V

Dionisio a Areté, ¡salve!

Me es imposible describir lo que he visto y oído en los últimos tiempos. En parte te lo contará la persona que te entregue esta carta, lo demás lo conocerás, espero, por mis propias palabras. Te bastará con saber que nunca en mi vida he visto tanto horror ni sufrido semejante humillación. El desastre de Selinonte, al que asististe personalmente, se ha repetido de modo más espantoso y cruel aún con la caída y destrucción de Himera.

En medio de tanta desventura y vergüenza solo existe un motivo para alimentar la esperanza: en Mesina se están reuniendo naves y hombres, todos aquellos que están verdaderamente decididos a vengar las matanzas perpetradas por los bárbaros. Yo me he unido a estos hombres con un grupo selecto de la Compañía y me he puesto a disposición para cualquier misión que quieran confiarme.

Sé que así me cierro toda posibilidad de triunfar en mi ciudad, de labrarme un futuro político o como simple ciudadano y, sin embargo, te pido que te reúnas conmigo, que te unas a mi suerte: que te conviertas en mi esposa. Como he dicho, no tengo otra cosa que ofrecerte que yo mismo y creo que una mujer prudente rechazaría el ofrecimiento de un hombre como yo, sin bienes de fortuna y sin otra perspectiva que la de convertirse, quizá, en un bandido o en un exiliado. Pero espero que no te muestres en absoluto prudente y que te pongas, por tanto, en camino para reunirte conmigo. La persona que te ha entregado mi misiva está dispuesta a hacer tu traslado lo más cómodo y seguro posible, dadas las circunstancias.

En cambio, si decides no aceptar mi propuesta, no te consideraré ni deberás considerarte tú en deuda conmigo por ningún motivo. Lo que he hecho por ti lo habría hecho por cualquiera a quien hubiese encontrado en tu misma situación.

Quiero que sepas que he pensado en ti durante todo el tiempo en que he estado lejos y que estaré ansioso hasta que no te tenga ante mi vista.

Areté cerró la carta y miró a la cara a la persona que tenía delante.

—Yo a ti te he visto alguna vez —dijo.

El hombre sonrió.

—Sí, me viste en el pueblo ese que está entre Heraclea y Agrigento. Dionisio acababa de encontrarte. Estabas en un estado terrible. Ahora tienes mejor aspecto.

—¿Cómo te llamas?

—Filisto —respondió el hombre.

—¿—Y eres amigo de Dionisio?

—Más que amigo, le seguiría hasta el mismísimo infierno si fuera preciso. Entonces, ¿qué decides?

—Iré a Mesina.

—Lo esperaba y he preparado ya todo lo necesario para tu viaje. ¿Cuándo quieres partir?

—Ahora mismo —respondió la muchacha.

—¿Ahora mismo? —preguntó asombrado Filisto.

—En Mesina me espera el hombre con el que siempre he soñado. ¿Para qué debería esperar?

—¿Y yo? —dijo una voz a su espalda—. ¿Yo no cuento para nada?

—¡Telías! —exclamó la muchacha levantándose y yendo a su encuentro—. Sabes que te aprecio, aunque me hayas tenido secuestrada en el gineceo.

—¡Y por eso quieres irte! —dijo Telías sonriendo—. Pero Dionisio te confió a mí y te he tenido por tanto bajo vigilancia, como a la uva madura.

—Creo que saldremos mañana —dijo Filisto—. Iremos por mar, con la misma embarcación que me ha traído hasta aquí. Es mucho más seguro, pero hemos de esperar a que amanezca y que haya viento a favor.

—¿Sabes algo concreto sobre lo sucedido en Himera? –preguntó Telías.

—Sé lo que me han contado —respondió Filisto— y es suficiente para hacer palidecer el desastre de Selinonte.

Areté agachó la cabeza. Se avergonzaba de la alegría que había sentido solo de pensar en reunirse con Dionisio, al recordar la multitud de desventurados que la guerra había dejado, el profundo dolor que tanta gente allegada a ella por la sangre, la lengua, las costumbres y las tradiciones había tenido que soportar.

También Telías guardó silencio y en aquel momento se oyeron los cantos y el vocerío de un grupo de jóvenes y de muchachas que acompañaban a una novia a casa de su prometido, así como a los mozalbetes que corrían detrás de ellos gritando alegres obscenidades.

—En esta ciudad siempre hay alguien de fiesta –comentó Telías con un suspiro—. Se hace fiesta para las festividades religiosas, si la cosecha ha sido buena y también si ha sido mala, porque hubiera podido ser peor; se festeja el nacimiento de un niño, pero también el de un potro, los noviazgos y las bodas, las victorias en las competiciones atléticas, hasta los funerales: los vivos deben consolarse por la pérdida de un ser querido.

—No veo nada malo en ello —dijo Filisto—. Agrigento es una ciudad rica: la gente tiene ganas de disfrutar de la vida.

—Quizá sea así, pero a veces tengo la impresiona por el contrario, de que se trata de algo muy distinto. Como si tuvieran el presentimiento de un final inminente.

—Pero ¿qué dices, Telías? —reaccionó la muchacha—. Si los bárbaros han vencido es únicamente porque nos han cogido por sorpresa. Ahora todos están listos y prestos a defenderse…

Ni Filisto ni Telías dijeron nada y en el silencio de la tarde se oyó cómo el canto nupcial, entonado ahora por un cantor solitario desde la colina de los templos, se expandía por el valle hasta el ágora, llevado por la brisa marina.

Al cabo de un rato apareció la mujer de Telías bajando la escalera.

—Venid —dijo—, venid a ver el espectáculo.

Todos se levantaron y salieron a la azotea desde la que se dominaba casi la ciudad entera y los templos maravillosos que destacaban en la colina a lo largo del recinto amurallado. En aquel momento, a media pendiente, justo delante de la casa del prometido, se había encendido un gran fuego. Y al poco, como obedeciendo a una señal, fueron encendidos otros fuegos en varios puntos, tanto arriba como abajo y hasta en la misma acrópolis y en la parte baja de las murallas. Era una vista maravillosa y emocionante. Las hogueras seguían multiplicándose hasta que pareció que la ciudad entera era presa de las llamas.

—Faillo de Megara, el padre de la novia, ha regalado una carga de leña a todos los negociantes de la ciudad —explicó la mujer— con la orden de encenderla a una señal suya, justo en el momento en que el prometido lleve a la novia a la cámara nupcial. Esos fuegos son el augurio de un amor apasionado e inextinguible.

Areté volvió la mirada alrededor para admirar el soberbio espectáculo y se sintió presa de una profunda congoja.

Telías miró a su mujer, luego a Areté, que tenía lágrimas en los ojos meneó la cabeza farfullando:

—¡Ah, las mujeres!

Pero saltaba a la vista que quería guardar la compostura y que tenía la mente ocupada por pensamientos angustiosos.

Filisto le cogió por un brazo diciendo:

—He oído decir que en tu casa se bebe el mejor vino de Agrigento, pero hasta ahora no he visto ni sombra de él.

—Ah, sí, es cierto —respondió Telías volviendo a la realidad.

—Dejemos que las mujeres disfruten de la fiesta y vayamos a abrir un ánfora del vino mejor. Podremos cenar en el jardín. Se comienza a estar bien afuera en esta época del año.

Tomaron asiento bajo el porche y el amo de casa mandé> traer una jarra del mejor vino en espera de que se sirviera la cena. Filisto lo observaba mientras apreciaba el color y el aroma del preciado caldo, removiéndolo en el fondo de una copa finísima, una verdadera pieza de anticuario, decorada con figuras negras de sátiros danzantes. Y cuando Telías la levantó para brindar por el huésped y la acercó a su boca, era evidente por cada uno de sus gestos lo mucho que apreciaba los frutos de la civilización.

Los siervos trajeron la comida con pan recién hecho, carne y legumbres y los dos hombres comenzaron a comer.

—No hay motivo para que te preocupes —dijo Filisto, tras haber tomado a su vez algún sorbo de vino.

—En realidad, no estoy preocupado. Solo siento tener que separarme de la muchacha: es un encanto, una delicia. Echaré de menos su descaro, su espontaneidad, su fascinación. ¿Has visto cómo ha intervenido en un tema de política, ciertamente no adecuado para una mujer y menos aún para una muchacha?

—¿No tienes hijos, verdad, Telías?

—No, no tengo, en efecto.

—Es una lástima. Habrías sido un padre excelente.

—Yo creo, en cambio, que pésimo. Los habría mimado como he mimado a esta pequeña impertinente.

Tomó de nuevo un sorbo de vino y se puso a comer con buen apetito. Cuando hubieron terminado mandó traer aún un plato con huevos duros, queso y olivas.

—Como demasiado —suspiró—. Y sigo engordando.

—Pero no es esto lo que te tiene preocupado, si no he comprendido mal.

—Los cartagineses volverán.

—No lo creo. ¿Por qué habrían de hacerlo? Han tenido su venganza, su botín. Son comerciantes, quieren volver a su comercio y no ven la hora de licenciar a todos esos mercenarios. Les cuestan un ojo de la cara.

—Y Agrigento es ahora la ciudad fronteriza —prosiguió Telías como si Filisto no hubiera hablado.

—Esto no significa que ataquen.

—Yo en cambio creo que sí. Dime una cosa: según tú, ¿qué hace Dionisio en Mesina?

—Ayuda a los refugiados, como ha hecho siempre.

—Es probable, pero seguramente se estará metiendo en problemas. Corre el rumor de que muchos de los supervivientes se están reorganizando para contraatacar. Y si lo hacen, puedes estar seguro de que Dionisio estará con ellos. Es un cabeza loca, un imprudente, un temerario, uno de esos que no se sienten bien si no reparte leña…

—Un valiente, un soñador, un patriota, quizá… ¿un héroe? —continuó Filisto.

—En cualquier caso, los cartagineses reaccionan si se les provoca.

—No puede excluirse, en efecto, pero no es seguro que ocurra. Las guerras cuestan lo suyo, como ya he dicho.

—¿A qué hora os iréis mañana? —preguntó Telías.

—Pronto, al despuntar el día.

—Muy bien. Allí estaré, aunque detesto las despedidas. Te he hecho preparar una cama. Los criados te acompañaran con una luz. Buenas noches.

—Buenas noches, Telías —respondió Filisto levantándose para seguir al criado que le conducía a su habitación.

Telías se quedó solo bajo el porche, observando en silencio los fuegos nupciales que se iban apagando poco a poco, uno tras otro, hasta que la ciudad se oscureció del todo.

Se despidieron en la puerta de casa. Areté le echó los brazos al cuello a Telías y a su mujer; parecía que no quisiera separarse de ellos.

—Si pudierais ver los sentimientos que embargan mi corazón en estos momentos —dijo—, os daríais cuenta de lo mucho que os quiero y cuán agradecida os estoy por haberme tratado como a una hija. No sé qué daría para corresponder a vuestra generosidad.

—Perderte de vista será ya un regalo: Eres una impertinente, una petulante… —comenzó diciendo Telías para no echarse a llorar.

Areté pasó entonces de las lágrimas a la risa.

—Es lo que trato de hacer cuanto antes: ¡pásatelo bien, barrigón! —Y también tú, pequeña —respondió Telías con los ojos brillantes.

—Te mantendré informado —le dijo Filisto al despedirse.

Luego acompañó a la muchacha hacia la puerta sur, que a aquella hora estaba ya abierta. Prosiguieron su camino pasando entre las grandes tumbas monumentales que franqueaban el camino. Areté se las señalaba a su compañero mientras le hablaba de los famosos atletas, de los filósofos y de los grandes gobernantes que había allí enterrados, cosa que había aprendido durante su estancia en la ciudad. De vez en cuando volvían la vista atrás para contemplar la acrópolis iluminada por los rayos de la aurora y los tejados y las acroteras de los templos que sobresalían en lo alto, más allá de las murallas, mientras una trompeta desde la torre más alta, saludaba con fuertes toques la salida del sol.

La vista se volvió más espléndida aún cuando se embarcaron y la nave comenzó a alejarse de la costa. Entonces los templos de la colina y el de Atenea en la acrópolis se destacaron sobre la ciudad como si la mano de un dios los alzase hacia el cielo. En la parte de poniente se veía claramente el santuario aún inacabado de Zeus, el grandioso frontón plagado de figuras dispares, los Gigantes que sostenían la inmensa cubierta sobre sus hombros.

—¿De veras crees que la ciudad está en peligro? –preguntó Areté.

—No, no lo creo —respondió Filisto—. Agrigento es inexpugnable.

—Entonces, ¿por qué está Telías tan angustiado?

Filisto desvió la mirada para no dejar ver su inquietud.

—Ha sentido que te marcharas, no por otra cosa, y está preocupado: un viaje por mar siempre entraña algunos riesgos.

Areté guardó silencio mientras contemplaba cómo la más bella ciudad que los hombres hubieran construido se alejaba lentamente y se ocultaba sobre el perfil de las olas a medida que la nave, impulsada por el viento, tomaba velocidad. De repente dijo, como si hablara entre sí:

—¿Le volveremos a ver?

Filisto esta vez fingió no haber oído

Llegaron a Gela ya de noche y echaron el ancla en la desembocadura del río que daba nombre a la ciudad, representado en sus monedas de plata como un toro con rostro humano. La ciudad estaba construida sobre un malecón rocoso que se prolongaba de levante a poniente y defendida por unas murallas formidables, hechas de grandes bloques de piedra gris. Era la metrópolis de Agrigento y había sido fundada conjuntamente por colonos de Rodas y de Creta casi tres siglos antes. De ella provenía Gelón, el vencedor de los cartagineses cerca de Himera que había desencadenado un odio inextinguible y encendido una sed de venganza capaz de afectar a tres generaciones de distancia.

Allí descansaba Esquilo, el gran trágico; Areté quiso visitar su tumba antes de que se hiciera de noche. Era una sepultura modesta, rematada por una lápida que ostentaba una breve inscripción funeraria:

AQUÍ YACE ESQUILO, HIJO DE EUFORIÓN, ATENIENSE,

MUERTO EN GELA, PICA EN MIESES.

PUEDEN ATESTIGUAR SU VALOK, POR HABERLO

CONOCIDO, EL MEDO DE ESPESAS MELENAS

Y EL BOSQUE SAGRADO DE MARATÓN.

Areté leyó emocionada la inscripción.

—Ni una referencia a su gloria de poeta, solo a la de combatiente —comentó.

—Era un hombre a la antigua —repuso Filisto—. Hombres así son muy raros en nuestros días.

Volvieron a partir al día siguiente antes del amanecer, tras haberse abastecido de agua, y navegaron rumbo a Camarina, de la que pudieron ver emerger, a primera hora de la tarde, el templo de Atenea de los tejados rojos de la ciudad.

—Camarina ha sido siempre hostil a Siracusa, también durante la guerra contra los atenienses —explicó Filisto a Areté que observaba, apoyada en la barandilla de la embarcación, la ciudad resplandeciente a pleno sol.

—Las ciudades de los griegos son como nidos de gaviotas adheridos a las rocas de la costa —dijo Areté— y rodeadas por tierras habitadas por bárbaros que no comprenden nuestra lengua ni veneran a nuestros dioses. Deberían unirse y prestarse ayuda una a otra y, en cambio, están a menudo divididas, incluso son enemigas juradas. Agotan sus fuerzas en luchas continuas y cuando el verdadero enemigo asoma en el horizonte no hay nadie capaz de detenerlo…

Filisto se quedó una vez más impresionado y sorprendido por aquella observación de la muchacha, que hacía pensar en una larga familiarización con los asuntos políticos insólita en una mujer. Tal vez era ese aspecto de su personalidad el que había conquistado el corazón de Dionisio. Respondió:

—Es justamente esta dispersión de los asentamientos, de comunidades llegadas de muchos lugares distintos lo que hace difícil un entendimiento entre ellas, y por supuesto llegar a una verdadera alianza. Se unen cuando se ven obligadas por un peligro tan grande que amenaza su propia existencia, pero a menudo es demasiado tarde. Es triste, porque cuando los griegos de Sicilia han luchado unidos obtuvieron grandes victorias.

—Y esto, en tu opinión, ¿es todavía posible?

—Tal vez. Pero haría falta un hombre capaz de convencerles como sea de que la unión es indispensable para la supervivencia. Si es necesario, obligarles a ello.

—Un hombre semejante sería un tirano en su propia ciudad y en las de los demás —respondió Areté con firmeza.

—Hay momentos en que se puede renunciar a una parte de la propia libertad si está en juego la vida misma y la supervivencia de comunidades enteras, ¿no crees? Y hay situaciones en que es precisamente el pueblo quien confiere a un hombre digno responsabilidades excepcionales.

—Parece que pienses en alguien en concreto al decir esto —dijo Areté sin apartar la vista de la pequeña ciudad que se alejaba sobre la espuma de las olas.

—Así es exactamente. Este hombre está ya entre nosotros y tú lo has conocido.

—Dionisio…. ¿estás pensando en Dionisio? —exclamó Areté volviéndose finalmente hacia él—. Pero es absurdo: él es poco más que un muchacho.

—La edad no quiere decir nada: lo que cuenta es el coraje, la inteligencia, la determinación y él está dotado de estas cualidades en sumo grado. No puedes hacerte una idea siquiera de la fascinación que ejerce en la gente y cuántos son los que lo admiran y están dispuestos a todo por él.

—En cambio, me lo imagino perfectamente —respondió Areté con una sonrisa.

Hicieron falta otros dos días para llegar a la vista de Siracusa, donde recalaron en la orina meridional del Puerto Grande. Filisto mandó a tierra a un par de hombres para que comprasen comida en el mercado y se aprovisionaran de agua, pero él se quedó a bordo con la muchacha, sabedor de que Dionisio esperaba de él una custodia continua, atenta y prudente. Notó que Areté se había quedado impresionada a la sola vista de la ciudad y no había podido disimular una fuerte emoción.

—¿Conoces a alguien aquí? —preguntó Filisto.

—Pasé aquí mi infancia —respondió Areté tratando de controlarse.

—¿De veras? Pues, entonces, quizá conozco a tus padres.

—No creo —replicó la muchacha y fue a sentarse en la cubierta de popa como si quisiera cortar la conversación.

Filisto no dijo nada más y se ocupó de las provisiones. Dio orden de que se cenase a bordo y de que nadie más bajara a tierra.

Antes de que se pusiera el sol, Areté se acercó de nuevo a su acompañante.

—¿Se ve desde aquí su casa? —le preguntó.

Filisto sonrió indicando un punto delante de sí.

—Dirige tu mirada hacia allá arriba, por encima de la Acradina, donde está el teatro. Desde allí, sigue ahora una línea imaginaria hasta el muelle de la Ortigia. ¿Ves la terraza con la parra, cerca de la mitad de la calle?

—La veo.

—Pues esa es su casa.

—¿Es allí donde viven sus padres?

—Ya no tiene. Su padre Hermócrito murió durante la gran guerra cuando los atenienses sitiaron Siracusa. Y su madre le siguió al poco a la tumba, por una enfermedad incurable. Con solo dieciséis años tuvo que sostener a las hermanas más pequeñas que ahora están todas casadas en otras ciudades, y a su hermano Léptines.

Areté no preguntó nada más y mantuvo la mirada fija en el tejado de tejas rojas y en la parra hasta que el sol desapareció en el horizonte.

Pasaron otros dos días antes de llegar a la vista del Etna cubierto aún de nieve, alto, con su penacho de humo, en un golfo maravilloso, en la llanura costera llena de olivos y de vides que comenzaban a echar las primeras hojas tiernas de primavera.

En la costa se extendía Naxos, la primera colonia de los griegos en Sicilia, con su templo mayor que se alzaba a escasa distancia de la playa para indicar el punto en el que habían desembarcado los antepasados emigrantes al mando de su fundador Bucles. Filisto explicó que en el ágora estaba el altar de Apolo Conductor, el que mandaba a los colonos que emigraban de la patria de origen en busca de fortuna a las costas lejanas. De aquel altar, primer lugar sagrado en la isla, partían todas las delegaciones que iban a Grecia a consultar el oráculo de Delfos.

—Ninguna emigración —dijo Filisto— fue empujada jamás sin la guía del Oráculo, que indicaba el lugar en el que los emigrantes debían fundar la nueva patria y el tiempo más adecuado para afrontar la navegación por mar. Por eso en muchas colonias hay un altar de Apolo Conductor, y a veces incluso un templo, como en Cirene…

—¿Conoces Cirene? —preguntó Areté llena de curiosidad.

—Por supuesto. Es una ciudad magnífica y precisamente en la plaza hay una gran inscripción que reproduce el juramento de los colonos. ¿Conoces la historia de la fundación de Cirene? Un día te la contaré, es hermosísima, llena de aventuras extraordinarias.

—Quizá podrías contármela también ahora —dijo Areté.

—Mejor no —repuso Filisto—. Cuanto más nos acercamos a nuestro destino, más siento que tu mente está ocupada en otros pensamientos, como es justo que así sea, si me imagino el motivo.

—No se te puede esconder nada —replicó Areté.

—He dedicado mi vida al estudio de los avatares y de la naturaleza de los hombres y espero haber aprendido algo; sin embargo siento que conseguirás, de todos modos, sorprenderme antes o después. Hay muchas cosas en ti que no consigo aún comprender.

—¿Cuándo llegaremos a Mesina? —preguntó Areté cambiando de conversación.

—Esta misma tarde, si el tiempo sigue siendo bueno. Nuestro viaje casi ha terminado.

Entraron en el gran puerto, curvo como una hoz, de Mesina a la hora del ocaso y Areté se mostró exultante como una niña al ver el estrecho que separaba Sicilia de Italia. Rhegion, el otro lado, se distinguía tan bien que parecía que podía tocarlo.

—¡Qué lugar más maravilloso! —exclamó—. Cuesta imaginar que estuvieran aquí Escila y Caribidis.

—Lo que te parece un lugar maravilloso al que se asoman unas bellísimas ciudades fue por el contrario salvaje y tremendo a los primeros navegantes que se aventuraban por estas aguas: fuertes corrientes del estrecho arrastraban sus frágiles embarcaciones contra los escollos de uno y otro lado. La vista del Etna con sus ríos de fuego, los retumbos que sacudían la tierra, el cernerse de las rocas de levante, los sombríos bosques… todo parecía descomunal y amenazador. Por eso imaginaron que antes de ellos Odiseo, el héroe errabundo, había ya surcado estas aguas turbulentas venciendo a los monstruos, derrotando al cíclope, engañando a las sirenas, eludiendo los sortilegios de Circe…

Areté volvió la mirada hacia la orilla siciliana, al hermosísimo puerto hormigueante de navíos, en el momento en que el agua se volvía de color plomizo y unas nubes lejanas enrojecían a causa de los últimos rayos del sol. Hasta el penacho del Etna se teñía de colores irreales y comprendió lo que Filisto quería decir con sus palabras.

—Te estaría escuchando durante días enteros —dijo—. Ha sido un privilegio pasar contigo este tiempo.

—También para mí lo ha sido —contestó Filisto.

Areté bajó la mirada y preguntó ruborizándose:

—Según tú, ¿qué te parezco? Quiero decir… ¿te parece que estoy demasiado flaca?

Filisto sonrió.

—Me pareces muy hermosa. Pero mira, alguien viene hacia nosotros, y se diría que no ve llegar la hora de abrazarte.

Areté miró hacia la dársena y enmudeció: Dionisio corría hacia ella como un joven dios, ataviado únicamente con una clámide ligera, el pelo cayéndole en ondas sobre los hombros, gritando a voz en cuello su nombre.

Hubiera querido correr a su encuentro y gritar también, o quizá llorar, pero no conseguía hacerlo: permaneció inmóvil y muda, agarrada a la barandilla, mientras lo miraba como a una visión soñada.

Dionisio dio un salto desde la orilla del muelle y se agarró a la barandilla de la nave desde el exterior. Se izó con los brazos salvándola de un impulso y ella se lo encontró enfrente.

Solo consiguió decir:

—Cómo has hecho para saber que…

—Porque cada tarde escrutaba la entrada del puerto esperando verte llegar.

—¿Y no has cambiado de idea? Estás seguro de que…

Dionisio interrumpió sus palabras con un beso y la estrechó contra sí. Areté le echó los brazos al cuello y sintió que se derretía en el calor de su cuerpo, se abandonó a su fuerza, a las palabras apasionadas que le susurraba al oído.

Dionisio se desprendió de ella y le dijo sonriendo:

—Ahora, sin embargo, es preciso respetar la costumbre. Ven, tengo que ir a pedir tu mano.

—Pero ¿qué tratas de decir…? ¿A quién quieres pedirme como esposa? Yo estoy sola, yo…

—A tu padre, pequeña. Hermócrates está aquí.

Areté miró a Filisto y luego de nuevo a Dionisio diciendo:

—¿Mi padre? Oh… dioses del cielo, ¿mi padre?

Los ojos se le llenaron de lágrimas.