Nadie consiguió explicar nunca la causa de su muerte. Dicen que Filisto vio grabado el signo de un delfín bajo la copa de la que su amigo había bebido durante aquella noche de festejos. Se acordó de cómo había mandado Dionisio a la muerte a no pocos miembros de la Compañía, en los tiempos de la última gran depuración, y cómo había obligado a contribuir sin consideración alguna a las Compañías en las otras ciudades para financiar la guerra sin preocuparle ninguna advertencia.
Algunos atribuyeron la causa simplemente a las francachelas que siguieron a la victoria en el certamen literario de las Leneas. Otros quisieron ver la larga sombra de la mano de Cartago en aquella muerte, porque solo así podían acabar con un enemigo de lo contrario irreductible.
Firmé yo la paz, apenas tuve el poder para hacerlo, y traté de mantenerla. Pero no infundía miedo a nadie y hasta los filósofos querían enseñarme a gobernar… Al cabo de diez años la gran construcción de mi padre estaba en ruinas y ya no resurgiría nunca más. Un viejo general enviado de la metrópolis, Timoleón, derrotó a los cartagineses y me quitó el poder. Luego me confinó aquí, en Corinto, desde donde partieron nuestros padres fundadores, hace muchos siglos…
—¡Maestro! ¿Qué haces? ¿Hablas solo?
El maestro se frotó los ojos y miró a su alrededor. Los asnos y el borriquero habían desaparecido, por el otro lado de la calle, y apoyado en la pared había uno de los tres individuos que le habían prestado ayuda en la pelea de la noche anterior, uno de los inseparables custodios a los que la ciudad había confiado de modo discreto su seguridad.
Enfrente de él estaba la persona que le había dado cobijo, con una taza de leche humeante en la mano.
—Toma, bebe —le dijo—, te dejará como nuevo.
El maestro le miró, luego miró al sol que asomaba en aquel preciso momento por el horizonte, provocando mil reflejos dorados desde la calle aún reluciente por la lluvia nocturna. Metió una mano dentro de la alforja para buscar los rollos en ella. Estaban en su sitio y dejó escapar un suspiro de alivio.
Se levantó con esfuerzo, estiró los miembros doloridos y se pasó de nuevo las manos por los ojos, como si no consiguiera despertarse de un sueño.
—Otra vez —dijo—. Otra vez.
Echó a andar con paso inseguro y su anfitrión se quedó mirándole asombrado, hasta que su figura se disolvió en el fulgor del sol naciente.