadas.
Los ciudadanos de Gela tomaron en un primer momento la decisión de evacuar a mujeres y niños a Siracusa, pero las mujeres se negaron a obedecer. Como antes de ellas habían hecho las mujeres de Selinonte y de Himera, se refugiaron en los templos abrazando los altares y dijeron que por ninguna razón abandonarían su ciudad y sus casas. No fue posible convencerlas, pero la repetición de aquellos gestos y de aquellas situaciones sonaba casi como la réplica monótona de un presagio ya verificado demasiadas veces.
Himilcón pensó primero en situar un destacamento al este de la ciudad, junto al río Gela, tal como había hecho en Agrigento, pero prefirió renunciar a ello y se limitó a construir un campamento atrincherado al oeste, tras lo cual montó las torres de asalto y comenzó a batir las murallas con los arietes.
Semejantes a las de Selinonte, las murallas de Gela habían sido construidas cuando máquinas de aquel género no eran siquiera imaginables; a los primeros golpes de ariete tan grandes y potentes, comenzaron a resquebrajarse y a ceder. Pero de noche, mientras los guerreros —extenuados por los esfuerzos de los combates— trataban de recuperar fuerzas durmiendo, mujeres, ancianos y niños trabajaban como hormigas para reparar los daños, cerrar las brechas, reforzar el recinto allí donde parecía endeble y dañado. De este modo pasó más de un mes sin que ninguno de ambos bandos pudiera imponerse.
Irritados por la obstinada resistencia de Gela, los cartagineses se encarnizaron con los símbolos más sagrados de la ciudad: una estatua gigantesca de Apolo que se encontraba fuera de las murallas, no lejos de su campamento. Tenía veintidós pies de alto y estaba allí en la playa desde tiempos inmemoriales, señalando el punto en el que habían sido desembarcados los fundadores y para recordar que había sido el dios Apolo Conductor quien les había guiado a través del mar hasta el pie de la colina donde luego se había establecido su comunidad.
Los cartagineses, utilizando las máquinas de guerra y las arganas de las naves consiguieron primero arrancarla de su pedestal y luego inclinarla. Por último, haciéndola deslizarse sobre unas rampas de madera untadas de sebo, la cargaron en una nave que fue remolcada hasta Cartago.
Ver partir aquella sagrada imagen, alejarse de Gela, fue un golpe para el corazón de todos, como si también la historia de la ciudad se viera de repente aniquilada. Pero el coraje y la rabia eran aún tan fuertes que sostenían a los combatientes y les infundían siempre nuevas energías.
Entretanto pasaba el tiempo y los generales geloas enviaban continuas, desesperadas peticiones de auxilio a Siracusa, donde Dionisio no había resuelto del todo los problemas con la Asamblea. En una reunión borrascosa propuso llamar a los desterrados que habían intentado el golpe de mano de Hermócrates, provocando las protestas indignadas de varios partidos.
—¿Con qué razones podemos pedir ayuda a nuestros aliados —proclamó Dionisio en una desconsolada perorata—, pedirles que arriesguen su vida para defendernos cuando nosotros impedimos a cientos de siracusanos combatir por su patria? No es mi intención discutir aquí con vosotros la gravedad de los errores que cometieron; y además todos sabéis que no he visto nunca con simpatía a los aristócratas y a los terratenientes; ¡Soy uno de los vuestros, provengo del pueblo! Pero una cosa es cierta: muchas veces han recibido ofertas de los bárbaros para combatir en sus filas, muchas veces se les ha prometido, a cambio de la traición, el retorno y la recuperación de la dignidad perdida y de las propiedades confiscadas; ¡siempre lo han rechazado! ¡Ahora la patria tiene necesidad también de estos hijos suyos, ahora estamos expuestos a un peligro mortal, no podemos permitirnos ya ningún tipo de división! Yo os pido que les llaméis y permitáis que se rediman, y eventualmente imputadles sus culpas.
Una vez más la oratoria arrolladora de Dionisio obtuvo el efecto deseado y su orden del día fue aprobada juntamente con la concesión del cargo de comandante único, que le confería poderes casi absolutos.
Finalmente, llegaron los aliados italianos acompañados por el mismo Filisto. Dionisio se sintió renacer y estaba seguro de que vencería, aun cuando las noticias procedentes de Gela describían una ciudad en situación extrema, incapaz de seguir con su resistencia por mucho tiempo. Pero Dionisio no pensaba solo en la campaña militar que le esperaba. Convencido como estaba que su poder tenía que verse consolidado a toda costa, se demoró hasta que hubo colocado a sus amigos en los puntos clave del Estado y en todos los centros de poder.
No estaba aún contento, y antes de partir pidió, y obtuvo de nuevo de la Asamblea, doblar el sueldo de sus mercenarios, elaborando pruebas de que Himilcón había infiltrado en la ciudad a sicarios para asesinarle. Cuando finalmente se puso en marcha se estaba casi a finales del verano.
Los griegos de Sicilia eran casi treinta mil, veinte mil de los cuales eran siracusanos. Los de Italia quince mil, los mercenarios eran cinco mil. La caballería, casi toda compuesta de aristócratas, contaba con un par de miles de hombres muy bien pertrechados.
Cuando el ejército confederado llegó a la vista de Gela, se alzó tal grito desde las murallas que fue oído hasta en el campamento atrincherado de los cartagineses. Dionisio hizo su entrada en la ciudad a caballo, refulgente en su armadura, con el yelmo crestado apoyado sobre la frente, entre filas de gente que gritaba como loca de alegría. Detrás, a paso cadencioso, desfilaban las tropas escogidas, revestidas de bronce y de hierro, con los grandes escudos decorados con figuras fantásticas de monstruos: gorgonas, serpientes, hidras, peces sierra. En el de Dionisio, revestido de plata deslumbrante, campeaba la triskele, el símbolo de Sicilia.
Y sin embargo, en medio incluso del estruendo de los aplausos y de las aclamaciones, en medio de aquel frenesí entusiasta, no faltaba quien recordaba para sus adentros que el ejército acampado allí abajo, hacia poniente, había vencido siempre, inexorable e implacablemente. Había erradicado y destruido a una comunidad tras otra sin que ni hombres ni dioses hubieran podido impedirlo jamás.
Dionisio celebró consejo esa misma tarde con los generales geloas, algunos de los cuales eran nobles altivos y presuntuosos, y se encontró enseguida con problemas. Tras la primera euforia, se acordaban de que habían visto ya a aquel jovenzuelo de comportamiento arrogante el invierno anterior y no les cabía en la cabeza que tuviera en sus manos el mando supremo de un ejército semejante. Pensaban, en cambio, que la dirección de la guerra debía estar repartida de forma equitativa y las decisiones tomadas colegiadamente.
Léptines se ocupó de ellos personalmente haciendo desaparecer a cuatro de siete, los más coriáceos, al cabo de ocho días. Luego hizo correr la voz de que habían desertado y se habían pasado al enemigo. Sus bienes fueron confiscados y con el dinero Dionisio pagó los atrasos a los mercenarios de Deuxipos, que no tenía ya un óbolo. Lo detestaba y lo consideraba un incapaz, pero por el momento tenía necesidad también de él y no tenía elección.
Dionisio celebró el consejo de guerra siete días después en la torre más alta de la muralla, desde donde se dominaba con la vista la ciudad entera, el interior, la línea de la costa y el campamento cartaginés. Estaban presentes Léptines y Héloris, Yolao y Dorisco, tres oficiales geloas y dos italianos, el comandante de la caballería, Deuxipos y también Filisto, admitido como consejero del comandante en jefe.
—Mi plan es perfecto —comenzó diciendo Dionisio—. Lo llevo estudiando desde hace meses, he grabado en mi mente cada uno de sus movimientos, cada fase, cada mínimo detalle de la acción. Nos encontramos en un terreno difícil, porque la ciudad se prolonga por esta colina paralela al mar e Himilcón ha sido astuto acampando tan cerca. Así no nos deja espacio para maniobrar. De haber tenido el mando del ejército aquí en Gela, habría hecho ocupar esa posición mucho antes, pero ahora, a lo hecho pecho, es inútil andarse con reproches.
—Habréis notado que el campamento está poco defendido por el lado del mar: evidentemente no se esperan ninguna amenaza por esa parte y, en cambio, es por ahí por donde lanzaremos el ataque más peligroso. Seremos nosotros quienes hagamos el primer movimiento; Héloris mandará a los sicilianos apoyados por la caballería, avanzando desde el norte poco después de la salida del sol y adoptarán enseguida la formación de combate. Himilcón pensará que buscamos un encuentro frontal y resolutivo, como hizo Dafneo en Agrigento, y mandará al ataque a la infantería pesada líbica, que estará en desventaja porque tendrá el sol de cara. Pero al mismo tiempo los italianos atacarán por la parte del mar y asaltarán el campamento atrincherado precisamente en el punto en que no está defendido…
—¿Y cómo? —preguntó uno de los generales geloas—. No hay espacio para hacer pasar un contingente lo bastante numeroso para lanzar un ataque. Tendremos que avanzar en fila y cuando los primeros estén listos para lanzar el ataque los últimos estarán todavía atrás.
Dionisio sonrió.
—Desembarcaremos por mar, todos juntos. La flota, oculta por la colina, avanzará muy cerca de la orilla y lanzará a tierra cinco batallones, que permanecerán firmes en ese ensanchamiento que veis allí, fuera del campo visual, en espera de una señal que daré yo mismo desde la puerta de poniente: un paño rojo agitado tres veces. En el ínterin yo habré atravesado la ciudad del este al oeste a la cabeza de mis tropas escogidas y de los mercenarios, mientras Héloris, al mando del grueso de nuestras fuerzas, mandará adelante la caballería en una maniobra convergente. Dorisco y Yolao serán comandantes subordinados.
—Himilcón tendrá que dividir a sus hombres para hacer frente a la doble amenaza que le llegará por el norte y por el sur. Ese será mi momento. Me encontrará en la puerta de poniente presto a lanzar el ataque. Apenas haya alcanzado las primeras defensas con los incursores y las unidades de asalto, la infantería pesada geloa tendrá que unirse a nosotros para apoyar nuestra acción.
—Héloris, entretanto, habrá lanzado a la caballería por la espalda del contingente que saldrá al campo contra él, mientras que su infantería pesada lo atacará frontalmente. A la vuelta de una hora la maniobra conjunta de mis tropas y de los aliados italianos habrá dado buena cuenta de los defensores del campamento. Himilcón será aplastado entre mi contingente, unido a los geloas y a los italianos, y el de Héloris. No tendrá escapatoria.
—Perdonad la vida a aquellos que se rindan en masa, podemos venderlos para pagar parte de los gastos de guerra. Los oficiales cartagineses deberán ser pasados por las armas inmediatamente pero sin sufrir tortura. Las unidades mercenarias serán acogidas si desertan… A Himilcón lo quiero vivo, a ser posible. Si alguien piensa de modo distinto que hable libremente. Un buen parecer siempre es bienvenido.
Nadie habló. La audacia de semejante plan había cogido a los presentes por sorpresa y nadie perecía tener objeciones que hacer, Tan claro era todo, tan evidentes los movimientos sobre el terreno, tan perfectamente coordinadas las varias secciones.
—Yo tengo una pregunta —dijo en un momento dado Deuxipos.
—Habla —respondió Dionisio.
—¿Por qué partes del lado de levante de Gela con tu contingente? Esto te obliga a atravesar toda la ciudad para alcanzar la puerta de poniente por la que tienes intención de lanzar el ataque.
—Porque por cualquier otra parte que me moviera me verían. Mi golpe será el mazazo decisivo. ¡Saldré por la Puerta Agrigentina como un actor desde el fondo del escenario y en ese momento comenzará el espectáculo! ¿Qué me decís?
Siguieron unos interminables momentos de silencio en vez de la aclamación que Dionisio se esperaba, luego un oficial locrio llamado Cleónimo dijo:
—Brillante. Digno de un grandísimo estratega. ¿De quién lo has aprendido, heguemon?
—De mi maestro y padre de mi mujer: Hermócrates. Y de los errores ajenos.
—De todos modos —replicó Cleónimo—, necesitaremos también suerte. Que nadie olvide que teníamos la victoria también en nuestras manos en Agrigento.
Filisto fue a verle entrada la noche.
—¿Ansioso? —le preguntó.
—No. Venceremos nosotros.
—Eso espero.
—Y sin embargo…
—Y sin embargo estás mal y no consigues dormir. ¿Y sabes por qué? Porque ahora finalmente te toca a ti. Los otros comandantes tenían alguna justificación: poderes limitados, estados mayores que tenían diferencias, disensiones internas… Tú tienes plenos poderes y el ejército más grande que se haya reunido en Sicilia en los últimos cincuenta años. Si pierdes, serás el único culpable y esto te espanta.
—Venceré.
—Es lo que todos esperan. Y tu plan es muy interesante.
—¿Interesante? Es una obra maestra del arte estratégico.
—Sí, pero tiene un defecto.
—¿Cuál?
—Parece un juego de mesa. En el campo de batalla las cosas cambian; hay mil imprevistos. Las comunicaciones, la respuesta del enemigo y… el tiempo, sobre todo el tiempo. ¿Cómo harás para coordinar los movimientos de un cuerpo de ejército de campaña, un contingente de desembarco, un ejército urbano que sale y un batallón de incursores que tendrá que moverse a través de la ciudad?
Dionisio soltó una risita sarcástica.
—Otro estratega de salón. No te sabía tan experto en cosas de guerra… Funcionará, te lo digo yo. He dispuesto puntos de señalización y estafetas. Tiene que funcionar.
Filisto se quedó meditando en silencio y el viento de poniente trajo, apenas perceptibles, los cantos de las tropas ibéricas de Himilcón que velaban en torno a los vivaques.
Dionisio fue a la terraza que daba a poniente.
—Mañana a esta hora tendrán menos ganas de cantar. Te lo aseguro.
—Que los dioses te oigan, amigo mío —respondió Filisto—. Que los dioses te oigan. Buenas noches y buena suerte.
Dionisio alzó los ojos hacia el mascarón en forma de gorgona que campeaba en el tímpano del lado este del templo de Atenea Lindia y se asomó desde el camino de ronda hacia septentrión para contemplar la llanura: el ejército de Héloris, con el contingente siciliano, avanzaba por el llano en formación desplegada, con veinte batallones en doble línea, y se distinguía hasta el mismo comandante cabalgando a paso de andadura delante de todos.
Hizo ondear un paño rojo desde el tejado del Athenaion y esperó que una señal semejante de respuesta desde la cabeza del ejército confirmase que la orden había sido recibida. Entonces se fue para la parte opuesta de la muralla, en dirección sur, donde la flota cabeceaba anclada delante de la desembocadura del Gela e hizo tres señales con un escudo abrillantado que reflejaba la luz del sol recién salido. La nave capitana respondió enseguida izando un estandarte rojo en la verga de popa. Al cabo de poco se vio descender los remos al agua y avanzar lentamente a la gran unidad de combate por la costa hacia el oeste, seguida por las otras naves en filas de a cuatro.
En aquel instante se puso en movimiento a pie el contingente de los griegos de Italia, ya reunidos en la playa y en espera de ver moverse a la flota.
Dionisio descargó un puñetazo sobre el parapeto y gritó, vuelto hacia sus oficiales:
—¡Muy bien! Va todo de maravilla. Ahora nos toca a nosotros, tenemos que atravesar la ciudad en el mismo tiempo que emplee la flota en recorrer la franja costera entre la desembocadura del río y el campamento cartaginés. La coordinación de las operaciones sucesivas depende de nosotros. ¡Vamos, movámonos!
Desfilaron a lo largo del lado sur del templo descendiendo hacia el centro de la población para tomar acto seguido por el dédalo de callejuelas que se ramificaban más o menos paralelas de una parte a la otra de la ciudad. Pero muy pronto comenzaron los contratiempos.
Dionisio había ordenado que permaneciera todo el mundo encerrado en sus casas hasta que su contingente hubiera pasado y en cambio la columna se encontró muy pronto frente a una calle completamente atestada de gente que conducía carros y trastos hacia la puerta de levante, es decir, en dirección contraria a aquella en la que marchaban las tropas. Era evidente que un buen número de ciudadanos no creía ya que el ejército confederado consiguiese vencer. Es más, había corrido el rumor de que el mando supremo era ostentado por un muchacho de veinticuatro años que no había tenido nunca en la vida una experiencia de mando de una división, quizá ni siquiera de un batallón.
Dionisio se sintió presa de una angustia repentina; el imprevisto del que había hablado Filisto, la Tyche, la fortuna caprichosa y malvada, se encargaba ya de poner trabas al perfecto mecanismo ideado por él. Mandó enseguida gritar por medio de los heraldos que despejaran el paso y dejaran vía libre a la columna, pero muchos no oían y quien oía no podía retroceder porque se veía empujado hacia atrás por quienes no habían oído nada. Y, claro está, no era posible abrirse paso con las armas en medio de una multitud inerme de una ciudad amiga y hermana…
Entretanto, Héloris continuaba avanzando, pero los campos recién arados, los tocones de los olivos quemados y broza de diverso tipo obstaculizaban el camino y retrasaban la marcha. La mayor parte del efecto sorpresa acabó en nada y, cuando finalmente los sicilianos estuvieron en condiciones de formar en orden de combate, el ejército de Himilcón los había ya visto y se lanzaba al ataque con gran ímpetu.
Por la parte opuesta, los italianos estaban desembarcando y se reagrupaban en varias unidades según la ciudad de procedencia. Se mantenían a cubierto del promontorio sur para no ser descubiertos, pero muy pronto un estafeta los alcanzó gritando que el campamento cartaginés estaba desguarnecido de aquel lado y que la infantería pesada se hallaba toda fuera participando en el choque frontal con el cuerpo de ejército de Héloris. Había que atacar inmediatamente antes de que advirtieran su presencia.
—¡No —respondió Cleónimo, el comandantes locrio—, acordamos esperar la señal de Dionisio desde la puerta de poniente! Aquí nadie se mueve sin una orden mía.
Las tropas se refrenaban, pero los comandantes se daban cuenta de que los guerreros estaban ya rebosando de excitación por atacar, de lo que los veteranos llamaban orgasmos: una especie de congestión frenética del ánimo y de los músculos que precedía a la batalla, y que cargaba y comprimía todas las energías del cuerpo antes de lanzarse a la refriega, pero que no era soportable por mucho rato sin grave daño de las fuerzas físicas y morales de los combatientes.
—Tenemos que decidirnos, por todos los dioses —exclamó un comandante de batallón, llamado Carilaos.
—No —respondió obstinado el oficial locrio—. He prometido esperar la señal.
El comandante Carilaos se volvió hacia un compañero con una mirada extraña y aquel enseguida gritó:
—¡La señal! ¡La señal! ¡Mirad!
—Yo no veo nada —respondió el comandante locrio.
—Os digo que la he visto, allá arriba. Y ahora, ¡mirad! ¡Ahí están las tropas de Dionisio!
Se veía, en efecto, salir por la puerta un contingente de infantería pesada para formar en la cima de la colina.
No era Dionisio. Eran los guerreros geloas que, al no verle llegar, se habían alineado en posición dominante para intervenir eventualmente en caso de necesidad.
Finalmente convencido, el comandante locrio pensó que, en efecto, el compañero de Carilaos había visto la señal y, en cualquier caso, aunque no fuera así, no se podía esperar por más tiempo. Dio, por consiguiente, la orden de atacar. Los aliados italianos lanzaron el grito de guerra y embrazaron los escudos, salieron al descubierto y echaron a correr hacia el campamento. Cubrieron la distancia en muy breve tiempo y entablaron un combate furibundo con los defensores que acudían a bloquear la entrada.
Consiguieron forzarles hacia dentro e introducirse en el campamento, pero se encontraron muy pronto en minoría con respecto al contingente al completo de la infantería ibérica y campania que había dejado Himilcón en defensa del campamento.
Tras un furioso cuerpo a cuerpo, rodeados por todas partes, los italianos comenzaron a retroceder y fueron rechazados hacia la costa. Los geloas, al ver aquello, se arrojaron a la carrera colina abajo para prestar auxilio a los aliados, que mientras tanto habían ido a parar al rompiente y se encontraban en serias dificultades. Por fortuna, desde las naves alguien dio orden a los arqueros de que entraran en acción y nubes de dardos se abatieron sobre los ibéricos y sobre los campanios diezmándolos, hasta que estos optaron por emprender la retirada de nuevo hacia el interior del campamento.
Fracasada su tentativa, los griegos de Italia se embarcaron en sus naves y los geloas, que habían entrado ya en contacto con el enemigo, optaron por volver atrás para no dejar sin custodia la ciudad.
Cuando finalmente Dionisio apareció por la puerta occidental, vio que Héloris se estaba retirando hacia el norte, tras haber asistido al fracaso de los otros ataques, porque Himilcón, con sus fuerzas al completo, le atacaba con clara superioridad numérica. Dionisio consiguió regresar a la ciudad apenas a tiempo de evitar una catástrofe. Los aliados italianos habían perdido seiscientos hombres y Héloris más de mil, pese a haber infligido cuantiosas bajas al enemigo. Ahora ya nadie creía que Dionisio estuviera en condiciones de mandar una segunda acción contra los cartagineses. Su plan tan largamente estudiado y tan cuidadosamente preparado había fracasado. La ciudad estaba a la desbandada.