Antes de que se pusiera el sol, apareció en alta mar la escuadra Siracusana con veinticinco trirremes. Habían arriado velas y avanzaban a remo, señal de que los comandantes estaban preparados para cualquier eventualidad.
Diocles se hallaba acampado en la playa, oculto de la vista por la larga duna costera que la delimitaba hacia el interior, y estaba preparando el contingente de auxilio que había traído para ayudar a los himereses sitiados. Mandó indicar a los navarcas que se mantuvieran fistos para intervenir en caso necesario, luego esperó a que se hiciera de noche antes de dar la señal de partida: consigna que pasó de unidad en unidad.
La columna comenzó a desfilar a lo largo de la orilla del mar sin que los pasos de los guerreros siracusanos, amortiguados por la arena húmeda, hicieran el mínimo ruido. Diocles iba a la cabeza, detrás de él venían las compañías y los batallones, cada uno siguiendo a su propio comandante. Los centinelas permanecieron agazapados en lo alto de la duna para no perder de vista la llanura y controlar que los bárbaros no advirtieran que todo un ejército marchaba a escasa distancia en la oscuridad y en el silencio, como un ejército de espectros.
Cuando llegaron cerca del objetivo, Diocles mandó por delante a un par de exploradores que se acercaron a la unidad himeresa que montaba la guardia en la puerta sur. Antes de que el comandante de la defensa lanzase el «¿Quién va?», se identificaron:
—Somos la vanguardia del ejército siracusano.
—Que los dioses os bendigan —dijo el comandante—. Pensábamos que ya no llegabais.
El hombre lanzó un silbido y el ejército avanzó en filas de a cuatro a través de la puerta sur, esta vez sí, en marcha cadencioso, haciendo vibrar las murallas y los soportales con el ruido de sus cascos herrados. Apenas comenzaron a entrar, se corrió la voz de que estaban llegando refuerzos y los habitantes de la ciudad, dejando sus casas, se agolparon a lo largo de la calle que conducía hacia el ágora. La alegría de verles era tal que hubieran querido gritar y aplaudir a aquellos jóvenes que venían a arriesgar su vida para ayudarles, pero permanecieron en silencio, contando cada uno con ansiedad las filas que pasaban. La esperanza de salvación crecía a cada unidad que se sumaba a los que desaparecían ya por la parte de arriba, hacia la columnata de entrada de la plaza principal.
—Tres mil —dijo un anciano cuando la última fila pasó por delante de él.
—Pocos —comentó otro en tono desilusionado.
—Es cierto —respondió el primero—, pero son hombres escogidos. ¿Has visto cómo marchan? Parecen un solo hombre. Estos, cuando están alineados, son una muralla, te lo digo yo, y cada uno de ellos vale por tres.
—Esperemos que sea así —respondió el segundo—, porque no creo que recibamos más ayudas.
Tras decir esto, se alejó desapareciendo en la oscuridad.
Diocles celebró consejo en el ágora con los oficiales himereses.
—Asumo el mando supremo, si no tenéis nada en contra —comenzó diciendo.
Nadie habló.
—¿Cuántos hombres podéis alinear? —preguntó entonces Diocles.
—Siete mil —le respondieron—. Contando de los muchachos de dieciocho años a los hombres de cincuenta.
—Más tres mil que somos nosotros sumamos diez mil. Con ellos nos basta. Mañana saldremos en formación de combate. Un frente de dos mil hombres por cinco de fondo. Es un poco alargado, pero aguantará. Nosotros estaremos en primera línea porque estamos frescos y ninguno de mis hombres tiene más de treinta años. Cada uno de ellos lleva raciones de comida para cuatro días: solo deberéis proporcionarnos agua.
El oficial himerés de más alta graduación se adelantó.
—Quiero daros las gracias a ti y a tus hombres por haber acudido en nuestra ayuda. Mañana os demostraremos que no tendréis que arepentiros de haberlo hecho.
—Lo sé —respondió Diocles—. Y ahora vamos a dormir. Atacaremos al amanecer, en silencio, sin toque de trompetas. Les despertaremos personalmente.
Los guerreros se acomodaron debajo de los soportales donde se había extendido paja y al cabo de poco toda la ciudad se sumió en el silencio. Diocles comprobó que todos contaran con lo necesario, luego se preparó él mismo para pasar la noche.
En aquel preciso instante apareció Dionisio, como de la nada.
—Ha ido todo como una seda, por lo que veo.
—En efecto —repuso Diocles— y mañana acabaremos la partida con esos bárbaros de la llanura.
—Hay otros en las colinas, lo sabes, ¿verdad? —repuso Dionisio. —No necesito que me lo digas tú.
—Mejor así. Solo que no comprendo estas prisas por atacar.
—Me parece que es evidente. Cuanto menos lejos estemos de casa, mejor.
—Las prisas son malas consejeras. Yo habría tratado de conocer mejor la situación, la disposición de las fuerzas enemigas. Para evitar eventuales trampas.
—Tú no tienes el mando.
—No, por desgracia —respondió Dionisio, y se alejó.
Salieron, como había previsto Diocles, al amanecer, descansados y comidos, y marcharon durante casi un estadio antes de que se dejara oír desde el campamento enemigo el sonido de los cuernos de guerra. Inmediatamente después el ejército púnico salió a campo abierto: eran líbicos con sus túnicas claras, la placa de hierro sobre el pecho protegiendo el corazón, el casco de bronce y el escudo pintado con los colores de sus tribus; los sículos, con las largas vestiduras de burda lana teñidas de ocre, los cascos y los coseletes de cuero; los sicanos, con escudos de madera adornados con las imágenes de sus símbolos étnicos; los íberos, con las grebas repujadas decoradas con estaño, las túnicas blancas orladas de rojo, los yelmos de cuero que se extendían con el cubrenuca hasta los hombros, rematados por una fina cresta roja que les daba un aspecto de criaturas casi mágicas; los baleares, que volteaban sus hondas haciéndolas silbar en el aire, y los mauros de la caballería, de piel morena y brillante, con espesísimas y crespas cabelleras. Cabalgaban a pelo fogosos corceles del Atlas: empuñaban largas azagayas y escudos de piel de cebra y de antílope. Infantes y jinetes de tantas naciones que obedecían a unos pocos oficiales cartagineses, armados a la oriental con yelmos cónicos, pesadas corazas de cuero decorado de vivos colores, túnicas verdes y ocres listadas de rojo y de amarillo.
Todos aquellos guerreros estaban probablemente en ayunas, pero lanzaban grandes gritos, saltaban alzando las armas con gestos amenazadores y se veía que la excitación iba en aumento conforme las filas se engrosaban: era su modo de vencer el miedo que se apodera de un combatiente antes del momento del ataque; trataban de llenar de ferocidad el estómago vacío ante lo inminente del choque.
Los griegos, en cambio, marchaban en silencio absoluto y en perfecto orden y, cuando salió el sol, sus escudos brillantes como un espejo relampaguearon con un fulgor cegador, la tierra tembló bajo su pesado paso cadencioso.
Los baleares intentaron un lanzamiento con sus hondas mortíferas, pero la granizada fue a estrellarse contra una muralla de escudos sin causar daño y la distancia era ya demasiado corta para el disparo de los arqueros, porque, entretanto, a una orden de Diocles, la falange griega se había lanzado a la carrera cubriendo en breve tiempo el espacio entre los frentes opuestos. Las dos formaciones toparon con gran violencia y enseguida el grito de los mercenarios púnicos se trocó en grito de agonía. La presión de las líneas traseras enemigas había empujado a los hombres de primera línea, sobre todo a los líbicos, sículos y mauros, contra las lanzas en ristre de los griegos, que les habían traspasado en gran número, mientras que las armas ligeras de los mercenarios podían muy poco contra los pesados escudos y las gruesas corazas metálicas de sus adversarios.
Dionisio, formado en el ala izquierda con los soldados de su Compañía, mató de una lanzada al primer impacto a un jefe de los mauros que tenía enfrente —un bereber pelirrojo del Atlas de ojos de un azul esplendente— y traspasó con la espada a su compañero que se había lanzado hacia delante para vengarle. Aunque las fuerzas que tenía enfrente comenzasen a ceder, él seguía gritándoles a los suyos:
—¡Mantened la fila, hombres! ¡Estad en línea! —Y golpeaba con la punta de la lanza los escudos de aquellos que se lanzaban demasiado adelante para hacerles retroceder.
La resistencia del ejército púnico, que se esperaba encontrar con hombres cansados y desesperados, se debilitó en el enfrentamiento prolongado con los hoplitas siracusanos, firmes como rocas, y cuando su comandante cayó y fue pisoteado por las botas de los enemigos los cartagineses se dieron a la fuga precipitadamente.
Diocles, seguro ya de la victoria, lanzó a sus hombres en su persecución sin preocuparse de la unidad de la formación. Sobre todo los himereses, que a cada enemigo muerto veían aumentar la esperanza de supervivencia de su ciudad, se entregaron a la matanza sin preocuparse ya de mantener la disciplina. Ebrios de sangre, no vieron que Aníbal de Ghiskon había lanzado a sus tropas contra su flanco derecho, colina abajo.
Dionisio reparó en ello y ordenó a un trompetero que tocara a retirada. Diocles, que veía ya al alcance de la mano la conquista del campamento enemigo, fue furibundo a su encuentro gritando:
—¿Quién te ha dicho que toques a retirada? Te haré arrestar por insubordinación, te haré…
Dionisio no le dejó terminar la frase: le propinó un puñetazo en pleno rostro mandándole al suelo, luego apuntó la espada en la garganta del trompetero que había dejado de soplar en su instrumento y le ordenó sereno:
—Toca.
La trompeta volvió a tocar a retirada y otros trompeteros se hicieron eco a la primera señal. Los guerreros trataron de reagruparse acudiendo bajo las enseñas que Dionisio había hecho reunir en medio del campo de batalla, protegidas por los miembros de su compañía, pero muchos fueron rodeados y aniquilados antes de poder ponerse al abrigo en las filas. También Diocles, dándose cuenta del desastre, empezó a desvivirse por salvar lo salvable, y al cabo de una hora consiguió volver a reunir la formación y replegarse hacia la ciudad.
Los himerenses, que primero se habían mostrado exultantes por la victoria, asistieron a continuación, impotentes desde las torres y los bastiones de la ciudad, a la emboscada de Aníbal y a la muerte de tantos de sus hijos. Cuando el ejército volvió a entrar por la puerta de levante, se repitió el triste espectáculo que acompaña siempre al regreso de los soldados del campo de batalla: padres, madres, mujeres y prometidas se agolpaban a lo largo de la calle tratando ansiosamente de reconocer a sus seres queridos. Era horrible ver apagarse en aquellos rostros la esperanza a medida que los supervivientes desfilaban, sin yelmo, para poder ser reconocidos. La desesperación de unos contrastaba con la alegría de los que reconocían a un hijo o a un marido incólume.
Los comandantes de batallón hicieron un llamamiento para que se acudiese al ágora y los magistrados de la ciudad contaron al final tres mil caídos en el campo de batalla. La flor de su juventud había visto segada su vida y los cuerpos de sus muchachos yacían dispersos por la llanura a merced de los bárbaros y de los perros. A cada nombre llamado sin respuesta se alzaba un agudo lamento y el llanto de las madres crecía hasta convertirse en un lúgubre coro. En muchos casos, habían caído tanto el padre como los hijos y familias enteras se habían visto privadas para siempre de descendencia. Faltaban al llamamiento también treinta y cinco hombres del cuerpo expedicionario siracusano.
Dionisio se ofreció voluntario para ir a negociar la devolución de los prisioneros, en caso de que los hubiere, y la tregua para recoger a los muertos. Diocles, que lo odiaba, tuvo que armarse de valor y consentir a la petición.
Salió por la puerta de levante entre dos magistrados a caballo, sin armas y con la cabeza descubierta, pero revestido con la coraza y las grebas, y se adentró hasta el punto en que Aníbal de Ghiskon había mandado levantar un pabellón en medio de la llanura y, sentado en un alto escabel, repartía recompensas a aquellos de sus mercenarios que más se habían distinguido en el combate.
El general cartaginés le recibió con una actitud despreciativa y antes de que pudiera hablar le mandó decir por medio de un intérprete que no negociaría ninguna tregua, que estaba allí para vengar la memoria de su antepasado Amílcar y que no habría paz hasta que no hubiera exterminado a la estirpe de los himereses.
Dionisio se acercó a él lo más que pudo y, extendiendo la mano en dirección del campo de batalla, dijo:
—Entre aquellos muertos, yacen también cuatro de mis amigos y miembros de mi Compañía. Debo recuperar sus cuerpos: es un juramento que nos une. Si me concedes esto al menos, te perdonaré la vi da cuando llegue el momento.
Aníbal de Ghiskon no dio crédito a lo que oía cuando el intérprete se lo hubo traducido:
—¿Qué tú… tú me perdonarás a mí la vida? —dijo estallando en una carcajada.
—Lo haré —confirmó Dionisio sin pestañear.
—Lo siento —respondió—, pero no puedo hacer excepciones. Date por satisfecho con volver sano y salvo a la ciudad. Quiero que sepan por tu propia boca lo que les espera.
—Siendo así —dijo Dionisio—, quiero que sepas que tendrás un final vergonzante. Quien no tiene piedad con los muertos no merece la piedad de los vivos. Adiós.
Montó a caballo y volvió sobre sus pasos para referir el resultado desafortunado de su misión.
Encontró a la ciudad alborotada y presa de gran agitación. Algunos paseantes incluso lanzaron invectivas contra él gritando:
—¡Traidores! ¡Cobardes!
—Pero ¿qué están diciendo? —preguntó Dionisio a los dos magistrados que le acompañaban, pero estos se encogieron de hombros sin saber cómo explicarse un comportamiento semejante.
—No les hagas caso —le dijo uno de ellos—. Han perdido el juicio. La guerra es algo terrible.
Dionisio no respondió, pero estaba seguro de que había sucedido algo extraño, cosa que se vio confirmada cuando llegó al cuartel general, en la zona del ágora. Los comandantes himereses salían en aquel preciso momento de él, furibundos, lanzando maldiciones.
—¿Qué ha pasado? ¡Hablad! —les dijo Dionisio.
—¡Pregúntaselo a tu comandante! —le respondió uno de ellos, y se alejó.
No le habían hecho ni la más mínima pregunta de cuál había sido el resultado de su misión, de tan fuera de sí como estaban.
Encontré a Diocles rodeado por los ancianos de la ciudad, que se apiñaban a su alrededor gritando e implorando.
—¿Qué está pasando? —preguntó Dionisio a voz en cuello—. ¿Alguien quiere decirme qué está pasando?
Los gritos se calmaron un tanto; uno de los ancianos se acercó al reconocerle y le dijo:
—Tu comandante ha ordenado la evacuación de la ciudad.
—¿Qué? —exclamó Dionisio estupefacto—. ¿Qué has dicho?
—Lo que has oído —intervino Diocles—. La ciudad debe ser evacuada.
—Estás loco. No puedes hacer una cosa semejante.
—¡Soy tu comandante, y exijo respeto! —gritó Diocles fuera de sí. Resultaba visible en su mejilla derecha la hinchazón del puñetazo recibido aquella misma mañana.
—El respeto hay que ganárselo —le replicó Dionisio—. Esta gente se ha batido con un coraje sobrehumano; merece nuestro apoyo y aún estamos en condiciones de lograrlo. Aníbal ha tenido más del doble de bajas que nosotros. Podemos hacer desembarcar a la infantería de marina y..
—No has comprendido: la flota de Aníbal ha puesto rumbo hacia Siracusa. Tenemos que volver inmediatamente después de haber puesto a salvo a cuantos podamos.
Dionisio le miró con expresión incrédula.
—¿Quién te ha dicho semejante cosa? ¿Quién?
Diocles pareció dudar y luego respondió: —Alguien que ha llegado mientras tú estabas fuera.
—¿Alguien? ¿Qué significa «alguien»? ¿Tú le has visto? ¿Has hablado con él? ¿Conoces su nombre? ¿Hay alguien que le conozca en la ciudad?
Diocles reaccionó a aquel acoso de preguntas.
—No estoy obligado a darte cuenta de mis decisiones. Eres un subalterno —gritó— y debes limitarte a obedecer mis órdenes.
Dionisio se acercó aún más a él.
—Sí, aquí soy un subalterno, en tiempos de guerra y con la ley de la guerra, pero una vez vueltos a Siracusa me convierto en un ciudadano, y mientras que tú puedes acusarme de haberte dado un puñetazo en el rostro, yo puedo incriminarte por alta traición ante la Asamblea. Y te aseguro que todos los amigos de la Compañía apoyarán la acusación.
Diocles contuvo a duras penas su ira.
—La ciudad es indefendible, ¿lo comprendes? Hemos perdido a un tercio de nuestras fuerzas, y es perfectamente verosímil que la flota de Aníbal esté navegando hacia Siracusa aprovechando nuestra ausencia. Todos lo dicen y es imposible que no sea cierto.
—Asumes una responsabilidad enorme —repuso Dionisio—. El destino de esta ciudad y la sangre de esta gente caerán sobre ti.
Se volvió e hizo ademán de alejarse, pero Diocles le llamó.
—Espera. ¡Detente, te digo! Y también vosotros, escuchad. Llamad a vuestros comandantes, convencedles de que escuchen mi plan. Vosotros mismos os daréis cuenta de que es lo único sensato que cabe hacer.
Hicieron falta horas antes de que los comandantes himereses se convencieran de que debían volver. Dionisio y el resto de oficiales siracusanos estaban también presentes y Diocles comenzó a hablar.
—Sé lo que sentís. Sé que habéis jurado defender la ciudad hasta el final, pero reflexionad, os lo suplico: ¿de qué servirá vuestro sacrificio? ¿A qué fin inmolar vuestras vidas si no estáis en condiciones de salvar la de vuestras esposas y la de vuestros hijos? Morir a sabiendas de que serán esclavos a merced de un enemigo cruel, ¿os servirá acaso de consuelo? Escuchadme, en cambio. Escuchad mi plan que he preparado en tres fases. Esta noche habrá luna nueva: al amparo de la oscuridad embarcaremos a las mujeres y niños en la flota, que los llevará a territorio de Mesina y los dejará bajo la protección y la guía de una unidad de infantería de marina.
—Segunda fase: otro grupo nos seguirá hacia Siracusa por vía terrestre, a lo largo de la duna costera que nos ocultó de la vista al entrar.
—Tercera fase: la flota regresará antes del amanecer y embarcará a los que hayan quedado. Si alguno no encuentra sitio en las naves se dispersará por el campo o tratará de reunirse con nosotros en Siracusa, donde obtendrá ayuda. Cuando Aníbal ordene el asalto se encontrará la ciudad vacía.
Se hizo un silencio sepulcral en la sala del Consejo y nadie se atrevió a decir palabra; solo de pensar en abandonar la ciudad donde habían nacido y vivido era para ellos más terrible que la misma muerte. En un momento determinado se puso en pie uno y habló por todos.
—Escúchanos tú ahora a nosotros, siracusano. Hemos decidido resistir a cualquier precio, porque ese bárbaro de ahí afuera es una fiera sedienta de sangre que ha jurado exterminamos por unas culpas que no tenemos. Nos hemos preparado para combatir porque vosotros nos prometisteis vuestra ayuda, mientras que ahora nos obligáis a rendirnos, aun sabiendo que no podríamos resistir nunca por nuestra propia cuenta. Este plan es una locura y tú lo sabes muy bien. Tienes veinticinco naves ahí fuera y no son ciertamente naves de carga. Son naves de guerra. ¿Cómo piensas transportar a tanta gente? Sabes perfectamente que muchos se quedarán aquí indiferentes, expuestos a una muerte horrible. Nosotros te pedimos, en cambio, que reconsideres tu decisión y que te quedes con tus soldados para batirte a nuestro lado. Repararemos la brecha y combatiremos hasta la última gota de sudor, hasta la última gota de nuestra sangre. No te arrepentirás si te quedas. Te suplicamos que lo hagas. ¡No nos abandones, en nombre de los dioses!
—Lo siento —respondió Diocles—, la ciudad es indefendible. Volved a vuestras casas, reunid a las mujeres y a los niños. No disponemos de mucho tiempo: está a punto de anochecer.
—¡Traidores! —gritó otra voz.
—¡Cobardes! —gritó una tercera.
Pero Diocles no se inmutó y se alejó en dirección a la puerta de levante. Dionisio oía aquellas invectivas como si fuera fuego en su piel, pero no pudo hacer ni decir nada.
Apenas anocheció, comenzó el triste éxodo. Las mujeres eran incapaces de separarse del cuello de sus maridos, los niños invocaban el nombre de los padres llorando desesperados y tuvieron que ser obligados casi a viva fuerza a ponerse en camino. A Dionisio se le encargó la tarea de acompañarlos hasta la playa y hacerlos subir a bordo de las naves. El resto del ejército siracusano, escoltado por un millar de personas aproximadamente, se puso en marcha a lo largo de la playa, detrás de la duna costera tratando de alejarse lo más posible de las murallas de la ciudad ya condenada. Los soldados marchaban en silencio y así pudieron oír, durante toda la noche, el llanto quedo y desgarrador de las mujeres y de los niños que abandonaban su tierra.
La flota alcanzó el límite del territorio mesinés hacia la hora tercia de la noche. Dionisio hizo desembarcar a los fugitivos juntamente con una cincuentena de sus soldados con la orden de escoltarlos hasta Mesina. Él, con otros pocos, volvió sobre sus pasos, a menudo echando una mano personalmente a los remeros para llegar a Himera antes de que rompiera el día.
Lamentablemente un viento de poniente retrasó mucho su regreso, pese a los enormes esfuerzos de la tripulación, y cuando al fin llegaron a la vista de Himera tuvieron que asistir impotentes a un espectáculo espantoso.
Aníbal, en el mayor de los secretos, había excavado una segunda mina que hizo desmoronarse un amplio sector de muralla justo ante los ojos de los marineros siracusanos que asomaban en aquel momento por la bahía. Los mercenarios púnicos se desparramaron por el interior de la ciudad causando estragos con todos aquellos que encontraban y capturando a otros muchos.
Dionisio, trastornado, corrió a popa donde estaba el navarca de la nave capitana en la que se encontraba.
—Rápido, atraquemos —le dijo— y desembarquemos todas las fuerzas de que disponemos. Los bárbaros estarán dispersos y ocupados en el saqueo: si caemos ahora encima de ellos, compactos, podremos dar un vuelco a la situación y..
El navarca le interrumpió con un gesto.
—Ni pensarlo: las órdenes son poner a salvo a la población y luego regresar lo más pronto posible a Siracusa, no entablar combate. Y aquí por desgracia no hay nadie a quien salvar. Están perdidos, no hay nada que podamos hacer por ellos. —Se volvió hacia el piloto—. Proa a levante —ordenó— e izad las velas. Pongamos rumbo hacia los estrechos.
El gran trirreme describió un amplio semicírculo hacia el norte antes de apuntar en dirección a Mesina y los otros le siguieron uno por uno enfilando a lo largo de la costa. Los infantes embarcados trataron de apartar la vista de tierra, pero el viento trajo igualmente a sus oídos los gritos, aunque atenuados por la distancia, de la ciudad sometida a tormento.
Los prisioneros, en número de tres mil, fueron torturados uno por uno con los más atroces suplicios sin consideración a la edad o al sexo y luego degollados sobre la piedra en la que decían había muerto el antepasado del caudillo cartaginés, Amílcar. Las murallas fueron demolidas, la ciudad destruida y el templo de la victoria, construido en memoria de la gran batalla ganada setenta y dos años antes contra los cartagineses, fue completamente arrasado.
Himera fue destruida doscientos treinta y nueve años después de su fundación. Al final, saciado de su venganza y de la victoria, Aníbal de Ghiskon, cargado con el botín, volvió a Palermo, donde le esperaban sus naves para llevarle de vuelta a Cartago. La amenaza de la flota cartaginesa a Siracusa nunca había existido más que en la imaginación y en la desidia del alto mando que había dejado sucumbir ya a Selinonte, allanando el camino al bárbaro hacia el corazón de Sicilia.
Filisto dejó de dictar y el escribano guardó el cálamo en el estuche.
—Es suficiente por hoy —dijo—. Hemos contado demasiadas cosas tristes.
El siervo hizo una inclinación y salió de la estancia. Filisto se acercó al rollo de papiro aún fresco de tinta y recorrió con la mirada las pocas líneas que resumían el martirio de una de las ciudades más hermosas y gloriosas del occidente griego. Suspiró y se pasó una mano por la frente como para contener la fuerza destructiva de aquellas imágenes. Por la ventana podía ver una nave de guerra entrando en el puerto norte y cómo los marineros arrojaban un cabo para el atraque. El sol se ponía en el horizonte haciendo brillar las acroteras del templo de Atenea en la Ortigia y los reclamos de las gaviotas se confundían con los de las golondrinas que volvían a sus nidos de los tejados del gran santuario.
Llamó a un siervo.
—Vete corriendo al puerto y entérate de que novedades llegan con la nave que está atracando en estos momentos; luego vuelve inmediatamente para darnos cuenta de ellas.
El siervo salió a la carrera y Filisto siguió paseando adelante y atrás por su estudio pensando en lo que podía haberle sucedido a Dionisio, de quien no había sabido ya nada desde hacía bastante tiempo. La noticia de la matanza de Himera había trastornado a la ciudad y la llegada a continuación de Diocles con miles de fugitivos desesperados, que venían a añadirse a los supervivientes de Selinonte ya hacinados en Agrigento, provocó una sensación opresiva de angustia. Hasta pocos meses antes, Cartago era para ellos nada más que una ciudad lejana que mantenía una pequeña base en una islita de la Sicilia la occidental. Ahora era una presencia amenazadora e inminente, un monstruo que se tragaba las ciudades griegas una tras otra aniquilando a poblaciones enteras.
Aparte de ello, el hecho de que Diocles hubiera abandonado insepultos los cuerpos de los guerreros siracusanos y aliados ante las murallas de Himera provocó un profundo dolor y consternación entre los cientos de familias de la ciudad donde casi todos se conocían.
Eran muchos también los dispersos y Filisto se preguntaba si no estaría Dionisio entre ellos. Era uno de los guerreros más fuertes y temerarios, siempre el primero en cruzar la espada con el enemigo y el último en abandonar el campo de batalla, y los hombres como él eran los que estaban más expuestos a los reveses de la suerte.
Volvió el siervo cuando se estaba poniendo ya el sol con un mensaje importante.
—Uno de los oficiales embarcados en el trirreme pertenece a la Compañía y necesita verte en Privado bajo el pórtico del templo de Apolo cuando se llame al primer turno de la guardia.
—Y tú, ¿qué le has respondido? —preguntó Filisto.
—Conociéndote, amo, he respondido que estarías allí y que, en caso contrario, me mandarías a mí para fijar otra cita.
—Bien, sé que puedo confiar en ti. Ahora tráeme la capa y ve a la cocina a cenar.
—¿No quieres que te acompañe con la linterna, amo? Dentro de poco estará oscuro.
—No, no importa. Me bastará con la luz de la luna.
Se encaminó hacia allí apenas oyó el toque de trompeta anunciar desde las murallas el primer turno de la guardia y se adentró por las calles estrechas y tortuosas de la ciudad vieja. Una vez que hubo llegado a las inmediaciones de la explanada delantera del templo, escrutó debajo del pórtico, pero no vio a nadie. Esperó un poco aún antes de salir a descubierto, luego atravesó la plaza casi desierta y subió la gradería que conducía al pórtico delantera.
Casi enseguida un hombre salió de detrás de una columna y fue a su encuentro.
—¿Eres tú Filisto? —le preguntó.
—Yo soy. ¿Y tú quién eres?
—Me Hamo Cabrias. Soy de la Compañía y conozco a Dionisio —respondió el hombre, y le mostró la muñeca que ceñía un brazalete de cuero con la figura de un delfín grabada en él.
Filisto se arremangó la manga de la túnica y mostró uno igual.
—Tengo un mensaje de parte de Dionisio —añadió Cabrias.
—Te escucho.
—Te manda decir que está bien de salud, pero que hubiera preferido morir antes que presenciar una atrocidad semejante.
—Lo comprendo perfectamente. ¿Qué más?
—Se encuentra en Mesina, pero no tiene intención de volver a Siracusa y te pide que le ayudes.
—Habla.
—Necesita dinero…
—Lo suponía y lo he traído conmigo —dijo Filisto echando la bolsa que llevaba colgada del cinto.
—Además desea que hagas llegar esta carta a una muchacha llamada Areté que se encuentra en Agrigento, huésped de Telías –añadió el hombre alargándole un pequeño estuche cilíndrico de cuero.
—La recibirá dentro de tres días como máximo.
—Si la muchacha decide quedarse en Agrigento, podrás volver a casa sin más preocupación. En cambio, si decidiera ponerse en viaje, Dionisio te pide, en nombre de la amistad que os une, que le proporciones una escolta para que no corra peligro alguno.
—Dile que esté tranquilo: me ocuparé de todo personalmente.
Le entregó el dinero y echó a andar para irse.
—Una cosa más —dijo aún el hombre y le hizo gesto de que se acercase.
—Te escucho —respondió Filisto, no sin un cierto recelo.
—Hermócrates desembarcó la otra noche en Mesina con diez naves de guerra y algunos cientos de mercenarios.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Filisto, incrédulo.
—Es la pura verdad y por eso Dionisio no quiere regresar. Debes hacer correr la voz entre todos los de la Compañía y decirles que estén listos. También para pelear, si fuera preciso.
—También para pelear —repitió Filisto y pensó en cuántos jóvenes miembros de aquella sociedad secreta no esperaban otra cosa que batirse al lado de Dionisio—. Escucha —añadió acto seguido, pero el hombre que había dicho llamarse Cabrias ya había desaparecido.