X

Filisto fue a buscarle a finales de mes y lo acompañó de incógnito a Agrigento, dejándoselo en custodia a Telías durante unos quince días más. Antes de despedirse le entregó una tablilla diciendo:

—Un regalo para ti.

—¿Qué es? —preguntó Dionisio.

—La lista —respondió Filisto—. Completa. No falta ni uno. No ha sido sencillo ni fácil, pero figuran todos, incluso los instigadores.

Se despidió y se fue.

Telías se acercó y le apoyó una mano en un hombro.

—¿Es una relación de vivos o de muertos? —le preguntó.

—De muertos —respondió Dionisio recorriendo la lista con la vista—. De muertos que aún andan. Pero por poco tiempo.

—Ándate con cuidado —respondió Telías—. La venganza puede ser un bálsamo para un ánimo exacerbado, pero puede desencadenar también un sinfín de muertes sangrientas.

—No lo creo —respondió Dionisio—. Yo puedo matar a muchos de ellos. Ellos solo me pueden matar a mí. En cualquier caso, cuento con ventaja.

Volvió, de noche, a finales del mes siguiente y Filisto le citó en casa de Biton. Dionisio les dio un fuerte abrazo, uno tras otro, sin decir una palabra. Era desde siempre su modo de reaccionar ante una intensa emoción.

—¡Por fin! —exclamó Biton—. Pensaba que ya no volverías. ¿Cómo te sientes?

—Mejor —respondió Dionisio—, ahora que estoy en casa.

—Hay aquí una persona que no ve llegar la hora de volver a abrazarte —dijo Filisto.

Abrió la puerta de una habitación que daba a un atrio y apareció Léptines. Los dos hermanos se quedaron inmóviles sin decir nada durante un rato, luego se arrojaron uno en brazos del otro.

—Las habéis pasado moradas —dijo Filisto—, pero parece que no tenéis nada que deciros.

Léptines se desprendió de su hermano y le miró de arriba abajo.

—¡Por todos los dioses —dijo—, me esperaba algo peor! Tienes un aspecto excelente.

—También tú —respondió Dionisio.

—Sé que las cosas no han ido muy bien para ti —prosiguió diciendo Léptines—. Lo siento. Habría podido…

—Tu presencia no habría cambiado mucho las cosas, por desgracia… Me alegro de verte.

—¡También yo, por Heracles! De nuevo juntos, como cuando éramos chavales. ¿Recuerdas cuando nos liábamos a pedradas con los de la Ortigia?

—Por supuesto —respondió Dionisio con una sonrisa.

—Bien, pues ahora que he vuelto las cosas cambiarán… ¡y cómo! No veo llegar la hora de liarme a palos. ¿Por quién empezamos?

Dionisio le cogió en un aparte y le susurró algo al oído.

—Entendido —asintió Léptines—. Esperaré.

Dionisio se despidió y durante algún tiempo permaneció escondido, por turno, en casa de Yolao, Dorisco y Biton, para no poner en peligro a Léptines o a Filisto. No se cortó la barba ni el pelo y solo salió de noche, cubierto con una capa bajo la cual escondía una espada y un puñal, para espiar los movimientos de sus enemigos y estudiar sus itinerarios y costumbres. Cuando se sintió seguro, avisó a Léptines:

—Estoy listo, pero necesito ayuda. ¿Te ves con valor?

—¿Bromeas? No veo llegar la hora, te he dicho.

—Muy bien, me ayudarás a cogerlos, pero el resto debo hacerlo yo…, comprendes, ¿no?

—Claro que te comprendo. Entonces, movámonos.

Salieron aquella misma noche y las siguientes, silenciosos, inesperados, invisibles, inexorables. Los atraparon uno tras otro. Fue cosa fácil porque no se lo esperaban y no habían tomado precauciones.

Uno se llamaba Hiparco.

Otro Eudoxos.

El tercero Augias.

Consiguieron cogerlos vivos; Dionisio se los llevó a su casa él solo, como habían acordado, al sótano de la casa de la parra. Los tendió atados de pies y manos, en el sitio donde había enterrado a Areté, luego les cortó los genitales y dejó que se desangraran lentamente. Sus gritos salieron distorsionados y ahogados de aquel lugar, cual mugidos de bestias o lamentos de espectros en plena noche, pero, más que inclinar a alguien para socorrerlos, crearon un espanto que produce la muerte en el vecindario alimentando aterradoras habladurías que corrieron por toda la ciudad. Otros dos fueron asesinados en plena calle mientras regresaban de un banquete. Se llamaban Clito y Protógenes. Sus cadáveres fueron encontrados, hinchados y medio comidos por los peces, en una cala del Puerto Grande. También estos habían sido mutilados de los genitales, pero no por los peces; el corte era demasiado limpio.

Llegados a aquel punto, los restantes comenzaron a darse cuenta de que alguien estaba tachando los nombres de una lista con el filo de la espada y se reunieron para acordar un plan de defensa.

Eran seis: Filipo, Anatorio, Esquedio, Calistemos, Gorgias y Calícrates, todos más bien amigos de lo ajeno. Cuatro eran solteros y dos casados. Decidieron vivir juntos durante un tiempo y proveerse de armas y de comida en abundancia. Establecieron también que vigilancia por turno, mientras los otros descansaban, a fin de prevenir cualquier ataque.

Estaban despiertos lo más posible hasta entrada la noche, porque temían la inconsciencia del sueño, demasiado parecida a la muerte. Trataban de animarse mutuamente, comían y bebían; a veces se hacían traer muchachas de compañía para estar alegres, para emborracharse y fornicar hasta el agotamiento y olvidar la amenaza mortal que pendía sobre sus cabezas. Pero antes o después, la conversación recaía siempre sobre aquel asunto, a veces en tono burlón e insolente, a veces en voz baja, con el acompañamiento de conjuros.

—¡No nos dejaremos matar como mansos corderos! —decía Anatorio—. Somos seis y ese bastardo está solo; ¿de quién tenéis miedo?

—¿Solo? —replicaba Esquedio—. ¿Quién te ha dicho que actúa solo? ¿Cómo es que ha liquidado a cinco de los nuestros, todos hábiles con la espada y el cuchillo, mozarrones habituados a combatir en primera línea y a sostener el escudo durante horas?

—Es inútil perder el tiempo en discusiones —replicaba Gorgias—. No tenemos más que resistir y cubrirnos mutuamente la espalda. Momento llegará en que tendrá que venir a cara descubierta y entonces le cogeremos y se la haremos pagar. No nos conviene exponernos demasiado. La ciudad es más peligrosa para él que para nosotros. En mi opinión, si conseguimos aguantar un mes lo dejará correr. No le conviene, os lo digo yo, no le conviene.

—Y además —añadía Calícrates—, puede ser que nos preocupemos por nada. Acaso no sabe que estábamos también nosotros y piensa que ha saldado ya las cuentas…

Pero pronto se cansaban de oír sus voces y les ganaba el silencio, uno tras uno; las imágenes de la violación se mezclaban con las de los cuerpos de sus compañeros, hinchados como sapos y verdes por la putrefacción en el agua del Puerto Grande.

En una ocasión se había planteado también la propuesta de ofrecer una indemnización, pero no había convencido a nadie.

—No creo que haya suficiente dinero en la ciudad para calmar a ese loco —había cortado por lo sano Esquedio, que era quien conocía mejor a Dionisio—. La única moneda que podría aceptar son nuestras pelotas servidas tal vez en una bandeja como huevos duros. ¿Hay alguien que esté dispuesto al sacrificio?

Todos estallaron en una carcajada descompuesta y siniestra y la cosa terminó ahí.

Siguieron actuando tal como habían decidido: cada noche, turnándose, uno hacía de centinela en el tejado, agazapado en la oscuridad, mientras los otros dormían, hasta el momento del relevo. Pasó bastante tiempo sin que sucediera nada y comenzaron a pensar que de veras la pesadilla había terminado y que el peligro había ya cesado.

En cambio, una noche de luna llena Gorgias, que estaba de guardia en el tejado, fue traspasado por una flecha disparada con excepcional precisión desde una casa vecina y murió en el acto. Poco antes del segundo turno de guardia las llamas se alzaron de cada uno de los lados de la casa y se propagaron altísimas, avivadas por el viento de cierra. Los otros cinco ardieron vivos y el incendio fue dominado a duras penas, antes de que se propagase a otras casas, gracias a que acudieron cientos de personas que comenzaron a pasarse de una mano a otra cubos de agua y de arena durante el resto de la noche y el día siguiente.

Ya solo quedaban los dos instigadores, a quienes no cabía ya duda acerca de la naturaleza de aquellas muertes, en parte porque se supo que la noche anterior al incendio habían desaparecido tres ánforas de pez de los almacenes del puerto, en la zona del dique seco, y que se había percibido un inconfundible olor a azufre en el momento en que se había extendido el fuego. No se hacían, por tanto, muchas ilusiones acerca de lo que les esperaba si no tomaban medidas con carácter inmediato. Eran dos importantes miembros del partido democrático llamados Euribíades y Pancrates y se dirigieron inmediatamente a Dafneo, que era el cabeza del partido y tenía el control político de la Asamblea, a fin de obtener protección.

—Si queréis que os ayude —les respondió Dafneo—, tenéis que decirme de qué tenéis miedo y por qué. Pero quiero saberlo todo con pelos y señales, o no moveré un dedo. Circulan extraños rumores acerca de estas muertes, rumores a los que no quisiera dar crédito porque de ser ciertos debería intervenir yo mismo para castigar a los responsables. No sé si comprendéis lo que quiero decir.

Habían comprendido pero que muy bien, y se dieron cuenta de que debían preocuparse de sí mismos si querían salvar el pellejo. Decidieron de común acuerdo abandonar la ciudad y trasladarse a Catania, esperando que más pronto o más tarde las aguas se calmasen o que fuera posible negociar una reparación o una indemnización.

Para no llamar la atención y no perder tiempo en largos preparativos partieron al amanecer del día siguiente, acompañados nada más que por un par de esclavos con un carro para los bagajes, y tomaron por el camino de Catania, uniéndose a un grupo de mercaderes. Estos habían organizado un traslado de ganado, un rebaño de ovejas y una veintena de esclavos para vender en el mercado, junto con las ovejas, y se alegraron de que se les sumasen los supervivientes; cuanto más numeroso fuera el grupo, menos probabilidades había de que fuera atacado por ladrones o por salteadores de caminos.

Todo fue bien durante tres días, a tal punto que los dos comenzaron a relajarse y a estar de buen talante. Habían confraternizado también con los mercaderes: gente del oeste de la isla, a juzgar por el acento, simpáticos y alegres, que gustaban de compartir sus provisiones y aceptaban de buen grado el excelente vino que los dos acomodados compañeros de viaje les ofrecían cuando acampaban después de la puesta del sol.

Al cuarto día el convoy se detuvo en una pequeña ciudad donde se celebraba una feria; allí vendieron una parte del ganado. Al día siguiente algunos jornaleros que se dirigían a la vega de Catania para la cosecha del trigo pidieron unirse a ellos y fueron admitidos en la compañía para proseguir juntos el viaje.

Pero aquella misma tarde, los segadores se despojaron de las capas, dejaron las hoces y sacaron las espadas que llevaban encima. Rodearon al grupo al tiempo que ordenaban a los mercaderes que se apartaran y a los dos siracusanos que arrojaran las armas y pusieran sus manos a la espalda para atarlos.

Euribíades y Pancrates pensaron que se trataba de un asalto y trataron de negociar.

—Estamos dispuestos a pagar —dijo Euribíades—. Llevamos dinero y podemos hacer llegar más de Catania o de Siracusa en poco tiempo.

—No queremos tu dinero —respondió uno de los segadores, un jovenzuelo de poco más de veinte años, con el pelo espeso y crespo como el vellón de las ovejas, pero negro como ala de cuervo.

Aquella frase les produjo un espanto mortal. Sabían perfectamente lo peligroso que podía ser un hombre al que no le interesa el dinero.

—¿Qué queréis, entonces? —preguntó Pancrates con voz titubeante y el ánimo lleno de descorazonadores presentimientos.

—¿Nosotros? —respondió el muchacho sonriendo—. Nosotros, nada. Adiós.

Y echó a andar seguido por sus compañeros de viaje y por el ganado, llevándose tras él también a los esclavos. El tintinear de las esquilas de las ovejas se desvaneció en la noche a medida que se alejaban, hasta que los dos se quedaron solos en medio del campo silencioso.

—¡Qué estúpidos hemos sido! —dijo Pancrates—. Era de prever, Iba todo demasiado bien.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Euribíades.

—Tratemos de liberarnos —respondió Pancrates— antes de que se presente alguien más. Vamos, muévete, ponte de espaldas y trata de desatar mis nudos, luego te liberaré yo.

Pero Euribíades no se movió.

—Déjalo —dijo con voz resignada—. Está llegando alguien.

Se veía, en efecto, una figura a caballo recortarse en el perfil de una colina. El misterioso personaje tocó con los talones los ijares del animal y comenzó a bajar en dirección a ellos.

—Se acabó —dijo Pancrates—. Tendremos el mismo fin que los demás… o peor.

—Yo no diría eso —respondió Euribíades—. Si hubiera querido matarnos, ya lo habría hecho. Es evidente que nos han estado observando desde que salimos. En mi opinión, este quiere negociar.

El hombre se apeó del caballo y se volvió hacia ellos, que le miraron fijamente espantados; una capa negra le caía de los hombros hasta los pies y la capucha le cubría la cabeza. Llevaba el rostro oculto por una máscara teatral cómica, pero a ninguno de los dos les dio ganas de reír. El personaje los miraba inmóvil, sin decir una palabra; su mirada invisible les aterrorizaba más aún que si los hubiera mirado directamente a los ojos. De golpe extrajo de debajo de la capa un cuchillo afiladísimo y dijo:

—Podría daros muerte entre las más atroces sevicias y haceros maldecir a la perra que os parió. ¿Estáis de acuerdo?

Los dos se dieron cuenta de por qué el hombre llevaba la máscara teatral: no solo para cubrirse el rostro, sino también para distorsionar la voz.

—Estamos de acuerdo —respondió Euribíades por los dos—. Pero nos atribuyes culpas que no tenemos.

—Conozco vuestras culpas hasta en sus mínimos detalles. Mientras os estoy hablando, otros sufren un justo castigo, no porque tomaran parte en esa empresa atroz, sino únicamente porque se jactaron de ello. Pero se trata de unos desgraciados que no cuentan para nada. Vosotros tenéis un peso político que intercambiar por algo que me interesa.

Euribíades pensó que era inútil discutir respecto a la acusación para no irritar más a aquel ser enmascarado y que era mejor pasar enseguida a la negociación.

—No sé a qué te refieres, pero estamos dispuestos a escuchar tu propuesta —respondió—. Habla.

—Así podemos hablar como personas razonables —dijo el desconocido—. Estas son mis condiciones: dentro de un mes una persona a la que se cree muerta volverá a la ciudad y se presentará ante la Asamblea, bajo el patrocinio de un padre adoptivo, para recuperar sus derechos de ciudadanía. Vosotros sabéis de quién estoy hablando, ¿no es así?

—Creemos saberlo —respondió Pancrates.

—Para que no tengáis ninguna duda, os diré que su nombre es Dionisio, a quien se creyó muerto tras la matanza de Hermócrates y de sus hombres en el ágora. Vuestro voto en el Consejo será determinante. ¿Puedo asegurarle que este voto será favorable, no es así?

—Sí, sí, sin duda —respondieron ambos al unísono.

—Estaba seguro de que llegaríamos a un acuerdo. Pero debo recordaros, de todos modos, que, en caso de que fuerais a desdeciros de nuestro pacto, vuestro castigo sería mucho peor del que les ha tocado a vuestros esbirros.

Se acercó cuchillo en mano y los dos temblaron temiendo que quisiera darles una prueba del castigo con el que los había amenazado. El desconocido, en cambio, cortó las ataduras que rodeaban sus muñecas y tobillos. Luego les volvió la espalda, se acercó a su caballo y se alejó al galope, desapareciendo pronto allende una colina.

Un mes después, la Asamblea convocada por Dafneo estaba discutiendo sobre los preparativos de guerra que los cartagineses estaban efectuando cuando se levantó Héloris y pidió la palabra.

—Tienes la palabra —respondió el presidente de la Asamblea.

—Ciudadanos y autoridades —comenzó el hombre—, hace algún tiempo, mientras realizaba un viaje al interior para comprar unos caballos, encontré al borde del camino a un hombre gravemente herido que no daba casi señales de vida. Le recogí y le curé sin preguntarle quién era y solo cuando se hubo curado y hubo recuperado del todo las fuerzas me reveló su identidad. Dijo llamarse Dionisio y ser el yerno de Hermócrates… —Un murmullo de asombro y algunas imprecaciones resonaron entre los presentes. Héloris continuó impertérrito—: No había coincidido nunca con él personalmente, pero le conocía por su fama de valeroso combatiente, uno de los más valerosos de la ciudad.

Otros murmullos de descontento se dejaron oír entre los presentes. Pero esta vez se alzaron numerosas aclamaciones. La Compañía se hacía oír en muchos puntos del hemiciclo.

—Sé por qué protestáis algunos de vosotros —prosiguió diciendo Héloris—. Dionisio se alzó contra su propia patria tomando parte en el desgraciado golpe de mano de Hermócrates, pero os pido que tratéis de comprenderlo. Los lazos de sangre, el amor por la esposa y la admiración por aquel hombre que había servido durante años a la ciudad con gran dedicación le indujeron a un gesto insensato. Ha tenido un durísimo castigo: su casa fue arrasada, su esposa a quien amaba violada y asesinada. ¿No os parece que ha pagado un precio adecuado a sus errores, que sin embargo su joven edad y su inexperiencia parecerían bastante para excusarle? Escapó a la muerte no por casualidad ciertamente, sino por la voluntad de los dioses y ha reconocido ante mí sus culpas. Yo le he creído y adoptado como hijo y ahora pido, ciudadanos y autoridades, que lo readmitáis entre vosotros, que le restituyáis el derecho de votar en esta Asamblea y que recupere su puesto entre las filas de los guerreros formados para la batalla. Se vislumbra en el horizonte la amenaza de otra guerra y la ciudad necesita a cada uno de sus hijos, sobre todo a los más valientes.

Con estas palabras Héloris concluyó su intervención y enseguida se desencadenó una verdadera disputa entre adversarios y defensores del revivido Dionisio. Ninguno de los miembros de la Compañía faltaba aquel día en la Asamblea y su presencia masiva sirvió primero para intimidar a los adversarios más estentóreos, luego para hacerles callar completamente. Solo se oían los gritos:

—¡Es justo! ¡Dionisio es un héroe! ¡Es una víctima, no un culpable! ¡Tenemos necesidad de su coraje! ¡Restituidle sus derechos!

La última palabra en ese momento correspondía al Consejo, que se reunió en sesión restringida bajo el pórtico que cerraba por la parte baja el hemiciclo.

—No podemos deliberar bajo una presión de este tipo —comenzó diciendo Dafneo.

—Tienes razón —respondió un consejero—. Hay demasiada algazara y es evidente que los defensores de Dionisio están intimidando a parte de los ciudadanos para que no expresen su sentir.

Quien así había hablado se llamaba Demónates y era pariente de uno de los hombres quemados vivos en la casa próxima al puerto.

—A mí no me parece que sea así… —trató de decir Euribíades.

Demónates se volvió de golpe hacia él como si no pudiera dar crédito a lo que oía:

—¿Cómo que no te parece? Pero si hasta un ciego vería lo que está sucediendo en esta Asamblea. Y me asombra de ti, que fuiste uno de los que querían a toda costa la condena a muerte de Dionisio de haberle capturado.

Pancrates trató a su vez de defender a su compañero.

—Las cosas pueden cambiar. Solo las piedras no cambian, por Heracles. Los acontecimientos han evolucionado de un modo que…

—¿Evolucionado? Una decena de personas han sido descuartizadas o quemadas vivas por un asesino cruel cuya identidad no es difícil de adivinar y os diré más: si insistís en esta absurda actitud, pediré oficialmente que se abra una investigación sobre vosotros. Ciertos cambios de actitud imprevistos resultan sospechosos.

La situación se volvía enojosa y Pancrates trató de adoptar una posición más acomodaticio y expectante, que pudiera ser compartida por sus colegas, y posponer entretanto el orden del día que preveía la readmisión de Dionisio entre la ciudadanía y en las filas del ejército. Pero Euribíades le dio a escondidas un codazo señalándole con la mirada algo en la parte alta del hemiciclo. Pancrates vio una expresión de pánico en los ojos de su compañero; alzó la mirada hacia la columnata que conducía a lo alto de la cávea de la Asamblea, y tampoco él consiguió contener un sobresalto: de una de las columnas pendía una máscara teatral cómica, la misma, hubiérase dicho, que llevaba el misterioso personaje que se le había acercado en la campiña del sur de Catania.

La mueca grotesca de la máscara les recordó eficazmente un pacto no escrito, pero no por ello menos vinculante. Pancrates suspiró y se quedó en silencio durante algunos instantes, tras haber intercambiado una mirada significativa con su compañero. Luego, mientras Demónates había reanudado con gran énfasis su requisitoria, le susurró algo al oído.

Euribíades, entonces, pidió la palabra y dijo:

—Es inútil posponer los problemas que de todas formas tendremos que afrontar. Es mejor hacerlo enseguida. Y para que no se repita la misma situación intimidatoria que se produce ahora en la Asamblea, pido que el Consejo vote ahora en votación secreta.

—Yo doy mi aprobación —confirmó Pancrates—. Es lo mejor.

No había razón para oponerse a un procedimiento bastante corriente y nadie se opuso. La admisión de Dionisio fue aprobada con un solo voto de diferencia y Demónates abandonó indignado el Consejo.

Dionisio recibió la noticia del propio Héloris, pero el padre adoptivo le aconsejó que no estuviera presente en reuniones durante algún tiempo, a fin de no provocar disputas y desórdenes cuya responsabilidad hubieran podido achacarle.

No se presentó hasta que estuvo seguro de que la Compañía se había asegurado el favor de la mayoría de la Asamblea, convenciendo por las buenas o intimidando por las malas a los renuentes.

Hizo su entrada con las mejillas bien afeitadas, el cabello recogido detrás de la nuca, ataviado con una hermosísima clámide azul, y se sentó en medio de sus amigos, protegido aunque seguido por la vista desde todas partes. Pancrates y Euribíades le dirigieron una sonrisa cautivadora como si quisieran demostrarle que el clima ya en gran parte favorable era obra de ellos. También Dionisio respondió con una sonrisa y los otros se convencieron de que el asunto estaba definitivamente zanjado.

Se equivocaban.

Una noche, poco después de oscurecer, Pancrates fue capturado mientras volvía a casa de una cena con amigos. Fue atado y amordazado, envuelto en una capa y conducido al subterráneo de la casa de la parra. Dos noches después Euribíades fue capturado en su misma casa, en plena noche. Había oído ladrar al perro y se había levantado con una linterna para ver qué estaba pasando. Oyó gañir al perro y luego ya nada. Cuando vio a sus esclavos atados a la cancela y amordazados, comprendió lo que estaba sucediendo, pero era ya demasiado tarde: cuatro hombres armados se abalanzaron sobre él, le aturdieron de un garrotazo y se lo llevaron metido en un saco.

Se despertó en la casa de la parra, en el sótano; tenía a su lado a Pancrates, blanco como una hoja de papel que le miraba aterrado, y enfrente, de pie, espada en mano, a Dionisio.

—Pero… había un pacto entre nosotros… —balbuceó.

—No recuerdo haber hecho ningún pacto —respondió Dionisio.

—El hombre con la máscara cómica… eras tú… o uno de tus amigos. Nos prometió que se nos perdonaría la vida a cambio de nuestro voto favorable a tu readmisión en la Asamblea.

—Nunca he llevado una máscara en mi vida. Yo doy siempre la cara a mis enemigos.

—Pero nosotros te hemos ayudado —dijo Pancrates, mientras su compañero sollozaba quedamente.

—Es cierto y por esto os será concedida una muerte rápida. No me censuréis por ello; si hiciese caso a mi corazón os haría pedazos poquito a poco y os echaría a los perros. Vosotros no os imagináis que espectáculo se ofreció a mi vista cuando crucé el umbral de esta casa después de la matanza en el ágora, qué sentí al ver el cuerpo desnudo y desgarrado de mi mujer. Quien la torturó y violó al menos ha asumido la responsabilidad de sus acciones, vosotros ni siquiera habéis tenido ese coraje.

—Te lo suplico —insistió Euribíades—. Cometes un error. Nosotros no tenemos nada que ver con ello, no tenemos culpa de lo que pasó. Lo sentimos… podemos comprender tu rencor, pero te aseguro que nosotros no tenemos ninguna culpa, créeme… ¡En nombre de los dioses, no te manches con la sangre de dos inocentes!

Dionisio se acercó.

—Puede ser que me equivoque y en ese caso afrontaré el juicio de los dioses. Pero la sombra de Areté debe ser aplacada. Adiós.

No dijo nada más y los traspasó de parte a parte, uno tras otro, con un golpe limpio en la base del cuello.

Sus cuerpos no fueron nunca encontrados.

Filisto se vio con él a escondidas dos días después en un olivar por la parte de las Epípolas.

—Me prometiste que les perdonarías la vida si eras readmitido en la ciudad —le dijo en tono severo.

—He mentido —respondió Dionisio, y se fue.