En el transcurso del verano la atención de las autoridades y de la gente corriente de Siracusa se vio distraída por las noticias preocupantes que los informadores hacían llegar tanto de Cartago como de Grecia y los ajustes de cuentas locales no tardaron en pasar a un segundo plano. Se supo que los cartagineses habían mandado una embajada a Atenas para convencer al gobierno de la ciudad para que continuara la guerra con los espartanos incluso después de que el mejor general ateniense, Alcibíades, hubiera huido a Asia. De este modo Esparta no podría intervenir en Sicilia en ayuda de Siracusa cuando decidiesen atacar. Se supo, además, que los atenienses habían enviado a una delegación suya para encontrarse con los generales cartagineses en Sicilia. Era tal el odio que sentían contra los siracusanos que hubieran pactado con cualquiera con tal de causar daño a la ciudad que les había rechazado y derrotado siete años antes.
El gobierno de Siracusa protestó con una nota oficial contra aquellos preparativos de guerra, pero sin obtener siquiera una respuesta. Dafneo decidió entonces mandar una flota de cuarenta naves a Sicilia occidental para prevenir un desembarco cartaginés. Hubo un primer enfrentamiento en el que los siracusanos hundieron una quincena de naves enemigas, pero cuando Aníbal puso al completo en el mar su escuadra de ochenta grandes naves de guerra Dafneo ordenó a su flota que se retirase para que no la aniquilaran y decidió de inmediato el envío de embajadas para pedir ayuda a los griegos de Italia y también a los espartanos. Estos últimos mandaron a un general llamado Deuxipos con mil quinientos mercenarios, que desembarcó en Gela y desde allí alcanzó Agrigento, donde asumió el mando también de los ochocientos mercenarios campanios a los que Telías había convencido para que abandonasen a los cartagineses con un enganche generoso.
Aníbal desembarcó en las cercanías de la ciudad a comienzos de primavera. Era ya de edad avanzada y por esto le habían puesto a su lado a su primo Himilcón, más joven y enérgico. Situó una división a levante de la ciudad, para prevenir incursiones por aquel lado, y levantó un campo atrincherado a poniente, comenzando por demoler las tumbas monumentales de la necrópolis para levantar una rampa de asalto hacia las murallas.
En el interior de la ciudad nadie parecía tomarse en serio la amenaza del ejército que había arrasado Selinonte e Himera; las provisiones eran abundantes, los muros se alzaban sobre un talud rocoso muy alto en la llanura y eran casi inaccesibles. Además, se sabía que pronto llegaría de Siracusa Dafneo a la cabeza del ejército confederado. El clima era tan distendido que los comandantes del ejército tuvieron que promulgar una ordenanza en la que se especificaba que los centinelas no podían tener a su disposición en las murallas más que un colchón y dos almohadas. La caballería hacía de vez en cuando alguna salida atacando a unidades aisladas que merodeaban para recoger forraje para los animales y provisiones para los hombres.
En poco tiempo el calor se volvió tórrido y el hedor de los restos y de los excrementos de sesenta mil hombres y cinco mil caballos hacinados en la parte baja, en una zona húmeda y escasamente aireada, llegó hasta lo alto de las murallas.
Telías subía cada mañana al camino de ronda para contemplar la llanura, aprovechando la hora en que el viento de tierra se llevaba lejos el repulsivo hedor. La ciudad estaba sumida aún en el sueño y el último piquete de guardia desmontaba para dejar el puesto a la defensa diurna. El sol naciente iluminaba el gran santuario de Atenea sobre la acrópolis y luego, poco a poco, las casas, los jardines, los pórticos de columnas y, por último, la inmensa mole del templo de Zeus aún en construcción. Los trabajos no habían sido interrumpidos y los escultores trabajaban todavía en el gran frontón que representaba la caída de Troya; el enredo de miembros heroicos adquiría formas y contornos cada vez más precisos a cada día que pasaba. Solo las figuras de los dioses, altas bajo el goterón del tímpano y de mirar impasible, habían sido ultimadas y algunas iban también tiñéndose de colores vivos que los pintores les extendían en el rostro y en los miembros, en melenas y vestidos. Los Gigantes de la columnata parecían tensar los músculos en el titánico esfuerzo de sostener el peso del arquitrabe historiado; los dorados de las acroteras brillaban heridos por los rayos matutinos y bandadas de ibis de color rosa se alzaban de la desembocadura del Akragas pasando por encima de los almendros y de los olivos del valle.
El espectáculo era tan encantador, la armonía de las obras del hombre y de las obras de la naturaleza tan sublime que la vista de la estupidez humana, que ponía en peligro con la guerra tanta maravillosa belleza, producía en Telías una sensación de profundo desánimo, un presentimiento angustioso de fin inminente. Y el pensamiento de Areté le volvía insistentemente a la memoria; recordaba cuánto le gustaba Agrigento, cuán fascinante encontraba aquella ciudad tan excesiva en todo, tan inquieta y ávida de vida, cuánto deseaba un futuro de esposa al lado del hombre que había elegido como compañero. Lloraba para sus adentros su final cruel, y no podía encontrar consuelo alguno en pensar en la venganza consumada por Dionisio con no menos crueldad.
Solo esperaba que Agrigento pudiera sobrevivir y recitaba a veces en voz baja los versos de Píndaro como si fueran una oración. Agrigento… elevada y luminosa en su peña, el centelleo lejano del mar, los bosques de pinos y encinas, los olivos plantados por los fundadores, el fuego sagrado en la acrópolis, nunca apagado desde que fuera encendido por primera vez; ¿de verdad podía todo esto ser borrado de golpe como si nunca hubiera existido? ¿Era posible? ¿Podía perpetuarse y repetirse hasta el infinito el sino de Selinonte e Himera?
En cierta ocasión, mientras estaba sumido en la contemplación y en sus pensamientos, Telías se vio sobresaltado por las voces de los generales que tenían el mando del ejército. Se hacía burla del enemigo, que aparecía allí lejano e impotente. Sus naves, pequeñas por la distancia, parecían inofensivas como las barquitas con las que jugaban los chicos en la gran piscina del fondo del valle. Estaban tan seguros de vencer… Debían de tener sin duda buenos motivos para ello. Uno decía:
—¡Míralos, ahí los tienes acampados en medio de su mierda! ¿Acaso se creen que nos van a hacer rendir con la pestilencia?
Cuando en el campamento cartaginés estalló la peste, que segó la vida a miles de hombres e hizo cundir el desánimo entre las tropas enemigas, pareció que las previsiones más optimistas se hubieran cumplido. El humo de las piras y el olor insoportable de la carne quemada contagió el aire en una vasta extensión del territorio circundante. Aníbal mismo enfermó y murió; cuando la noticia llegó hasta la ciudad, la gente se mostró exultante pensando que ahora los cartagineses levantarían el cerco y se volverían a casa.
Telías se sintió animado a tal punto que organizó también una eficaz puesta en escena. Reclutó a cierto número de actores del teatro trágico y los instruyó para que aparecieran de noche, como espectros, entre las ruinas de las tumbas demolidas por los cartagineses, emitiendo fuertes lamentos y haciendo oír horribles maldiciones en lengua púnica. Luces no menos espectrales fueron encendidas en los cementerios, durante las noches sin luna, y otras espantosas apariciones se produjeron de improviso por los oscuros senderos de campo al paso de algún grupo de tropas auxiliares cartaginesas con la intención de proveerse de forraje o de víveres. El terror supersticioso sembró así mayor espanto aún entre las tropas atacantes, hasta el punto de que ninguno quería salir ya de noche.
Pero el comandante superviviente, Himilcón, no era ningún tonto. Convocó a los adivinos y les ordenó buscar enseguida un remedio para aplacar los espíritus de los muertos expulsados de las tumbas, del modo más impresionante y espectacular; tras haber consultado los astros, los adivinos sentenciaron que se debía ofrendar un sacrificio humano.
Un pobre muchacho nativo, que había sido hecho esclavo en la campaña anterior, fue degollado sobre el altar y su cuerpo arrojado al mar. A continuación Himilcón proclamó que los espíritus estaban satisfechos y que a partir de ese momento las cosas cambiarían para mejor. Un par de torrenciales aguaceros lavaron la mugre que rodeaba al campamento y la situación mejoró, acreditando el vaticinio de los adivinos y las promesas del comandante, que hizo reanudar prestamente los trabajos de construcción de la rampa.
Telías observaba preocupado los constantes progresos.
Entretanto, en Siracusa Dionisio había reconquistado, día tras día, una posición de cada vez mayor prestigio y cuando el ejército confederado —con unas fuerzas de veinte mil siracusanos, diez mil mercenarios y veinte mil italianos de las ciudades aliadas— estuvo listo para ponerse en marcha, ostentaba el grado de ayuda de campo del Estado Mayor.
La noche antes de partir hizo exhumar los despojos de Areté del sótano donde descansaban para colocarlos en una tumba hermosísima construida por orden suya fuera de la puerta de poniente, a lo largo del camino que llevaba a Camarina. El cuerpo fue encontrado increíblemente intacto y él pensó que el prodigio era una señal de los dioses más que efecto de la salinidad del terreno, como pensaba Filisto, un acontecimiento milagroso que su venganza había hecho posible.
El funeral tuvo lugar casi a escondidas, tras la caída del sol, y cuando la lápida maciza de caliza cayó sobre el sepulcro, Dionisio quiso quedarse a solas para hablar con ella, largamente, en la esperanza de que pudiera responderle. Al final se durmió al pie de la tumba, agotado por el cansancio y por la vigilia, y soñó que caía de la roca cortada a pico en el manantial cristalino, que caía ya sin aliento, en una especie de abandono infinito y angustioso.
Le despertó Léptines, que se había convertido poco menos que en su guardia personal y le seguía por todas partes, siempre ni a mucha distancia ni muy de cerca.
—Vamos —le dijo—, volvamos a casa.
El ejército confederado se puso en marcha al día siguiente antes del amanecer: delante, los siracusanos; en medio, los mercenarios; detrás, los aliados italianos; la caballería en los flancos. A la cabeza avanzaban Dafneo con el Estado Mayor y el mismo Dionisio. Léptines cabalgaba algo más atrás junto con su sección de exploradores. La caballería propiamente dicha estaba compuesta casi exclusivamente por aristócratas que no toleraban entre ellos presencia ajena alguna.
Recorrieron la distancia entre Siracusa y Agrigento en siete días, recibiendo los aprovisionamientos de la flota que avanzaba paralelamente a ellos, desembarcando de vez en cuando decenas de chalupas cargadas de víveres que iban y venían durante horas entre las naves y tierra firme.
Llegaron a la vista de la ciudad al atardecer del séptimo día y acamparon en las proximidades del destacamento de levante del ejército cartaginés. Dionisio espoleó enseguida a su caballo, seguido por Léptines, Biton, Dorisco y algunos otros amigos de la Compañía en una ronda de reconocimiento y evaluó las fuerzas del enemigo en cerca de treinta y cinco mil hombres. Vio también que la ciudad no era ciertamente inaccesible y consiguió comprender la estrategia del enemigo: el destacamento de levante que tenía delante debía prevenir misiones de auxilio de Siracusa, en tanto que el grueso del ejército preparaba el asalto final con las máquinas y los arietes de la rampa ya completada.
Antes de que cayese la tarde, dio una vuelta por la parte norte de las murallas, al amparo de la necrópolis de poniente desde la cual podía verse la rampa, que ahora había alcanzado ya la plataforma natural sobre la que se alzaba la ciudad. Para defenderse de los lanzamientos de los arqueros, los cartagineses habían montado una especie de techumbre móvil sobre ruedas, cubierta de pieles no curtidas ignífugas, para proteger a los hombres que trabajaban en el afirmado del balastro.
Cuando regresó al campamento fue avisado de que estaba en curso la reunión del Estado Mayor y se presentó de inmediato.
—Ante todo —comenzó diciendo Dafneo—, tenemos que atacar la división de levante del ejército de Himilcón; están en campo abierto, en terreno bastante llano. Iremos al ataque al amanecer, cuando la temperatura es todavía fresca; formación cerrada, profundidad de ocho filas; nosotros con los aliados sicilianos en el centro, los aliados italianos a la derecha, los mercenarios a la izquierda, la caballería a ambos flancos.
—¿Y si el ejército de Himilcón nos ataca mientras estamos en pleno combate? —preguntó Dionisio—. Yo propondría situar algunos destacamentos de caballería a una distancia conveniente entre nosotros y el campo atrincherado cartaginés al oeste, para que nos avisen en caso de que ellos se muevan.
El comandante de la caballería, un aristócrata de antigua estirpe, un tal Cratipos, le miró con cierto fastidio, como si hubiera dicho algo ofensivo.
—No me parece que tengas ninguna autoridad para decidir cómo conviene emplear a la caballería —dijo en tono despectivo.
—Haced como queráis —replicó Dionisio—, pero estoy convencido de que no hay nada peor que rechazar una propuesta sensata por cuestiones de principio. Si de mí dependiera, ya te habría arrestado bajo la acusación más grave en tiempos de guerra: la estupidez.
Cratipos, demudado, hizo ademán de sacar la espada y lavar con sangre la ofensa, pero Dafneo puso fin a la disputa con un puñetazo sobre la mesa. Filisto, que era admitido como consejero, no consiguió ocultar una sonrisita maliciosa.
—Pondremos estafetas —dijo Dafneo—. Tenemos que saber qué sucede más allá de nuestra línea de combate.
—¿Puedo hablar? —preguntó Dionisio.
—A condición de que no ofendas a nadie —respondió Dafneo.
—¿Estamos coordinados con los agrigentinos de dentro de la ciudad?
—No —respondió Dafneo—. ¿Por qué?
—¿Que por qué? —gritó Dionisio—. ¡Porque me parece una locura no hacerlo! ¿Cómo sabrán ellos lo que deben o no deben hacer? ¿Y cómo podremos nosotros aprovechar el apoyo quizá determinante de los miles de guerreros que están bien armados y equipados dentro de las murallas de Agrigento?
—No será necesario —respondió a secas Dafneo—. No tenemos necesidad de ellos y no me fió de sus mercenarios campanios: antes estaban al servicio de los cartagineses y ahora combaten contra ellos, pero podrían pasarse de nuevo al enemigo en el curso de la batalla. Mañana atacaremos y arrollaremos a esos bárbaros. Luego, apenas se nos presente la ocasión favorable, atacaremos el campamento atrincherado y los expulsaremos hacia el mar. No tengo nada más que deciros. Podéis retiramos. La hora de diana se dará sin toques de trompeta, de hombre a hombre. La contraseña es «Akragas». Buena suerte.
Dionisio se retiró a su tienda, se cambió, se puso una capa oscura y salió del campamento por el lado de poniente, junto con Léptines, con el pretexto de hacer una ronda por los puestos de guardia. Pero apenas estuvo fuera del alcance de la vista, se echó a correr junto con su hermano introduciéndose en el espeso encinar que llegaba a lamer la base de la escarpadura sobre la cual se alzaban las murallas de Agrigento. Cuando estuvo lo bastante cerca ordenó a Léptines que le esperara para cubrirle la retirada. Inmediatamente después dio una voz al centinela que iba de ronda de un lado a otro por la barbacana.
—Eh —gritó—. ¡Eh, tú!
—¿Quién va? —respondió el centinela.
—Soy un soldado siracusano. Estoy solo, déjame entrar, tengo que hablar con tus jefes.
—Espera —dijo el hombre y llamó a su oficial de piquete.
—¿Qué quieres? —le preguntó el oficial asomándose con prudencia desde el parapeto.
—Tengo que entrar, rápido —repitió Dionisio—. Soy siracusano y tengo que hablar con vuestros comandantes.
—¿Cómo te llamas?
—Dionisio.
—¿Hay alguien que te conozca en la ciudad?
—Sí. Un hombre muy conocido llamado Telías.
—Vuelve hacia tu derecha hasta esos matojos de allí abajo —dijo el oficial—. Detrás hay una poterna, mandaré a alguien para que te abra. Te tenemos a tiro: si te andas con bromas, eres hombre muerto.
Dionisio hizo cuanto le habían indicado y poco después estaba ya dentro de la ciudad, en presencia de un grupo de oficiales.
—¿Quién te manda? —dijo uno de los generales, un hombre de unos cuarenta años con una barba negra muy bien cuidada y una armadura que parecía más un uniforme de parada que de combate.
—Nadie, vengo por propia iniciativa.
—¿Qué? —exclamó el oficial y luego, dirigiéndose a sus colegas, agregó—: Este hombre no me gusta, podría ser un espía. Yo propongo encerrarle bajo llave hasta que no sepamos más cosas de él.
—¡Yo salgo garante por ese muchacho! —resonó una voz a sus espaldas.
Era Telías, que subía jadeando hacia la base de la muralla, sujetando con ambas manos el faldón delantero de su túnica para no tropezar y avanzando todo lo rápido que le permitía su mole. Los cuatro generales se dirigieron hacia él
—Pero cómo —continuó Telías con la respiración entrecortado, secándose la frente—, ¿no le reconoces? Es Dionisio, el héroe que condujo hasta aquí a los fugitivos de Selinonte y que combatió como un león ante las murallas de Himera. Habla, muchacho, nuestros valerosos comandantes son todo oídos.
Nadie rechistó; el prestigio y la autoridad del hombre que había enrolado a sus expensas a casi un millar de mercenarios bastaban para obtener su atención.
Dionisio comenzó a hablar.
—¿Estáis seguros de que no hay espías entre vosotros? —comenzó.
—Pero cómo te atreves… —empezó el oficial que había sido el primero en hablar.
—El muchacho tiene razón —replicó Telías—. Reunámonos dentro del templo de Atenea, donde no puede oírnos nadie. Los espías han existido siempre y muchas ciudades han caído por traición. Es inútil escandalizarse.
En el interior, el templo estaba ya iluminado para la noche con las lámparas y el grupito se reunió en un apartado rincón de la cella, detrás de la estatua del culto.
—En realidad —prosiguió diciendo Dionisio—, en cierto sentido yo mismo podría ser considerado un espía. —Los presentes se miraron estupefactos, pero Telías le hizo seña de que continuase—. Sí, un espía aliado. Mis comandantes no han previsto aún mandaros una delegación para coordinar nuestras acciones, por lo que he pensado venir para contaros cómo están las cosas. Nuestro ejército cuenta con unas fuerzas de casi cincuenta mil hombres bien armados y adiestrados. La flota la veréis mañana desde las barbacanas: cerca de treinta trirremes y una decena de unidades de transporte.
—Mañana, antes del amanecer, Dafneo quiere atacar la división cartaginesa que tenemos delante para concentrar inmediatamente después a nuestras fuerzas reunidas en torno al campamento atrincherado. Supongo que solo entonces tendrá intención de pediros ayuda.
—Tu comportamiento es digno del más severo castigo —dijo otro oficial de más edad que el primero, alto y enjuto, revestido con una armadura de cuero negro adornada con tachones de plata. Dionisio no había visto nunca en la vida a unos generales más elegantes—. Has tomado una iniciativa peligrosa, sin consultar a tus superiores, te has expuesto a ser capturado por el enemigo y, por tanto, a revelar secretos militares importantes, tienes…
—He hecho lo que había que hacer para salvar a esta ciudad –le interrumpió Dionisio con un gesto perentorio de la mano—, arriesgando mi piel y no la de los demás. Porque he visto caer ya a dos y no quiero que caiga también Agrigento. Haced lo que os parezca, yo os he avisado. Si yo tuviera el mando del ejército agrigentino, ordenaría una salida para tomar por la espalda a los enemigos que tenemos enfrente y aniquilarlos. Será suficiente con dejar una sección de defensa en las murallas porque, después de nuestra victoria, tomaremos también al asalto con las fuerzas conjuntas el campamento atrincherado a poniente de la ciudad. Si los cartagineses tratasen de atacar, aprovechando las escasas fuerzas que han quedado de defensa, les cogeríamos por la espalda aplastándoles contra la base de las murallas.
—Esto es— lo que yo haría. Pero la responsabilidad es vuestra. Solo quería que lo supierais. Si no tenéis nada más que pedirme, o mensajes que darme, regresaré al campamento antes de que adviertan mi ausencia y me pongan los grilletes. Mañana no quiero perderme el espectáculo.
—Yo propongo arrestarle —dijo un tercer oficial, seguramente un aristócrata a la antigua por el modo en que llevaba recogidos los largos cabellos en un tocado en la parte superior de la cabeza—. Lo entregaremos a su comandante una vez terminada la guerra y veremos sí aún le quedan ganas de hacerse el bravucón.
Dionisio se le acercó y le miró a los ojos a un palmo de distancia.
—Inténtalo si te atreves —dijo.
Telías intervino para disolver la tensión.
—Heguemones, os lo ruego, no hay motivo para tomar decisiones tan serias. Habéis recibido la visita 'informal de un oficial aliado, eso es todo. ¿Qué tiene ello de extraño?
—Atacad apenas nosotros hayamos entablado combate con el enemigo —dijo entonces Dionisio retrocediendo y mirando a la cara uno por uno a los cuatro generales que tenía delante—. Atacad sin esperar un momento. Adiós.
Hizo ademán de irse, luego volvió sobre sus pasos y se detuvo delante de Telías. Le miró fijamente con una larga mirada y con ello su viejo amigo comprendió que quería decirle muchas cosas y que no conseguía expresar ninguna.
Le dio una palmada con una mano en un hombro.
—Ahora vete. Ya habrá tiempo de hablar, después de que hayamos solucionado este asunto.
Dionisio se alejó sin decir una palabra, como hacía cuando tenía el corazón oprimido por oscuras inquietudes. Telías se quedó en silencio escuchando el ruido de sus pasos que resonaban entre las paredes del gran santuario.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Léptines al verle aparecer como un fantasma.
—Mal —respondió Dionisio.