Areté se despertó y durante un instante la dominó el pánico al darse cuenta de que no sabía dónde se encontraba. El cuarto estaba inmerso en una semioscuridad y no llegaba del exterior casi ningún ruido. Se levantó y fue a abrir la ventana que daba al jardincillo interior. Vio el granado y el almendro con sus hojas aun tiernas: los reconoció y recordó. Debía de haber dormido durante muchas horas con un sueño profundo y ahora caía ya la tarde. Vio con alivio un barreno con agua y un vestido preparados para ella; se levantó y se cambió.
Había una escalera con seis o siete peldaños de piedra que llevaba a una especie de sotabanco y comenzó a subirla, descalza, sin hacer el menor ruido.
Cuando se asomó a la azotea del piso superior se ofreció a su vista un espectáculo que la dejó estupefacta y la emocionó: delante de ella se extendía Agrigento, donde comenzaban a encenderse las primeras luces de las casas. A la derecha, en alto, podía verse el Athanaion en la cima de la acrópolis y un delgado hilo de humo que ascendía quizá del altar. A la izquierda, diseminados en la colina que daba frontalmente al mar, los restantes templos de los dioses: uno exactamente en la cima, el otro en la mitad, un tercero más allá del mismo tramo, pintados de vivos colores, adornados de escayolas y de esculturas, con hermosísimas plantas y jardines alrededor. Abajo, en el valle, en dirección a poniente, se alzaba una gigantesca mole todavía en construcción, un templo como nunca había visto otro, tan alto que dominaba cualquier otra estructura, con el entablamiento sustentado por unos colosos de piedra de por lo menos doce pies de alto y el frontón adornado con grandes grupos escultóricos, miembros heroicos tensos en titánicos enfrentamientos.
Podía ver también el recinto amurallado con los centinelas armados que iban adelante y atrás por la barbacana y, más allá de las murallas, la llanura que se desplegaba hasta el mar, ya color de herrumbre. Otros dos templos se alzaban más lejos hacia poniente, blancos de estucos y con perfiladuras doradas en los frontones y en las acroteras.
Dionisio estaba sentado en una silla de brazos y contemplaba el mismo espectáculo a la última luz tenue del ocaso. A la derecha, colgada de uno de los palos de la parra, estaba su armadura, y apoyado en el murete del parapeto, el escudo y, al lado, la lanza. No llevaba más que la clámide sobre el cuerpo desnudo y debía de haberse dado un baño porque, cuando Areté se acercó, no notó en absoluto la peste a sudor de caballo que casi no le hacía distinguirse, al olfato, de su corcel.
—La más hermosa ciudad de los mortales… —dijo Dionisio sin darse la vuelta.
Areté no consiguió comprender cómo había podido advertir su presencia habiendo subido ella en el más absoluto silencio, pero pensó que tenía por costumbre mantener los sentidos siempre tensos y alerta en las largas vigilias de la guerra.
—Es encantador —respondió mientras seguía vagando con la mirada por aquel paisaje de increíble belleza.
—Así la llamó Píndaro en un poema suyo. ¿Conoces a Píndaro?
—Claro, aunque no es mi preferido. La lírica me gusta más.
—Compuso esta oda para celebrar la victoria de Terón, señor de Agrigento en la carrera de carros en Olimpia, hará siete años.
—Debieron de pagarle bien. No podía ciertamente hablar mal de él.
—Necias palabras las tuyas. Ningún dinero puede comprar la inspiración y tienes ante ti un espectáculo sin igual no solo en Sicilia, sino en el mundo entero.
—No perdonas nada —dijo la muchacha con un tono resignado en la voz—. A cualquiera le puede pasar que diga una tontería. Y yo llevo aún en el corazón el esplendor de mi patria perdida… ¿Puedes comprenderlo? Veo esta maravilla y pienso que en lugar de la ciudad que amaba no hay más que un montón de ruinas.
—No para siempre —repuso Dionisio sin volverse—. Volveremos y la reconstruiremos.
—¿Volveremos? Tú no eres selinontino, eres siracusano…
—Yo soy siciliano… un griego de Sicilia, igual que vosotros, igual que todos los demás, raza de bastardos hijos de griegos y de mujeres bárbaras. Medios bárbaros, nos dicen en la llamada madre patria. Pero mira qué hemos hecho nosotros, medio bárbaros como somos: mira ese templo de allí sustentado por una multitud de gigantes: es más alto y más grande que el Partenón. Mira ese lago artificial al fondo de ese valle que refleja los colores del cielo en medio de la ciudad, y mira los pórticos, las estatuas, los monumentos. Nuestros atletas han hecho morder el polvo a los del continente. Los hijos de los emigrados han ganado en todas las competiciones de Olimpia. ¿Conoces la historia de Euenetos?
—¿El auriga, el campeón olímpico?
—El mismo. Cuando volvió a la ciudad después de la victoria en la carrera de los carros, los jóvenes agrigentinos salieron a su encuentro para honrarle con un desfile de mil doscientos carros. Mil doscientos, ¿te das cuenta? Dos mil cuatrocientos caballos. Acaso no hay en toda Grecia mil doscientos carros en la actualidad. Aquí les hacen monumentos a los caballos. Los entierran en suntuosos sarcófagos igual que a los héroes. Allí tienes uno, con las columnas jónicas, ¿lo ves?
—Sí, creo que sí… ahora no hay ya mucha luz. Pero háblame de ese templo altísimo, sustentado por los gigantes.
—Está dedicado a Zeus Olímpico y será terminado el próximo año. Sobre uno de los frontones está la Gigantomaquia, Zeus venciendo a los Gigantes que luego son condenados a sostener perpetuamente el arquitrabe de su templo. En el otro está representada la caída de Troya…
—Oh, dioses, ¿por qué? ¿Por qué han elegido un tema de este tipo para el tímpano? Es una historia triste.
—Lo sé —respondió Dionisio—. Quizá para ahuyentar un destino igual, quién sabe. O quizá porque los agrigentinos tienen un sentido de la muerte muy intenso… justamente porque aman la vida de modo excesivo, exagerado. ¿Ves? Son un pueblo extraño: construyen monumentos como sí tuvieran que vivir eternamente y viven como si cada día fuera el último de su existencia… —Dudó un momento para añadir a continuación—: No son palabras mías. Son de Empédocles, su más grande filósofo.
—Palabras hermosísimas y sobrecogedoras —dijo Areté—. Me gustaría mucho verlo cuando esté terminado.
—Lo verás, te lo prometo. Iré a buscarte, si fuera necesario, allí dondequiera que estés y te llevar a visitar esa maravilla y olvidarás todo cuanto has sufrido.
Areté se le acercó y buscó sus ojos en la oscuridad.
—¿Vendrás a buscarme aunque sea demasiado flaca?
—Tonta muchacha… —dijo Dionisio—. Tonta muchacha… Claro que iré. No te he salvado la vida para dejarte a cualquier otro.
—En cualquier otra situación diría que juegas conmigo, pero me has conocido en un estado tan lastimoso, me has visto ya sin afectos, sin patria y sin lágrimas y, por tanto, debes de ser por fuerza sincero. Si es así, entonces, ¿por qué no me has besado aún?
Dionisio se levantó, la estrechó contra sí y la besó. Ella sintió su desnudez bajo la clámide ligera y se echó hacia atrás, pero dijo enseguida:
—Estoy contenta de que lo hayas hecho. Apenas te vi, sobre la grupa de ese caballo negro resplandeciente, con la armadura como Aquiles, pensé enseguida que la muchacha que tú eligieras sería afortunada. Y pensé que también lo sería aquella a la que dieras un beso. No se puede pretender todo en la vida.
Dionisio meneó la cabeza.
—Eres una muchacha muy parlanchina. ¿No tienes hambre?
—Por supuesto que tengo, pero no me parece de buena crianza decirlo.
—Entonces, vamos a cenar. Estamos invitados.
—¿Quién nos ha invitado?
—Vamos a casa de un hombre muy acomodado de esta ciudad.
Se llama Telías. Y tú podrás estar con su mujer y sus amigas.
—Soy parlanchina porque si estoy callada me entran ganas de llorar.
—Respondes con retraso y fuera de lugar.
—No. Temo no causar buena impresión. Trato de reaccionar, pero soy como alguien que trata desesperadamente de mantener la cabeza fuera del agua para no ahogarse. No sé si conseguiré ser una buena compañía en estas condiciones.
—No puedes quedarte sola en la oscuridad, sería peor aún. Espérame abajo, me visto y me reúno enseguida contigo.
Areté bajó la escalera y esperó en el patiecillo aguzando los oídos a los ruidos del anochecer: los carros por el empedrado, el paso cadencioso de las primeras patrullas de ronda, las voces de las madres que llamaban a sus niños a casa. Apenas si le dio tiempo de secarse las lágrimas cuando oyó bajar la escalera a Dionisio.
—Telías era un amigo de mi padre —empezó diciéndole Dionisio— y cuando mi padre murió durante la gran guerra contra los atenienses, tomó a nuestra familia bajo su protección. Pero yo siempre he sido su preferido. Quizá porque no tiene hijos y hubiera querido mucho tener un varón. Es uno de los hombres más acomodados y, en vista de que esta es probablemente la ciudad más rica del mundo, puedes imaginarte lo rico que es. Los ricos son a menudo unos cerdos que solo piensan en engordar cada vez más. Él es rico como Creso y gordo como un puerco, pero es bueno y generoso, un hombre extraordinario. Imagínate que estaba una vez bajo el porche de su casa contemplando el temporal cuando acertó a pasar por allí un escuadrón de caballería geloa. Esos pobres muchachos estaban calados hasta los huesos, ateridos de frío, y él les hizo entrar para que bebieran y se calentasen. ¿Comprendes? Un escuadrón entero de caballería. Les hizo sentarse y les dio ropas secas a todos, así como de comer y de beber cuanto quisieron, hasta que se recuperaron debidamente y pudieron partir de nuevo.
—En otra ocasión la ciudad le mandó a Rhegion con una embajada y los rhegianos le hicieron hablar en el teatro. Pero cuando abrió la boca, con su voz bronca y campanuda, pequeño y seboso como es, uno se echó a reír y luego otro y finalmente el teatro entero. Se aguantaban la tripa de la risa.
— ¿Y sabes qué hizo él? ¿Crees que se enrabió? ¿Que montó en cólera? Nada de eso. Esperó a que dejaran de reírse y dijo: "Hacéis bien riéndoos: no soy ni apuesto ni imponente y tampoco tengo una gran voz. Pero habéis de saber que, en mi tierra, se acostumbra a mandar a los hombres apuestos, fornidos y elocuentes como embajadores a las ciudades importantes, y a los pequeños, gordos y con voz campanuda, como yo, a las ciudades de mala muerte como la vuestra". Nadie tuvo más ganas de reírse.
Areté rió, divertida.
—Me gustaría conocerle.
—Le verás. Es un anfitrión amable. También con las mujeres. Sin embargo, habla solo si te preguntan y cuando te despidas ve a las dependencias de las mujeres. Te mandaré llamar cuando sea el momento.
Habían llegado ya delante de la entrada de la casa de sus anfitriones: un porche, luego una puerta de madera que se abría en un muro encalado con dos rosales trepadores a los lados que difundían un ligero perfume en el aire de la noche. Un criado les hizo entrar y les llevó al atrio, donde Telías salió a recibirles.
—Dionisio, hijo mío, he permanecido en un estado de ansiedad durante todo este tiempo al enterarme de que fuiste con unos cincuenta hombres a enfrentarte contra todo un ejército cartaginés.
—Dichoso de ti, que aún tienes ganas de bromear —respondió Dionisio—. Si hubieras visto lo que he visto yo, se te habrían ido hace tiempo.
Telías hizo una indicación a ambos de que entraran.
—No te lo tomes a mal, lo único que quería decirte es que has sido un loco aventurándote, con un puñado de hombres, a una situación tan peligrosa.
—Al menos ayudé a los supervivientes, les conduje por un itinerario más seguro, lejos de los caminos más transitados donde habrían podido encontrarse con gentes indeseables.
—Lo sé, haces siempre las cosas acertadamente y al final siempre tienes razón. Resultas hasta fastidioso. ¿Y esta agradabilísima paloma? Es muy bonita, aunque un poco demasiado flaca, si puedo preciarme de conocer bien tus gustos. ¿De dónde la has cazado? No es agrigentina, obviamente. ¿Qué padre de familia en su sano juicio te permitiría nunca llevártela por la noche de este modo? En cualquier caso, sus bonitos y largos cabellos me dicen que es muchacha de condición libre y..
—Es selinontina —le interrumpió Dionisio.
Telías puso de improviso cara sombría.
—Oh, pobre hija —dijo inclinando la cabeza—, pobre pequeña. Les precedió por el atrio iluminado por dos filas de candelabros de bronce, cada uno con cuatro lámparas.
—En esta casa se respetan las tradiciones —dijo vuelto hacia Areté— y por tanto comerás con mi mujer y sus amigas: son personas simpáticas y te encontrarás bien. —Hizo un gesto a una joven sierva que entraba en aquel momento con una bandeja de hogazas—. Ella te llevará arriba, al gineceo.
La sierva, tras dejar la bandeja en la mesa, se acercó a Telías, quien le susurró algo al oído. Una vez que hubo desaparecido con Areté por la escalera, se dirigió a Dionisio.
—Le he pedido que les diga a las mujeres que no la aflijan con preguntas importunas. Debe de haber sufrido horrores inimaginables.
—Su familia fue aniquilada por los bárbaros y, aunque se hubiera salvado, envidiaría a quienes han muerto.
—¿Tan horrible fue?
—No he visto la ciudad. Encontré a los que huían a unos diez estadios de distancia, pero he escuchado sus relatos. En mi vida he visto tanto horror. Algunas de las mujeres han perdido la cabeza. Recuerdo una, de unos treinta años, que debía de ser una belleza. Reparé en ella la primera tarde porque bamboleaba la cabeza arriba y abajo mientras cantaba una nenia, siempre con la misma voz monótona y los ojos fijos en el vacío. Caminó durante horas. Al día siguiente me senté delante de ella para hablarle, para convencerla de que comiera algo, pero me di cuenta de que no me veía. Tenía las pupilas dilatadas y dentro de aquellos ojos no había más que un abismo de tinieblas.
Nadie consiguió hacerle probar bocado. Morirá, si es que no lo ha hecho ya.
—¿Cuántos se han salvado?
—No sabría decirlo: entre dos y tres mil, si no ando errado, pero morirán bastantes más aún, a causa de las heridas y las torturas sufridas.
Un siervo trajo una jarra y una bandeja y vertió agua en las manos de los dos comensales; después les ofreció un paño de lino para que se secaran. Otros criados trajeron la cena a la mesa —pichón asado con manzanas silvestres, pan con sésamo y vino tinto de Síbarisy los dos hombres comenzaron a comer sentados y con una única mesa que descansaba en el suelo entre ellos. Telías hacía colocarse de aquel modo a todo el que el anfitrión consideraba un amigo muy íntimo y querido.
—¿Y ahora? ¿Qué crees que sucederá? —preguntó.
—Los selinontinos supervivientes quieren volver a su ciudad y vengarse. Están llenos de odio y de rencor, sedientos de venganza.
—¿Y Siracusa?
—Siracusa es la mayor potencia de la isla. Asumirá sus responsabilidades.
—Por el momento no parece que lo haya hecho.
—Tienes razón. Llegamos demasiado tarde, perdimos tiempo en inútiles discusiones. Así es la democracia, ¿no? Por otra parte, era difícil pensar en un asalto llevado a cabo con tanta determinación y un despliegue semejante de medios. La ciudad cayó en nueve días. Nueve días, ¿comprendes? Es algo que no recuerda memoria humana.
—Ya. Si Troya cayó en diez años… Pero las guerras son hoy en día algo muy distinto. Son las máquinas las que permiten ganar las guerras, no los hombres.
—Los fugitivos me han dicho que las torres de asalto dominaban los muros por lo menos en veinte pies y que llegaron desmontadas. Descargaron de las naves sus partes numeradas que luego fueron ensambladas sobre el terreno en el que fueron utilizadas. Y había arietes con la punta herrada suspendidos de torres de madera y que operaban mediante oscilación… —Dionisio se detuvo de improviso, se puso en pie y dejó escapar un suspiro—. Hay una cosa que no te he dicho de la muchacha.
—Oigamos, si crees que soy digno de tu confianza.
—No es selinontina.
—¿Qué?
—Es hija de Hermócrates.
—No es posible.
—Yo, en cambio, estoy seguro de ello. Ella no sabe que yo lo sé, pero la he reconocido. La encontré entre los fugitivos, medio muerta de hambre y de fatiga.
—¡Dioses del cielo! Nada menos. Pero ¿qué hacía ella en Selinonte?
—Ya sabes cómo han ido las cosas últimamente en Siracusa. Hermócrates mandaba nuestra flota en el Egeo en apoyo de los espartanos contra Atenas. Pero Diocles consiguió azuzar contra él al pueblo diciendo que aspiraba a establecer un poder personal, que era un hombre peligroso para la democracia y otras infamias por el estilo. Con la ayuda de sus partidarios, que envió un poco por todas partes y bien situados en la Asamblea, le hizo odioso para todos mientras él estaba lejos y no podía defenderse. Consiguió que el pueblo no pudiera verle y le hiciera destituir con una orden del día de la Asamblea. En ese momento partió una nave de guerra con la orden de destitución y el mandato de presentarse ante el Consejo para informar y responder de las acusaciones que se le hacían.
—¿Y él?
—Se guardó mucho de hacerlo. Apenas leyó el mensaje se hizo a la mar con su unidad de combate y desapareció. Nadie sabe dónde se encuentra actualmente.
—Comienzo a comprender.
—Lo mismo creo yo. Hermócrates intuía que su familia estaba en peligro e hizo trasladar por medio de algún amigo de confianza tanto a su mujer como a su hija a Selinonte, donde creo que tenía amigos. No podía imaginar lo que iba a suceder.
Dicho esto, Dionisio se sentó de nuevo en silencio. Entre los dos hubo un rápido intercambio de miradas.
Telías creyó ver una sospecha atroz en los ojos de su invitado. —No pensarás que…
—¿Que el gobierno siracusano retrasó su ayuda intencionadamente para que la familia de Hermócrates fuera aniquilada en la matanza de Selinonte? Es difícil afirmarlo, pero piensa mal y acertarás.
—Yo no lo excluyo. Demagogos embrollones y cabrones como son, son capaces de cualquier cosa, te lo digo yo.
—Ahora exageras. Quisiera saber más bien qué intenciones tienes.
—No lo sé. Me he quedado con la muchacha porque no me fío de nadie. Pero he de volver mañana y no puedo llevármela conmigo, aunque quisiera. Si alguien la reconociese, Areté se vería en problemas. Y yo con ella. No quiero que sepan lo que pienso, ni del lado de quién estoy. Soy un buen combatiente y tienen necesidad de mí. Por el momento les debe bastar…
—Exactamente. ¿Y luego?
—No quiero tampoco que ella sepa que la he reconocido.
—¿Por qué?
—Porque si hubiera querido me lo habría dicho ella. No se fía lo bastante de mí por el momento y no puedo decir que ande equivocada. Está sola, asustada. Cualquier otro haría lo mismo en su lugar.
—Sigue.
—¿La tendrías contigo?
Telías pareció dudar.
—Por favor —insistió Dionisio.
—Por supuesto. ¿Cómo puedes dudarlo? Es una buena muchacha, ha padecido mucho. La tendremos con nosotros con mucho gusto, sí crees que se va a encontrar bien aquí.
Dionisio sonrió aliviado.
—Le he hablado de ti. Le he dicho que eras gordo como un cerdo y rico como Creso, pero que pese a ello eras una buena persona… la mejor que yo conozca.
Telías meneó incómodo la cabeza y empujó la bandeja hacia el invitado.
—Come, debes de estar agotado.
Areté pasó la velada y comió en compañía de las mujeres de la casa, que evitaron de entrada hacerle preguntas acerca de su desgracia, pero el acontecimiento de la matanza de Selinonte era de tal magnitud que no podía mantenerse fuera de las cuatro paredes de la casa ni de la conversación. La muchacha trató de salir del paso con unas pocas y secas respuestas en un tono que daba a entender a las claras que el asunto no debía ser objeto de charlas curiosas.
Una de las presentes, sin embargo, no pudo resistirse.
—¿Es cierto —le preguntó en un momento dado— que todas las mujeres fueron violadas?
Estaba claro que, en su cruel curiosidad, trataba de decir: «¿Lo has sido también tú?».
Areté respondió:
—Las mujeres sufrieron como los demás e incluso más al ver morir ante sus propios ojos a sus hijos y maridos. Las que han sobrevivido reviven los más atroces sufrimientos cada vez que se los recuerdan o que alguien se los hace recordar.
Las mujeres callaron incómodas y la mujer de Telías dijo:
—Ahora ya basta, amigas mías. Dejémosla en paz. Necesita estar tranquila, empezar una nueva vida. Pensad si hubierais tenido que asistir vosotras a tantas atrocidades.
Areté trató de atenuar la incomodidad pidiéndoles noticias de la ciudad y si era cierto que en ella enterraban, en sepulcros monumentales, a los caballos que habían ganado competiciones importantes, si había también un cementerio para las avecillas cantoras que hacían compañía a las señoras en los gineceos.
—Ah, es algo que habrá sucedido dos o tres veces como máximo —respondió la mujer de Telías—, pero se habla incluso de necrópolis para los jilgueros. No son más que habladurías, hija mía, a las que no debes hacer caso.
Terminada la cena, Areté volvió a aparecer en la planta baja donde Dionisio estaba sentado a solas.
—¿Dónde está el amo de casa?
—Ha salido un momento. Siéntate.
—Pensaba que nos iríamos a casa.
—No —respondió Dionisio—. Tú te quedas aquí.
—¿Por qué?
—Porque mañana antes del amanecer tengo que partir para Siracusa y no puedo llevarte conmigo.
—No necesito ir contigo. Volveré sola.
—No. No sabes cómo ir, ni sabrías encontrar un hospedaje para pasar la noche. Ninguna mujer viaja si no es acompañada por un pariente. Y también Siracusa es un lugar peligroso en estos momentos.
—Ten paciencia, en cuanto pueda volveré a buscarte, te lo prometo.
—¿Y por qué deberías hacerlo?
—Porque… porque si he dicho que volveré es que volveré —respondió con brusquedad.
—Pero ¿cuándo volverás?
—Tan pronto como pueda. Aquí estarás bien, estarás en lugar seguro y no te faltará nada…
Areté inclinó la cabeza y permaneció en silencio.
—Y yo no tendré que preocuparme —añadió Dionisio.
La muchacha se puso en pie ante aquellas palabras y le miró fijamente a los ojos.
—¿Estarás al menos lejos de todo peligro?
—No.
—¿Y me darás un beso antes de irte?
—Sí —respondió Dionisio.
La atrajo hacia sí y la besó en los labios. Luego, sin esperar a que Telías apareciese de nuevo, abrió la puerta y se fue.