Dionisio pasó la orden de alerta a los hombres de la Compañía tres días después del envío del mensaje a Hermócrates y todos se mantuvieron listos para intervenir a una señal suya. El plan era ocupar la puerta de poniente del barrio de Acradina, tenerla bajo control hasta que Hermócrates y los suyos hubieran entrado, luego dividirse en dos secciones. La primera, a sus órdenes, compuesta de incursores armados con equipos ligeros, liberaría las calles de las patrullas de ronda. La segunda, al mando de Yolao, mantendría abierto un paso para la infantería pesada al mando de Hermócrates, que a su vez ocuparía el ágora.
A continuación darían el asalto a la Ortigia y arrestarían a los jefes del partido adversario, tras lo cual los heraldos convocarían al pueblo en Asamblea para ser informado del cambio de la situación política en la ciudad.
Dionisio, sin embargo, no había contado con la ansiedad de Hermócrates de llegar a Siracusa cuanto antes. Era tal la rapidez de su marcha que había sacado una gran ventaja al segundo contingente al mando de Cleantes. Este había partido con más de un día de retraso, pero, más que recuperar la desventaja, lo que hizo fue aumentarla de modo que, cuando Hermócrates llegó a las cercanías de Siracusa, las tropas de Cleantes distaban dos jornadas de camino. El mismo Cleantes había enviado de avanzadilla a unos exploradores a caballo para averiguar adónde había llegado la vanguardia de Hermócrates y les había dado instrucciones para que le avisaran del retraso acumulado; pero la misión no había surtido efecto alguno.
El primer contacto entre Dionisio y su suegro se produjo por medio de otro mensaje cifrado:
Dionisio saluda a Hermócrates. Nosotros estamos listos para actuar en el día y la hora fijados. Es importante que tú entres con el máximo de fuerzas: los siracusanos deben tener la impresión de que la ciudad está ocupada y en nuestro poder. Si hubiera que entablar batalla en las calles, el resultado sería muy incierto.
A Hermócrates le dominó de nuevo la duda. Él, que nunca había dudado en la vida frente al enemigo, se veía atormentado por la incertidumbre justo en el momento en que llevaba a cabo una acción militar contra su propia patria. Era consciente de que si esperaba demasiado repararían sin duda en su presencia y saltarían las alarmas en la ciudad. Tal vez el ejército saliera contra él y entablara una batalla campal de resultado cantado. No se podía esperar más: con otro mensaje cifrado confirmó a su yerno que se encontraría en la puerta de poniente en el día y la hora convenidos, es decir, al día siguiente al amanecer.
Pero los jefes del gobierno de la ciudad habían vislumbrado extraños movimientos de tropas a poniente de la ciudad y habían dispuesto centinelas en varios puntos del territorio, a lo largo de las orillas del Anapo y en las colinas, para no ser cogidos por sorpresa.
No obstante, Hermócrates consiguió sacar cierta ventaja haciendo maniobrar a sus tropas en silencio y en la oscuridad y consiguiendo apostarlas a escasísima distancia de la puerta de poniente. Cuando vio la señal de vía libre se lanzó hacia el interior encontrándose enseguida delante a Dionisio y a los jóvenes de su Compañía, armados y listos para ponerse a sus órdenes.
Hermócrates le abrazó.
—Aquí nos tienes por fin —dijo—. Ataquemos juntos en dirección al ágora y demos desde ahí el asalto a la Ortigia. Si conseguimos ocuparla, tendremos también el control de la dársena y del puerto. Lo demás llegará por sí solo. ¿Tienes grupos de incursores ligeros?
—Por supuesto —respondió Dionisio—. Aquí están.
Y presentó a unos cincuenta peltastas armados con arco, flechas y espada corta y con pequeños escudos tracios en forma de media luna.
—Pues, entonces, ve por delante con ellos para allanarme el camino. Quítame de en medio a las patrullas de ronda antes de que den la alarma.
Dionisio asintió con un cabeceo y corrió hacia delante con sus hombres.
Hermócrates se puso a su vez en marcha imprimiendo el ritmo de un paso de carrera a la sección, que le siguió formada en filas de a seis, que era lo que permitía la anchura de las calles.
Al avance de Dionisio y de sus peltastas el barrio aparecía extrañamente silencioso. No había un alma viviente por las calles. Algún perro se despertaba de improviso a su paso y se ponía a ladrar, pero nadie parecía responder a aquellos furiosos ladridos de alarma: puertas y ventanas permanecieron atrancadas. Dionisio seguía corriendo en e corazón cada vez más en un puño de la ansiedad, preocupado por el avance demasiado fácil, por la total ausencia de patrullas de ronda. Casi estuvo tentado de detenerse y volver atrás para convencer a Hermócrates de que asistiera, pero pensó que preocupaba por nada, que la calma se debía a la hora temprana y que la mayoría de las patrullas debían de encontrarse entre la dársena y la Ortigia.
De repente se perfiló delante de él, a un centenar de pasos de distancia, la columnata que delimitaba la entrada al ágora, el vasto espacio destinado a las asambleas que había que atravesar para luego tomar por el corto muelle que unía la Ortigia con tierra firme. Clareaba apenas a los primeros albores a través de un velo de ligera neblina que subía del mar.
Dionisio hizo una señal a sus hombres de que se detuvieran y se pegaran contra los muros de las casas a los lados de la calle, luego llamó a Biton y a Yolao, y les mandó a explorar el terreno.
—Id por delante manteniéndoos pegados a las paredes en la zona más en sombra y dirigíos hasta el amparo de la columnata; si no veis a nadie sospechoso dad un silbido y nosotros vendremos detrás. Defenderemos la entrada y la salida del ágora hasta que haya pasado toda la infantería pesada, luego recuperaremos la cabeza de la formación y seguiremos de nuevo adelante para abrir el paso del muelle hacia la Ortigia. ¿Habéis comprendido bien?
Los dos asintieron y echaron a andar sin hacer el menor ruido. Dionisio esperó con el corazón en un puño a que hubieran llegado a la columnata. Entretanto, aguzaba el oído para captar el paso cadencioso de la infantería pesada que se acercaba al mando de Hermócrates. Pasaron pocos instantes y se oyó el silbido de Biton: vía libre.
Dionisio corrió hacia delante con los suyos.
—No hay ni un perro —dijo Yolao.
—Mejor así, pero andaos con cien ojos. —Dionisio dividió a sus hombres en dos grupos—. Vosotros conmigo —dijo a los primeros—. Vamos a la salida que lleva a la Ortigia. Vosotros quedaos aquí con Biton y Yolao y esperad a que llegue Hermócrates Con los suyos. Una vez que hayan pasado, reuníos conmigo en la cabeza de la columna y avanzaremos de nuevo
Los hombres se separaron en dos grupos de una veintena cada uno y el primero siguió a Dionisio, alcanzando en poco tiempo la salida este del agora.
No había tampoco nadie en aquella otra parte y Dionisio se apostó debajo de la columnata para defender el paso. No pasó mucho rato cuando apareció la cabeza de la columna de Hermócrates. Una buena parte de la acción había sido llevada a cabo; la entrada de la Ortigia estaba ya a pocos cientos de pasos de distancia y de ahí a poco el primer rayo matutino heriría las acroteras doradas del templo de Atenea en el punto más alto de la isla: el saludo del sol a Siracusa.
En cambio, se desencadenó el infierno; justo cuando los hombres de Hermócrates hubieron entrado en el ágora, columnas de hombres armados, ocultos hasta aquel momento en el interior de las casas, hicieron irrupción desde las calles laterales, desde la izquierda y desde la derecha, desde levante y desde poniente bloqueando todas las salidas. De los tejados de los edificios circundantes llovieron miles de dardos lanzados por arqueros invisibles que disparaban a la multitud a tiro fijo.
Dionisio reaccionó con los hombres de su Compañía y trató de forzar el bloqueo por la parte de levante de la plaza para abrir una salida hacia la dársena, pero los atacantes habían previsto ese movimiento y habían alineado en aquella parte una sección selecta y nutrida, que contraatacó contundentemente repeliendo cada asalto.
La refriega se extendió por cada esquina de la gran plaza y, con el difundirse de la luz, la dimensión del desastre se hizo patente con espantosa evidencia. La sangre corría a raudales por todas partes, el terreno estaba sembrado de muertos y de heridos, la mordaza de los atacantes se estrechaba cada vez más y no parecía haber ninguna vía de escape para los guerreros cercados en el centro de la vasta explanada empedrada.
Hermócrates trató de reunir en torno a si a sus mejores hombres para forzar el cerco en un punto de la derecha de la plaza, donde el número de los enemigos parecía haber disminuido. También para ellos era difícil, en un espacio tan estrecho, mantener la cohesión de las filas y la uniformidad de la presión.
Dionisio, intuida la intención de Hermócrates, corrió a echarle una mano con los suyos y todos juntos se lanzaron hacia delante empuñando las lanzas y gritando con grandes voces para darse ánimos mutuamente. El frente adversario vaciló bajo la embestida de aquel grupo de desesperados y comenzó a ceder. Los golpes de Dionisio, que se batía ahora con la espada en un durísimo cuerpo a cuerpo, abatieron a tres adversarios uno tras otro y los otros compañeros, viendo próxima la posibilidad de salir de la trampa, comenzaron a empujar con fuerza desde detrás con los escudos, imprimiendo más potencia aún al ímpetu de quien luchaba en primera línea. Al final la formación enemiga fue arrollada y los hombres de Dionisio trataron de avanzar por la brecha para encontrar una escapatoria hacia los barrios de poniente de la Acradina. Pero en ese mismo instante uno de los oficiales enemigos, viendo lo que estaba sucediendo, apuntó con una jabalina a una distancia de una decena de pasos y la lanzó con precisión contra Hermócrates, que aparecía en aquel momento revestido por la luz del sol naciente, dándole en pleno pecho.
Golpeado en el corazón, Hermócrates cayó fulminado y un grito de espanto se alzó de las filas de sus guerreros, que no obstante continuaron combatiendo con encarnizamiento aún mayor para vengar la muerte de su comandante.
Dionisio, que estaba ya fuera de la plaza, volvió atrás para ver qué estaba pasando, pero una estocada le alcanzó en el hombro derecho.
Dejó caer con un grito de dolor el arma que empuñaba y aún encontró fuerzas para abatir al adversario que le había herido, con un gran golpe de escudo. Yolao le socorrió antes de que se cayese y lo arrastró con él dejando tras de sí una estela de sangre.
Se detuvieron jadeando a la sombra de una arquivolta que se abría entre dos callejuelas laterales y desde allí pudieron oír los gritos de la matanza que retumbaban en las paredes de la ciudad como mugidos de animales en un matadero.
Yolao le levantó de nuevo, cogiéndole por la axila, y le exhortó a que se pusiera de nuevo en camino.
—Dentro de poco comenzarán a batir las calles para buscar a los supervivientes, tenemos que largarnos de aquí.
Dionisio se apoyó en la pared y pareció de repente presa de un pensamiento terrible.
—¡Oh, dioses, Areté!
—¿Qué?
—He de correr a ver a mi mujer. Está sola en casa y estoy seguro de que saben que yo he tomado parte en el asalto. Esta emboscada es fruto de una traición.
—Necesitas un médico lo más pronto posible o no saldrás de esta. —Primero es mi mujer. Ayúdame, te lo ruego.
—Está bien —dijo jadeando Yolao—, pero tenemos que taponar la hemorragia o llegarás desangrado.
Arrancó un trozo de su capa y se la apretó sobre la herida con una de la cinchas del escudo; Luego reanudaron el camino.
Entretanto, la ciudad se iba llenando de gente que corría como enloquecida por todas partes, sin darse cuenta de cuanto estaba sucediendo, y ya se oía en las esquinas de las calles a los heraldos del gobierno — que anunciaban con grandes voces el intento de Hermócrates y de Dionisio de subvertir las instituciones de la ciudad y prometían generosas recompensas para todo aquel que capturase a supervivientes o los denunciase.
—Te lo dije —dijo Yolao.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero movámonos, tengo miedo de que…
Yolao le miró: tenía un color terroso y lo sentía frío como el hielo. Jadeaba a cada paso y sudaba copiosamente por el esfuerzo. Se detuvo varias veces para dejarle recuperar el aliento y luego antes de afrontar la subida que llevaba hacia su casa. Dionisio se apoyó en un templete de Hécate que se alzaba en la esquina de un cruce de calles, Cuando se movió de nuevo dejó en la pared una amplía mancha de sangre.
Tuvieron que detenerse de nuevo, sobre todo cuando encontraban unidades de soldados siracusanos de patrulla en busca de fugitivos. Aquellos a los que se apresaba eran pasados inmediatamente por las armas. Y ya azotaba la ciudad una turba de facinerosos, que buscaban las casas de los conjurados para saquearlas y devastarlas.
La casa de la parra estaba ya cerca y dominaba a Dionisio una angustia insoportable. Yolao le apoyó contra la pared del recinto.
—Espera aquí —dijo—. Yo iré por delante; podría haber alguien dentro esperándonos para matarnos.
Se acercó a la cancela del jardín trasero, entró por la pequeña puerta de servicio y se adentró hacia el atrio mirando a su alrededor. Apenas sus ojos se hubieron acostumbrado a la penumbra, el rostro se contrajo en una mueca de horror. Se dio la vuelta enseguida para volver hacia atrás, pero se encontró de frente a Dionisio, pálido como un muerto, que se sostenía a duras penas sobre las piernas.
—No hay nadie allí dentro —dijo Yolao tratando de aparentar normalidad—. Vayamos… a buscar un médico. No te sostienes de pie.
Pero tenía los ojos llenos aún de espanto. Dionisio comprendió y le apartó con un brazo.
—Déjame pasar.
—Te ruego… —dijo el compañero sin poder contener ya las lágrimas—. Te ruego que no entres…
Pero Dionisio había transpuesto ya el umbral, había entrado en su casa. Poco después se oyó su voz rota por el horror que gritaba frases inconexas, se oyeron sus sollozos desconsolados resonar entre aquellas paredes manchadas y desconchadas. Yolao se le acercó, pero no se atrevió a tocarlo ni a decir nada. Dionisio estaba de rodillas delante del cuerpo desnudo de su esposa y lloraba desconsoladamente.
Areté estaba casi irreconocible; la habían violado hasta provocarle una hemorragia espantosa. Yacía en medio de un grumo repugnante de esperma, sangre y esputos, tenía el rostro tumefacto, los labios rotos, el cuerpo lleno de quemaduras y de moretones. Para mayor escarnio, le habían cortado también el pelo como a una prostituta.
Dionisio la tomó entre los brazos estrechándola contra sí y como si quisiera acunarla comenzó a bambolearse hacia delante y hacia atrás, abandonándose a un llanto desconsolado, quejumbroso, un largo mugido bestial que rompía el alma.
—¡Vamos, te lo ruego! —dijo en un momento determinado Yolao—. Volverán para buscarte, no te quepa duda. Debes salvarte, Dionisio, debes salvarte para vengar este oprobio.
Dionisio pareció volver a la realidad ante las palabras de su amigo.
—Tienes razón —dijo—. He de vengarme, he de encontrarlos, sacarlos de donde estén y matarlos a todos, uno por uno… pero no puedo dejarla aquí… no quiero que su cuerpo sufra más ofensas.
—Ella no sufre ya, Dionisio, y si pudiera te diría que te salvases.
Le rozó la frente con una caricia.
—Ayúdame a llevarla abajo, te lo ruego. Hay un escondite en el sótano. Yo esperaré allí con ella y le haré compañía; siempre tuvo miedo de la oscuridad.
Yolao le complació cargando sobre su cuello casi todo el peso del cuerpo exánime de la muchacha porque Dionisio podía desmayarse de un momento a otro. Levantaron una trampilla, bajaron algunos escalones y se encontraron en el subterráneo.
Dionisio le indicó a su amigo un pasadizo que llevaba a una habitación excavada en la toba, oculta tras una estantería para las ánforas de vino.
—Ahora —dijo—, ve al sobrado; encontrarás allí un arcón con unos trajes limpios. Despójate de las armas, cámbiate, lávate la cara; así pasarás más fácilmente inadvertido. Vete a ver a Filisto; vive en la Ortigia, en la casa que tiene un porche detrás de la fuente Aretusa. Dile que le espero aquí.
Yolao asintió con un cabeceo.
—Comprendido. Sé dónde es. Tú no te muevas y no tomes ninguna iniciativa aventurada. Estate quieto todo lo que puedas. Voy a buscarte agua; debes de estar muerto de sed.
Dionisio no dijo nada. Estaba acuclillado contra la pared y sostenía abrazado el cuerpo de Areté como si quisiera darle calor. Yolao le trajo agua, se cambió y salió.
Volvió al cabo de un par de horas precediendo en unos cincuenta pasos a Filisto y al médico, para no llamar la atención. Encontraron a Dionisio sin conocimiento, abrazado aún al cuerpo de Areté. Filisto no pudo contener las lágrimas y se quedó absorto unos instantes en silencio, superado por el tumulto de emociones. De ahí a poco entró también el médico. Juntos trasladaron a Dionisio a su aposento y le tendieron. Respiraba aún, pero el latir de su corazón era muy débil; su cuerpo estaba frío y tenía los labios pálidos. Lo desnudaron y apareció el tajo que la espada le había abierto entre el hombro y el músculo pectoral.
—Es un milagro que no sajara los tendones del brazo y la gran vena que pasa justo por aquí —dijo el médico, indicando con su bisturí un punto por debajo de la clavícula—. Ahora, aguantadle firmemente.
Filisto y Yolao le inmovilizaron los brazos mientras el médico le lavaba la herida con vino y vinagre. Luego calentó el escalpelo al rojo vivo que habían encendido con la llama de la lucerna y cauterizó la parte interna que seguía sangrando; por último, comenzó a coser el corte externo. Dionisio estaba exhausto hasta el punto de que ni siquiera se movió. Emitió solo un largo mugido cuando el médico le quemó la carne.
—Ahora debe descansar. He hecho todo lo posible, lo demás está en manos de los dioses; esperemos que la herida no se acabe gangrenando.
Filisto dijo al médico aparte:
—No debes hablar con nadie de tu intervención aquí. Si mantienes la boca cerrada, no tendrás que arrepentirte y serás también recompensado por esto.
El médico asintió con la cabeza y alargó la mano para coger el dinero que Filisto le ofrecía: cinco hermosas monedas de plata con la imagen de Aretusa rodeada de delfines.
—¿Qué hacemos con el cuerpo de la muchacha? —preguntó Yolao.
Filisto suspiró.
—Por ahora la enterraremos en el subterráneo, hasta que sea posible celebrar las exequias y ponerla en una tumba digna de su rango y del amor que Dionisio le tenía.
La depositaron en una fosa abierta en la toba y Filisto contuvo a duras penas las lágrimas mientras murmuraba:
—Acogedla, oh Deméter y Perséfone, en el rado de asfódelos, dejad que beba las aguas del Leteo para que olvide los horrores de este mundo feroz y pueda encontrar la paz, esperando el día en que se una con el único hombre que amó en su vida.
Volvieron a subir al aposento de Dionisio y esperaron a que anocheciera. Filisto había organizado ya todo. En un momento determinado se presentó uno de sus siervos con un carro cargado de heno tirado por un par de mulos y entró en el jardín, al amparo de la tapia del cercado. Depositaron en él a Dionisio cubriéndole primero con una sábana y luego con heno.
El carro se dirigió a la puerta de poniente, donde en aquel momento estaban de guardia dos miembros de la Compañía dispuestos a matar a los otros dos centinelas que estaban de servicio con ellos en caso de que se mostraran demasiado diligentes en controlar a la gente y las mercancías que pasaban.
No fue necesario. El carro pasó sin problemas por la puerta y se dirigió hacia las orillas del Anapo, donde les esperaba una barca que empezó a remontar la corriente en medio de tupidos cañaverales de papiro.
De noche cerrada, en la ciudad ya en silencio tras una jornada de sangre y de gritos, en las cercanías de la casa de la parra se oyó alzarse un canto, el himno de amor de una antigua melodía nupcial. Una serenata dulce y desgarradora en aquel lugar desolado y profanado, último homenaje de un fugitivo herido y casi moribundo a su amor perdido.
De los que habían tomado parte en la desgraciada empresa no se salvó casi nadie; de los prisioneros, fueron pasados por las armas todos los exiliados siracusanos que pertenecían a la detestada casta de los terratenientes. En cambio, los que siguieron a Hermócrates con la esperanza de ver liberadas y reconstruidas sus ciudades de Selinonte o de Himera salvaron su vida, pero fueron condenados de todos modos a largos años de prisión.
Dionisio fue condenado a muerte en contumacia al no haberse podido encontrar rastro alguno de él. Filisto hizo correr hábilmente el rumor de que había muerto como consecuencia de las heridas recibidas y que su cuerpo había sido quemado de noche, a escondidas, por sus amigos en las riberas pantanosas del Ciane.
En la Asamblea se consolidó un nuevo líder llamado Dafneo, que se jactó de haber dado muerte a más de veinte enemigos en la noche terrible de la batalla del ágora. Proclamó que la victoria había sancionado para siempre el triunfo de la democracia y que en el futuro nadie se atrevería a aspirar a la tiranía.
Las jactancias de Dafneo alentaron otras y muchos parroquianos de las tabernas del puerto comenzaron a alardear de haber gozado entre los muslos de aquella putilla, hija del traidor Hermócrates. Nadie habría osado nunca decir una cosa semejante de una mujer que tuviera aún un marido, un prometido o un hermano, pero la memoria de Areté estaba indefensa y, por tanto, podía decirse de ella impunemente cualquier cosa. Pero Filisto tenía ojos y oídos en los lugares adecuados, y mucho dinero que gastar, en parte de su patrimonio y en parte de las arcas de la Compañía. A partir de las informaciones que le llegaban comenzó a elaborar diligentemente una relación con nombres y patronímicos, direcciones, profesiones, frecuentaciones y cualquier otra cosa de que pudiera enterarse.
La Compañía, no obstante las bajas sufridas, era aún fuerte y numerosa y cuando circuló la noticia, secretísima, de que Dionisio había sobrevivido y se escondía en la montaña en un lugar casi inaccesible, muchos se ofrecieron a reunirse con él para ponerse a su servicio.
En aquellos mismos días un mensajero de Filisto, llamado Demetrio, fue enviado a Asia para avisar al hermano pequeño de Dionisio, Léptines, que vivía en Éfeso.
Un esclavo le abrió la puerta de casa diciendo que el amo no estaba.
—¿Y dónde está? —le preguntó el enviado.
—No sé, cuando sale de noche no me dice adónde va.
Demetrio suspiró.
—Esto quiere decir que tendré que esperarle hasta que vuelva. Se trata de una cosa urgente. Mientras, podrías darme algo de comer, pues aún no he cenado.
El esclavo era reacio a dejar entrar en casa a aquel desconocido, pero no se veía tampoco con ánimos de expulsarle. Por lo que le sirvió un plato de aceitunas y un pedazo de pan.
Demetrio comenzó a comer acompañando la comida con algún sorbo de vino de su botella.
—¿Tarda mucho normalmente? —preguntó.
—Normalmente regresa de madrugada —respondió el esclavo.
Y en cambio Léptines llegó al cabo de poco, jadeante, atrancando la puerta tras de sí.
—¿Quién eres, amigo? —le preguntó sin dar muestras de asombro.
—Me llamo Demetrio y me manda Filisto para decirte que…
Pero, mientras este hablaba, Léptines había ya abierto un arcón y cogido una talega con unos pocos efectos personales.
—Ya me lo contarás por el camino. En esta ciudad ya no se puede vivir. ¿Tienes una embarcación?
—Sí, la que me ha traído hasta aquí…
—Muy bien. Movámonos, entonces… Los maridos de este lugar son muy susceptibles cuando te encuentran en la cama con sus mujeres y pueden volverse incluso violentos…
Salieron a toda prisa mientras el esclavo gritaba:
—Amo, pero ¿y yo qué hago?
—¡Nada! —gritó Léptines—. Si llega alguien, dile que he salido. ¡Quédate con lo que encuentres en casa y que los dioses te asistan!
Apenas si les dio tiempo de desaparecer por un callejón lateral cuando ya un grupo de individuos armados con bastones había llegado a su casa e irrumpía en el interior.
Los dos fugitivos corrieron hasta quedarse sin aliento por las calles oscuras de la ciudad para alcanzar la embarcación de Demetrio amarrada en el muelle con un par de cabos.
—¡La pasarela! —ordenó Demetrio, que se había dado ya cuenta de lo apurado de la situación.
El marinero de guardia le reconoció y alargó la pasarela hacia tierra, de modo que los dos pudieron subir y ponerse a salvo.
Léptines dejó escapar un gran suspiro, se sentó en un banco y, como si nada hubiera pasado, se dirigió a Demetrio.
—Entonces, ¿cómo van las cosas en Siracusa?
Demetrio le miró serio.
—Mal —respondió—, no podrían ir peor. Tu hermano tiene necesidad de tu ayuda.
Léptines frunció el ceño.
—Tenemos aún algunas horas, antes de que podamos zarpar. Cuéntamelo todo.
La nave de Demetrio echó el ancla en el puerto de Lakios diez días después y Léptines se fue a toda prisa a casa de Filisto.
—¿Dónde está Dionisio? —preguntó incluso antes de entrar. Filisto le hizo un gesto de que bajara la voz y le llevó a su estudio.
—Está en lugar seguro.
—Te he preguntado que dónde está —insistió Léptines en tono perentorio.
—No puedo decírtelo —respondió Filisto—. Es demasiado peligroso. Si quisieras descubrir dónde se encuentra, en vista de que su mujer está muerta, ¿a quién seguirías los pasos? ¿Y por cuánto tiempo crees que permanecerá en secreto tu llegada a la ciudad?
Léptines comprendió lo que Filisto trataba de decirle y desistió.
La noche de la batalla en el ágora, Dionisio fue confiado a algunos amigos de la Compañía, que le trasladaron en barca por el río Anapo mientras fue posible, primero remando contra corriente y luego haciendo arrastrar la barca por un asno que andaba por la orilla. Cuando el lecho del torrente se volvió demasiado accidentado, los compañeros compraron otro asno a un campesino, hicieron una basterna y colocaron encima de ella a su amigo herido, fijando las varas a los dos asnos, yendo uno delante y el otro detrás. De este modo llegaron, sin sacudidas violentas, al nacimiento del río: una especie de lugar encantado, un manantial de aguas cristalinas en medio de un prado lleno de flores de adelfas de todos los colores y de retamas de intenso perfume, encerrado entre altísimas paredes de roca en las que se abrían innumerables nichos, excavados por los antiquísimos habitantes de aquella tierra para dar sepultura a sus muertos más cerca del cielo.
Alguien había sido ya avisado y fue descendido un tabladillo a la luz de la luna con una polea chirriante hasta el suelo; los compañeros colocaron en él a Dionisio con gran cuidado, lo ataron con correas de cuero y dieron una voz para que fuera izado. Se quedaron mirando cómo aquella frágil yacija de palos entrelazados planeaba en el vacío sobre sus cabezas hasta una altura vertiginosa para desaparecer finalmente dentro de una abertura de la roca oscura y negra como la cuenca de una calavera.
Habían llevado a cabo con sagacidad y habilidad la tarea que les había sido encomendada y luego reanudaron el camino de vuelta para referirle a Filisto el resultado de su empresa. Dionisio se encontraba ahora en manos seguras, en un refugio inaccesible como un nido de águila en las montañas, confiado a las manos expertas de quien le había tomado bajo su custodia: un indígena del interior de etnia sícula, un curandero entre su gente, venerado y respetado. Filisto tenía más confianza en él que en los médicos siracusanos, muy buenos y expertos cirujanos —habituados como estaban a limpiar, cauterizar y volver a coser las heridas de los guerreros que volvían de los campos de batalla—, pero no tan expertos en cuidar las engañosas infecciones que se desarrollaban a menudo de las heridas.
Dionisio permaneció entre la vida y la muerte en aquel lugar aislado durante varios días, a menudo sumido en el sueño provocado por la agotadora debilidad del desangramiento y de las pociones soporíferas, mezcladas con miel silvestre, que le hacía tomar el viejo sículo que le cuidaba. Cuando por fin recobró el conocimiento, las primeras imágenes y sensaciones que le impresionaron fueron una abertura luminosa atravesada por las nubes y por el vuelo de los pájaros, el trinar de las alondras, el aroma de las retamas y el canto de una mujer que parecía venir del interior de la sólida fortaleza que lo circundaba.
Luego apareció ella; tenía la piel dorada por el sol, los ojos y los cabellos negrísimos y la mirada curiosa y esquiva de una criatura salvaje.