VII

—¡Siracusanos! —comenzó diciendo Diocles—. Comprendo vuestros sentimientos, sé lo que sentís. También yo tenía amigos caídos en Himera y sin embargo no me detuve a recoger los cuerpos…

—¡Porque eres un cobarde! —exclamó uno de los presentes.

—¡Silencio! —ordenó el presidente de la Asamblea—, dejadle hablar.

—No lo hice —continuó Diocles —porque habría corrido el riesgo de perder a otros compañeros que estaban aún vivos. He preferido volver a traéroslos sanos y salvos. Haciendo esto puse a salvo también a muchos fugitivos que de lo contrario habrían sido aniquilados…

—¡Y a muchos otros los abandonaste a su destino! —gritó otro-Gente que había creído en nosotros, que había confiado en nosotros. ¡Nos has deshonrado a todos!

Le apuntó con el dedo, mientras pronunciaba aquellas palabras, y Diocles vio que llevaba en la muñeca el brazalete con el delfín, el símbolo de la Compañía de la que formaba parte Dionisio.

El presidente de la Asamblea llamó de nuevo al orden a los presentes y Diocles reanudó su discurso.

—¡No tuve elección, creedme! La ciudad estaba condenada: nada ni nadie habría podido salvarla contra el asalto de setenta mil hombres. Ese bárbaro sanguinario no habría abandonado nunca el cerco hasta haber exterminado a todos los himereses. Al menos se salvó a mujeres y niños y también a muchos hombres… Pero no he venido aquí para defenderme de vuestras acusaciones. Actué de buena fe y luché con coraje. Los compañeros son mis testigos. Estoy aquí, por el contrario, para exhortaros a que no dejéis entrar a Hermócrates en la ciudad…

Un murmullo de protestas corrió entre los presentes. Algunos maldijeron, otros le insultaron.

—Sé que en este momento él os parece un héroe, un valiente que ha desafiado a los bárbaros, que ha acampado entre las ruinas de Selinonte, que os ha traído los huesos de vuestros hijos. Y quizá lo sea. Pero es también un aventurero, un hombre que tiene la mira puesta en adueñarse del poder. Siracusa es una democracia y las democracias no tienen necesidad de grandes personajes, de héroes. Lo que necesitan es ciudadanos, personas normales que cumplan con su deber cada día y que sirvan a su país. Si Hermócrates entra en la ciudad, ¿cómo sobrevivirán nuestras instituciones libres? Le siguen himereses y selinontinos, aparte de un grupo de mercenarios asiáticos a quienes paga con oro persa, hombres que le son leales a él, no a la ciudad y a las instituciones, y dispuestos a todo por él. Si su objetivo era solo devolvernos los restos de nuestros caídos, ¿por qué se ha llevado con él a miles de guerreros?

—Porque ha reunido un ejército para expulsar a los cartagineses de Sicilia entera —le dijo remedándole otra voz, la de Filisto.

—¡Sé de parte de quién estás! —se le encaró Diocles—. Y sabemos perfectamente que tu amigo Dionisio se ha casado con la hija de Hermócrates.

—¡Soy amigo de Dionisio y a mucha honra! —exclamó Filisto—.

Es un hombre valiente que se ha batido sin escurrir nunca el bulto, exponiéndose en primera línea al peligro y a la muerte. ¿Acaso debe uno avergonzarse por mantenerse fiel a la amistad?

Diocles no le respondió y retomó el hilo de su discurso dirigiéndose a los miembros de la Asamblea.

—¿Habéis olvidado acaso la arrogancia de los aristócratas? Si dejáis que Hermócrates trasponga las puertas de la ciudad, estad seguros de que volverá a llevar al poder a vuestros viejos amos, que os hacían azotar si no trabajabais como bestias sus campos de sol a sol, que no se dignaban siquiera miraros a la cara cuando se cruzaban con vosotros por la calle, que se casaban únicamente entre ellos como si pertenecieran a una raza distinta del género humano.

Filisto reaccionó.

—¡No le hagáis caso, ciudadanos! Dice esto para desviar vuestra atención de su ineptitud, del deshonor que ha hecho caer sobre nosotros dejando a los aliados a merced del enemigo, huyendo de noche como un ladrón, abandonando insepultos los cuerpos de vuestros hijos, a merced de los perros y de las aves de presa. Yo os pido, en cambio, que recibáis a Hermócrates dentro de la ciudad. Fue destituido injustamente de su cargo mientras combatía lejos, a la cabeza de nuestra flota, se le negó el regreso sin que hubiera cometido crimen alguno. ¡Hermócrates es la única esperanza de esta tierra, el único caudillo capaz de expulsar a los cartagineses de la isla, el único que puede vengar a vuestros hijos!

A estas palabras la multitud se estremeció. Muchos se pusieron en pie gritándole a Diocles:

—¡Fuera de aquí! ¡Queremos a nuestros muertos! ¡Hablas solo por envidia!.

Muchos otros, sin embargo, permanecieron en silencio. Las palabras de Diocles de algún modo habían tenido cierto efecto sobre ellos.

Finalmente los magistrados decidieron someter a votación la orden del día con dos puntos: la celebración de un funeral público a expensas del Estado para honrar a los caídos traídos a la patria y el permiso a Hermócrates para regresar a la ciudad.

La primera moción fue aprobada, la segunda rechazada, una vez más con una mínima diferencia de votos.

Con todo, un grupo de ciudadanos propuso una tercera moción, que condenaba a Diocles al destierro por incapacidad al mando del ejército y por cobardía en presencia del enemigo. La propuesta fue aprobada por amplia mayoría, como si los ciudadanos se sintieran culpables por haber negado el regreso al más valeroso de los hijos de Siracusa y quisieran recompensarle mandando al destierro a su principal adversario. Hermócrates recibió por segunda vez en poco tiempo la noticia de la negativa de su ciudad y no fue para él ningún alivio que Diocles hubiera sido condenado al destierro. Fue una delegación de la Asamblea la que le llevó la noticia y el hombre que habló en nombre de todos lo hizo de mal grado, manifestando un profundo pesar, y se sintió peor aún cuando Hermócrates no le dio ninguna respuesta, limitándose a inclinar la cabeza sobre el pecho en un desdeñoso silencio.

Fue Dionisio quien habló.

—Podéis coger los ataúdes con los restos de vuestros caídos y rendirles las honras fúnebres que se merecen. Cuanto antes os vayáis, mejor.

El convoy partió de ahí a poco, para llegar a la ciudad al cabo de una hora de viaje. Los féretros fueron alineados en el ágora para que cada familia pudiera reconocer a su pariente. Cuando el brazalete de sauce había permitido la identificación, el nombre del caído había sido grabado a fuego en la madera de la caja. Cuando no había sido posible asignar un nombre al cuerpo se había escrito la palabra άγώτζο, «desconocido»; Cuando habían sido reunidos miembros esparcidos de distintas personas, se había escrito la palabra πολλοί, «muchos».

El regreso de aquellos restos reavivó el dolor de los padres y de los parientes y cada esquina de la ciudad resonó durante toda la noche de lamentos y de llantos. Al día siguiente fueron a celebrar las exequias. Se encendieron las piras fuera de la ciudad, en la zona sur, y cuando el fuego hubo consumido lo que habían perdonado perros y depredadores, los huesos y las cenizas fueron devueltos a los parientes para que los depositasen en la tumba.

También Areté tomó parte, sola, en el funeral porque tenía entre los caídos a un primo a quien siempre había querido. Cuando se disponía a volver a casa, antes de que oscureciera, oyó que alguien la seguía y apretó el paso.

De repente se dio cuenta de que a aquella hora sólo una esclava o una prostituta podía andar sola por la calle y le entró miedo. Sin volverse, se puso a caminar todavía más rápido, casi corriendo para llegar a la puerta de su casa y encerrarse dentro. El paso que la seguía se hizo más rápido y pesado, como el latir de su corazón. Luego, de golpe, desapareció.

Areté se detuvo, miró hacia atrás. Nadie. Dejó escapar un suspiro y dobló enseguida a la izquierda, pero apenas hubo doblado la esquina fue a toparse de manos a boca con una figura embozada de negro y no consiguió evitar que se le escapara un grito.

—¡Ssst! ¡Siopa! —le intimó una voz perentoria.

—¡Dionisio! —exclamó Areté reconociéndolo.

Tenía la cabeza y el rostro tapados por una capucha y le dijo:

—Sigue, no te detengas. Iré detrás de ti hasta casa.

Así avanzaron a buen paso por la calle del barrio de Acradina hasta la casa de la parra. La vid había echado ya hojas y también la higuera, que despuntaba casi de la misma pared junto a la puerta de entrada. Areté sacó la llave de la bolsa, abrió e hizo entrar a su marido, luego cerró enseguida con doble vuelta y le echó los brazos al cuello abrazándole fuerte. Dionisio la estrechó contra sí largamente, sin decir nada.

—¿Te preparo la cena? —preguntó Areté.

—No tengo mucha hambre —respondió Dionisio.

—¿Cómo se lo ha tomado mi padre?

—Mal. ¿Cómo quieres que se lo tome?

—¿Y ahora qué hará?

—Creo que volveremos a Selinonte. No hay otros lugares donde establecernos.

—Llegados a este punto, iré con vosotros. No tiene sentido que me quede aquí.

—En cambio, lo tiene.

—¿Qué quieres decir?

—Tú padre prefiere que te quedes en Siracusa.

—¿Y entonces? Soy una mujer casada: no debo ya dar cuenta a mi padre de mis actos, sino solo a mi marido. No necesito su consentimiento, solo el tuyo.

—Yo estoy de acuerdo con tu padre. Mientras estemos en Selinonte es demasiado peligroso.

—Eres un bastardo… —dijo Areté con lágrimas en los ojos—, pero ¿es posible que no quieras para mí un poco de bien?

—No empecemos de nuevo con discusiones —replicó Dionisio en tono conciliador—. Sabes muy bien que eres la persona que más quiero en el mundo. Por esto he decidido no llevarte conmigo. Pero escucha… es algo que no debería revelarte, pero te lo diré igualmente: no creo que permanezcamos largo tiempo lejos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó secándose las lágrimas.

—Tu padre vuelve a Selinonte, pero yo le seguiré solo en la primera parte del viaje. He de encontrar a personas que puedan ayudarme a preparar su regreso a la ciudad.

—¿Su regreso? ¿Y cómo?

—Es mejor que no lo sepas. Créeme, es cuestión de unos pocos días, seguro que menos de un mes. Y luego no nos separaremos más: acabarás aburriéndote de mí, ya verás.

Areté meneó la cabeza.

—¿No me crees?

—Te creo —respondió— y por eso tengo miedo. Un regreso semejante no puede producirse sin sangre.

—Nunca se puede decir. Nos las arreglaremos de manera que la cosa acabe de forma rápida. Tampoco tu padre quiere ningún derramamiento de sangre y la ciudad ha sufrido ya demasiadas pérdidas. Pero está en su derecho de regresar: el decreto que le condena al exilio es injusto. Además, Siracusa está sin un guía justamente cuando los cartagineses preparan una nueva invasión.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Tenemos nuestros informadores.

—En la ciudad dicen que si los cartagineses vuelven es por culpa vuestra, porque os habéis instalado en Selinonte y habéis llevado a cabo acciones de guerra.

—¿Y tú qué crees?

—Que en parte al menos tienen razón.

—Hemos hecho lo que era necesario hacer y me asombra que precisamente tú, que presenciaste aquellos horrores, hables de este modo.

—Las mujeres piensan de manera distinta. Vosotros los hombres no pensáis más que en la venganza, en el honor, en demostrar vuestro valor de guerreros, pero esto no hace sino perpetuar los odios, reavivar los rencores. Vosotros perseguís la gloria, nosotras lloramos a nuestros hijos, a nuestros hermanos, a nuestros padres y maridos. Yo sueño con vivir en paz en esta casa a tu lado, en recibir a los amigos y cocinar para ellos debajo del emparrado, en las noches de verano, contemplando las naves que entran en el puerto. Sueño con ver crecer a unos hijos y ver un día a nuestros nietos. Son sueños de poca monta, lo sé, pero para mí son la máxima aspiración.

Dionisio la cogió por los hombros y la miró fijamente a los ojos.

—También las mujeres de Selinonte y de Himera tenían sueños, ¿no crees? Y alguien los trocó en pesadillas sangrientas. Y también los que se salvaron, hombres y mujeres, tienen un sueño: volver a sus casas para vivir en ellas para el resto de sus días. Todas nuestras ciudades están en la costa y fueron fundadas en los únicos sitios aptos para vivir. Si son destruidas, no queda más alternativa que desaparecer como si no hubieran existido. Areté, ¿es esto lo que quieres? ¿Que los griegos de Sicilia desaparezcan como sombras, que nuestras ciudades se vean reducidas a cúmulos de escombros, guaridas de bestias salvajes?

—No… —respondió con débil voz Areté—. No quiero esto, pero estoy cansada de vivir sola en la angustia, en el terror que cada vez que alguien llama a la puerta traiga la noticia que me rompa el corazón.

—Pues, entonces, tenemos que expulsar a los bárbaros de la isla. Solo así podremos vivir en paz y labrarles un futuro a nuestros hijos. Tu padre y yo volveremos a Selinonte, luego acaudillaremos la sublevación. Pero antes de que esto suceda, pasará cierto tiempo y nosotros tendremos la posibilidad de estar juntos y tranquilos para disfrutar un poco de la vida y… del amor.

Areté se secó las lágrimas.

—De todos modos, sé perfectamente que cualquier cosa que yo o cualquier otro dijera no serviría para hacerte cambiar de idea, ni a ti ni a mi padre. Es increíble que los únicos hombres que cuentan envida estén de acuerdo en todo cuanto me hace sentir mal… Se ve que es mi destino.

Dionisio sonrió.

—Por si quieres saberlo, esta vez no es así.

—Pero ¿qué dices?

—Tu padre no sabe aún nada de mi plan.

—Pero… no comprendo.

—Será informado a su debido tiempo.

—Esto me espanta todavía más. Mejor dicho, me parece una verdadera locura.

Dionisio le hizo una caricia.

—Estate tranquila, sé lo que me hago. Y cuando llegue el momento, todo se resolverá en pocas horas.

Areté le miró fijamente con una expresión extraviada: le venían a la mente mil cosas que habría querido confiarle, razones para disuadirlo, dudas, angustias, temores. No consiguió decir más que:

—Entonces, ¿te preparo algo para cenar?

—¿Para cenar? —repitió Dionisio.

—¿Sí o no?

—No —respondió.

Luego la tomó en brazos y la llevó arriba, al aposento.

Hermócrates levantó el campamento tres días después y muchos en Siracusa dejaron escapar un suspiro de alivio al saber que la columna se movía hacia poniente. Dionisio salió más tarde y solo, a caballo, directo hacia una localidad del interior en donde había citado a los hombres de su Compañía, entre ellos a sus amigos más íntimos: Yolao, Dorisco, Biton; estaría también presente Filisto.

Diocles se había marchado ya de Siracusa, obedeciendo al decreto de la Asamblea. Desapareció en la nada y no se oyó hablar más de él. Tal vez quedó satisfecho del resultado que había obtenido manteniendo a Hermócrates fuera de la ciudad, o quizá se vio abrumado por la vergüenza y no quiso que se supiera nada más de él, viviendo en algún lugar escondido como una persona cualquiera.

Hermócrates y los suyos marcharon durante diez días hasta llegar a la vista de Selinonte, donde les esperaban otros muchos guerreros dispuestos a seguir a su comandante hacia cualquier objetivo.

Dionisio, entretanto, había llegado al lugar de la reunión secreta: una cantera de toba abandonada en el camino de Catania. Allí se reunieron con él presentándose en pequeños grupos un buen número de amigos, todos ellos miembros de la Compañía y, por último, el mismo Filisto. Una vez llegados todos, Dionisio puso unos centinelas de guardia y comenzó a hablar.

—El decreto de la Asamblea es un escándalo —comenzó diciendo —y el destierro de Hermócrates es una injusticia monstruosa. No hay ninguna imputación contra él: solo sospechas y malevolencias. En realidad, él es el mejor de todos nosotros, un hombre valeroso cuya única culpa es haber servido siempre a la patria en todas partes, a costa de durísimos sacrificios, sin pedir nunca nada a cambio. Pero no es esta la cuestión: sabemos con seguridad que los cartagineses preparan una nueva campaña para el año próximo y esta vez están decididos a acabar con todo, incluso con nosotros.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó uno de los presentes.

—Yo te lo explicaré —intervino Filisto—. Hace un mes una embajada cartaginesa se dirigió a Atenas para asegurarse de que el gobierno de la ciudad continuaría apoyando la guerra contra Esparta. ¿Por qué motivo, diríais vosotros? Es muy simple: si los atenienses mantienen ocupados a los espartanos en el Egeo, estos no podrán intervenir en nuestra ayuda, como hicieron hace siete años, en caso de que Cartago nos ataque. Estad, pues, seguros de que lo hará.

—Así las cosas —continuó Dionisio—, el único hombre capaz de mandar a nuestro ejército en este conflicto, ahora ya inevitable, es Hermócrates. Ya habéis visto qué pasó en Selinonte y en Himera solo porque faltó unidad de mando y determinación: pues lo mismo sucederá en Siracusa si continuamos perdiendo tiempo en cuestiones de teoría política. Estamos hablando de supervivencia. ¿Estáis de acuerdo en esto?

Todos asintieron.

—Bien. Entonces, nosotros haremos que regrese a la ciudad.

—Es fácil decirlo —objetó Dorisco, un joven de unos veinticinco años, pelirrojo lo mismo que su padre, venido de Tracia, y los ojos oscuros como los de su madre siciliana.

—Pero tampoco demasiado difícil de lograr —replicó Dionisio.

—Es una locura —rebatió Yolao, uno de sus más leales y, como Dorisco, compañero de infancia suyo—. El pueblo nos hará pedazos.

—Actuaremos por sorpresa —continuó Dionisio sin pestañear—, nosotros desde el interior y Hermócrates desde el exterior. Tomaremos el control de la puerta occidental y la abriremos cuando nuestros exploradores nos indiquen que Hermócrates está listo para irrumpir.

Llegados a este punto, será cuestión de unas pocas horas y tendremos en nuestras manos la ciudad. El pueblo aceptará el hecho consumado.

—Si nos quedamos inertes tendremos que asistir al espectáculo de siempre: la gente discutiendo durante días y días en la Asamblea antes tomar una decisión cuya ejecución será confiada a unos principiantes, a un vendedor de pesca salada o a un carpintero de obra antes que a un guerrero, hijo y nieto de guerreros. Recordad, amigos: hasta hace algún tiempo los bárbaros nos temían (quizá sobrevalorando nuestra potencia simplemente porque nos habían visto derrotar a los atenienses), pero la conducta insensata de Diocles les ha convencido ahora de que no estamos en condiciones de defender a nuestros aliados y que, por tanto, no estaremos tampoco en condiciones de defendernos a nosotros mismos. Atacarán, os digo, y no los detendrán hasta que nos hayan exterminado y dispersado. Solo Hermócrates puede salvarnos. Hacedme caso, no tenemos alternativa.

—¡Yo creo que tiene razón! —exclamó Biton, el más robusto, pendenciero e impaciente de los compañeros de Dionisio, siempre dispuesto a liarse a palos y, si era necesario, a empuñar las armas.

—Entonces, ¿quién está conmigo?

Todos alzaron las manos.

—Muy bien —concluyó Dionisio—. Estamos de acuerdo. Ahora no nos queda más que organizar la acción, pero antes repitamos nuestro juramento, el que nos ata unos a otros y que los dioses maldigan a todo aquel que lo viole. Juremos que si alguien lo traiciona le daremos caza hasta encontrarle y castigarle.

Los presentes prestaron juramento. Formar parte de una Compañía significaba tener importantes ventajas en la vida social y política y también en el ejército, pero comportaba asimismo pesados compromisos y riesgos mortales en caso de deserción.

Tal como habían llegado, todos se alejaron uno tras otro, uno por vez o en pequeños grupos, y tomaron itinerarios distintos para la vuelta a fin de no llamar demasiado la atención.

Filisto, que no había hablado hasta ese momento limitándose a escuchar y observar, se acercó a Dionisio.

—Cuesta creer que, entre tantos, no haya ninguno que tenga la tentación de traicionarnos.

—No ha sucedido nunca —respondió Dionisio tranquilo.

—Nunca ha estado en juego una apuesta tan importante. Estamos hablando de la suerte de la ciudad y quizá también de toda Sicilia —replicó Filisto.

—En cualquier caso, es un riesgo que hemos de correr. No se puede ya dar marcha atrás.

Filisto permaneció en silencio mientras observaba a los últimos que montaban a caballo y se alejaban por el camino blanco de polvo; luego preguntó:

—¿Cuándo se lo dirás a Hermócrates?

—Esta misma noche partirá uno de los míos a caballo para darle aviso.

—¿Y él consentirá?

—Sin ninguna duda. No desea otra cosa. El regreso es su obsesión y también lo sería para mí si estuviera en su situación.

—¿Has pensado cómo coordinar tu acción con la suya? Deben producirse absolutamente en el mismo momento.

—Emplearé estafetas, pero, en cualquier caso, conocemos bien el tiempo que se tarda en desplazar un ejército de Selinonte a Siracusa.

—Es posible, pero recuerda: este será el punto más difícil. Debes concentrarte sobre todo en este problema. El resto llegará por sí solo… ¿Cuándo tendrá lugar?

—Dentro de trece días exactos, a partir de mañana. Atacaremos al amanecer y antes del atardecer todo habrá terminado.

Filisto se le acercó.

—Dionisio —dijo—, tú sabes que no soy un hombre de armas sino de letras, y en esta acción te sería más una molestia que otra cosa. Dime qué puedo hacer por ti.

—Nada. Observa y considera todo cuanto suceda para transmitirlo a quien venga después de nosotros. Esta es tu tarea. Lo que queda de nosotros, una vez que hemos transpuesto la entrada del Hades, no es el recuerdo verídico de lo que hemos realizado sino la imagen que de nosotros ha sido plasmada por la historia. Ahora vamos, antes de que oscurezca.

Filisto asintió ligeramente con la cabeza, se echó la capa sobre los hombros y fue a donde estaba su caballo.

Hermócrates recibió el mensaje de Dionisio escrito en clave en una skytale a la manera espartana la tarde del tercer día y apenas lo hubo leído le dominó una gran agitación. El tono del mensaje daba a entender que había que atrapar la oportunidad al vuelo, pues quizá no se volvería a presentar y que, por tanto, era necesario moverse sin pérdida de tiempo. En una situación que hubiera requerido una atenta reflexión, Hermócrates se dejó llevar por las pasiones, por el deseo vehemente de volver a ver su patria, de conquistar el poder, de vengarse de aquellos que se habían aprovechado de su lejanía para despojarle de los derechos más sacrosantos, para infamarle y hacerle odioso al pueblo.

Preguntó cuántos hombres estaban disponibles de forma inmediata y le respondieron que podía contar con un millar poco más o menos de guerreros dispuestos a llevar a cabo las acciones de perturbación contra las defensas cartaginesas y que no estarían de vuelta antes de uno o dos días.

—No tengo tiempo de esperarles —dijo—. Diles que se pongan enseguida en camino apenas estén de vuelta y que se reúnan conmigo en Siracusa.

—Es un error, heguemon —replicó uno de sus oficiales llamado Cleantes—. ¿Qué prisa hay? Es mejor moverse sobre seguro con nuestras fuerzas al completo.

—No. Me dicen que este es el momento oportuno. Ahora o nunca.

—Como quieras —respondió Cleantes—. De todos modos, cuenta conmigo, pero sigo siendo del parecer que esperar un día no supondría nada.

Hermócrates pareció dudar un momento, presa de la duda. La idea de jugarse el todo por el todo en aquella decisión le angustiaba. Luego, de golpe, pareció haber encontrado la solución al problema.

—Quizá no andes errado —dijo—. Hagamos lo siguiente: yo partiré, de todas formas, tú vienes detrás de mí a marchas forzadas con el segundo contingente. Bastarán. El resto llévalos contigo. No solo infantería pesada, trae también peltastas, incursores.

—¿Nada de caballería?

—No nos es necesaria. Tendremos que luchar en las calles, en los callejones…

—Tenemos bastante pocos —dijo Cleantes—. Reuniré a los que pueda.

—Bien. Así me voy más tranquilo. Deséame buena suerte, amigo. De esta empresa dependen mi futuro, el tuyo, el de la ciudad y quizá el de Sicilia entera.

—Buena suerte, heguemon —dijo Cleantes—. Y esperemos que nuestros aliados en la ciudad sean no menos conscientes de lo que están haciendo.

Al día siguiente, antes del alba, el trompetero tocó a llamada y en poco tiempo mil cien hoplitas y doscientos entre peltastas e incursores se reunieron en el centro del ágora.

Estando todavía oscuro, Hermócrates, con la armadura puesta, pasó revista y seguidamente dirigió una breve arenga.

—¡Hombres! Esta vez nos espera una tarea mucho más ardua y dolorosa: volvemos a Siracusa, pero solo una parte de nuestros conciudadanos nos espera. Los otros se batirán contra nosotros y tendremos que darles muerte. Por desgracia no tenemos elección. Una vez que hayamos vuelto y hayamos tomado el poder, acaudillaremos la sublevación contra los bárbaros y los expulsaremos de Sicilia tras haberles hecho pagar la matanza de Selinonte y la de Himera. Las heridas cicatrizarán y una nueva prosperidad ayudará a olvidar el pasado.

—Pero ahora tenemos que llevar a cabo la empresa. La nuestra será una carrera contra el tiempo, por lo que no quiero oír de nadie de vosotros la frase "estoy cansado". Tendremos que caminar desde las primeras luces del día hasta que oscurezca, haciendo un alto únicamente a mediodía para comer, a fin de encontrarnos en la puerta de poniente de Siracusa dentro de once días como máximo. Marcharemos, por tanto, ligeros, poniendo los escudos en los carros. La contraseña es "Aretusa". Que los dioses nos amparen. No tengo nada más que deciros.

Inmediatamente después Hermócrates tomó la lanza y se puso en camino. Los hombres, dispuestos en columna en filas de a cuatro, le siguieron. Un oficial entonó una canción, pero muy pronto el paso del comandante se hizo tan sostenido que a nadie le quedó aliento para cantar y la marcha prosiguió en silencio durante el resto de la jornada.