PRÓLOGO

El hombre llegó poco después de la puesta del sol cuando las sombras comenzaban a extenderse sobre la ciudad y sobre el puerto. Avanzaba a paso ligero llevando en bandolera una alforja, y miraba de vez en cuando hacia uno y otro lado con un cierto aire temeroso. Se detuvo cerca de un templete de Perséfone, y la luz que ardía delante de la efigie de la diosa reveló su aspecto. Los cabellos entrecanos de quien había pasado ya de la mediana edad, la nariz recta y la boca de finos labios, los pómulos altos y las mejillas hundidas, cubiertas parcialmente por una barba negra. La mirada, inquieta y huidiza, conservaba, sin embargo, una expresión de dignidad y de circunspección que contrastaba con el aspecto humilde y la vestimenta raída, revelando una condición elevada aunque venida a menos.

Tomó por el camino que llevaba al puerto de poniente y comenzó a bajar hacia la dársena, donde más numerosas eran las barcazas y las tabernas frecuentadas por los marineros, los mercaderes, los estibadores y los soldados de la flota. Corinto vivía un momento de prosperidad y sus dos puertos eran un hervidero de naves que importaban y exportaban mercancías a todos los países del mar interior y del Ponto Euxino. En el barrio sur, donde había los almacenes de grano, era fácil oír el acento siciliano en todas sus variantes de entonación: agrigentino, catanés, geloa, siracusano…

Siracusa… a veces le parecía haberla olvidado, pero bastaba una nimiedad para traer de nuevo a su memoria los días de su infancia y de su madurez, para reencontrar las luces y los colores de un mundo ya transfigurado por la nostalgia, pero sobre todo por la amargura de una vida marcada inexorablemente por la derrota.

Había llegado delante de la taberna y entró después de haber mirado en torno suyo una última vez.

El local comenzaba a animarse con los parroquianos que venían a tomarse una sopa caliente y un vaso de vino genuino, como hacen los bárbaros y los pobretones.

Cuando hacía buen tiempo la gente se sentaba afuera, bajo el emparrado, a contemplar los dos mares, uno oscuro presa ya de la noche, el otro rojo por el último resplandor del crepúsculo, y las naves que se apresuraban a entrar en puerto antes de que anocheciera. En invierno, cuando el bóreas descendía de los montes para helar los miembros, se reunían dentro en una atmósfera densa de humo y cargada de pesados olores.

El tabernero atizó el fuego, luego cogió una escudilla de sopa y se la dejó delante, encima de la mesa.

-La cena, maestro.

-Maestro… -repitió el otro en voz baja en un tono apenas perceptible de desencanto.

La cuchara estaba sobre la mesa, atada a un hilo bramante, pues de lo contrario la gente se la llevaba. La cogió y comenzó a comer, lentamente, saboreando aquella comida sencilla y gustosa que le calentaba los ateridos miembros.

Estaban llegando las muchachas para los clientes que, tras haber comido, empezaban a beber o estaban ya achispados porque llevaban haciéndolo desde hacía un rato con la excusa de que hacía frío y había que entrar en calor.

Cloe no era particularmente bonita, pero tenía unos ojos negros y de mirar taciturno y una expresión altiva tan absurda para su condición de joven prostituta que le recordaba la de las mujeres sicilianas. Quizá lo era, quién sabe.

O quizá le recordaba a alguien, un amor juvenil en su tierra natal. Por eso la observaba de vez en cuando y le sonreía; ella correspondía a la sonrisa sin comprender su significado. Le miraba con ojos incrédulos y un tanto burlones.

Se la encontró casi de improviso a un lado, lo cual primero le sorprendió, pero luego hizo una seña al tabernero para que trajera otra escudilla y se la acercó, dejando de paso unas monedas sobre la mesa.

-Con este dinero no puedes ni joder, maestro -dijo ella tras haber contado a simple vista las monedas.

-En efecto que no -respondió él, tranquilo-. Lo único que quiero es invitarte a un plato de sopa. Estás flaca y si sigues adelgazando no servirás ya para tu oficio y te harán polvo. ¿Por qué me has llamado de ese modo?

-¿Maestro?

La muchacha se encogió de hombros.

-Todos te llaman así Porque enseñas, pagando, a leer y escribir. Pero nadie sabe, al parecer, cómo te llamas en realidad. Tendrás un nombre, ¿no?

-Como todo el mundo.

-¿Y no me lo dirías?

El hombre meneó la cabeza hundiendo de nuevo la cuchara en la sopa.

-Come tú también -le dijo- mientras está caliente.

Cloe se llevó la escudilla a los labios y sorbió ruidosamente el caldo. Se limpió con la manga de la túnica.

-¿Por qué no quieres decírmelo?

-Porque no puedo -respondió el hombre.

La muchacha echó una mirada a la alforja que había colgado del respaldo de la silla.

-¿Qué hay dentro?

-Nada que te importe. Come, que han llegado unos clientes.

El tabernero se acercó.

-Ve a la habitación -le dijo señalando una portezuela al fondo del local-. Hay dos decididos marineros con ganas de divertirse. Han pagado por adelantado. Procura que queden satisfechos.

La muchacha se tragó una cucharada de sopa, y antes de irse le susurró al oído:

-Cuidado, tu bolsa llama demasiado la atención. Hay más de uno que quisiera saber lo que contiene. No te he dicho nada- y añadió en voz alta-: Gracias por la sopa, maestro. Me ha calentado el corazón.

Cloe fue alquilada por dos extranjeros ya ebrios. Altos, gordos y sucios. Al poco la oyó gritar. Eran de esos a quienes les gustaba hacer daño. Se levantó y corrió hacia la puerta al fondo del local mientras el tabernero le gritaba:

-¿Adónde vas tú? ¡Detente, demonios, detente!

Pero había abierto ya la puerta de par en par y se había arrojado dentro de aquel cuchitril oscuro gritando:

-¡Dejadla en paz! ¡Dejadla, bastardos!

Siguió una trifulca que se transformó en una verdadera pelea. Le agredieron entre dos empujándolo afuera, en medio del local, pero él reaccionó blandiendo una silla. Mientras, los otros clientes se agolpaban en torno a los contendientes incitándoles con grandes voces. Un tercer individuo se le acercó tratando de birlarle la bolsa, pero él le golpeó con la silla y fue acto seguido a respaldarse en la pared.

Estaba ya rodeado. Asustado por haberse atrevido a tanto, chorreaba sudor y temblaba mientras sus adversarios se acercaban cada vez más amenazadores.

Uno de ellos se abalanzó sobre él asestándole un puñetazo en el estómago y luego otro en el rostro, pero cuando también el otro hizo ademán de lanzarse sobre él aparecieron de improviso tres energúmenos desconocidos que los dejaron tiesos en el suelo uno tras otro echando sangre por la boca y la nariz. Luego, tal como habían aparecido, se largaron.

El «maestro» se aseguró de que la alforja estuviera aún en su sitio, pasó por entre la gente muda y se dirigió a su vez hacia la salida.

Le azotó una ráfaga de viento frío que le hizo estremecerse. Solo entonces sintió el efecto de los golpes encajados y aflojarse al mismo tiempo la tremenda tensión que le había atenazado hasta aquel momento. Se tambaleó, se llevó las manos a las sienes como para detener la sensación de vértigo que hacía moverse la tierra bajo sus pies, buscó un punto de apoyo que no existía, y se desplomó en medio de la calle.

No recuperó el conocimiento hasta bastante después, cuando se puso a llover y el agua helada empezó a correr por su cara y a lo largo de su espalda. Pasó aún un rato y sintió que alguien le arrastraba al otro lado de la calle bajo un cobertizo donde había asnos amarrados.

Abrió los ojos y la claridad que entraba por las ventanas de la posada le permitió distinguir la cara de un viejo mendigo de calva cabeza y boca desdentada.

-¿Quién eres? -le preguntó.

-Más bien, dime quién eres tú. Nunca he visto una cosa igual. Aparecen esos tres de la nada y arman una escabechina… y luego va y desaparecen. Y todo ese desbarajuste por un pordiosero..

-No soy un pordiosero.

-Ya, sería muy extraño, en efecto.

El viejo le hizo incorporarse contra la pared y le cubrió con un poco de paja.

-Espera, gran hombre -dijo-. Quizá me quede un poco de vino. Es mi paga para que les hagas la guardia a estos asnos durante toda la noche. Toma, bebe, echa un trago, que te hará entrar en calor. -Le miró mientras se mandaba al coleto un trago de vino-. Si no eres un piojoso, ¿qué eres, entonces?

-Me gano la vida enseñando a leer y a escribir, pero yo…

-¿Tú qué?

Torció el gesto en un mohín que habría podido ser una sonrisa. -Yo fui el señor de la más grande y rica ciudad del mundo…

-¿Sí, eh? ¿Cómo no? Y yo el gran rey de Persia.

-Y mi padre fue el más grande hombre de nuestro tiempo… Dame un poco más de vino.

-Pero ¿qué historias me andas contando?

Tomó unos buenos tragos.

-¿Qué llevas en esa alforja de la que no te separas?

-Nada que valga la pena robar. Hay.. su historia. La historia de un hombre que se convirtió en el señor de casi toda Sicilia y de gran parte de Italia, derrotó a los bárbaros en innumerables batallas, inventó máquinas de guerra como no se habían visto jamás, deportó a poblaciones enteras, construyó la más grande fortaleza del mundo en solo tres meses, fundó colonias en el Tirreno y en el Adriático, se casó con dos mujeres en el mismo día… Fue único entre los griegos.

El viejo le alargó de nuevo la botella de vino y se acercó sentándose a su vez con la espalda apoyada en la pared.

-¡Por todos los dioses! ¿Y quién era ese fenómeno, ese…?

Un relámpago iluminó como si fuera pleno día el camino brillante de lluvia y el rostro tumefacto del maestro. Estalló un trueno en medio del cielo, pero él no se estremeció. Apretó contra su pecho la alforja y dijo, separando las palabras con énfasis:

-Su nombre era Dionisio, Dionisio de Siracusa. Pero el mundo entero le llamó… ¡el tirano!