Un jinete se acercaba a galope tendido levantando una blanca polvareda por el camino de Camarina, directo a la puerta de poniente de la ciudad. El oficial de día le intimó a que se detuviera.
—No te acerques —gritó—. ¡Identifícate!
Pero la orden fue inútil. El caballo cedió de golpe a menos de doscientos pies del recinto amurallado desplomándose en tierra y el jinete rodó por el polvo.
—Abrid la poterna —ordenó el oficial—. ¡Rápido, id a ver quién es y llevadlo adentro!
Cuatro centinelas salieron a la carrera y alcanzaron al jinete que yacía inmóvil en el Polvo. El caballo, a escasa distancia, jadeaba de modo agónico.
El hombre gritó de dolor cuando trataron de darle la vuelta, y mostró un rostro desfigurado por el esfuerzo: sucio de polvo y de sangre.
—¿Quién eres? —preguntó uno de los soldados.
—Vengo de Selinonte…. quisiera hablar con vuestro comandante, rápido, rápido, os lo suplico.
Los soldados se miraron unos a otros, luego hicieron una parihuela con sus lanzas y escudos, lo acomodaron sobre ella y se lo llevaron adentro. Uno de ellos se retrasó un instante para dar el golpe de gracia al caballo, que estiró la pata con un postrero estertor.
Poco después el grupo alcanzó al cuerpo de guardia. El oficial se le acercó empuñando una antorcha y el mensajero le miró: era un joven de complexión robusta, pelo negrísimo y ondulado, ojos negros, labios carnosos.
—Me llamo Dionisio —dijo—. Soy el comandante del cuerpo de guardia. ¿Qué ha pasado? ¡Habla, por todos los dioses!
—Debo referírselo a las autoridades, ahora mismo. Es cuestión de vida o muerte. Los cartagineses han puesto cerco a Selinonte. Son miles y miles, tienen unas máquinas enormes, formidables. No podemos resistir…. necesitamos ayuda… ¡Rápido, en nombre de los dioses…. rápido! Y dadme de beber, por favor, me muero de sed.
Dionisio le alargó su cantimplora, luego dio inmediatamente unas órdenes urgentes a sus hombres:
—Tú corre a ver a Diocles, dile que se reúna con nosotros en el pritaneo: se trata de algo de la máxima urgencia.
—Pero estará durmiendo… —objetó el centinela.
—¡Sácale de la cama, por Heracles! ¡Vamos, muévete! Y vosotros —ordenó al resto del piquete— id a despertar a los miembros del Consejo y reunidlos en el pritaneo. Deben escuchar a este hombre. Tú —mandó a otro—, ve a llamar a un cirujano y dile que es urgente.
Los hombres corrieron a cumplir lo que les había sido mandado. Dionisio se hizo reemplazar en el cuerpo de guardia por su segundo en la escala de mando, un amigo llamado Yolao, y escoltó por las calles oscuras de la ciudad al grupito con la parihuela, iluminando la calle con la antorcha empuñada. De vez en cuando echaba una mirada al hombre tendido sobre la improvisada parihuela y le veía contraer las facciones en una mueca de dolor a cada sacudida, a cada movimiento brusco. Debía de haberse roto los huesos en aquella descalabrante caída.
Cuando llegó a destino, los consejeros estaban entrando en pequeños grupos. Somnolientos y de mal humor, se habían hecho acompañar por unos esclavos con linternas. Diocles, el comandante en jefe de las fuerzas armadas, llegó casi enseguida, pero cuando vio a Dionisio frunció el ceño.
—¿Qué pasa tan urgente? ¿Qué manera es esta de…?
Dionisio alzó la mano con un gesto seco para interrumpir sus palabras. Contaba solo veintidós años, pero era el guerrero más fuerte de la ciudad: no tenía rival en el manejo de las armas, en resistencia al cansancio, a las presiones y al dolor. Tenía un temperamento incapaz de soportar la disciplina y era temerario, no respetaba a dioses ni a hombres que demostraran no merecerlo. Pensaba que solo tenía derecho a mandar aquel que estuviera dispuesto el primero a arriesgar su vida por los demás y quien demostrase en la batalla que era el más fuerte y valiente de todos. No tenía la menor consideración por quien lo único que sabía hacer era hablar sin ser capaz de actuar. Y siempre miraba fijamente a los ojos a un hombre antes de matarlo.
—Este ha reventado su caballo y se ha roto los huesos para llegar hasta aquí —dijo— y he pensado que era necesario escucharle enseguida.
—Entonces, que hable —respondió Diocles, impaciente.
Dionisio se le acercó, le ayudó a incorporarse y el mensajero comenzó a hablar.
—Nos atacaron de improviso desde el norte, por donde no nos hubiéramos esperado un ataque. Y así llegaron hasta nuestras murallas. Montaron allí unos arietes basculantes sobre unas torres móviles, unos troncos desmesurados con la cabeza de hierro macizo, y comenzaron a martillear los muros día y noche mientras los arqueros, desde lo alto de las torres, barrían las barbacanas con una cortina de disparos, asaeteando sin descanso a los defensores. Hemos tratado de resistir de todas las maneras…
—Su comandante se llama Aníbal de Ghiskon: un fanático implacable. Afirma ser descendiente de ese Amílcar que murió inmolándose en el altar de Himera hará siete años, cuando los vuestros, junto con los agrigentinos, aniquilaron al ejército de Cartago. Quiere lavar el honor de su antepasado, ha dicho. Y no se detendrá hasta que haya cumplido su venganza.
—Durante tres días seguidos los ataques fueron rechazados uno tras otro y lo único que nos sostenía en ese esfuerzo espantoso era la esperanza de veros llegar con refuerzos. ¿Por qué no os habéis movido aún? La ciudad no puede resistir largo tiempo: los víveres escasean, hemos perdido muchos hombres, otros muchos, heridos, no están en condiciones de combatir. Tenemos en primera línea a muchachos de dieciséis años y a ancianos de sesenta. También las mujeres luchan. ¡Ayudadnos en nombre de los dioses, os lo suplico, ayudadnos!
Diocles desvió la mirada de la expresión angustiada del mensajero selinontino y la volvió a su alrededor para escrutar los rostros de los consejeros ya sentados en el hemiciclo.
—¿Habéis oído? ¿Qué decís hacer?
—Yo digo que partamos enseguida —exclamó Dionisio.
—Tu parecer no tiene ninguna importancia en este lugar –le hizo callar Diocles—. No eres más que un oficial de rango inferior.
—¡Pero esa gente nos espera, por Heracles! —reaccionó Dionisio —Están muriendo, los aniquilarán si no llegamos a tiempo.
—¡Ya basta! —replicó Diocles—, o haré que te echen.
—El hecho es que —intervino un anciano consejero llamado Héloris— la decisión no podrá ser tomada hasta mañana, cuando haya un número legal de consejeros. Pero mientras tanto, ¿por qué no dejar marchar a Dionisio?
—¿Solo? —ironizó Diocles.
—Dadme una orden —dijo el interpelado— y antes del amanecer tendré listos para el combate a quinientos hombres. Y si pones a mi disposición dos naves, en dos días estaré dentro de los muros de Selinonte…
El mensajero seguía con angustia aquella disputa: cada instante que pasaba podía ser decisivo para la salvación o la aniquilación de su ciudad.
—¿Quinientos hombres? ¿Y de dónde los vas a sacar? —preguntó Diocles.
—Me los proporciona la Compañía –respondió Dionisio.
—¿La Compañía? ¡Soy yo quien manda, no la Compañía! —vociferó.
—Pues, entonces, proporciónamelos tú –replicó gélido Dionisio.
Héloris intervino de nuevo.
—Poco importa, en mi opinión, quién pueda proporcionarlos, con tal de que parta lo más rápidamente posible. ¿Hay alguien que esté en contra?
Los consejeros, que no veían llegar la hora de volver entre las sábanas, concedieron las naves que servían para el grueso de las tropas
En aquel momento entró el cirujano con la bolsa del instrumental.
—Cuídate de este hombre —le ordenó Dionisio, y salió sin esperar siquiera la orden de Diocles.
Poco después llegó su amigo Yolao al cuerpo de guardia.
—Partimos —dijo.
—¿Cuándo? ¿Hacia dónde? —repuso el joven, alarmado.
—Al amanecer, para Selinonte. Estamos en la vanguardia. Los otros llegarán con la flota. Necesito quinientos hombres y tengo que encontrarlos en la Compañía. Ocúpate tú de hacer correr la voz. Los quiero aquí armados al completo, con raciones para cinco días y un caballo de refresco cada tres hombres para dentro de dos horas como máximo.
—Pero eso es imposible de conseguir. Mucho te aprecia la Compañía, pero…
—Entonces, diles que es el momento de demostrarlo. Muévete.
—Como quieras —respondió Yolao.
Lanzó un silbido y enseguida se oyó un relincho y un ruido de cascos. Yolao saltó sobre su caballo y partió desapareciendo en la oscuridad.
Al cuarto día uno de los arietes consiguió abrir una brecha en las murallas y los mercenarios campanios al servicio de los cartagineses se precipitaron por la abertura, impulsados por el deseo de distinguirse, pero sobre todo por la codicia, porque el comandante les había prometido el saqueo de la ciudad.
Los selinontinos se agolparon en defensa de la brecha formando una muralla con los escudos, repelieron a los atacantes y mataron a muchos de ellos, que se retiraron desordenadamente pisoteando los cuerpos de sus propios compañeros.
Al día siguiente, Aníbal dio orden de retirar los escombros e hizo avanzar unas techumbres de protección bajo las cuales sus hombres podían trabajar y desescombrar el pasadizo. Mientras tanto, los arqueros, desde lo alto de las torres de asalto, continuaban sometiendo a sus disparos a los defensores a fin de alejarlos de la brecha.
Al sexto día el paso estaba expedito; los arietes ensancharon más aún la abertura abriendo camino a la infantería de asalto de los mercenarios líbicos, íberos y campanios, que se lanzó al interior de la ciudad con aterradores gritos de guerra.
Los selinontinos, que habían previsto el movimiento, se habían preparado trabajando durante toda la noche y habían levantado barricadas en la entrada de cada calle aislando los barrios traseros. Desde aquellas defensas contraatacaban sin descanso rechazando a los enemigos y dando muerte a gran número de ellos. Pero aunque su valor superaba todo lo imaginable, las fuerzas disminuían, a cada hora que pasaba, por el continuado esfuerzo en el levantamiento de las barricadas, por el insomnio y por el esfuerzo de tener que luchar sin tregua contra unas tropas siempre frescas y descansadas.
Al séptimo día los arietes abrieron una segunda brecha en otro punto del recinto amurallado y por ella se desparramaron los asaltantes lanzando gritos tan fuertes que los hombres que aún combatían sintieron que se les helaba la sangre en las venas. La segunda oleada se derramó contra las barricadas igual que un río desbordado contra unas frágiles márgenes. Fueron vencidos los obstáculos y los guerreros selinontinos se vieron obligados a retroceder hacia la plaza del mercado, donde se reagruparon uno al lado de otro, tratando así de presentar la última y desesperada resistencia.
En aquellas situaciones apuradas fue increíble el valor de las mujeres. Subidas a los tejados de las casas arrojaban sobre los enemigos todo cuanto tenían al alcance de la mano: tejas, ladrillos, vigas; lo mismo hacían los muchachos, conscientes de la suerte que les esperaba.
De este modo los selinontinos consiguieron prolongar un día más la agonía de su patria, en la esperanza de que cada hora conquistada era una hora ganada. La noche anterior se había producido una señalización luminosa desde las montañas del interior y todos pensaban que los auxilios no iban a tardar ya mucho en llegar. Pero al día siguiente fueron aplastadas las últimas resistencias. Extenuados por el esfuerzo de las largas jornadas de combate, los hombres se desbandaron y la lucha se fragmentó en mil contiendas individuales. Muchos se limitaron a defender las puertas de sus propias casas, y los gritos de terror de los hijos y de las hijas conseguían sacar de sus cuerpos exhaustos los últimos restos de energía. Pero su obstinada resistencia no hacía sino aumentar la rabia de los bárbaros que, tras haberse impuesto por fin, se entregaron a las más sangrientas matanzas que recuerda memoria humana. Mataban sin piedad incluso a los niños de pocos años, degollaban a criaturas en las cunas. Por la noche muchos de ellos merodeaban con decenas de manos cortadas atadas juntas a modo de trofeos y cabezas de enemigos asesinados ensartadas en las picas.
El horror reinaba por doquier, en cada lugar resonaban llantos, gritos de desesperación, lamentos de heridos y de moribundos. Pero no había terminado aún.
Durante dos días y dos noches la ciudad fue saqueada y Aníbal dejó deliberadamente que las mujeres, las muchachas y los niños fueran presa de la violencia y de los estupros de la soldadesca. Lo que tuvieron que padecer aquellos desventurados es indescriptible, pero los pocos que sobrevivieron y pudieron contar lo que habían visto dijeron que no había prisionero que no envidiase la suerte de quienes habían caído con honor empuñando la espada. No hay, en efecto, nada peor para un ser humano que caer en manos de otro ser humano.
La ciudad fue destruida doscientos cuarenta y dos años después de su fundación.
Dieciséis mil personas fueron aniquiladas.
Seis mil, casi todos, mujeres, muchachas y niños, fueron vendidos como esclavos.
Dos mil seiscientos se salvaron huyendo por la puerta de levante porque los bárbaros se habían entregado al saqueo y no se preocupaban de nada más.
Dionisio, a la cabeza de un destacamento de unos cincuenta jinetes, se los encontró mientras marchaban en plena noche. Iba de avanzadilla: llevaba un adelanto al resto de su contingente de cerca de una hora. El grueso de las tropas siracusanas desembarcaría al día siguiente en la desembocadura del Hipsas.
Demasiado tarde.
A la vista de los jinetes, los guerreros supervivientes se cerraron en círculo en torno a las mujeres y a los muchachos temiendo caer en una emboscada y que solo se librarían de la muerte para tener un final aún más amargo. Pero cuando oyeron que les dirigían la palabra en griego arrojaron los escudos y cayeron de rodillas entre lloros y sollozos. Habían caminado hasta aquel momento sostenidos únicamente por la fuerza de la desesperación y ahora, al verse finalmente a salvo, se sintieron abrumados por los recuerdos del desastre, por la visión de las matanzas, de las violaciones y de las atrocidades que habían presenciado, y el horror y el desconsuelo los sumergieron cual olas de un mar tempestuoso.
Dionisio se apeó del caballo y pasó revista a aquellas filas de desventurados. Los hombres, a la luz de las antorchas, se le aparecieron cubiertos de sangre, de polvo y de sudor, los escudos y los yelmos mellados, los ojos enrojecidos por el insomnio, la fatiga y el llanto, la expresión alucinada; parecían más espectros que seres humanos.
—¿Quién es el oficial de mayor graduación entre vosotros? —preguntó.
Se destacó un hombre que frisaría en los cuarenta años.
—Yo. Soy comandante de batallón y me llamo Eupites. ¿Y quiénes sois vosotros?
—Somos siracusanos —fue la respuesta.
—¿Por qué no habéis llegado hasta ahora? Nuestra ciudad ha sido aniquilada y…
Dionisio alzó la mano en un gesto perentorio, e interrumpió la frase.
—De haber dependido de mí, nuestro ejército habría llegado hace dos días. Pero el pueblo debe reunirse en asamblea para deliberar y el colegio de los estrategas debe discutir cómo llevar a cabo la acción. Lo máximo que he podido obtener ha sido partir con una vanguardia. Ahora haz adelantarse a los heridos, prepararemos parihuelas para aquellos que no estén en condiciones de caminar y trataremos de irnos deprisa. Coloca a las mujeres y a los muchachos en el centro, a los guerreros delante y detrás. Para los flancos nos bastamos nosotros. Tenemos que llegar a Agrigento antes de que los bárbaros se lancen en vuestra persecución.
—Espera —dijo Eupites.
—¿Qué pasa?
—Tu nombre.
—Dionisio.
—Escucha, Dionisio: te estamos agradecidos por haber sido el primero en acudir en nuestra ayuda. Sentimos humillación y vergüenza por el estado en que nos hallamos, pero queremos decirte una cosa. —Mientras hablaba, los otros guerreros selinontinos habían recogido los escudos y se agolpaban en torno a él, erguidos de hombros y empujando el asta—: Apenas hayamos recuperado las fuerzas volveremos atrás para reconstruir nuestras casas y nuestra ciudad y si alguien, quienquiera que sea, quiere hacer la guerra contra los cartagineses que sepa que nosotros estaremos siempre dispuestos a acudir en cualquier momento y que la venganza es ahora el único fin de nuestra vida.
Dionisio se le acercó y levantó la antorcha para iluminarle el rostro y la mirada. Descubrió en él tanto odio como no había visto nunca en los ojos de un ser humano. Pasó la antorcha para alumbrar los rostros de los otros guerreros y en cada uno de ellos descubrió la misma feroz determinación.
—Lo recordaré —dijo.
Reanudaron la marcha y avanzaron durante toda la noche hasta un grupo de aldeas donde fue posible encontrar algo de comer. Mientras los quebrantados fugitivos se tumbaban a la sombra de un pequeño olivar, Dionisio volvió atrás a caballo para comprobar que nadie los siguiera. Fue entonces cuando su atención se vio atraída por lo que parecía una mancha blanca en medio de un prado. Espoleó a su caballo y se acercó. En la hierba había tendida una muchacha, aparentemente exánime. Dionisio desmontó, le levantó la cabeza y le acercó a los labios la cantimplora con el agua, haciéndole beber algún sorbo. Aparentaba unos dieciséis años todo lo más, tenía el rostro ennegrecido por el humo y era casi imposible distinguir sus facciones. Solo los ojos, cuando los abrió, brillaron de un color ambarino. Debía de haber caído ya sin fuerzas durante la marcha nocturna sin que nadie lo advirtiera. Y quién sabe cuántos otros debían de haber caído rendidos de cansancio en el curso de la noche.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
La muchacha bebió de nuevo un poco y respondió:
—No digo mi nombre al primero que llega.
—No soy el primero que llega, soy el que te salva el pellejo. Dentro de poco los perros sin dueño te comerían. Levántate, ahora, y monta conmigo. Te llevaré con los demás.
La muchacha se levantó con esfuerzo.
—¿Tengo que subir a caballo contigo? Ni pensarlo.
—Entonces, quédate aquí. Y si llegan los mercenarios campanios harán que se te vayan las ganas de andar sola por ahí.
—Me llamo Areté. Déjame montar.
Dionisio la ayudó a subirse al caballo y él lo hizo de un salto en la grupa detrás de ella, incitando al caballo al paso.
—¿Hay alguien de tu familia con los fugitivos?
—No —respondió Areté—. Mi familia ha sido exterminada.
Lo dijo con un tono ausente, como si hablase de algo que no le afectaba.
Dionisio no añadió nada más. Le alargó de nuevo la cantimplora para que saciase su sed. La muchacha bebió, luego vertió un poco de agua sobre la palma de su mano y se lavó el rostro secándose con un faldón del vestido.
En aquel momento llegó un joven a caballo a gran velocidad y se detuvo a escasa distancia de ellos. Ojos claros, con entradas en el pelo: la frente alta y una barba bien cuidada le conferían un aspecto más maduro de lo que era. Miró de arriba abajo a la muchacha de una ojeada y acto seguido se dirigió a Dionisio:
—¡Ah, estás aquí! —exclamó—. Habrías podido avisarnos. Pensábamos que habías desaparecido.
—Va todo bien, Filisto —respondió Dionisio—. Me he encontrado a esta muchacha que se había quedado atrás. Vuelve a la aldea y consíguele algo de comida. Probablemente no ha probado bocado desde hace días. Está en los huesos.
La muchacha le miró irritada y Dionisio se quedó impresionado por la belleza de su rostro ahora visible, por los bellísimos ojos ambarinos sombreados por unas largas pestañas negras. Estaba desmejorada y quebrantada por los horrores que había visto, pero era agraciada y bien hecha, tenía unos dedos largos y finos y sus cabellos conservaban aún algo de sus reflejos violáceos y de su perfume. Al cabo de un poco Dionisio se dio cuenta de que su cuerpo de adolescente era sacudido por breves estremecimientos. Lloraba en silencio.
—Llora —le dijo—. Te ayudará a superar los recuerdos que te asaltan. Pero trata de no pensar demasiado en ellos y de no atormentarte. Tu dolor no hará volver a la vida a quienes has perdido.
Ella no dijo nada, pero Dionisio sintió que apoyaba la cabeza hacia atrás, en su hombro, en una especie de doloroso abandono.
Areté se reanimó cuando llegaron a la vista de las aldeas y de los otros prófugos que estaban recuperando fuerzas.
Dionisio le pasó una mano por debajo de la axila y la depositó en tierra sin esfuerzo, como si fuera una pluma.
—Allí están repartiendo algo de comer —le dijo—. Ve, antes de que no quede anda.
Pero al ver que ella no se movía hizo una indicación a Filisto para que trajese un poco de comida tal como le había pedido.
Llegó con un pedazo de pan y un trozo de queso de oveja y se lo ofreció a la muchacha, que comenzó a comer. Debía de estar medio muerta de hambre.
Y sin embargo, apenas se hubo zampado el primer bocado, su atención se vio atraída por un niño de lloraba solo y aparte, debajo de un olivo. Se acercó a él y le ofreció pan.
—¿Tienes hambre? —le preguntó—. Come.
Pero el niño meneó la cabeza y siguió llorando a lágrima viva. Se cubría el rostro con las manitas como si no quisiera ver un mundo tan horrible.
Llegó otro pequeño grupo de fugitivos que se habían quedado atrás. Entre ellos, Areté vio una figura que le impresionó: un joven guerrero avanzaba sosteniendo a duras penas a un viejo macilento que debía de ser su padre y llevando con la otra mano a un chiquillo de quizá siete u ocho años, que iba detrás con esfuerzo, lloriqueando.
Areté se acercó al niño, lo cogió en brazos y le señaló aquel pequeño grupo familiar.
—Míralos, pequeño. ¿Acaso no parecen Eneas con su padre Anquises y su querido hijo Julo?
El chiquillo dejó de llorar y miró al joven, al viejo y al niño que pasaban por delante de él en aquel preciso momento.
—¿Conoces la historia de Eneas? Come algo, vamos, que te la cuento… —Y comenzó—: Eneas, el príncipe troyano, se había quedado solo defendiendo las murallas, tras la muerte de Héctor. Y la ciudad cayó mientras él dormía, así como los demás. No le quedó más remedio que irse y de ahí nació su fama: la del derrotado que huye, con el único patrimonio que le queda, la esperanza. Alguien sin duda le vio, y transmitió su memoria: un niño cogido de la mano, con un anciano paralítico a cuestas.
—Y así Eneas se convirtió en la viva imagen del fugitivo destinado a tener una fortuna inmensa: miles, millones de epígonos bajo todos los cielos, en todas las tierras, entre gentes cuya existencia ni siquiera se hubiera imaginado…
El niño, mientras escuchaba, parecía haberse calmado un poco y masticaba de mala gana un pedazo de pan. Areté seguía contando, como si pensase en voz alta:
—Acampados en medio del barro, en el polvo, fugitivos en carros, asnos y bueyes, ellos, los fugitivos, son la imagen indeleble de Eneas que sigue viviendo y vivirá eternamente. Porque Troya arde, hoy y siempre…
—Serias palabras para un niño tan pequeño, ¿no crees? —se dejó oír la voz de Dionisio a sus espaldas.
—Tienes razón —respondió Areté sin darse la vuelta—. Demasiado serias. Pero yo hablaba conmigo misma, creo. —Y añadió—: Estoy tan extenuada que no sé lo que me digo.
—Eran unas palabras hermosísimas —repuso Dionisio—, sobrecogedoras. Pero yo no me resigno a esta vergüenza. No puedo soportarla. Me avergüenzo de mis conciudadanos que han perdido un tiempo precioso en discusiones inútiles, en extenuantes diatribas, mientras los vuestros se batían con enemigos despiadados esperando hasta el último momento nuestro auxilio. Hace setenta años, cuando mandaba un solo hombre en Siracusa, nuestro ejército marchó tres días y tres noches llegando a Himera asediada por los cartagineses y los derrotó en una memorable batalla. El mismo día en que los atenienses derrotaban a los persas en Salamina.
—Ese hombre era un tirano —respondió Areté.
—¡Ese hombre era un hombre! —rugió Dionisio—. E hizo lo que se debía hacer.
Se alejó y Areté le vio impartir órdenes a sus compañeros, reunir a los guerreros selinontinos e incitarles a cobrar ánimos y a proseguir la marcha.
No habían descansado siquiera una hora cuando se levantaron, recogieron los escudos y reanudaron su camino. Muchos de ellos no tenían ya las sandalias y se arrastraban sobre las piedras del sendero dejando rastros de sangre. Imposible comprender qué fuerza podía sostenerlos. Pero Dionisio en su fuero interno era consciente de ello y por esto les había pedido que reanudaran el viaje: sabía que nadie es más fuerte que un hombre que no tiene nada que perder.
Avanzaron durante horas deteniéndose solo a beber de vez en cuando al encontrar una fuente o a recoger por el camino algún fruto acerbo para calmar el hambre canina. Los niños no tenían siquiera fuerzas para llorar y, mirando a sus padres o a los compañeros de viaje, daban muestras de un espíritu increíble y de un valor conmovedor tratando de no hacer mal papel en comparación con ellos.
Hasta la tarde del día siguiente no llegaron los socorros: carros tirados por bueyes, asnos, mulos y víveres en abundancia. Se hizo subir a viejos e inválidos, mujeres y niños en los carros y los guerreros pudieron cargar en ellos los escudos mientras caminaban mucho más ligeros.
Al cabo de otras dos jornadas de viaje, al atardecer llegaron a la vista de Agrigento.
La magnífica ciudad, iluminada por el sol poniente, se alzaba delante de ellos como una visión. Encaramada en una colina, rodeada de un imponente recinto amurallado de cinco estadios de perímetro, mostraba sus templos esplendentes de mil colores, las estatuas y los monumentos y arriba, en lo alto, en la cima de la acrópolis, el santuario políade con las acroteras doradas que resplandecían al sol cual gemas.
El sonido de una trompeta resonó a lo largo y a lo ancho del valle y las puertas se abrieron. Los fugitivos pasaron entre los monumentos de la necrópolis y subieron hacia la puerta de poniente, luego se adentraron en la ciudad pasando por en medio de una multitud muda y atónita. Resultaban aún visibles los signos del desastre al que habían escapado: heridas, contusiones, llagas en todo el cuerpo, mugre y ropas hechas jirones, pies ensangrentados, rostros demacrados, cabellos sucios de polvo y de sangre coagulada. A medida que se adentraban en la ciudad más bella que hubiera sido construida nunca en Occidente, la conmoción de los presentes iba en aumento y muchos no conseguían contener las lágrimas delante de una visión tan lastimosa. Aquellos desgraciados eran la prueba de la inaudita ferocidad de los enemigos, de la terrible maldad de los bárbaros.
Las autoridades de la ciudad, conscientes del efecto devastador que tenía sobre la población el ver a los refugiados, dieron orden de conducirlos hacia la plaza del mercado, cerca del gran lago artificial, y de acomodarlos debajo de los porches para prestarles los primeros auxilios y proporcionarles comida, agua y ropas limpias. A cada uno se le dio un trozo de cerámica que llevaba estampado un número y se sortearon las familias que les darían hospedaje en espera de encontrarles un acomodo.
Dionisio se acercó a Areté y le dijo:
—Aquí estáis seguros. La ciudad es poderosa y rica, las murallas son las más recias de toda Sicilia. Tengo una pequeña casa por este lugar con una plantación de almendros y un pequeño huerto. Me sentiría dichoso si tanto tú como el niño aceptarais mi hospitalidad.
—¿No quieres esperar a que nos sorteen? —preguntó Areté.
—Yo no espero nunca —replicó Dionisio—. La suerte es ciega, pero yo no cierro nunca los ojos del todo, ni siquiera cuando duermo. Entonces, ¿aceptas?
Areté le sonrió.
—¿Por dónde está? —le preguntó.
—Por aquí. Sígueme —y se encaminó llevando al caballo de la brida.
Pero justo en aquel momento oyeron un grito: «¡Krisse!» y vieron a una mujer que corría a su encuentro mientras seguía pronunciando aquel nombre.
El niño se volvió, se liberó de la mano de Areté y corrió hacia la mujer gritando: «¡Mamá!». Se abrazaron en medio de la plaza, entre la gente que miraba conmovida.
—No es el primer caso —dijo Dionisio—. Algunos pequeños han reencontrado a su madre o a su padre que los creían perdidos. Otros han reencontrado a sus maridos o a sus mujeres, o a sus hermanos. Y su alegría ha sido tan grande que les ha hecho olvidar todo lo demás que han perdido.
—Cómo lo siento —dijo Areté—. Comenzaba a sentir cariño por él. ¿Y ahora tendré que ir sola a tu casa? No sé si puedo fiarme.
—Claro que puedes fiarte —repuso Dionisio—. Eres demasiado flaca para mis dientes.
Areté le miró despechada por aquella expresión tan ruda, pero la sonrisa burlona y casi canallesca de Dionisio no conseguía irritarla. Más aún, era probablemente su aspecto, aparte de su personalidad, lo que le fascinaba: era más alto de lo normal y moreno de pelo, tenía los ojos negros y brillantes, como el mar de noche; la piel, bronceada por el sol, estaba tensa en sus poderosos músculos de combatiente y dejaba traslucir unas turgentes venas azulinas en los brazos y en el dorso de las manos.
Aquel muchacho había ayudado a sus conciudadanos a salvarse, había sido el primero en acudir en su ayuda y de haber sido por él quizá Selinonte no habría caído.
Selinonte… Hasta el nombre le parecía dulce en la amargura extrema del destierro, en la pérdida de todo cuando había creído suyo e inalienable: la casa, los familiares, los juegos abandonados hacía poco, las amigas con las que tantas veces había subido a los templos de la acrópolis a llevar presentes a los dioses para la prosperidad de la ciudad y del pueblo. Recordaba la gran plaza del mercado llena de gente y de mercancías, las procesiones, los paseos por los campos, las riberas del río adónde iba a lavar la ropa con sus amigas y a tenderlas al sol para que se perfumasen con el viento que olía a amapolas y a trigo.
—¿Existe más agradable perfume que el trigo en flor? —preguntó de golpe mientras comenzaban a subir la cuesta hacia la parte alta de la ciudad.
—Qué tontería —respondió Dionisio—. El trigo no da flores.
—Claro que da, cuando está aún verde, en mayo. Son diminutas, en el interior de la espiga, de un color blanco lechoso, pero su perfume es tan dulce que se confunde con el perfume mismo de la primavera. ¿Sabes cuándo se dice «perfume de primavera» pero todavía no hay rosas y las violetas han florecido ya? Pues ese, ese es el perfume de las flores del trigo…
Dionisio la miró, esta vez con una atención casi afectuosa. —Sabes muchas cosas, muchacha…
—Puedes llamarme Areté.
—Areté… ¿Dónde las has aprendido?
—Mirando a mi alrededor. Y nunca como ahora comprendo el valor de los tesoros que nos rodean y que nosotros no advertimos, como las flores del trigo… ¿comprendes?
—Creo que sí. ¿Estás cansada?
—Podría acostarme en este empedrado y caerme dormida como un tronco.
—Entonces será mejor que entres. Mi casa es esa de ahí.
Dionisio ató el caballo a una anilla que pendía de la pared, abrió la cancela de madera y entró en un pequeño patio al que daban sombra un almendro y un granado florido. Cogió una llave de debajo de una piedra y abrió la puerta. El interior era muy sencillo y sobrio: una mesa con un par de sillas, una banqueta a un lado, del otro un cubo con una orza de terracota para el agua. Al fondo, en la parte opuesta a la entrada, había una escalera de madera que conducía al piso superior. La hizo acomodarse en el único dormitorio y la tapó con un paño ligero. Areté se durmió casi enseguida y Dionisio se quedó mirándola absorto durante un rato. Un relincho le hizo volver a la realidad y bajó a la planta baja para cuidar al caballo.