IX

Apenas si le dio tiempo a Dionisio de darse cuenta de aquella extraña presencia cuando ya la criatura había desaparecido. Tal vez era, una imagen de su último sueño, o tal vez una de las muchas apariencias que adoptaría Areté para visitarle cada vez que el recuerdo de ella hiriese su ánimo.

Se dejó caer con un jadeo de dolor en su yacija y se pasó la mano izquierda por la herida. Encontró una cicatriz que dolía todavía al tacto, pero casi seca. Se tocó el rostro y notó que la barba le había crecido larga y espesa. Estaba tan débil que cada movimiento le producía una imprevista y copiosa sudoración y un palpitar fatigoso del corazón. Vio un cuenco con agua y bebió a grandes tragos, luego trató de arrastrarse hasta la entrada de su extraño refugio para mirar afuera.

Se encontraba al borde de un precipicio, en cuyo fondo el sol se reflejaba con un fulgor intermitente en una cuenca de agua purísima en el centro de una extensión de flores. Las largas ramas de un plátano, extendidas sobre el manantial y agitadas por el viento, interceptaban con su agitarse los reflejos dorados del astro. Se sintió presa del vértigo y casi absorbido por aquel abismo luminoso, sintió al cabo de un instante que podría emprender el vuelo y caer como una alondra ebria de sol; pondría fin en un momento a la angustia insoportable que le subía al corazón a medida que tomaba conciencia de lo incolmable de su soledad.

Le detuvo una mano peluda y una voz áspera le hizo volver a la realidad.

—Si quieres morir, ya lo harás después de que tus amigos me hayan pagado. He prometido que te entregaría a ellos completamente recuperado.

—¿Quién eres? —preguntó Dionisio—. ¿Qué lugar es este?

—Quién soy no es asunto tuyo. Y esto es un cementerio, el lugar más adecuado para alguien a quien se da por muerto.

Hablaba un griego tosco pero eficaz, con un fuerte acento sículo.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Un mes. Y hará falta otro para que recuperes completamente tus fuerzas.

—Quisiera bajar allí, cerca del agua, creo que me haría bien. Puedo imaginarme el perfume de esas flores. Y también quisiera darme un baño; aquí hay un olor repulsivo.

El anciano le puso al lado una cesta con pan y queso.

—Come. Si recuperas fuerzas te dejaré bajar muy pronto. Por ahora lávate con el agua del odre —dijo señalando un pellejo de cabra suspendido de un clavo.

—¿Ha venido alguien a buscarme?

—Varias veces, pero no estabas en condiciones de ver ni de sentir. Mañana verás al hombre que mandó traerte aquí.

—¿Filisto?

El viejo asintió. Le miró de nuevo un momento como si quisiera cerciorarse de algo y salió por una hendidura que había al fondo de la cueva, cerrando tras de sí una especie de pequeña cancela de madera.

Dionisio esperó a que se hubiera ido, luego quitó el tapón al odre e hizo correr por encima de él el agua, saboreando el placer de aquel baño rudimentario. Comió y luego, rendido, se tumbó de nuevo y se durmió profundamente.

Filisto llegó al día siguiente hacia el atardecer y fue introducido en el refugio de Dionisio. Se abrazaron y permanecieron mudos largo rato. Tenían un nudo en la garganta y ninguno de los dos quería mostrarse superado por las emociones.

Finalmente, fue Filisto el primero en hablar.

—Ha vuelto tu hermano, ¿sabes? Hemos de preparar tu vuelta y..

—¿Quién fue? —rezongó Dionisio.

—Escucha… déjate aconsejar… Yo siempre te he aconsejado del mejor modo, ¿no? No te dejes llevar por la ira, no debes tomártelo como una cuestión personal. Ha sido una acción política, ¿no comprendes? Quien instigó a esos canallas quiso hacerte trizas a ti, aniquilarte mentalmente, por si sobrevivías a las heridas físicas. Conocen tu valor, tu coraje, tu entereza de ánimo, tus ideas, la fascinación que ejerces sobre el pueblo y principalmente sobre los jóvenes, y los temen. Saben que no tienen a nadie a quien oponerte en la Asamblea.

—Los nombres —repitió gélido Dionisio.

—He reunido información —respondió Filisto tras algún titubeo—. Pero si te los digo, ¿me prometes que no tomarás ninguna iniciativa sin consultarme?

—Puedo prometerte lo que quieras —replicó Dionisio—, pero el hecho es que los quiero muertos. Del primero al último. Y sobre esto no estoy dispuesto a negociar. Si quieres ayudarme te estaré agradecido, si no quieres, quédate al margen, ya me encargaré yo solo… Tu… tú no viste esa escena… no puedes imaginarte… No sabes qué siento cada vez que me despierto y me doy cuenta de que todo sucedió realmente.

Se interrumpió porque le faltaba la voz y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

—Me lo ha contado Yolao. También yo quería mucho a Areté, la quería como a una hermana y me atormenta pensar que no conseguí protegerla. Las cosas se precipitaron a partir de un determinado momento, no hubo tiempo de organizarse, los jefes militares consiguieron mantener en secreto su plan hasta el último momento. No se filtró nada, ¿comprendes? Y yo no podía exponerme más. Me vigilaban. Saben que somos amigos, pero yo tengo que demostrar que antes que los asuntos personales me importa el bien del Estado; de lo contrario no estaré en condiciones de prestarte ayuda, no habría podido hacerlo ahora. Dionisio, créeme, ese horror no me deja dormir, no me deja un momento de paz ni de tregua…

—No te estoy echando la culpa; es más, te estoy agradecido por lo que has hecho por mí, te debo la vida. Pero debo atenerme a lo que me dicta el honor y la religión me exige. La sombra de Areté debe ser aplacada. Estoy seguro de que ella no consigue encontrar la paz… está mal…, tiene frío… siempre ha tenido frío y tiene miedo de la oscuridad… —Alzó el rostro—. Ella me llama, ¿sabes? Y viene a visitarme en sueños… Ayer se me apareció bajo la apariencia de una criatura salvaje… Estaba suspendida en el vacío, justo allí, delante de la entrada. Solo un espíritu puede quedarse suspendido en el vacío… ¿no crees?

Disparataba y Filisto le miró tratando de disimular la compasión que le producía, fingiendo no ver las lágrimas que le rodaban de los párpados por las mejillas hirsutas.

Dionisio le miró fijamente a los ojos.

—Deben morir. De muerte lenta y muy dolorosa. Así que ¿qué vas a hacer?

—Estoy contigo, obviamente —respondió Filisto—. ¿Qué otra cosa podría hacer? Pero te suplico que te dejes aconsejar. Escucha: la Compañía es aún fuerte y contamos con hombres que ocupan cargos importantes en el ejército y en la administración, y también entre los sacerdotes. He recabado información; sé quiénes fueron los ejecutores y también algunos de los instigadores. El dinero abre muchas bocas. Pero hay otros problemas. Parece que los cartagineses atacarán la próxima primavera y en Agrigento están preocupados; ahora están ellos en la ciudad fronteriza. He recibido un mensaje de Telías: le consta que el ataque es casi seguro. Se producirá con contundencia, con una poderosa flota. Pero él ya se ha movido. Ha convencido a ochocientos mercenarios campaneos, fuerzas de defensa en el territorio cartaginés, para que vayan a Agrigento. Les ha pagado, personalmente, una suma enorme, pues ya sabes que no le faltan los medios.

—Lo que me preocupa es nuestra situación. Si no tenemos un mando de guerra adecuado, si dejamos que caiga Agrigento, después le tocará a Gela y luego será el turno de Siracusa, no cabe ninguna duda… Pero, mientras tanto, lo primero de todo es preparar tu vuelta.

—Imagino que se ha puesto precio a mi cabeza.

—No, porque se te ha dado por muerto. No ha faltado quien lo ha testimoniado delante de las autoridades.

—Y los muertos no retornan.

—No siempre. Existe una ley, ignorada por la mayoría, según la cual si un hombre es dado por muerto sin testamento sus bienes van a parar a los herederos más próximos si los tuviere; de lo contrario se incauta de ellos el Estado. Por eso he hecho regresar a tu hermano Léptines de Asia. En el caso, sin embargo, de que el muerto, por cualquier razón, apareciera de nuevo no tiene derecho a nada, ni siquiera a la ciudadanía, a menos que…

—¿A menos que qué? —preguntó Dionisio lleno de curiosidad por aquella serie de hipótesis imprevistas y por la formidable capacidad de Filisto para organizar tramas de todo tipo.

—A menos que alguien lo adopte. En tal caso, es reintegrado plenamente en sus funciones y en sus derechos y pasa a ser además intocable. Se presume, en efecto, que si un hombre al que se cree muerto por todos resulta, en cambio, que está vivo, ello ha ocurrido por voluntad de los dioses y nadie puede permitirse desafiarla. Su reaparición y su adopción, en suma, se consideran por eso mismo un segundo nacimiento.

—¿Y quién querría adoptar nunca a alguien como yo?

Filisto sonrió.

—¿Te acuerdas de Héloris, el criador de caballos?

—Sí. Me ayudó en el Consejo a aprobar la partida de mi contingente Para Selinonte.

—En efecto. Le he convencido sin esfuerzo. Él está feliz por ello y se siente honrado porque te admira muchísimo y, por tanto, la cosa está hecha. Este es mi plan: te quedarás aquí hasta que te hayas restablecido y recuperado completamente las fuerzas. En ese momento te haré regresar en secreto; solo así podrás obtener justicia sobre aquellos que te ofendieron. Cuando les hayamos atrapado, uno por uno, organizaré tu reaparición, que deberá coger a todos por sorpresa.

Dionisio calló, incrédulo y fascinado, como si no creyera en tanta habilidad, pero sobre todo se sintió reconfortado por la conciencia de una amistad tan profunda y fiel. Le abrazó sin conseguir pronunciar una palabra, pero Filisto comprendió igualmente, por la fuerza de aquel abrazo, lo que el amigo sentía en su corazón y quería expresarle.

—Cuídate y no hagas tonterías —dijo—. Volveré apenas pueda.

Dionisio asintió y le miró mientras salía por la cancela.

En el último momento, antes de desaparecer, Filisto se volvió hacia él.

—Oye… esa que viste… pienso que no es Areté, lamentablemente… Creo que es una pobre desgraciada que vive en esta necrópolis medio abandonada. Es una criatura salvaje, una pobrecilla que se quedó huérfana muy pequeña y que ha crecido en el cementerio. Los habitantes de la zona creen que es un espíritu porque aparece y desaparece como un espectro y trepa como una araña por estas peñas. Ya sabes lo supersticiosos que son los sículos… Cuídate.

Dionisio bajó al manantial al fondo de la sima diez días después y le pareció que renacía cuando pudo lanzarse desnudo en aquellas aguas purísimas, respirar el perfume de todas aquellas flores. El lugar era de una deslumbrante belleza, totalmente aislado por las rocas que caían cortadas a pico que le rodeaban casi por todas partes y por una prohibición religiosa muy rígida, que impedía la entrada por el valle del Anapo más que con ocasión de una festividad anual, hacia finales de verano. Un plátano de sombra colosal se alzaba en la orilla; expandía sus ramas, tan gruesas que parecían ellas mismas otros árboles. También había aquí y allá muchos nidos de pájaros entre el follaje; su canto, mezclado con el de las cigarras, era el único sonido que resonaba entre las paredes escarpadas cubiertas de amarillentas retamas, en aquel jardín encantador y oculto como un pequeño Elíseo.

Dionisio sentía que la vida volvía a fluir por sus venas y que la fuerza le hinchaba de nuevo los músculos; pensó que acaso eran las propiedades milagrosas del manantial las que se la devolvían. Se tumbó en la orilla, en la arena limpia, para secarse al sol y se abandonó a la oleada de los recuerdos. Ahora le parecía que reconocía en el canto de un ruiseñor la melodía de la última serenata que había querido que sonase en memoria de su esposa antes de perder el sentido a causa del dolor, antes de dejar la ciudad a escondidas como un malhechor…

Si Areté hubiera podido reunirse con él aunque solo fuera por un instante… Si recibiera el regalo del canto, como Orfeo, para conmover a la dura Perséfone a fin de dejar libre a su amor para aflorar a la superficie, emerger del lago cristalino a la luz del sol por un instante, ¡oh, dioses, aunque solo fuera por un instante!

Le devolvió a la realidad, en cambio, un susurro entre las frondas y vio a aquella criatura, acuclillada en la horcadura de una rama a una increíble altura, que le miraba, curiosa más que atemorizada. Era horrible de ver, con los cabellos sucios e híspidos, tan largos que le cubrían el rostro y casi el cuerpo entero. Tenía la piel oscura de quien está expuesto a diario al sol, y los pies grises por el polvo y las callosidades.

Dionisio no le prestó más atención y cerró los ojos, dominado por un imprevisto cansancio. Cuando los volvió a abrir, el pequeño valle estaba ya en sombra y la criatura híspida estaba sentada en la rama más baja, con los pies casi en el agua. Debía de haber montado guardia hasta aquel momento, como testimoniaban las innumerables hojas que había arrancado del plátano para entretenerse o pasar el tiempo y que ahora flotaban en el agua como minúsculas barquichuelas empujadas por la brisa del atardecer.

Se puso en pie sin cubrirse siquiera, porque le parecía que estaba en presencia de un animal más que de un ser humano.

—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Tienes un nombre?

Bastó con el sonido de la primera palabra para espantarla. Corrió por entre las ramas del árbol con suma agilidad, luego saltó a tierra y comenzó a trepar por la pared. Sus miembros se estiraban sobre aquellas rocas con una destreza y una gracia increíbles, en apariencia sin esfuerzo y ciertamente sin miedo. Se balanceaba a veces entre dos salientes, luego, con un breve oscilar, abandonaba uno y se aferraba á otro izándose, incluso con un solo brazo, hasta el siguiente asidero, sin preocuparse del abismo que se abría debajo de ella.

De golpe desapareció, tragada por una de las muchas aberturas oscuras que constelaban las peñas, dejando a su observador estupefacto y casi con la boca abierta de asombro.

Dionisio recogió la túnica ya seca y se encamino a paso lento hacia su refugio. Encontró allí la cena de costumbre compuesta de pan, queso y legumbres y por primera vez una jarrita de vino. Se lo bebió con gusto, por más que supiera áspero, y se sintió reconfortado por la fuerza de aquel líquido de un rojo oscuro. Ahora que conseguía moverse y que sentía que le volvían las fuerzas, el lugar en el que se encontraba le parecía una prisión insoportable. No hacía más que pensar en aquellos que quería ver muertos y que en cambio estaban aún vivos; cada instante de aquellas vidas ilícitas se le antojaba una ofensa intolerable. Habría querido irse enseguida, pero no sabía qué rumbo tomar y se daba cuenta de que, si le reconocían, echaría a perder los esfuerzos de todos aquellos que aún le querían.

Comenzó a ejercitarse, para matar el tiempo, cada vez que le era posible, nadando en las frías aguas del manantial, cada vez más profundamente, hasta que un día volvió a ver a la misteriosa habitante del valle. Estaba sentada en un saliente de la pared rocosa con los pies que se bamboleaban en el vacío a una gran altura y le asaltó de golpe la idea de que también él podría hacer lo mismo, trepar hasta allá arriba, hasta la pequeña cueva donde vivía desde hacía ya mucho, tiempo.

Comenzó a subir, lentamente, haciendo caso omiso del dolor de su hombro derecho, arañándose manos y pies en la aspereza de la roca, ante la mirada llena de curiosidad de aquella criatura. Cuando hubo subido algunas decenas de pies, la muchacha comenzó a asustarse y desapareció, pero Dionisio continuó trepando, mordiéndose los labios para ahogar el dolor mientras el esfuerzo se hacía cada vez más pesado, ya insoportable. No comprendía por qué lo estaba haciendo, pero continuaba atacando la roca cada vez más desnuda y áspera, como si el peligro no contase para nada, como en un juego loco cuya apuesta era la vida.

Hasta que se encontró en un punto en que era imposible bajar e imposible subir. Volvió la vista atrás y vio el abismo, sintió que el vacío le aplastaba los pulmones, la fatiga le atacaba los músculos con dolorosos calambres y pensó que de ahí a poco estaría muerto, destrozado en el fondo de aquella sima; pero era como si un acontecimiento semejante no tuviera que ver con él. No le temía ya a nada. Y así hizo el movimiento que solo un hombre a quien no importa la vida podría haber hecho: se dejó caer pensado en cogerse a un saliente de la pared rocosa una veintena de pies más abajo. Pero, apenas hubo dejado el asidero, una mano se apretó en torno a su muñeca como garra y, con una fuerza increíble, comenzó a izarlo. La criatura a con las piernas al tronco de una higuera silvestre que sobresalía de la roca por encima de él y, bamboleándose cabeza abajo le había aferrado en el último momento, apareciendo quién sabe de qué recoveco. Lo izó hasta un punto desde el cual podría proseguir su ascensión sin mayor peligro; luego se dejó caer e hizo ella el movimiento que sin duda él habría fallado con suma facilidad. En pocos instantes bajó hasta el fondo con los ágiles movimientos de un gato cerval y desapareció, en la sombra del plátano.

Por mucho tiempo, durante su permanencia en aquel lugar, no la volvió a ver más, pero estaba convencido de que ella lo observaba. Quizá también en el sueño.

Un día, cuando se sentía ya muy cerca de su completa curación, asistió a un acontecimiento que le causó una profunda impresión: La gran fiesta indígena de las Tres Madres. Su cuidador le dijo que no bajará al valle por ninguna razón del mundo si estimaba la vida, sino que permaneciera escondido en su refugio durante todo el tiempo que durara la ceremonia. Asistió, así pues, a ella desde aquel punto de observación privilegiado, en la parte más alta de la pared rocosa.

Vio una larga procesión de hombres y mujeres de todas las edades que subían del valle del Anapo hacia el manantial, precedida por quienes debían de ser los sacerdotes. Eran figuras venerables de ancianos de barba cana, ataviados con túnicas de burda lana que les llegaban hasta los pies, que caminaban apoyándose en bastones tallados de los que colgaban cascabeles de bronce, que tintineaban a cada paso. Detrás venían las imágenes de las Tres Madres: efigies de madera muy toscas, cuyas formas eran difícilmente distinguibles pero que tenían el aspecto esquemático de unas mujeres sentadas amamantando con sus enormes pechos a dos niños cada una. Cada escultura era llevada a cuestas por seis hombres y oscilaba hacia delante y hacia atrás a cada desnivel del terreno. Un grupo de tañedores con flautas de caña, tamboriles y cascabeles llenaba el estrecho valle de estridentes disonancias. Cuando la procesión llegó a las inmediaciones del manantial, las efigies fueron depositadas en tierra a la sombra del plátano, los sacerdotes sacaron agua con cuencos de madera y asperjaron las imágenes de las Tres Madres, entonando un canto monótono y cadencioso a partir de unas pocas notas bajas y prolongadas. Una vez terminado el rito, el que parecía presidir la ceremonia hizo una seña y avanzó una larga procesión de muchachas, de apariencia muy joven. Cada una de ellas se acercaba a las tres estatuas, se postraba delante de cada una de ellas y apoyaba la frente en su regazo, quizá para recibir la bendición de la fertilidad.

La música se hizo más intensa, el tono de los cantos más alto y agudo y cuando, de repente, el sonido de un cuerno resonó solo y poderoso en el valle aparecieron, como por ensalmo, cierto número de jóvenes que habían permanecido escondidos hasta aquel momento. Cada muchacho tomó de la mano a una joven y se la llevó entre las matas de adelfas, de arrayán y de retama. La música de los tamboriles, de las flautas y de los címbalos aumentó fuertemente de intensidad hasta convertirse en estruendo, que las paredes circundantes multiplicaban y ampliaban desmedidamente.

Dionisio pensó que aquel estruendo bárbaro acompañaría el rito del acoplamiento de los jóvenes que se habían apartado con las vírgenes previamente elegidas, y sin duda no estaba muy lejos de la verdad. Aquel pueblo primitivo, que vivía contento con los pocos medios de subsistencia que podía ofrecer la montaña, celebraba así lo que todos los pueblos del mundo celebran de manera distinta y sin embargo idéntica, el momento más frenético y conmovedor, más intenso y misterioso de la existencia humana: el amor que hace ayuntarse a un hombre y una mujer y que perpetúa la vida.

Cuando cayó la tarde y el valle se llenó de fogatas y del canto monótono de unos pobres pastores, Dionisio pensó en los fuegos de Agrigento y en el cantor invisible que había entonado su himeneo entre las columnas de los templos resplandecientes sobre la colina. Sintió más agudo el dolor por su mujer violada y asesinada, más amarga la añoranza por su amor perdido.