Himilcón fue oportunamente informado de la llegada y de la consistencia del ejército confederado y dispuso el envío de refuerzos, mercenarios ibéricos y campaneos que fueron a tomar posiciones durante la noche, marchando en silencio a través de los bosques que se extendían entre la ciudad y el mar.
Dafneo, por su parte, formó antes de rayar el día a su ejército junto al río Himera y dio enseguida la señal de vadearlo y de proseguir a cubierto del campamento enemigo.
El ejército avanzó en columna y luego, con una amplia maniobra, se alineó frontalmente en ocho filas. Dafneo en persona, desde la izquierda, transmitió la contraseña que corrió rapidísima entre las filas hasta alcanzar el extremo derecho de la formación. Y a medida que la palabra pasaba de un hombre a otro, este alzaba el escudo y bajaba la lanza de modo que parecía ver una ola de bronce y hierro que se propagaba de una cabeza a otra de la imponente formación.
Siguió un largo silencio cargado de tensión en espera de que la delgada línea luminosa que se perfilaba a levante se ensanchase difundiendo la luz sobre la tierra y haciendo visible el suelo. Dafneo había hecho saber que la señal de ataque sería dada cuando los hombres vieran su sombra, y así cada uno mantenía la vista fija en el terreno que tenía delante de él esperando con ansiedad creciente que adoptara su propia silueta. De repente las sombras se dibujaron claras y larguísimas sobre el terreno y en aquel mismo instante sonaron las trompetas, los oficiales lanzaron el grito de guerra que fue repetido a grandes voces por los guerreros, y la poderosa falange cargó.
Del frente opuesto respondió el sonido prolongado de los cuernos y el ejército cartaginés se lanzó a su vez al ataque, encabezado por los mercenarios ibéricos y campanios, veteranos de innumerables batallas libradas bajo muchas diferentes banderas. Los primeros, revestidos con placas metálicas sobre las túnicas blancas, tocados con los cascos de cuero con crestón rojo; los segundos con gruesos coseletes de piel, con yelmos rematados por espectaculares cimeras de tres penachos, protegidos con grandes escudos pintados. Avanzaron gritando y lanzando a oleadas lluvias de flechas y nubes de piedras con sus hondas mortíferas. A cada lanzamiento, la falange alzaba los escudos para parar la descarga que crepitaba sobre los grandes bronces cual granizo, luego volvía a avanzar a la carrera para acelerar lo más posible el momento del impacto, que se produjo con espantoso fragor a medio estadio del campamento enemigo. Las dos formaciones cayeron una sobre otra y la masa metálica de los escudos y de las lanzas de los griegos se abatió como una avalancha contra los líbicos, los íberos y los campaneos, superiores en el combate individual por su habilidad y experiencia, pero menos resistentes a la colisión con un frente tan compacto y pesado. El cuerpo a cuerpo duró largo rato en tanto la lucha se hacía encarnizada y sangrienta, luego la línea cartaginesa comenzó a ceder terreno bajo el empuje cada vez más fuerte de los adversarios, sembrando el terreno de muertos y heridos. Estos últimos eran rematados uno a uno con la punta de las lanzas por los guerreros de las últimas filas a medida que avanzaban detrás de los compañeros.
Entretanto, en los glacis de Agrigento se había reunido una gran multitud de guerreros que incitaban con grandes voces a sus aliados como si aquellos, inmersos en el furor y en el estruendo del combate, pudieran oírlos. Pero ciertamente sus gritos llegaban al campamento atrincherado, haciendo cundir el desaliento y el miedo.
En un momento dado, cuando fue evidente que las tropas de Himilcón estaban cediendo terreno, los guerreros agrigentinos comenzaron a agruparse en torno a los comandantes pidiéndoles que abrieran las puertas y les lanzaran a la refriega para atrapar en medio a los enemigos y aniquilarlos de una vez por todas.
—¿A qué esperamos? —gritaron—. ¡Movámonos, acabemos con ellos, de una buena vez!
—¡Matémoslos a todos!
—¡Venguemos a Selinonte y a Himera!
Entre los generales, el que respondía al nombre de Crátipo trató de calmarlos.
—¡Silencio! —exclamó—. ¡Guardad silencio! ¡Escuchadme!
El tumulto pareció atenuarse, pero el ruido de la batalla, que llegaba hasta los glacis, provocaba entre los hombres un frenesí incontrolable, una excitación fortísima que se podía leer en los rostros, en las miradas y en el estremecimiento de los miembros. Todos querían tomar parte de aquella fiesta feroz, en aquella cruel matanza, antes de que acabara.
—¡Escuchad! —repitió Crátipo—. Si salimos ahora, dejaremos desguarnecido la ciudad y cometeremos el mismo error que condenó a Himera. Himilcón podría salir del campamento atrincherado, atacar mientras nosotros estamos fuera y tomar Agrigento al primer asalto. ¿No os dais cuenta?
—¡Basta, queremos tomar parte en la lucha! —gritó uno de los presentes.
—¿Qué clase de comandantes sois vosotros? —exclamó otro—. ¿No sabéis siquiera mandar a vuestros hombres en la batalla?
Mientras seguían hablando corrió el rumor de que se hacía una salida para barrer a los bárbaros de la tierra agrigentina. Miles y miles de guerreros ya armados, empuñando lanzas y escudos, se congregaron en gran número maldiciendo y alborotando. Los que se hallaban en la barbacana y estaban en situación de ver lo que sucedía en la llanura gritaban más fuerte aún, como si estuvieran en el estadio o en el hipódromo, y el clamor subía hasta el cielo.
Crátipo, juzgando que podía perder el control de la situación, llamó a uno de sus ayudas de campo, un joven de poco más de treinta años llamado Argeo, y le dijo al oído:
—Ve enseguida al cuartel general de los mercaderes campanios y ordena que atranquen todas las puertas y que pongan defensas en ellas; no podemos permitir que los hombres se lancen afuera en desorden y dejen la ciudad indefensa. ¡Rápido!
Argeo corrió abriéndose paso con dificultad entre la multitud que lo cubría de insultos gritando:
—¡Cobardes, bellacos! ¡Vendidos!
Pasó un rato antes de que la orden fuera ejecutada y, cuando algunos soldados llegaron a aquella improvisada asamblea anunciando que las puertas habían sido atrancadas y defendidas, resonó un grito desde las murallas:
—¡Mirad! ¡Corred, venid a ver!
A aquellas palabras, todos se precipitaron hacia las escaleras de acceso a lo alto del camino de ronda y se asomaron por los parapetos: el ejército púnico emprendía la fuga, los hombres corrían veloces hacia el campamento atrincherado. Estalló un grito de salvaje exultación, pero no tardó en mezclarse con el clamor de las imprecaciones de desaliento cuando se hizo evidente que Dafneo refrenaba a sus hombres a la hora de perseguir al enemigo. Era evidente que temía caer en una emboscada como le había sucedido al ejército de Diocles en Himera. De haber estado más cerca, habrían visto y oído a Dionisio, alineado en el ala izquierda, cubierto aún de sangre por la matanza, gritar como un poseso lo que ellos mismos gritaban, que había que ir hacia delante y exterminarlos hasta el último hombre.
En cambio, no sucedió nada. El ejército confederado se detuvo obedeciendo a las señales de las trompetas y de este modo el grueso del ejército cartaginés se refugió, incólume, en el interior de las fortificaciones del campamento atrincherado.
Al ver aquello, los agrigentinos se resignaron al hecho consumado. El ejército confederado estaba casi a una distancia de dos estadios y atacar ellos solos no tenía sentido. Veían amargamente desvanecerse la oportunidad de aniquilar la amenaza que pesaba sobre ellos.
Muy pronto, sin embargo, a la desilusión siguió la frustración y luego la cólera. Los guerreros se reunieron amenazadores en torno a sus comandantes y comenzaron a gritar:
—¡Os habéis dejado corromper! ¿Cuándo os habéis pasado a los bárbaros? ¡Traidores! ¡Vendidos bastardos!
Telías trató de aplacar los ánimos.
—¡Tranquilos! ¡No podéis lanzar semejantes acusaciones sin una base!
Pero su voz débil y bronca no conseguía imponerse al alboroto creciente.
Comenzaron a volar piedras y muchas dieron en el blanco. Golpeado en la cabeza, Crátipo cayó al suelo y tras él otros tres colegas suyos que tenían el mando supremo de las grandes unidades del ejército. Únicamente Argeo se salvó, el joven oficial que había ido a preparar las defensas de los mercenarios en las puertas. Llegó cuando los tres comandantes estaban ya muertos, medio enterrados bajo un montón de piedras. Los hombres que los habían lapidado estaban ahora en círculo en torno a los cadáveres, en silencio, y ni siquiera se preocuparon de él cuando apareció entre ellos y se acerco pálido y mudo a los cuerpos sin vida.
Ahora a todos les embargaba la amargura y el disgusto por lo que habían hecho y por la conciencia de que aquella justicia sumaria era la cosa más injusta que hubieran podido hacer, que quizá habían castigado con un excesivo rigor solo la indecisión o quizá también la simple estupidez.
El enfrentamiento había sido durísimo y los cartagineses habían dejado en el campo de batalla a casi seis mil hombres, mientras que el ejército confederado contaba poco menos de trescientos caídos, pero la frustración era grande entre los combatientes que habían visto escapárseles de las manos una victoria decisiva.
Dionisio corrió a donde estaba Dafneo y gritó:
—¿Por qué no nos has dejado continuar? ¿Por qué nos has detenido? Esto es cobardía, esto es…
—Una palabra más y te hago pasar por las armas. ¡Ahora mismo!
Dionisio se mordió los labios y regresó a las filas atormentándose por la rabia reprimida.
Dafneo no pensó siquiera en atacar el campamento atrincherado —defendido por un foso, una valla y una empalizada— y condujo a sus hombres al campamento de poniente que los enemigos al huir habían dejado libre. Aquella misma noche llegó una delegación de Agrigento para contar lo que había sucedido en la ciudad y cómo habían sido castigados los comandantes. Dafneo se estremeció y no supo qué responder.
Dionisio se adelantó.
—Si hubierais hecho caso de mis palabras, esto no habría pasado y a estas horas Himilcón estaría huyendo sin más esperanza que salvarse.
—Nadie puede hacer profecías —respondió Dafneo—. En la guerra la virtud más grande es la calma. Ahora están ellos a la defensiva, encerrados en el campamento, mientras que nosotros controlamos todas las vías de entrada y de salida, podemos cortar los aprovisionamientos y hacerlos claudicar por hambre. Apenas sus mercenarios estén sin comida y sin paga, se rebelarán y será el fin para Himilcón.
Los hechos parecieron durante algún tiempo dar razón a Dafneo. La estación era ya avanzada y alguien —más tarde nadie fue capaz de decir quién había sido— contó que las naves cartaginesas en Palermo estaban ya en los diques para el mantenimiento o en dique seco y que no se harían a la mar hasta la primavera siguiente. La flota siracusana, en cambio, era aún perfectamente eficiente y seguía abasteciendo al ejército.
Cada vez que Himilcón mandaba fuera un destacamento en busca de provisiones o de forraje, la caballería siracusana se lanzaba al punto en su persecución y lo aniquilaba. Se esperaba la rendición de un día para otro, tanto más cuanto que la mala estación había ya comenzado.
Precisamente en previsión de un empeoramiento del tiempo se pensó en organizar un masivo aprovisionamiento de trigo y otros víveres para Agrigento, antes de que el estado de la mar se volviera demasiado peligroso para la navegación. Pero cuando la escuadra siracusana apareció a la vista se presentó por la parte opuesta, totalmente inesperada, la flota cartaginesa de casi cincuenta naves perfectamente equipada para la guerra.
La suerte de la batalla estaba ya echada: las naves siracusanas, cargadas hasta los topes, iban lentísimas mientras que las cartaginesas —ya desarboladas, más numerosas y a favor del viento— podían lanzarse al asalto con una velocidad y una capacidad de maniobra infinitamente superiores.
Las pocas naves siracusanas capaces de contraatacar fueron casi enseguida puestas fuera de combate, las otras fueron obligadas a atracar en la playa justo en la franja costera que se extendía detrás del campamento atrincherado y los mercenarios de Himilcón, que estaban ya en una situación extrema y a punto de desertar, se lanzaron a saquearlas transportando al interior el cargamento de trigo destinado a Agrigento, tras haber masacrado a sus tripulaciones.
Aquel acontecimiento dio un vuelco a la suerte de la guerra que parecía ya ganada. Los agrigentinos, que no se habían privado nunca de nada ni habían racionado jamás sus provisiones, se dieron cuenta de golpe de que las provisiones de comida que les quedaban eran escasísimas.
El comandante espartano Deuxipos, uno de los pocos generales que habían quedado, reunió a los oficiales y celebró consejo.
—¿Cuántos días podemos resistir con lo que tenemos? —Tres, cuadro días como máximo —le respondieron.
—Entonces, tenemos que evacuar la ciudad. Mañana mismo.
A aquellas palabras se hizo el silencio; nadie osaba replicar, pero al mismo tiempo buscaba dentro de sí con ansiedad febril cualquier otra posible solución a una decisión tan terrible.
—Tenemos que avisar al Consejo —dijo uno de los oficiales—, a fin de que dé la noticia a la población.
—Un momento —intervino uno de los comandantes que hasta entonces no había dicho nada, uno de Gela que se llamaba Éuritoo—. ¿Estás diciendo que tenemos que evacuar una ciudad de doscientas mil personas e irnos… así como así? —E hizo entrechocar una mano contra la otra.
—Así como así —repitió Deuxipos sin inmutarse—. ¿Hay alguna otra solución?
—Luchar, por ejemplo. Abrir un pasillo hacia el interior y aprovisionarnos de los campos.
—O bien presentar batalla en campo abierto junto con los siracusanos. ¡Podemos aún derrotarlos! —gritó otro, un joven comandante de batallón agrigentino.
No hubo necesidad de avisar al Consejo; conducidos por el mismo Telías, los ancianos subían en aquel preciso momento del vecino bouleuterion para reunirse con los jefes militares y valorar la situación.
—¿He comprendido bien? —dijo al punto Telías—. ¿Hay quien quiere evacuar la ciudad?
—Has comprendido perfectamente —repuso Deuxipos—. No tenemos elección. Sin víveres ni posibilidad de aprovisionamiento no estamos en condiciones de resistir.
—Eres un loco o un cobarde o las dos cosas a la vez —vociferó Telías con su voz campanuda—. Abriremos las puertas, haremos salir a nuestros muchachos armados hasta los dientes y les daremos por culo a esos roñosos bastardos. ¡Luego les cogeremos el trigo y todo lo demás y haremos que se les pasen para siempre las ganas de venir más por aquí!
—Si fuera tan sencillo —replicó Deuxipos—, lo haría ahora mismo. Pero no es así. Esos se quedarán encerrados en el campamento atrincherado y no se dejarán atraer a un enfrentamiento en campo abierto. Esperarán a vernos morir por hambre, luego atacarán y nos borrarán del mapa. Es mejor marcharnos ahora que estamos aún a tiempo.
Telías sacudió la cabeza.
—No es posible… —dijo—. No me cabe en la cabeza. ¿Es posible que no exista otra vía? ¿Es posible que no exista otra opción? ¡Tiene que haber una manera… ¡tiene que haberla!
No había terminado de hablar cuando llegó uno de los centinelas que montaban la guardia en las murallas.
—Los mercenarios campaneos han salido por la puerta sur y se han dirigido hacia el campamento cartaginés. ¡Cuando se han enterado de que no había ya de comer han abandonado el sector de muralla que defendían!
—¿Lo ves? —dijo Deuxipos—. Por si hubiera tenido aún alguna duda, esto me la habría disipado definitivamente: más de un estadio del recinto amurallado está desguarnecido a partir de este momento, ¿os dais cuenta?
—¡Pero allí fuera están los siracusanos y los aliados italianos, por Heracles! —intervino Telías angustiado—. ¡Todavía podemos conseguirlo! Escuchad, pongámonos en contacto con Dafneo y sus aliados y decidamos juntos lo que conviene hacer. No tenemos que precipitar así las cosas… Aún estamos a tiempo…
Pero su voz era cansina mientras pronunciaba aquellas palabras, casi apagada.
—Como quieras —respondió Deuxipos—. Pero hagámoslo enseguida. —Llamó a un centinela—. Coge un caballo, sal por la puerta sur y reúnete con Dafneo. Dile que no tenemos ya víveres y que estamos pensando en evacuar la ciudad, a menos que él no nos proponga una solución distinta y factible. ¿Has comprendido?
—Sí —respondió el centinela. Y echó a andar.
—Espera —dijo Telías—. Dile que estamos dispuesto a vernos con él donde quiera, incluso ahora. Y pregunta por un oficial llamado Dionisio; es ayuda de campo del Estado Mayor. Dile que queremos verle también a él, si hay un encuentro.
—Así lo haré —respondió el centinela y se fue.
Poco después se le vio salir al galope y dirigirse a gran velocidad hacia el campamento siracusano.
Se levantó un viento frío que helaba los miembros y comenzó a caer del cielo gris una fina llovizna. Los presentes se resguardaron debajo del pórtico y esperaron largo rato en silencio a que el mensajero volviera con la sentencia que decidiría acerca de la suerte de Agrigento. Pero, entretanto, la noticia de que se quería evacuar la ciudad se estaba filtrando, se extendía como un incendio de una casa a otra, de un barrio a otro y la desesperación no perdonaba a ninguna morada, ni siquiera a las fastuosas de los ricos. La angustia se apoderaba de todos ante la idea de dejar el lugar en el que habían nacido y vivido y a la angustia se añadían la incertidumbre y la incredulidad.
No se llegaba a tamaña decisión tras una larga agonía, sino de improviso, al cabo de muchos meses de guerra que, sin embargo, no habían afectado casi a nadie, no había habido víctimas en la ciudad ni daños graves en las haciendas.
La respuesta de Dafneo llegó a la caída de la tarde: citaba a los notables y a los comandantes militares agrigentinos en la necrópolis de levante, en el punto en que estaba franqueada por el camino que llevaba por el interior hacia Kámikos. El centinela declaró haberle encontrado abatido y de un humor de perros.
—No esperéis milagros —dijo tras haber referido el resultado de su misión—. La moral en el campamento siracusano no me ha parecido más alta que en nuestra ciudad.
—Esperemos para afirmar tal cosa —le interrumpió Telías—. Esperemos a oír qué es lo que tiene que proponernos Dafneo. Una decisión extrema solo debe tomarse cuando todas las vías de solución están cerradas.
Inmediatamente después se pusieron en camino saliendo por una poterna del lado sur y llegaron a caballo al lugar convenido. Telías montaba una mula, un manso animal que conocía muy bien las rabietas de su amo.
Dafneo apareció franqueado por dos de sus oficiales de más alta graduación y por Dionisio. Iban armados hasta los dientes y a escasa distancia esperaba la escolta: unos cincuenta jinetes y una treintena de peltastas incursores.
Telías notó que, por lo que podía ver y por las armas pintadas en los escudos, eran siracusanos, geloas y camarineses, todos griegos sicilianos, y la cosa le pareció extraña.
De todas formas, fue el primero en hablar, apoyado también por la presencia de Dionisio.
—Algunos de nuestros comandantes militares, en particular Deuxipos, a quien tengo aquí a mi derecha, piensan que deberán evacuar la ciudad mañana mismo porque las provisiones de que disponemos en este momento pueden bastar solo para algunos días…
—Y además —le interrumpió Deuxipos—, nuestros mercenarios campaneos se han pasado al enemigo dejando desguarnecido casi un estadio del recinto amurallado.
Demasiado grande, pensó para sus adentros Dionisio y aquellas palabras le pareció que las había ya pensado y pronunciado, quién sabe cuándo, como en sueños.
—Ya los he visto —dijo Dafneo.
—Es cierto —siguió diciendo Telías—, pero en la ciudad hay aún miles de guerreros bien armados y tú tienes aquí un ejército poderoso y todavía íntegro. Podemos entablar combate con ellos y derrotarlos, ¿no es así?
Dafneo no respondió enseguida a la pregunta y aquellos largos instantes de silencio pesaron como losas sobre el corazón de cada uno. Dionisio miraba fijamente a los ojos a su amigo con una expresión de intenso desconsuelo. Finalmente, habló Dafneo:
—Ya no, por desgracia; los griegos de Italia nos dejan. Parten mañana.
—¿Qué? —exclamó Telías—. No lo dirás en serio.
—Por desgracia sí. Se van, te digo.
—¿Y por qué?
—El acuerdo era que se quedarían hasta el solsticio de invierno; tienen que preparar los campos para la siembra y no quieren arriesgarse a que el empeoramiento del tiempo los mantenga alejados de casa por demasiado tiempo. En efecto, faltan siete días para el solsticio, pero no me parece que cambie mucho…
—No puedo creerlo… —dijo Telías meneando consternado la cabeza—. No puedo creerlo…
—Como ves —dijo Deuxipos, que no parecía esperar otra cosa—, tenía yo razón. Evacuar la ciudad es lo mejor. Emplearemos a nuestras tropas para proteger a los fugitivos.
—Podéis instalaros en Leontinos —dijo Dafneo—. La ciudad está en construcción… Haremos llegar nuevos…
—No es verdad… no es verdad. Tiene que haber una salida… —exclamó Telías—. ¡Eres un guerrero, por Heracles! Debes decirme por qué no quieres combatir; ¿de qué te sirven las armas que llevas encima? ¿De qué te sirve esta espada?
Parecía cada vez más angustiado y su voz estridente se asemejaba al grito de un pájaro herido.
—Tenéis que resignaras —respondió Dafneo—. No podemos correr riesgos. Si me juego el todo por el todo en una batalla campal en unas condiciones de inferioridad numérica y pierdo, dejo Siracusa indefensa… y si cae Siracusa es el fin. No puedo hacerlo; debéis comprenderlo.
—Entonces, este es el verdadero motivo; tienes miedo a correr riesgos. Pero ¿no comprendes que defendiendo Agrigento defiendes a Siracusa? ¿No lo comprendes? Cometes el mismo error que cometió Diocles en Himera. Terrible… terrible y estúpido…
Dafneo agachó la cabeza sin decir nada, mientras la lluvia comenzaba a caer más recia mojando los yelmos, las corazas y los escudos, haciéndolos brillar, a ratos, a la luz de los relámpagos lejanos.
Telías, con el rostro bañado en lágrimas y lluvia pero en actitud de gran dignidad, se volvió hacia Dionisio.
—¿Piensas lo mismo también tú? Dime, ¿piensas lo mismo también tú?
Dionisio sacudió la cabeza en silencio, luego alzó los ojos y miró a Dafneo y acto seguido a Deuxipos, con una expresión de ardiente desprecio.
—Hay formas de ponerse de acuerdo, ¿no es cierto? —prosiguió diciendo Telías implacable—. Estaba todo preparado. Quizá también ellos se han dejado corromper.. Sí, sin duda… Si no, ¿por qué alguien nos ha contado que la flota cartaginesa estaba desarmándose cuando precisamente se disponía a atacar a la siracusana? ¿Por qué?
—Estás loco —dijo Dafneo—, desvarías. No te mato porque eres un pobre viejo y estás fuera de ti. No puedo escucharte un momento más. —Se dirigió a los otros consejeros agrigentinos, que se habían quedado mudos y espantados al oír aquellas palabras terribles—. Haced caso a Deuxipos —dijo—, haced lo que dice y salvaréis al menos vuestra vida. Adiós.
Montó en su caballo y desapareció en la oscuridad seguido de su escolta.
Telías cayó de rodillas entre sollozos, sin preocuparle la recia lluvia.
Dionisio le ayudó a incorporarse y le abrazó.
—Vuelve a la ciudad —le dijo, tratando de calmarlo—, vuelve a casa y cuida de tu mujer. Preparaos para la partida. Os acogeré en mi casa, os querré como si fuerais mis padres… Te ruego… que cobres valor.
Un relámpago iluminó como si fuera de día el desolado paisaje de la necrópolis seguido por el retumbo del trueno. Telías se secó el rostro.
—Yo no dejaré nunca mi ciudad, muchacho —dijo—, ¿lo comprendes? ¡Nunca! —Y se alejó con su mula.
Al día siguiente las autoridades dieron la orden de evacuación y toda la ciudad se llenó de llantos y de gritos desesperados. La casa del Consejo fue rodeada por una muchedumbre enfurecida, pero no había ya nadie allí que pudiera escuchar, ni tomar otras medidas aparte de las anunciadas. El pánico cundía por doquier, la multitud se dirigía a la carrera hacia la puerta de poniente como si ya el enemigo hubiera penetrado intramuros, de modo que los soldados a duras penas conseguían contenerla y encauzarla lo mejor posible a lo largo del camino que llevaba a Gela.
En el caos de gritos y de gemidos, en la vorágine de terror que lo trastornaba todo, se abandonó a su suerte a los débiles, a los ancianos y a los enfermos, incapaces de poder afrontar las incomodidades de una marcha de cientos y cientos de estadios. Algunos se quitaron la vida, otros esperaron impasibles su destino pensando que en cualquier caso la muerte sería preferible a la pérdida de la patria, de los lugares más queridos, de la vista de la ciudad más hermosa del mundo.
Telías y su esposa, que se negó a dejarlo solo, estuvieron entre estos. En vano Dionisio escrutó las filas de los fugitivos con mirada ansiosa, inútilmente gritó el nombre de aquellas personas queridas, pasando adelante y atrás a caballo a lo largo de la columna en fuga, preguntando a los que se encontraba si los habían visto. No sabía que en ese mismo instante ellos estaban allá arriba, en el punto más alto de la ciudad, en la gloriosa Roca Atenea, y miraban sin ya derramar ninguna lágrima la larga fila oscura que serpenteaba en la llanura, la multitud inmensa de los fugitivos que abandonaba Agrigento como un riachuelo de sangre que corre copioso de un cuerpo herido de muerte.
Luego las calles resonaron con los alaridos de los bárbaros que se desparramaban por todas partes saqueando, destruyendo, matando a todos aquellos que encontraban. Incendiaron el grandioso templo de Zeus abajo en el valle, revestido aún de los andamios de madera, y las maravillosas esculturas de la caída de Troya, esculpidas en la piedra del frontón, se animaron de trágico realismo con el fulgor de las llamas.
Entonces Telías tomó de la mano a su compañera y se encaminó hacia el templo políade que dominaba la acrópolis con su mole excelsa. Caminaba tranquilo como si quisiera disfrutar del último paseo por la vía más sagrada de la ciudad. Se detuvo debajo de la columnata, se volvió hacia atrás y vio la marea aullante extenderse hacia la pendiente que conducía a la explanada y al podio. Entonces entró en el templo y cerró la puerta. Se estrechó en un último abrazo con la compañera de su vida, intercambio con ella una silenciosa mirada de inteligencia, luego cogió una antorcha y prendió fuego al santuario.
Ardió con su esposa, con sus dioses y sus recuerdos.