Todas las calles y los senderos que llevaban hacia Gela estaban atestados por una muchedumbre enorme, desesperada y aterrada. Eran mujeres, chiquillos y ancianos. Los hombres que podían valerse por sí mismos escoltaban armados la columna de los fugitivos. Los más viejos y los enfermos habían sido abandonados porque no habrían podido afrontar un viaje tan largo e incómodo. Muchas muchachas, incluso de familias nobles y ricas, iban a pie, algunas llevando al cuello a sus hermanitos más pequeños, y daban prueba de gran entereza de ánimo y de coraje porque muy pronto sus pies delicados, habituados a elegantes sandalias, se habían llenado de ampollas y de llagas. Se mordían el labio inferior entre los dientes como guerreros en la batalla y se tragaban las lágrimas para no alimentar más aún el llanto de los pequeños y la angustia de los padres ya abrumados por una pena infinita por haber tenido que abandonar de improviso su patria, la casa donde siempre habían vivido y las tumbas de sus antepasados. Eran como plantas arrancadas de raíz por un viento tempestuoso y arrastradas hacia lugares desconocidos e inhóspitos. Al dolor se unía el espanto, porque muchos de ellos ni siquiera conocían el motivo de tan imprevista y espantosa calamidad y se enteraban, paso a paso, de fragmentos de informaciones a menudo absurdas y opuestas.
No encontraban ningún cobijo contra las inclemencias de la estación, ni contra las asperezas y la dureza de un arduo viaje; pocos tenían comida consigo, y menos aún agua. Avanzaban por el lodo que recubría el camino y de vez en cuando volvían la vista atrás, como si les llamaran voces insistentes, recuerdos, lamentos e imágenes de una vida entera que dejaban a sus espaldas. Entre los muchos tormentos que les afligían, aparte del hambre y del cansancio, estaban el viento frío, la lluvia intermitente, el cielo plúmbeo y hostil.
El único consuelo era la presencia de los padres, hijos y maridos que, aunque encuadrados en las unidades militares, trataban en lo posible de caminar cerca de ellos para que la vista de unos rostros amigos les dieran fuerzas para continuar el camino.
Dionisio había recorrido varias veces adelante y atrás la larga columna buscando a Telías o a su esposa y había pedido información a muchos que conocía o que le había parecido conocer, pero sin resultado, hasta que un hombre le dio la respuesta que se temía ya recibir:
—Telías se ha quedado. Le vi con su mujer. Mientras todos huían hacia la puerta sur, él subía en dirección a la acrópolis llevándola de la mano. ¡Viejo testarudo! Siempre ha hecho lo que le ha venido en gana.
A aquellas palabras, Dionisio espoleó el caballo, llegó a donde estaba Dafneo a la cabeza de la columna y le pidió permiso para volver atrás.
—Estás loco. ¿Para hacer qué? —respondió Dafneo.
—Unos amigos míos se han quedado atrás. Quisiera intentar prestarles ayuda.
—Por desgracia, ya no hay nadie a quien ayudar. Ya sabes cómo las gastan esos. A los hombres que se pueden valer por sí mismos los reducen a la esclavitud para venderlos y a los otros los matan. ¿Quiénes eran tus amigos?
Dionisio meneó la cabeza.
—No importa —dijo—, no importa —y volvió atrás a lo largo de la columna.
Le había impresionado la imagen de una muchacha embarrada y tiritando de frío que avanzaba llevando de la mano a un niño y a una niña, quizá sus hermanitos más pequeños. De algún modo le recordaba a Areté y la situación tan terriblemente similar en la que la había conocido y le pareció como si los dioses le concedieran ayudarla de nuevo, aliviar el dolor que sin duda no dejaba de atormentarla en el Hades.
Se acercó a la joven, desmontó y le ofreció la capa.
—Tómala —dijo—, yo no la necesito.
La muchacha le respondió con una pálida sonrisa y reanudó su camino bajo la lluvia.
Los cartagineses se instalaron en Agrigento después de haberse apoderado de un enorme botín, como el que se podía encontrar en una ciudad que no había sido vencida jamás ni saqueada en doscientos años de existencia. Sin embargo, no causaron daño a las casas, porque les servían para pasar el invierno en ellas. Con esto demostraban la evidente intención de no interrumpir la acción militar y la campaña de conquista. No se detendrían mientras quedara una sola ciudad griega en Sicilia.
Ahora la nueva frontera era Gela, la ciudad donde había muerto Esquilo, el gran trágico. En su tumba de la necrópolis había escrito un epigrafe que no dedicaba una sola palabra a la gloria del poeta, sino solo al guerrero que había luchado en Maratón contra los persas. Palabras que sonaban ahora como una admonición en medio de aquella angustia cada vez más apremiante. Los agrigentinos fueron acomodados en Leontinos en espera de que se dieran las condiciones para su regreso.
Dafneo celebró consejo en Gela con sus oficiales, entre ellos el espartano Deuxipos, y los generales geloas.
—¿Qué pensáis hacer? —preguntó—. ¿Cuáles son vuestras intenciones?
—Queremos resistir —respondió su comandante en jefe, un hombre de unos cincuenta años llamado Nicandro. Era un aristócrata, un duro al viejo estilo y parecía absolutamente decidido, aun cuando cada rasgo de su rostro y cada arruga de su frente delataban la preocupación que le angustiaba.
—Si esta es vuestra decisión —respondió Dafneo—, os prestaremos ayuda. Haremos cuanto esté en nuestras manos para repeler a los bárbaros y evitar otra catástrofe. Lo que ha sucedido en Agrigento no se repetirá. Se ha tratado de un imprevisto, quizá también de una traición que nos ha cogido por sorpresa cuando podíamos ya decir que la victoria era nuestra.
—No se puede decir nunca que se ha vencido hasta que el enemigo no ha sido aniquilado —rebatió con sequedad Nicandro—. Pero, de todos modos, os doy las gracias en nombre de la ciudad por estar dispuestos a alinearos a nuestro lado.
—Deuxipos se quedará con vosotros junto con sus mercenarios los hasta la reanudación de las operaciones —dijo Dafneo.
Deuxipos es un idiota si es que no se ha vendido, pensó Dionisio. Pero no dijo una sola palabra. Estaba de pie al fondo de la sala del Consejo, apoyado de espaldas en la jamba de la puerta y cruzado de brazos como una cariátide, y su rostro no delataba emoción alguna, como si fuera de mármol. Pensaba en Telías y en su mujer, a la que este amaba con un amor profundo, y a los que no volvería a ver nunca más, así como en los sufrimientos que debían de haber pasado antes de morir, en Agrigento perdida y violada, en la muchacha a la que había ofrecido su capa y que quizá a aquellas horas debía de haber caído extenuada en el fango, abandonando a los dos pequeños llorando bajo el azote de la lluvia. También él hubiera querido llorar, gritar, despotricar.
Se fue de allí, una vez cumplidas las tareas que le habían sido confiadas, por un camino oscuro que conducía a la puerta de poniente, absorto y pensativo, convencido para sus adentros de que Gela caería como habían caído Selinonte, Himera y Agrigento, por la incapacidad de los comandantes, por la cobardía de Dafneo, por la estupidez de Deuxipos. Las autoridades geloas le habían reservado un alejamiento en el pritaneo, pero él había optado por alquilar a sus expensas una casita impersonal al abrigo de las murallas porque no quería estar con el resto de oficiales, hacia los que no sentía aprecio alguno.
Entró, y enseguida subió a la azotea para disfrutar de la vista de la ciudad y del mar. Esto era lo que había que hacer: observar, estudiar, conocer, fijar en su mente cualquier detalle del territorio, de las vías de acceso y de fuga, los puntos flacos del recinto amurallado, los recorridos más rápidos para los aprovisionamientos, el juego de las corrientes marinas, de los vientos en el cielo, los pasos en el interior y a lo largo de la costa. Luego tomar una decisión, apretar los dientes y seguir adelante, al precio que fuese, sin hacer caso a nadie, para arrollar, dispersar, aniquilar. Esto significaba mandar un ejército y conducirlo a la victoria. ¿Qué sabían de ello esos ineptos charlatanes que para lo único que servían era para llenarse la boca de promesas altisonantes que nunca serían capaces de mantener?
El sol asomó durante breves momentos entre los espesos nubarrones, irradiando la última luz roja y violácea, antes de desaparecer en el horizonte. El mar se volvió enseguida líquido plomo, encrespado bajo el empuje poderoso del ábrego y los golpes de mar orlados de espuma gris se encabalgaban retumbando hasta debajo mismo de la colina de Gela. Comenzaban a encenderse las luces dentro de las casas, el humo de los hogares ascendía de los tejados y la luna era un pálido fantasma tras de la deshilachada cortina de las nubes. Suspiró.
Le hizo estremecerse el ruido imprevisto de alguien que llamaba insistentemente a la puerta de abajo; Dionisio, tras interrumpir sus pensamientos, bajó a la planta baja y preguntó:
—¿Quién es?
—Soy yo, abre —respondió la voz de Filisto.
—Entra, rápido —dijo Dionisio abriendo la puerta—. Estás hecho un asco, dame la capa.
Entró Filisto, lívido a causa del frío y castañeteándole los dientes.
—Espera, que enciendo el fuego—. Dionisio sacó una lamparilla que ardía delante de una imagen pintada en la pared y la acercó a un mantoncito de ramiza que había sobre la piedra del hogar en el centro del cuarto desnudo. A continuación se oyó el crepitar de las ramas de pino que ardían difundiendo una agradable tibieza.
—No tengo gran cosa de comer —le dijo—. Un pedazo de pan, si te parece bien, y un poco de queso. De beber, agua nada más.
—No estoy aquí para comer ni para beber —repuso Filisto—. Te traigo los saludos de tu hermano Léptines, de tu padre adoptivo Héloris y de los jefes de la Compañía. La noticia de la derrota de Agrigento ha llegado ya a Siracusa y la ciudad está en ebullición. ¿Qué se ha decidido aquí en Gela?
—Resistir —respondió Dionisio poniendo el pan y el queso a calentar sobre la piedra del hogar y añadiendo un poco más de leña.
Filisto se encogió de hombros.
—Como en Agrigento, como en Himera, como en Selinonte.
—Cierto.
—No podemos asistir a otro desastre de brazos cruzados.
—Solo hay una manera de evitarlo —dijo Dionisio mirándole fijamente a los ojos en la reverberación de las llamas.
—También yo lo creo. ¿Estás preparado?
—Lo estoy —respondió Dionisio.
—También nosotros.
—Entonces, adelante. Yo me reuniré con vosotros en Siracusa. —¿Cuándo?
—Cuando vuelva el ejército.
—Demasiado tarde. Todo está listo para la próxima asamblea. Dentro de siete días exactos.
—No puedo alejarme así como así. Dafneo no espera otra cosa que acusarme de deserción y ponerme con las manos atadas a la espalda delante de una compañía de arqueros.
—En esto ya he pensado yo. Mañana por la mañana al alba recibirá una orden del Consejo pidiendo tu regreso inmediato por razones de Estado. Falso, obviamente. Tú trata de oponerte, como si ello te desagradase. Pero no demasiado, claro está.
—Comprendido.
—Muy bien. Te esperaré en Camarina en casa de Próxenos, el fabricante de escudos, y luego haremos juntos el viaje.
Dionisio asintió en silencio. Su mirada se fijó inmóvil en las llamas del hogar.
—¿Te has enterado de lo de Telías?
—¿El qué?
—Se quedó en Agrigento, con su mujer.
—Era de imaginar que no abandonaría la ciudad. Aceptar la humillación de la derrota y de la huida no era para él.
—Les he perdido. Les quería mucho.
—Lo sé. Y también ellos te querían a ti como al hijo con el que siempre soñaron y que nunca tuvieron.
—Muchos tendrán que pagar por esto. Tanto griegos como bárbaros.
Filisto no respondió. Cogió la capa extendida cerca del fuego para que se secase.
—Pero está aún mojada —dijo Dionisio.
—No importa. No puedo esperar a que se seque. He de regresar.
—Ha anochecido ya. Pasa aquí la noche y sal mañana al amanecer.
—Últimamente siempre reina la oscuridad; ¿qué diferencia hay?
Se echó la capa sobre los hombros y salió.
Dionisio se quedó en el umbral para contemplar la figura encapuchada que se alejaba y escuchar el trueno que rugía lejos, en las crestas de los montes Ibleos.
Al día siguiente fue convocado por Dafneo poco después de la salida del sol.
—Debes partir de inmediato para Siracusa —le dijo—. Debes presentarte ante el Consejo dentro de tres días como máximo Podrás cambiar de caballo en nuestros puestos de guarnición a lo largo del camino.
—¿Por qué debo partir? Soy más útil aquí.
—Debes partir porque te he dado esta orden. Sabremos arreglárnoslas también sin ti.
Dionisio fingió resignarse con desencanto y antes de salir echó una mirada a la misiva que estaba encima de la mesa de Dafneo, cerca aún de los fragmentos del sello de cera. Luego miró a los ojos a su comandante con una expresión difícil de descifrar pero que no prometía nada bueno
Llegó a Camarina antes de la noche galopando como un loco y se fue para la casa de Próxenos, el fabricante de escudos que tenía hospedado a Filisto, para pasar allí la noche.
En la ciudad la noticia de la caída de Agrigento había hecho cundir el pánico y ya había quien se preparaba parar partir hacia cualquier destino del interior, especialmente los que tenían propiedades agrícolas y haciendas, pero tanto el gobierno de la ciudad como la Asamblea de los guerreros habían decidido ya enviar refuerzos a Gela, si era ata cada, y defenderla a toda costa.
—Por fin han comprendido que nadie se puede salvar por sí solo —concluyó Filisto.
—Creo que siempre lo hemos sabido —respondió Dionisio—. En Agrigento había un ejército dos veces superior al que los atenienses trajeron contra nosotros durante la guerra. Ha faltado siempre un hombre capaz de mandar.
—Es cierto —comentó Próxenos—. Es lo que está sucediendo ahora en Atenas. Estuve hace tres meses para vender una partida de armas. Nunca se han recuperado de la paliza que recibieron aquí en Sicilia y ahora han expulsado al único que aún sabía vencer en una batalla naval: Alcibíades, el sobrino de Pericles. Le han acusado de haber ido de putas mientras su flota entablaba batalla con Lisandro, lo que quizá sea cierto, pero ¿a quién han confiado ahora el mando? A Conon: un pobretón que no ha ganado nunca una batalla en su vida y que lo primero que ha hecho ha sido dejarse acorralar en el puerto de Mitilene…
—Al teatro, ¿has ido? —le interrumpió Filisto para cambiar de asunto.
—Sí, aunque ahora ya no hay muchas cosas que ver. Muertos Eurípides y Sófocles, el teatro trágico se ha acabado. Lo único es reír. He asistido a una comedia de Aristófanes y os aseguro que me moría de risa. Nunca se ha visto a nadie como él que trate de sodomitas a los políticos, a los abogados, a los filósofos y hasta al mismo público y todos se ríen como locos.
—Si venciesen los espartanos —intervino Dionisio llevando la conversación de nuevo al primer asunto—, serían libres de mandar al ejército y a la flota a Sicilia en nuestra ayuda.
—No cuentes con ello —respondió Próxenos—. También ellos tienen ya bastante de guerras. Llevan ya casi treinta años de hostilidades. Termine como termine, no habrá ni vencedores ni vencidos. Todos lloran a sus mejores hijos cuya vida han visto segada en las batallas, sus campos quemados, sus cosechas destruidas, decenas de ciudades aniquiladas, poblaciones enteras reducidas a la esclavitud. Para no hablar de la caída del tráfico comercial al mínimo, de los precios que están por las nubes, de la penuria de artículos de primera necesidad.
—Aquí es distinto —insistió Dionisio—. Ahora está en juego nuestra propia existencia… pero no importa, nos las arreglaremos solos si es necesario. Sí, solos…
De ahí a pocos días Filisto y Dionisio llegaron a Siracusa, justo a tiempo de tomar parte en la Asamblea plenaria. Dionisio estaba inscrito para hablar con el número doce. Tenía a su lado a Léptines y de vez en cuando intercambiaba miradas e imperceptibles señales con otros amigos de la Compañía, repartidos por todas partes. Cuando llegó el momento, el secretario levantó un letrero con la letra «M» para indicar que le tocaba al doce y Dionisio tomó la palabra.
Sin preocuparle el frío invernal, llevaba nada más que la corta túnica militar y, desde el podio al que había subido, exponía de este modo como condecoraciones las señales de las recientes heridas sufridas en la batalla en brazos, muslos, hombros. Fue acogido con un griterío así como con aclamaciones de todas partes. Él levantó el brazo musculoso en señal de agradecimiento y para pedir silencio, luego comenzó a hablar.
—¡Ciudadanos y autoridades de Siracusa! He venido para anunciar una nueva catástrofe. Sé que ya ha llegado la noticia de la caída de Agrigento y del final de esa ciudad gloriosa, desde siempre aliada y hermana nuestra. Pero nadie, creo, está en condiciones de describir como yo ese desastre, el mayor al que hayamos asistido en estos años, ocurrido por la ignorancia supina de los oficiales que mandaban nuestras tropas…
El secretario se levantó y le llamó al orden.
—Cuidado con lo que dices: no te está permitido ofender a personas que gozan aún de la confianza de la ciudad como supremos comandantes del ejército.
—Pues, entonces, seré más preciso —prosiguió diciendo Dionisio y, alzando la voz, tronó:
—¡Acuso, aquí, en vuestra presencia, al comandante Dafneo y a su Estado Mayor al completo de alta traición y de connivencia con el enemigo!
El secretario le interrumpió de nuevo.
—Una acusación de tal gravedad, formulada de este modo, es un delito. Serás multado con diez minas. ¡Guardias, que se cumpla la orden!
Dos mercenarios de servicio se dirigieron hacia Dionisio para exigirle la suma que, claro está, no llevaba encima y, en tal caso, para arrestarlo.
Filisto se levantó inmediatamente y, alzando el brazo, exclamó:
—¡Pago yo, prosigue! —al tiempo que mandaba a su siervo a pagar diez minas ante la mirada de pasmo del secretario.
—Les acuso de traición —prosiguió Dionisio —porque, teniendo al alcance de su mano la victoria definitiva sobre el enemigo, se detuvieron en plena carrera y obligaron a replegarse. Cometieron traición por partida doble, porque se aprovecharon de nuestro sentido de la disciplina y de la obediencia a la patria y a nuestros comandantes por abrirles a los bárbaros una vía de salida ya del todo cerrada.
Gritos, aplausos, incitaciones estallaron en todos los puntos de la Asamblea, allí donde nutridos grupos de la Compañía manifestaban su entusiasmo y su desaprobación, y los comunicaban también, con energía, a aquellos que tenían cerca.
El secretario, desconcertado por aquel imparable discurso y por el increíble proceder, miraba ansioso cómo caía la arena en la clepsidra esperando el momento en que, según el reglamento, podría poner una nueva multa, más alta aún.
—¡Veinte minas! —gritó apenas vio vacía la ampolleta superior, sin preocuparse siquiera de lo que Dionisio estaba diciendo.
—¡Pagado! —gritó Filisto alzando el brazo.
Estalló otro griterío como si la gente estuviera en el estadio incitando a su campeón favorito y Dionisio reanudó su irrefrenable arenga evocando los momentos sobresalientes de la batalla, las decisiones insensatas, la dramática conversación con los representantes de la ciudad, la orden absurda de evacuación. Contó asimismo la noticia de que las naves púnicas estaban ya en el dique seco en Palermo cuando se disponían en cambio a caer sobre la flota siracusana que lo ignoraba por completo. Atribuyó sin ningún escrúpulo aquella falsa noticia a Dafneo y a sus amigos, convencido, para sus adentros, de que era la pura verdad y que el hecho de no poderla probar por el momento era algo secundario y carente de importancia.
La voz cada vez más quejosa del secretario seguía anunciando multas cada vez más altas, que eran cubiertas infaliblemente por la fortuna aparentemente sin fondo de Filisto, de modo que a veces daba la impresión de que se estaba en el paroxismo de la más dramática de las asambleas, otras de asistir a una venta por subasta donde la mercancía más vendida y más comprada era la verdad.
Finalmente, el secretario se resignó y dejó dar rienda suelta a la elocuencia arrolladora de Dionisio. Sus palabras inflamaban, sus recuerdos y las escenas que evocaba conmovían, hacían temblar, indignarse, gritar de rabia, de desaliento, de escándalo.
Cuando intuyó que ya tenía a la Asamblea en un puño, concluyó su intervención, seguro de que nada le sería negado.
—¡Ciudadanos! —tronó—. Los bárbaros arrasarán también nuestra ciudad, que, sin embargo, derrotó a Atenas, veréis a vuestras esposas violadas, a vuestros hijos esclavos antes de ser torturados a muerte y pasados por el filo de la espada. Yo los he visto, he luchado contra ellos, y matado a cientos para salvar a nuestros hermanos de Selinonte, de Himera, de Agrigento, pero de nada vale el amor y el valor de uno solo por la patria amenazada. ¡Vosotros que arriesgáis la vida en el frente de combate, vosotros que embrazáis; el escudo y empuñáis la lanza debéis elegir a vuestros generales no teniendo en cuenta el patrimonio y el rango social sino vuestro aprecio personal! Debéis condenar en contumacia a esos oficiales sin honor que han traicionado y se han vendido al enemigo, condenarlos al destierro perpetuo e incluso a la muerte, si osaran volver sin vuestro permiso a la ciudad, y luego elegir a aquellos que apreciáis: aquellos a los que habéis visto siempre combatir con honor y con pasión, a aquellos a quienes no habéis visto nunca arrojar el escudo y darse a la fuga. Esos deben ser los que nos manden en la batalla y quienes manden a nuestros aliados. ¡Pongamos fin de una vez por todas a esta vergonzosa secuela de derrotas y de matanzas! ¿Cómo pueden unos bárbaros mercenarios derrotar a unos ciudadanos disciplinados y valerosos, si no es con la ayuda de la traición? Pero os diré más: quienes nos gobiernan son unos incapaces que no merecen los cargos que ocupan. ¡Expulsémosles de una vez por todas y elijamos a quien consideremos digno de nuestra confianza!
Un inmenso clamor se alzó en la Asamblea, de modo que a duras penas Dionisio y el mismo Filisto consiguieron serenarla. Inmediatamente después Héloris propuso la inclusión en el orden del día de la propuesta de condenar en contumacia a los generales felones. Una vez que fue aprobada por enorme mayoría, presentó una lista de candidatos para ocupar los cargos de mando de los principales batallones del ejército, desconocidos, en su mayoría, aparte de Dionisio, que obtuvo el apoyo casi unánime.
Cuando dejó la Asamblea a mediodía entre ovaciones, era el hombre más poderoso de Siracusa; los otros oficiales colegas suyos eran menos que su sombra y le debían todo, incluida su elección.
Tres días después, Dafneo y los suyos recibieron la copia del acta de aquella sesión, que sancionaba su condena al destierro. Dionisio fue investido oficialmente del cargo de comandante supremo de las fuerzas armadas y se presentó a las tropas revestido con una armadura resplandeciente, adornada de plata y de cobre, sujetando en la mano derecha la lanza y en la izquierda el escudo con la imagen de una gorgona con las patas ensangrentadas. Los gritos y las aclamaciones de sus guerreros llegaron hasta el templo de Atenea en la acrópolis, haciendo resonar un eco sonoro contra las grandes puertas de bronce.