A Hermócrates le dijeron solamente que Dionisio pedía ser recibido y, que había una persona con él que deseaba verle; entonces se encontró enfrente, de improviso, a su hija a la que creía muerta.
Era un hombre duro, forjado por las vicisitudes de una vida llena de riesgos, un aristócrata altivo y severo, pero se quedó trastornado al verla. Areté no se atrevió a correr a su encuentro por el respeto a su Padre al que estaba acostumbrada desde niña, y no dio más que algunos pasos vacilantes hacia él, sin atreverse a mirarle a los ojos. Para ella, había sido siempre más una imagen, un ídolo, que un padre y aquella situación tan límite, aquella imprevista y dramática intimidad le producía una sensación de pánico y de vértigo, una palpitación de corazón que la ahogaba. Pero su padre se levantó apenas se hubo recuperado del estupor y corrió a su encuentro estrechándola contra sí en un largo y emocionado abrazo. Ella entonces se abandonó; toda la tensión se disolvió en un llanto liberador, se abrazó a su cuello y se quedó allí, de pie en medio de la habitación desnuda y sombría, sumida en el calor de un abrazo que había deseado desde siempre.
Fue la voz de Dionisio la que le hizo volver a la realidad:
—Heguemon…
Hermócrates pareció reparar solo entonces en su presencia: le miró con una expresión interrogativa, sin conseguir explicarse cómo aquel joven guerrero había podido acompañar a su presencia a la hija que había creído perdida para siempre.
—Padre —dijo Areté—, es a él a quien debo la vida. Me encontró exhausta y casi sin conocimiento en el camino, me recogió, ayudó y protegió… —Hermócrates miró fijamente a los ojos al joven que tenía enfrente con una mirada de improviso sombría y turbada—… y respetó —concluyó Areté.
Hermócrates se desprendió de ella y se acercó a Dionisio.
—Te agradezco lo que has hecho. Dime cómo puedo recompensarte…
—He tenido ya mi recompensa, heguemon, conocer a tu hija ha sido la suerte más grande que ha podido tocarme. El privilegio de hablar con ella y de escuchar sus palabras me ha cambiado profundamente…
—Todo ha acabado bien —le interrumpió Hermócrates—. Te estoy muy agradecido, muchacho, no te imaginas cuánto. Después de enterarme de la caída de Selinonte y no haber forma humana de tener noticias de mi hija, me atormentaron los pensamientos más angustiosos. La incertidumbre acerca de su suerte me producía más dolor aún que si hubiera sabido que estaba muerta. Pensar que estuviera prisionera, llevada como esclava quién sabe dónde, sometida a cualquier posible vejación y violencia no me dejaban un momento de paz ni de día ni de noche. Para un padre no hay tortura que pueda igualar la duda acerca de la suerte de una hija. Mis propiedades y mis riquezas han sido confiscadas, pero todavía me queda algo; deja que te recompense.
—No hay precio para lo que trato de pedirte, heguemon —dijo Dionisio con voz firme y mirándole directamente a los ojos—, porque lo que trato de pedirte es precisamente a la hija que acabo de devolverte.
—Pero ¿qué estás diciendo?… —comenzó Hermócrates.
—Me he enamorado de él, padre —intervino Areté—. Apenas le vi, apenas abrí los ojos, ¿comprendes? Y desde ese momento no he deseado otra cosa que poder ser su esposa y vivir con él todos los días que los dioses quieran concederme.
Hermócrates se quedó mudo e inmóvil como fulminado por tantas emociones inesperadas.
—Lo sé, soy un hombre de condición humilde —prosiguió Dionisio y no debería poner siquiera los ojos en ella, pero el amor que siento por Areté me da el coraje de atreverme a tanto. Sabré ser digno de tu familia y también de ti, heguemon. No te arrepentirás de haberme concedido un tan gran tesoro. No te la pido porque que quiera formar una familia y asegurar mi descendencia, o bien para entroncar con uno de los más ilustres linajes de mi ciudad y tampoco para reclamar el mérito de habértela devuelto. Habría salvado a cualquiera que hubiese encontrado en tal estado. Te la pido porque quiero amarla y protegerla contra cualquier amenaza y peligro, aun a costa de mi propia vida.
Hermócrates asintió gravemente con la cabeza sin decir nada y Areté, tras haber comprendido que consentía, le abrazó con fuerza, susurrándole al oído:
—Gracias, padre, gracias… Soy feliz porque estoy con las únicas personas del mundo que me importan.
El rito se celebró al día siguiente y, dado que Areté no tenía amigas que pudieran acompañarla a la casa del esposo y que este no tenía casa en Mesina, las familias más nobles de la ciudad ofrecieron una morada para Dionisio y que sus hijas vírgenes acompañasen a la novia al tálamo y le soltasen el cinturón del vestido. Areté pensó en los fuegos de Agrigento y en el canto solitario del poeta de la colina de los templos, mientras subía hacia la casa en que esperaba Dionisio, el héroe que más se asemejaba a su padre y con el que siempre había soñado, desde niña, cuando escuchaba historias maravillosas sentada sobre las rodillas de su madre.
El cortejo era festivo, los muchachos voceaban y armaban alboroto por la calle, los niños cantaban la canción tradicional que deseaba a la pareja una prole de ambos sexos.
¡Ya vuelve la golondrina,
ya llega también la corneja,
trayendo un niño en su pico
o una niña muy bella!
Las Jovencitas que la acompañaban esparciendo pétalos de rosas silvestres delante de ella eran casi todas graciosas, iban ataviadas con sus peplos de fiesta, pero ninguna igualaba en esplendor a la prometida. La felicidad la hacía más encantadora aún: porque había querido olvidar todo recuerdo angustioso para no pensar más que en el joven que la esperaba en el umbral de aquella modesta morada al pie de las colinas.
El sol se ponía ya tras los montes cuando llegó a la vista de la casa. Dionisio la esperaba en la puerta ataviado con un elegante quitón blanco con bordados de palmetas argentadas que le llegaba hasta los pies, que sin duda debía de haberle prestado algún amigo acaudalado. Junto a él esperaba el sacerdote para unir las manos de ambos con la venda sagrada y dar su bendición a la prometida.
Las muchachas acompañaron a Areté al tálamo encendiendo las antorchas que llevaban en la mano en la lucerna del atrio y cantando el himno nupcial. Le soltaron los cabellos y la peinaron, luego le desataron el cíngulo que ceñía su vestido, la desnudaron y la pusieron en el lecho debajo de la sábana de blanco lino.
Escaparon escalera abajo con grititos maliciosos. Dionisio esperó a que todo estuviera tranquilo y silencioso; luego salió y se acercó a la puerta del tálamo. Aguzó el oído y finalmente oyó en el exterior resonar la serenata que había pedido para su esposa en aquella noche. Abajo en la calle, un cantor mesines, acompañándose con la flauta y un instrumento de cuerda, entonó su canto: una bonita historia de amor que hablaba de un muchacho pobre que se había enamorado de una princesa tras haberla visto una sola vez pasar en una silla de manos.
Empujó suavemente la puerta abriendo un cono de luz, pero vio con sorpresa que el lecho se hallaba vacío. Entró alarmado en el aposento: lo encontró también vacío y sintió al punto el corazón en un puño. Trató de calmarse, cerró la puerta a sus espaldas y se volvió. Areté se había escondido detrás del batiente y ahora estaba orgullosamente desnuda enfrente de él, de pie contra la pared, y le miraba con una sonrisa maliciosa y divertida.
Dionisio sacudió la cabeza y se le acercó.
—¿No sabes que una joven esposa debería esperar tímida y temblorosa debajo de la sábana? ¿Te parece que es este momento para bromas?
Arete sonrió.
—¿Sigues pensando que estoy demasiado flaca?
—Pienso que estás guapísima —respondió Dionisio— y que me había equivocado de medio a medio.
Alargó una mano para acariciarle una mejilla y se la besó delicadamente, rozándola apenas con los labios medio abiertos. Movió la otra hasta acariciarle el pecho escultural y el vientre. Vio que Areté cerraba los ojos y sintió la piel de ella estremecerse al roce de sus dedos.
La levantó de improviso entre sus brazos, con un gesto natural y delicado como si fuera tan ligera como una pluma, y la depositó sobre el lecho. Luego también él se desnudó y se apareció ante ella como las estatuas de los atletas olímpicos en las plazas y de los dioses en los frontones de los templos. Había en el aposento una última reverberación rosada del atardecer que se posaba sobre la piel de Areté como la mirada de Afrodita. La serenata resonaba ahora más lejana y queda, tan semejante a la del cantor de Agrigento, acompañada por el leve sonido de la flauta y por el rasgueo argentino de las cuerdas.
Dionisio se tumbó a su lado y sintió que le envolvía la tibieza y el perfume de ella, la vio transfigurarse a medida que él conseguía provocar el placer de su cuerpo virginal: brillar los ojos de una luz dorada, volverse los labios turgentes, distenderse el rostro en una transparencia casi hialina. Respondía a cada caricia, a cada beso con no menos calor, con inocente lujuria. Fue ella quien le atrajo dentro de su cuerpo diluyendo su hosquedad de guerrero con la cálida intensidad de la mirada, con el encanto de su pecho inmaculado, estrechando como una amazona sus costados entre los muslos. Se amaron hasta que se consumió la llama de la lucerna, hasta yacer extenuados en un estado de semiinconsciencia, como sumergidos en una dicha letárgica y húmeda. Pasaban del amor al sueño sin darse cuenta: la luz perlina de una aurora marina los encontró aún abrazados, cubiertos tan solo de su belleza.
Hermócrates no deseaba otra cosa que volver a su patria y se puso en contacto con los amigos que aún tenía en Siracusa para que pidieran a la Asamblea que promulgase un decreto que le reclamase del exilio. También Dionisio envié mensajes a Filisto a fin de movilizar a todos los miembros de la Compañía para que votaran a favor del regreso de Hermócrates y a muchos los mandó a casa para que pudieran tomar parte en la votación. Pero Diocles, tras las humillantes derrotas de Selinonte e Himera, temía que la presencia de Hermócrates le hiciera sombra completamente y que la fascinación del caudillo y su vehemente oratoria inflamasen al pueblo incitándolo a la sublevación. Temía que pudiera arrastrar a la ciudad a una larga guerra sangrienta y que las instituciones democráticas no resistiesen a la fuerza de su personalidad. En una serie de reuniones borrascosas las facciones opuestas chocaron duramente en la Asamblea, pero finalmente fue claro que el pueblo no quería la vuelta, con Hermócrates, del poder abusivo de los aristócratas y la moción que pedía su vuelta del exilio fue rechazada con una mínima diferencia de votos.
Fue el propio Dionisio quien trajo la noticia a Hermócrates que, con expresión sombría, la recibió sentado en el sobrio atrio de su casa, semejante a una divinidad indignada. Estaba todavía en la plenitud de su vigor físico y anímico y trascendía de la mirada una potencia torva y amenazadora, que infundía temor hasta a los amigos.
El parentesco recientemente adquirido no había hecho perder a Dionisio la sensación de reverente respeto que siempre le había demostrado y continuó llamándole, como cualquier soldado raso, heguemon.
—Así que la han rechazado —dijo Hermócrates conteniendo a duras penas el desdén.
—Por una exigua mayoría —trató de consolarle Dionisio.
—En democracia no existe diferencia entre ser derrotados por un voto o por mil.
—En efecto. Y ahora, ¿qué piensas hacer, si puedo preguntarlo?
Siguió un largo silencio, luego Hermócrates respondió:
—No quería volver por sed de poder sino solo para ponerme a la cabeza de la resistencia contra los bárbaros.
—Lo sé, heguemon.
—Pero en vista de que mi ciudad no me quiere, la mandaré de todos modos desde aquí. —Se levantó y el tono de su voz resonó potente como si estuviera arengando al pueblo en la Asamblea—. Haz que corra entre los refugiados que están aún en Mesina la noticia de que regresamos a Selinonte, que volveremos a ocupar la ciudad. Diles que los días de humillación han terminado, que llamen a reunión a sus compañeros supervivientes, dondequiera que estén. Nosotros mismos les ayudaremos a encontrarlos, se les darán noticias de ellos. Escribiré una proclama que haremos circular en cientos, miles de copias, una proclama en la que pediré el regreso de los prófugos y de los vencidos, de aquellos que han perdido a sus familias y sus hogares, en cuyos oídos aún resuenan los gritos desgarradores de los hijos masacrados y de las esposas violadas; haré un llamamiento para que acampen entre las ruinas todavía humeantes de la patria destruida, les devolveré sus armas y su honor, repondremos en los templos las imágenes de nuestros dioses y los símbolos sagrados de nuestra religión. Y luego atacaremos, haremos salir a los enemigos de allí donde estén, les daremos caza sin tregua y sin piedad. ¡Y ahora, puedes irte!
Dionisio se despidió con un cabeceo apenas perceptible y salió para convocar a sus compañeros y referirles el plan y la voluntad de Hermócrates. En menos de siete días mil himereses y quinientos selinontinos estaban prestos a marchar a sus órdenes.
Areté le hubiera querido seguir adondequiera que fuese, pero no pudo oponerse a las voluntades conjuntas de su esposo y de su padre, que querían devolverla a Siracusa a un lugar seguro para no exponerla a la gran fatiga de una marcha extenuante y a los peligros de una campaña llena de incógnitas.
Estaba tan furiosa por aquella exclusión que Dionisio no consiguió siquiera que le escuchara en el momento de la despedida.
—Eres un bastardo y un hijo de perra —gritaba ella fuera de sí—. ¿Qué te he hecho yo para que me trates así?
—¡Háblame de nuevo de este modo y te rompo la cara!
—¡Inténtalo si te atreves!
—¡Claro que lo intentaré! ¡Soy tu marido, por Zeus!
—¡Te arrepentirás por no dejarme ir!
—¿Qué es, una amenaza?
—¡Tómatelo como quieras!
—¡Pero no te echo, maldita sea, sólo te mando a casa!
—¿Y te parece poco? ¿Para qué sirve una mujer, sólo para joder? Búscate, entonces, una zorra, o dale por culo a alguno de tus amigos.
Dionisio alzó la mano para abofetearla, pero ella le miró fijamente sin pestañear, desafiándole abiertamente.
—¡Vete al infierno! —juró, luego se volvió y se dirigió a grandes pasos hacia la puerta.
—Dionisio…
La voz de ella le detuvo antes de que saliese.
Dionisio se detuvo, sin volverse.
—Te he puesto a prueba —dijo la muchacha.
Dionisio no respondió.
—La verdad es que no puedo estar sin ti, mientras que tú lo consigues perfectamente, lo cual me hace enloquecer.
—No es cierto.
—¿Qué no es cierto?
—Que lo consiga muy bien. Estaré contando los días y las horas que me separaren de ti y cada instante me parecerá interminable.
—Lo dices porque así me iré sin incordiarte con mis escenas.
—Lo digo porque es verdad.
—¿En serio?
Ella se le había acercado mucho y él podía sentir el olor de su piel y el perfume a violeta de sus cabellos.
—En serio —respondió él, y se volvió. Se la encontró de frente, hecha un rubor por el despecho y la emoción.
—Entonces, llévame a la cama antes de irte, bastardo. Tu unidad puede esperar. Ya te tendrá quién sabe por cuánto tiempo. Yo no.
Él la tomó en brazos tal como había hecho la noche de bodas y la llevó escalera arriba, hasta el aposento.
—Pero ¿dónde has aprendido a hablar de este modo? —le preguntó mientras se desataba la coraza y las grebas que llevaba ya puestas—. Eres la hija de un noble, una aristócrata: yo creía que…
—En el campamento con los guerreros. Mi padre me hacía ir allí a veces y me tenía con él durante algunos días. A veces incluso un mes o más… Y ahora —dijo dejando caer al suelo el vestido—, arréglatelas para que me quede satisfecha por todo el tiempo que permanezcas lejos.
Anduvieron durante once días a través del interior de la isla a lo largo de la escabrosa cordillera, sin que nadie se atreviera a molestarles y ni siquiera a acercarse; solo se veía a veces a algún hombre a caballo que los observaba desde las alturas que flanqueaban el sendero y luego espoleaba para ir al galope. Hermócrates caminaba a la cabeza de la columna, infatigable. Era el primero en levantarse y ponerse la armadura, el último en sentarse en torno al vivaque para cenar frugalmente. Antes de acostarse se aseguraba que todos hubieran comido lo bastante y tuvieran una manta para protegerse del frío aún penetrante en aquellas alturas, como hace un padre con sus muchachos.
La tarde del duodécimo día llegaron a la vista de Selinonte y los guerreros se detuvieron petrificados para contemplarla. Parecía imposible que una ciudad tan bella y grande hubiera sido destruida, que su población hubiera sido tan cruelmente diezmada y dispersada.
Hermócrates mandó romper filas y los selinontinos se desparramaron por la ciudad merodeando cual fantasmas por entre los muros resquebrajados, por las calles atestadas de escombros, por entre los restos de cuerpos carbonizados. Todos buscaban su propia casa, que en primavera perfumaban con cal fresca y en verano con romero y mastranzo, la casa en que habían crecido, donde durante tantos años se habían reunido por la noche para cenar, para reír y bromear, para contarse lo que habían hecho durante el día, los ambientes en los que habían resonado las voces de niños que jugaban y que ahora, destechados ya, estaban invadidos solo por el gemido del viento que soplaba desde los montes.
Cuando la encontraban, daban vueltas entre los ruinosos muros tocando, casi acariciando, las paredes, las jambas de las puertas. Recogían, llorando, algún signo de la vida de antaño para conservarlo como un precioso talismán: un fragmento de vajilla, un modesto adorno para los brazos o los tobillos, un alfiler que había recogido los cabellos de una persona querida.
Aquí y allá, en lo que fueran huertos y jardines, un granado había conseguido florecer, pero sus corolas bermejas, en otro tiempo jubilosos signos de primavera, parecían ahora nada más que manchas de sangre en las paredes ennegrecidas por los incendios. Los sarmientos de las vides se extendían por el suelo enredándose con las zarzas que habían echado raíces por doquier.
Solo a la caída de la tarde, uno tras otro, los guerreros selinontinos surgían del dédalo de ruinas siguiendo la reverberación del fuego que había en el ágora. Allí les esperaba Hermócrates junto con los himereses y los siracusanos que le habían seguido.
La mayoría comió en silencio, cambiando unas pocas palabras, oprimidos por la angustia de los recuerdos; sin embargo, con el paso de las horas, el calor del fuego y de la comida tomada juntos, la sensación de estar animados por los mismos sentimientos y por la misma determinación, la reverberación de las llamas en las fachadas de los templos desiertos les devolvían una sensación de renovado orgullo, de territorio reconquistado, de suelo consagrado de nuevo.
Al día siguiente recogieron los restos de los muertos y les dieron sepultura en la cercana necrópolis, luego se dividieron en grupos según las tareas que les habían sido asignadas. Algunos se dispersaron por los campos en busca de parcelas cultivadas que pudieran ser cosechadas. Otros identificaron las casas menos dañadas y se pusieron a desescombrarlas y a restaurarlas. Otros se dispersaron por los bosques para talar troncos con que hacer vigas para los tejados, tablas para puertas y ventanas, tablazones para construir embarcaciones. En poco tiempo la ciudad cambió de aspecto, al menos en los barrios próximos al ágora.
En las aldeas de las colinas, los fuegos que palpitaban de noche y las sombras que merodeaban entre las ruinas se convirtieron en objeto de relatos de todo tipo. Decíase que eran las sombras de los muertos que vagaban de noche sin paz entre las ruinas de la ciudad destruida y que aquellos fuegos eran sus espíritus que ardían de odio para con los enemigos que les habían privado de la vida. Ya ni siquiera los pastores se aventuraban más allá de las murallas temiendo encuentros no deseados. Pero no pasó mucho tiempo para que la verdad se hiciera evidente y se difundiera hasta las tres esquinas de Sicilia y más allá.
La proclama de Hermócrates había surtido el efecto deseado y de toda la isla comenzaron a afluir voluntarios, en gran parte selinontinos e himereses. Primero a cientos, luego a miles, a pie y a caballo, de todas direcciones, y también por mar. Llegó incluso uno que había huido de la esclavitud cruzando el mar de África con una especie de balsa que se había construido él mismo con troncos de palmera. Lo encontraron, una mañana en la playa, más muerto que vivo y cuando recobró el conocimiento y vio a cientos de guerreros ejercitarse en el ágora con lanza y espada comenzó a gritar que también él quería una armadura y que había que invadir enseguida África. Consiguieron calmarle a duras penas.
A la vuelta de un par de meses se reunieron seis mil combatientes dispuestos a todo, perfectamente adiestrados y ciegamente fieles a su comandante. Dionisio se convirtió en el segundo en la escala de mando y recibió el encargo de mandar a los incursores a territorio enemigo para aprovisionarles de comida y de forraje. Muy pronto las acciones se hicieron más masivas y agresivas. En el curso del verano Hermócrates mandó una serie de verdaderas expediciones, que atacaron Lilibeo y Palermo por sorpresa e infligieron grandes bajas a las guarniciones de mercenarios al servicio de los cartagineses. Realizaron un desembarco nocturno con infantería ligera en la isla de Motia, donde prendieron fuego a un par de naves de guerra en el dique seco. Los destacamentos de mercenarios al servicio de Cartago que patrullaban el territorio fueron interceptados y aniquilados. Aunque tanto Hermócrates como Dionisio tratasen de contener a sus hombres ante los desmanes, no pudieron impedir que se cometieran atrocidades de todo género, que atizaron desmedidamente los odios y los rencores.
Desde Siracusa, Filisto mandaba noticias de continuo por medio de amigos de la Compañía como Biton, Dorisco y Yolao, compañeros de infancia de Dionisio, y así se tuvo conocimiento de la gran preocupación de Diocles por estas acciones militares —que seguramente provocarían una reacción cartaginesa—, pero también de la enorme popularidad que Hermócrates y el propio Dionisio se estaban ganando en la patria por sus empresas, sobre todo entre los jóvenes. Con los mismos mensajeros Dionisio recibía también apasionadas cartas de amor de Areté, que terminaban infaliblemente con la petición de que fuera a reunirse con ella lo antes posible.
Dionisio volvió a verla a escondidas algunas veces durante el invierno siguiente, aprovechando el estancamiento de las operaciones militares, pero no pudo quedarse más que unos pocos días para no ser descubierto. Pasaba todo el tiempo en casa, cosa que no podía sino ser del agrado de Areté, que así le tenía solo para ella.
Al comienzo de la primavera siguiente Hermócrates tomó una decisión destinada a causar sensación: a la cabeza de su ejército atravesó la Sicilia occidental y llegó a Himera. Deseaba que fuese claro el valor de su gesto: quería reunir a los griegos de Sicilia en una única y poderosa alianza, agrupar un ejército sin precedentes y expulsar a los cartagineses de toda la isla. Precisamente en Himera se había librado y ganado la guerra setenta años antes bajo el mando de Siracusa: en Himera comenzaría el contraataque.
Por ese mismo motivo sin embargo, el ensañamiento de los enemigos con la desventurada ciudad había sido espantoso. La vista de cuanto quedaba en Himera fue para los supervivientes aún más desgarradora de lo que lo había sido la vuelta a las ruinas de Selinonte. Aquí la furia de los bárbaros no había conocido límites: habían demolido casa por casa, reventando las murallas, prendiendo fuego a los templos, abatido y desfigurado las estatuas, torturado a muerte a quienes habían encontrado con las armas en la mano. Sus cuerpos desmembrados estaban esparcidos aún entre las ruinas y en el lugar de la última matanza, cerca de la gran piedra que había hecho las veces de altar del sacrificio; el verla era tan horrible que uno de los guerreros más jóvenes se desmayó. Los cuerpos se hallaban amontonados a miles y la tierra debajo de ellos estaba negra de su sangre.
El mismo Hermócrates se vio completamente superado por el espantoso espectáculo. Pálido de cólera y de desprecio daba vueltas en torno a aquel cúmulo de horror mascullando entre dientes palabras que nadie conseguía comprender.
Ordenó enseguida celebrar las exequias por aquellos míseros restos y darles sepultura; luego mandó a otros hombres al campo, allí donde se había desarrollado el último choque sangriento, e hizo recoger los huesos de los combatientes siracusanos caídos durante la desafortunada tentativa de socorrer Himera, abandonados por Diocles en el campo de batalla. Despojados de las armas y de todo cuanto tuviera algún valor, resultaban reconocibles por el brazalete de sauce —una ramita partida en dos y con el nombre grabado, en la parte interior, el nombre del guerrero— que llevaban entrelazado en torno a la muñeca a la manera espartana.
A continuación mandó fabricar ataúdes de madera de pino con el nombre de cada uno de los caídos encima y se dispuso a trasladarlos a la patria para su sepultura. Era un gesto de enorme valor, no solo desde el punto de vista ético. Hermócrates no ignoraba ciertamente el fortísimo impacto propagandístico que tendría sobre el pueblo, del que esperaba aún un decreto oficial reclamándole a la patria. Mediante este acto, la diferencia de talla moral entre él y el jefe democrático, su adversario Diocles, resultaba clamorosa. Por una parte, el caudillo desterrado —nunca derrotado y privado del mando sólo por motivos políticos— volvía a reivindicar el honor de Siracusa y de todo el mundo helénico trayendo de vuelta, a aquella misma patria que lo había humillado e ignorado, a los hijos caídos en la batalla. Por otra, su rival Diocles sufría aún la vergüenza de no haber impedido a los bárbaros aniquilar a dos de las más ilustres ciudades de Sicilia, de haber huido ignominiosamente entregando a los aliados a la más feroz de las represalias y a los cuerpos de sus soldados a la profanación, sin sepultura, condenando a sus almas a vagar sin descanso ante las puertas del Hades.
La noticia de que Hermócrates traía de vuelta a la patria los restos de sus hijos caídos en combate provocó una fuerte emoción entre el pueblo, que se reunió en Asamblea para deliberar acerca de la celebración de un solemne funeral público. Hubo quien propuso reclamar inmediatamente a la patria a Hermócrates.
Diocles, que hasta ese momento se había mantenido al margen, dándose cuenta de lo desairado de su situación, se presentó ya iniciada la discusión y pidió la palabra.
A su repentina aparición todos enmudecieron: se hizo en la Asamblea un silencio sepulcral.