Dionisio se levantó al primer canto del gallo y pensó en Areté. Aquella muchacha amedrentada y orgullosa, tierna y descarada, y no obstante frágil como un perfumero, le inspiraba un sentimiento que no quería admitir ni aceptar, una admiración que le había impresionado la primera vez que la había visto en la procesión de Siracusa el día de la fiesta de Atenea.
La hija de Hermócrates, su ídolo, su modelo. No habría osado nunca siquiera mirarla, pensó entonces, a ella, hija de un aristócrata, nunca habría podido imaginar que llegaría un día en que la supervivencia misma de la muchacha dependería de él. Sentía cierto fastidio al tomar conciencia de que se había quedado prendado de ella. Y sin duda no por compasión, aunque así había querido creerlo en un primer momento.
La noche antes había bajado a mirarla después de que hubiera caído en un pesado sueño. La había contemplado largamente demorándose con la lucerna mientras escrutaba cada uno de los rasgos de su rostro, cada curva de su cuerpo leve como espuma, sus pequeños pies doblados. Luego volvió a la terraza de debajo de la parra para contemplar el sol que descendía hacia el mar.
Metió un pan dentro de la alforja, llenó la cantimplora de agua fresca, preparó el caballo y bajó hacia la plaza del mercado sujetándolo por la brida.
Sus hombres le esperaban ya dispuestos y equipados; estaban desayunando mientras echaban de vez en cuando pedacitos de pan a los peces amaestrados del lago artificial. Se pusieron en camino casi enseguida y, una vez que hubieron salido por la puerta de levante y bajado al valle inferior, volvieron la vista atrás para contemplar el maravilloso espectáculo de los rayos matutinos que herían en su parte alta el templo de Atenea de la acrópolis antes de descender, lentamente, para iluminar las laderas de la colina sagrada. Los altísimos muros la rodeaban por todas partes y miles de mercenarios se sumaban a las tropas de la ciudad para defender el poderoso recinto amurallado.
—Demasiado grande —dijo Dionisio, observando aquella maravilla.
—¿Qué has dicho? —preguntó Filisto, que cabalgaba a su lado. —Que el recinto amurallado es demasiado grande. Podría volverse indefendible.
—¡En qué tonterías piensas! —exclamó Filisto—. Agrigento es inexpugnable. Demasiado alta para ser derrotada con torres de asalto y además es riquísima y dispone de todos los medios para su defensa.
Dionisio la miró de nuevo mientras refunfuñaba.
—Demasiado grande, demasiado grande…
Pasaron junto al campamento del contingente siracusano que hubiera tenido que prestar su auxilio a Selinonte y que estaba allí en espera de unas órdenes que no llegaban, luego prosiguieron a paso de andadura durante toda la jornada. Marcharon todavía durante cinco días y al sexto, hacia el atardecer, llegaron a la vista de Siracusa. La ciudad era como una gema engarzada entre la tierra y el mar. Su corazón, la Ortigia, encerraba el islote rocoso en el que habían puesto el pie los antepasados llegados de ultramar con un puñado de tierra de la patria natal y el fuego tomado del sagrado pebetero que ardía en la acrópolis.
Los fundadores habían elegido un lugar perfecto tanto para la defensa como para el comercio. La ciudad tenía, en efecto, dos puertos, uno al norte, el Lakios, al socaire del ábrego, y otro al sur, al abrigo del bóreas. De este modo, no se veía nunca aislada a causa del viento desfavorable y cercarla era casi imposible.
Cosa que habían aprendido, a pesar suyo, los atenienses que habían sufrido una durísima derrota después de muchos e inútiles intentos de expugnarla. Allí, en las malsanas zonas pantanosas próximas a la desembocadura del Anapo, habían permanecido durante meses atormentados por la calentura, la disentería y las fiebres mientras veían cómo se pudrían sus soberbios trirremes en el fondeadero. Dionisio todavía recordaba —era entonces nada más que un muchacho— que los había visto, prisioneros, desfilar encadenados hasta la horribles latomías, las cuevas de piedra donde pasarían el resto de su vida sin poder ver más la luz del sol. Allí les marcaron a fuego, en la frente, uno por uno, con la marca de los caballos, y allí les llevaron para que se consumieran en aquella inmensa cueva oscura donde el ruido de los cinceles resonaba de forma cadenciosa, obsesiva e incesante, donde el aire era un denso polvo que cegaba los ojos y abrasaba los pulmones.
Se había perdonado la vida solo a aquellos que se sabían de memoria los versos de Las troyanas de Eurípides que ensalzaban la paz. ¡Que no se dijera que los siracusanos eran toscos e ignorantes! Y sin embargo la ciudad había terminado por copiar las instituciones de la odiada enemiga: se había dado una constitución democrática que reducía drásticamente los poderes y la influencia política de los grandes terratenientes y de los nobles.
A medida que se acercaban podían ver el muelle que unía la islita de Ortigia con tierra firme, donde estaba en expansión un nuevo barrio y, más arriba, en las Epípolas —la meseta que domina la ciudad— una serie de puestos de guardia que vigilaban las tierras del interior.
Pasaron por el lado de la fuente Aretusa, la fuente casi milagrosa que manaba a pocos pasos del mar, rica en aguas cristalinas, la fuente que había permitido a la ciudad nacer y existir y que los siracusanos veneraban como a una divinidad.
Dionisio se detuvo a beber, como hacía siempre cuando volvía de un viaje, y a mojarse los ojos y la frente. Le parecía que con aquel gesto hacía correr nuevamente por su cuerpo la misma linfa que corría por las venas ocultas y secretas de su tierra.
La patria.
Él la amaba con un amor posesivo y celoso, conocía su historia y la leyenda desde el mismo día de su fundación, conocía cada muro y cada piedra, los ruidos disonantes del mercado y del puerto y los olores, tan intensos, de la tierra y del mar. Habría podido recorrer la ciudad de un extremo al otro con los ojos vendados sin tropezar. Conocía a los notables y a los mendigos, a los guerreros y a los delatores a sueldo, a los sacerdotes y a las plañideras, a los artesanos y a los ladrones, a las prostitutas callejeras y a las más refinadas hetairas llegadas de Grecia y de Asia. Porque había vivido siempre en la calle, había jugado en ellas de niño con su hermano Léptines, desafiando a las bandas rivales a pedradas.
Todo esto era la patria para él, una unidad indivisible, no una multitud de individualidades distintas con las que dialogar o discutir o enfrentarse. Y la patria debía ser la más grande, la más fuerte y la más poderosa del mundo: además de Esparta, que les había prestado su ayuda durante la gran guerra, además de Atenas, que aún lloraba a sus hijos caídos en las malsanas zonas pantanosas del Anapo y en las márgenes abrasadoras del Asinaro.
Mientras avanzaba al paso sujetando al caballo por la brida y respondiendo con un gesto a los que le saludaban, iba rumiando: estaba furioso por la suerte que había corrido Selinonte, que habría podido evitarse de haber estado presente Hermócrates, y estaba indignado por la suerte que Siracusa había reservado a su valeroso almirante, privándose del mando de forma vergonzosa, obligándole a huir lejos para poder salvar su vida. Y de ahí a poco tendría que referir lo sucedido a Diocles, el principal culpable de aquella acción indigna, el hombre que, de no haber sido porque le había sonreído la suerte, podría haber sido responsable también de la muerte de Areté.
Diocles le recibió juntamente con Filisto en la sala del Consejo hacia la hora en que el mercado estaba atestado. Conocía su fidelidad a Hermócrates, pero era también consciente de que era ya muy popular y querido por su coraje temerario, por su infatigable abnegación, por su carácter impulsivo y por el espíritu combativo que nunca se volvía contra los débiles sino siempre contra los prepotentes y los prevaricadores. Por si fuera poco, gustaba a las mujeres y tampoco esto era de desdeñar.
—Ha sido una matanza, ¿no es así? —comenzó diciendo apenas le vio entrar.
—Aparte de dos mil seiscientas personas, todos los demás han sido asesinados o reducidos a la esclavitud. Los templos han sido saqueados, las murallas derruidas, la ciudad está en ruinas.
Diocles agachó la cabeza y durante un instante pareció que la catástrofe le pesara en el ánimo y en las espaldas.
Dionisio no dijo nada más porque era inútil: estaba claro por su expresión lo que pensaba y además Filisto le apretaba el brazo con la mano como si pudiera mantener bajo freno sus reacciones.
Diocles suspiró.
—Hemos dispuesto que salga una embajada para que vaya al encuentro de Aníbal de Ghiskon lo más rápidamente posible.
—¿Quieres negociar? —preguntó Dionisio escandalizado.
—Ofreceremos un rescate. Los esclavos se pueden comprar, ¿no? Y nosotros somos compradores igual que los demás. Más aún, he dado orden de que se pague una suma superior a su precio de mercado para liberar al mayor número de gente posible. La embajada ha partido ya para reunirse con el cartaginés antes de que se mueva. La encabeza Empedio.
—¡Un flojo! —espetó Dionisio. Filisto le hundió inútilmente los dedos en el brazo—. Ese bárbaro le escupirá a la cara y lo echará a patadas en el culo.
—¿Conoces una solución mejor? —preguntó Diocles irritado.
—Por supuesto. Empleemos el dinero para enrolar mercenarios, que cuestan bastante menos. Caigamos sobre los cartagineses que no se lo esperan. Con lo que saquemos indemnizaremos a los prisioneros para que puedan reconstruir sus casas y las murallas de la ciudad.
—Parece fácil si uno te oyera.
—Lo es si uno tiene arrestos.
—¿Crees que sólo los tienes tú?
—Eso diría, en vista de que yo estaba con mis hombres por esos lugares. La mía era la única unidad en condiciones de entrar en acción.
—Ahora lo hecho, hecho está. Si la embajada tiene éxito será ya un resultado.
—Eso depende del punto de vista de cada cual —intervino Filisto, que no había abierto aún la boca—. Espero que no estemos cruzados de brazos en espera de que ese bárbaro cometa otras matanzas. Si le permitimos destruir las ciudades griegas una por una, nos quedaremos finalmente solos y no tendremos escapatoria.
—Nuestro ejército está alerta.
—Mejor así —repuso Dionisio—. Y no digas que no te he advertido. —Se volvió hacia Filisto—. —Vamos, no creo que haya nada más que decir.
Salieron a la calle y se dirigieron hacia la casa de Dionisio, en la parte sur de la Ortigia. Las calles estrechas y sombreadas de la ciudad vieja eran un hervidero de gentes y resonaban por el zumbido confuso de la hora de mediodía, cuando todos están atareados negociando o desarrollando sus actividades. La catástrofe de Selinonte parecía lejos en el tiempo y en el espacio, como la caída de Troya. Solo el recuerdo de Areté estaba próximo y presente y Dionisio habría dado cualquier cosa con tal de poderla ver aunque fuera por un momento.
Empedio se reunió con Aníbal mientras este se hallaba acampado entre Selinonte y Segesta y solicitó ser recibido, cosa que obtuvo sin casi hacer antesala. Para llegar a él, Empedio y su intérprete fueron conducidos a través de la zona en que estaban custodiados los prisioneros y asistieron a escenas de tal desesperación como para quedar trastornados. Personas que hasta pocos días antes vivían libres y acomodadas en casas confortables, con ropas limpias y elegantes, descansaban ahora entre sus propios excrementos y se alimentaban de los restos que les eran arrojados dentro del recinto como si fueran animales. Algunos gritaban emitiendo agudos alaridos y palabras sin sentido. Otros gritaban más fuerte aún para hacerles callar.
Todo el que se daba cuenta de que el hombre que pasaba, escoltado por los guardias, era un griego echaba a correr por el recinto dirigiéndole angustiosas peticiones de ayuda. Le suplicaban en nombre de todos los dioses que se compadeciera de ellos, que los liberara de aquella lamentable situación. Él les respondía que estaba allí para ayudarles, que pronto estarían libres, y sentía que su ánimo se llenaba de orgullo y satisfacción mientras hablaba, convencido de que su misión tendría éxito. Los cartagineses eran comerciantes, no guerreros: ¿por qué habían de rechazar un buen negocio?
—Animo —decía—. He venido expresamente para liberaros. Sí, os rescataremos, estad tranquilos. Vuestros sufrimientos se acabarán pronto.
El comandante cartaginés era de edad avanzada, más de setenta años, tenía el pelo y la barba canos, la piel morena y los ojos azules y gélidos. Entre sus antepasados debía de haber figurado alguna madre berberisca de una tribu de Atlas. Le recibió junto con el intérprete en su tienda: un pabellón de lana blanca sostenido por unos palos de cedro, con el suelo cubierto de esteras de colores y de alfombras númidas. En una mesa había una vajilla de oro que, por su aspecto, debía de proceder de los templos saqueados de Selinonte.
Tal ostentación le pareció a Empedio que no prometía nada bueno, pero hizo de todos modos su ofrecimiento hablando en nombre de la ciudad y de su gobierno:
—Reconocemos que los selinontinos han faltado a la palabra dada, al haber atacado a una ciudad aliada vuestra, pero pensamos que ya han sufrido el más duro de los castigos. Estamos aquí para ofrecer un rescate, pagando un tercio más del precio de mercado, en dinero contante y sonante.
Aníbal enarcó una ceja ante la idea de una montaña de dinero que aquel hombre estaba en condiciones de gastar y le escuchó atentamente, sin que la expresión de su rostro delatase el menor sentimiento. Luego replicó:
—El crimen que los selinontinos han cometido contra nosotros no merece indulgencia alguna. Me han desafiado, aunque tuvieron la posibilidad de rendirse, y han causado muchas bajas a mi ejército. Justo es que vivan en la esclavitud para el resto de sus días. Pero si entre estos Prisioneros hubiera parientes tuyos, los haré liberar en señal de mi buena disposición y, como presente hospitalario, gratuitamente. Sé por mis informadores que cierto número se ha salvado. A estos, si desean volver, les permito reconstruir sus casas, cultivar los campos y vivir en su ciudad a condición de que no reconstruyan las murallas y que paguen un tributo anual a nuestros recaudadores. Sobre estas decisiones no estoy dispuesto a discutir.
Tras decir esto, despidió a su interlocutor.
Empedio declaró que algunos de los prisioneros eran parientes suyos y obtuvo su liberación: una joven pareja con dos niños fueron los únicos de los seis mil prisioneros que pudo llevarse a su regreso a Siracusa. No obstante, un resultado tan modesto dio en cualquier caso un sentido a su misión y consideró por eso que no la había emprendido en vano. De camino de vuelta se detuvo en Agrigento para hacer saber a los refugiados selinontinos el resultado del viaje y las condiciones puestas por Aníbal de Ghiskon en caso de que quisieran establecerse nuevamente en su ciudad.
Nadie aceptó y su odio no hizo sino crecer en desmesura tras haber oído contar los crueles sufrimientos de sus conciudadanos y parientes, condenados a la esclavitud perpetua y a todo tipo de vejaciones y ofensas, y con qué insolencia el bárbaro había rechazado el rescate que, por el contrario, hubiera tenido que aceptar de acuerdo al derecho de gentes y a la voluntad de los dioses.
Los cabezas de familia supervivientes se reunieron en el templo de las divinidades ctónicas, dioses sin rostro que presiden el mundo de los muertos y de las tinieblas, y juraron que no vivirían más que para vengarse, que cuando llegara el momento oportuno ningún ser humano de sangre cartaginesa sería perdonado: ni hombre, ni mujer, ni niño. Consagraron y dedicaron a las divinidades infernales las cabezas de sus enemigos jurados y lanzaron sobre ellos una maldición eterna, un anatema que se extendiera de generación en generación hasta erradicar de la tierra a aquella estirpe aborrecida.
Empedio regresó, así pues, a Siracusa a referir a Diocles todo lo sucedido.
Entretanto, Aníbal se movió hacia levante y muy pronto se hizo evidente que se dirigía a Himera, la ciudad en que había perecido setenta años antes su antepasado Amílcar. Llevaba consigo un ejército de setenta mil hombres, a los que se habían añadido también contingentes de indígenas atraídos por las promesas de botín y de esclavos. El terror cundió por todas partes y los himereses se aprestaron a defenderse hasta el último aliento. La suerte de Selinonte no dejaba margen a la duda acerca de las intenciones del enemigo y toda esperanza estaba puesta de nuevo en el valor y en las armas.
En Siracusa el colegio de los estrategas, bajo la presidencia de Diocles, decidió el envío de un cuerpo expedicionario en ayuda de Himera: si esta caía, nadie confiaría ya en los siracusanos y las ciudades de los griegos de Occidente serían borradas como si nunca hubieran existido.
También esta vez, sin embargo, los movimientos de Aníbal de Ghiskon fueron bastante más rápidos que los del gobierno siracusano y antes de que Diocles hubiera tomado una decisión, su ejército estaba ya frente a Himera. Emplazó el campamento en las alturas que dominaban la ciudad para ponerse al abrigo de eventuales salidas y lanzó contra las murallas las torres móviles y los arietes y a cerca de veinte mil hombres de sus tropas de asalto reforzadas por cierto contingente de indígenas sículos y sicanos muy aguerridos y combativos.
Himera era un símbolo para los griegos de la madre patria y de las colonias porque setenta años antes, mientras los helenos del continente vencían en Salamina a los persas, los de Sicilia vencían a los cartagineses y poco tiempo después habían de imponerse a los etruscos en las aguas de Cumas. Se dijo incluso que las tres batallas se habían librado en el mismo día, mes y año, simbolizando que los dioses habían querido el triunfo de los griegos en todos los frentes contra los bárbaros de Oriente y de Occidente. Pero para Aníbal de Ghiskon Himera era una ciudad maldita. Su abuelo Amílcar había sido derrotado en ella y se había quitado la vida después de haber visto cómo exterminaban a su ejército. Desde el alba hasta el ocaso, durante todo el tiempo que duró la batalla, había inmolado víctima tras víctima para invocar de sus dioses la victoria, pero cuando, a la puesta del sol, vio que los suyos eran arrollados y expulsados como bestias en fuga de todas partes, se arrojó él mismo en la pira lanzando entre las llamas invocaciones de venganza.
El padre de Aníbal, en cambio, había sido derrotado y luego condenado al destierro. Él era el tercero de la familia que intentaba la empresa y estaba resuelto a vengar los reveses y las humillaciones sufridas por sus predecesores, así como a lavar el honor de ellos y el suyo propio.
Diocles consiguió reunir en total cuatro mil hombres, incluido el contingente que tenía en Agrigento, y se puso en marcha para socorrer Himera y evitarle, si lo conseguía, la suerte amarga que había corrido Selinonte.
Mientras tanto los cartagineses habían situado las torres de asalto en varios puntos de las murallas y las golpeaban ' incesantemente con los arietes desde el alba hasta el ocaso, y a veces también durante la noche, pero sin conseguir desmantelarlas tal como habían hecho en Selinonte. Los himereses, en efecto, las habían construido con grandes bloques ensamblados en sentido tanto longitudinal como transversal.
En vista de lo inútil o muy limitada que resultaba la acción de los arietes, los cartagineses los retiraron y decidieron excavar una mina. Trabajaron durante días y noches sin parar un solo momento, turnándose, y debajo incluso de las murallas abrieron una galería que reforzaban a medida que avanzaban con cimbras de madera de pino talado en las montañas circundantes e impregnada de resina licuada. Por la noche, para no ser vistos por los defensores, excavaban los conductos de aireación, tanto para proporcionar aire a los mineros como para alimentar el fuego en el momento convenido.
Una vez que hubieron terminado, poco antes del amanecer de una noche de cielo cubierto, un grupo de incursores penetró en la galería hasta el extremo opuesto y prendió fuego a las cimbras, que ardieron de inmediato tanto por la madera de que estaban hechas como por las sustancias incendiarias de que estaban empapadas. Desde lo alto de las murallas los centinelas vieron surgir en la llanura una fila de ojos enrojecidos: eran los reflejos del fuego que ardía bajo tierra, visibles por los conductos de aireación, por los que, al cabo de poco, se liberaron rugientes remolinos de llamas y de humo y torbellinos de falistre, que subieron hacia el cielo difundiendo en la llanura un acre olor a quemado. En poco tiempo las cimbras y los soportes quedaron reducidos a cenizas y un trecho de las murallas, al quedar sin apoyo, se desmoronó con gran estrépito arrastrando consigo a una parte de los defensores, que acabaron triturados entre las piedras derrumbadas.
Inmediatamente después, aun antes de que se extendiera la densa nube de humo y de polvo, resonaron las trompetas y los cuernos de guerra y los infantes líbicos, mauros y sículos del ejército de Aníbal se lanzaron al ataque. Entretanto, el resto del ejército se alineaba presto a irrumpir en la ciudad tan pronto como los asaltantes hubieran despejado el paso y arrollado a quien tratara de resistir.
Pero a aquella horda aullante no le dio tiempo de alcanzar la base de la brecha cuando ya la abertura hervía de defensores. Ninguna maniobra había pasado inadvertida, ningún acontecimiento se había producido sin ser esperado, ningún hombre en condiciones de empuñar las armas había sido rechazado. Era tal el efecto de las atrocidades cometidas por los bárbaros en Selinonte que los himereses no solo estaban decididos a morir hasta el último antes de darse por vencidos, sino que incluso se lanzaban sobre los atacantes con una violencia y un odio tan ardiente que no dejaba margen a la duda respecto a su determinación.
Estuvieron en la base de la brecha incluso antes de que llegaran los asaltantes y adoptaron una formación en falange, de una línea, luego de dos y por último de tres, a medida que acudían nuevos combatientes dispuestos en un frente curvo a fin de impedir cualquier entrada por la brecha. Luego, a una señal de sus comandantes, se arrojaron hacia delante con las lanzas en ristre fuertemente empujadas, mientras que a sus espaldas los hombres y las mujeres que se habían quedado dentro de la ciudad se pusieron enseguida a reparar el derribo con todo tipo de materiales para cerrar la abertura abierta por la mina.
El impacto fue tan tremendo y la embestida de los himereses tan fuerte que los atacantes vacilaron y comenzaron a retroceder. Al ver aquello Aníbal, que estaba todavía con sus mejores tropas en las colinas, dio orden de mandar refuerzos y las reservas ya listas en la llanura fueron lanzadas a la refriega. La batalla se prolongó durante horas sin que ninguno de los dos bandos cediera un palmo de terreno. Solo el anochecer puso fin al combate. Los mercenarios de Aníbal se atrincheraron en la llanura y los guerreros himereses volvieron hacia la brecha reuniéndose con sus familias. Los de más edad, que se habían quedado de retén, defendían los glacis para vigilar a fin de que los bárbaros no intentaran algún golpe de mano al amparo de las tinieblas.
También las mujeres dieron ejemplo de extraordinario valor.
Madres de familia y muchachas que habían trabajado todo el día trayendo armas a los defensores y piedras para cerrar la brecha, sin un momento de respiro ni para beber ni para comer, acudían ahora al encuentro de sus hombres que volvían del campo de batalla, extenuados, ensangrentados y cubiertos de polvo. Les ayudaban a despojarse de las armas, les cuidaban de todos los, modos posibles trayendo de las casas agua caliente, ropas limpias, comida y vino para lavarlos, alimentarlos y permitirles recuperar fuerzas. Mujeres, madres, hijas y prometidas revelaban una presencia de ánimo incluso superior a la de los mismos guerreros, que sin embargo se habían batido con un valor excepcional, mostrándoles que no tenían miedo, que no le temían a la muerte; es más, que la preferían a la esclavitud y al deshonor. Elogiaban el valor de sus hombres, estimulaban su orgullo, dando muestras de creer en la victoria y en el favor de los dioses no menos que en su coraje y abnegación. A los hijos que aún no estaban en edad de combatir les señalaban como ejemplo el valor de sus padres y hermanos, les enseñaban que ningún sacrificio era lo bastante grande para defender la libertad.
La noche, con la brisa marina, trajo un poco de alivio al agobiante bochorno; la oscuridad y el silencio que siguieron a la luz cegadora del día y a los gritos de la batalla indujeron a muchos a permitirse un poco de descanso.
Vigilaban los ancianos, demasiado débiles para desempeñar cualquier otra tarea, demasiado angustiados para poder conciliar el sueño. Reunidos debajo de los soportales del ágora recordaban las guerras que habían librado de jóvenes y los riesgos que habían superado, buscaban algún pretexto para cobrar ánimos o las palabras más adecuadas para consolar a todo aquel que no había visto regresar a un hijo del campo de batalla. Algunos contaban episodios ocurridos en el pasado de hombres dados por muertos y que luego habían aparecido milagrosamente, pese a saber sin embargo que la mala suerte es mucho más frecuente que la buena; otros los exhortaban a no perder el ánimo, diciéndoles que los refuerzos no tardarían en llegar.
El quedo murmullo de su conversación se vio interrumpido por un ruido de armas, de llamadas en la oscuridad, por un repentino trasiego. Se reagruparon instintivamente apoyándose en la pared, preparados ya para lo peor, cuando resonó una voz:
—¡Han llegado los refuerzos, estamos salvados!
Los ancianos corrieron hacia el punto en que se había oído la voz y se agolpaban en torno a un muchacho de unos quince años acosándole a preguntas.
—¿Los refuerzos?
—¿Quiénes?
—¿Dónde están?
—¿Cuántos son?
—¿Quién los manda?
—¿De dónde vienen?
El muchacho levantó las manos para pedir un poco de calma.
—Por ahora son una veintena de hombres…
—¿Una veintena? ¿Nos tomas el pelo?
—Alrededor de una veintena —confirmó el muchacho—. Los manda un oficial siracusano que ha cruzado las líneas enemigas. Ha dicho que allá abajo, en alguna parte de la llanura, hay un ejército de cuatro mil hombres mandados por Diocles. Está parlamentando con nuestros jefes.
Los ancianos se apresuraron hacia la puerta de levante donde habían sido encendidos unos fuegos para iluminar la zona de la brecha: los comandantes estaban reagrupados en torno a los supervivientes, encabezados por un jovenzuelo armado nada más que con una espada y un puñal y con los cabellos largos atados con un cordón de cuero, que aparentaba poco más de veinte años. Se acercaron para no perderse una sola palabra de lo que estaba diciendo.
—Diocles quiere entrar en la ciudad esta noche a escondidas y mañana atacar de improviso con las fuerzas de que dispone.
—¿Entrar en la ciudad? —preguntó uno de los oficiales—. ¿Y cómo?
—Los bárbaros están casi todos en el campamento con pocos piquetes de guardia en torno a esos vivaques que se ven allá abajo. Hay una duna bastante alta que corre a lo largo de la pendiente y puede ocultar de la vista a quien camine por el rompiente. Nuestros hombres pasarán por allí, pero vosotros tendréis que alinear un contingente que defienda la puerta sur mientras esta permanezca abierta. Si estáis de acuerdo, podemos lanzar la señal ahora.
Hizo una indicación a uno de sus hombres, que acercó al fuego una flecha envuelta en estopa.
—Un momento —dijo uno de los comandantes himereses—. ¿Quién nos asegura que no es un engaño?
—Yo —respondió el joven—. Porque me quedaré aquí como rehén junto con mis hombres.
—¿Y quién eres tú? —preguntó otro oficial.
—Dionisio —respondió el joven—, hijo de Hermócrito. Y ahora movámonos.
Quitó el arco de la mano del arquero, encendió la flecha y la disparó hacia lo alto.
Lejos, en la cresta de la duna, dos centinelas vieron el pequeño meteoro surcar el cielo oscuro y se intercambiaron una mirada de inteligencia.
—La señal —dijo uno de ellos—. Lo ha conseguido también esta vez. Avisa al comandante.