Aurelio se levantó cuando estaba aún oscuro, se vistió y salió al vasto patio desierto. A su aparición, como por arte de magia, uno por uno, sus compañeros fueron surgiendo de la oscuridad y se le acercaron, como si esperasen de él la última palabra. Llegó también Ambrosino. Nadie había dormido.
Tomó la palabra Aurelio.
—He cambiado de idea —dijo—. Me quedo.
—¿Qué? —replicó Vatreno—. ¿Has perdido la cabeza?
—Si se queda él, me quedo yo también —dijo Batiato colgando de su cinto la espada y la segur de dos filos.
—Comprendo —aprobó Demetrio—. Nos quedamos para cubrir la fuga de Rómulo y de Ambrosino... Es justo.
—Es justo —repitió Orosio—. Así también Livia podrá salvarse.
Livia salió en aquel momento ceñida con sus ropas de amazona, con el arco en bandolera y la aljaba en la mano.
—Aurelio es el hombre que amo. Viviré a su lado si Dios así lo quiere, pero no tengo intención de sobrevivirle. Esta es mi última palabra.
Rómulo entonces avanzó en medio del círculo de sus companeros.
—No penséis que voy a huir, si os quedáis vosotros. —Su voz sonó firme y resuelta, hasta más profunda, como la de un hombre—. Hemos pasado juntos todo tipo de peripecias y en este momento mi vida no tendría ningún sentido lejos de vosotros. Sois las únicas personas que me quedan en el mundo, mis amigos más queridos. No me separaré de vosotros por nada del mundo y, si me echáis por la fuerza, volveré. Tendrán que atarme o me arrojaré al mar desde la barca y regresaré a nado, yo...
Ambrosino alzó la mano para reclamar la atención.
—Amo a este muchacho incluso más que a un hijo y daría por él mi sangre en cualquier momento. Pero él ahora ya es un hombre. El dolor, el temor, el sufrimiento y las privaciones le han hecho crecer. Merece el privilegio de tomar decisiones por sí mismo y nosotros debemos respetarlas. Yo el primero. Nuestro destino está a punto de cumplirse de un modo u otro, bastante rápido, y yo quiero compartirlo con vosotros. Lo que nos mantiene unidos, lo que ha impedido que nos dispersáramos con cada nueva amenaza es algo tan fuerte que puede vencer el temor mismo a la muerte, y nos mantendrá unidos hasta el final; no sé deciros lo que siento al oír de vosotros estas palabras. No tengo nada más que ofreceros que el afecto más profundo y los consejos que Dios omnipotente quiera inspirarme. Lo siento por nuestro amigo Kustennin, que esperará en vano en el viejo muelle. Pero hay citas a las que no se puede faltar, como esta a cuyo encuentro vamos.
Se hizo un gran silencio denso de emoción y una profunda serenidad los embargó a todos, la serenidad de quien se dispone a afrontar el extremo sacrificio por amor, por amistad, por fe, por devoción.
Vatreno fue el primero en reaccionar con sus bruscos modales.
—Entonces, pongámonos manos a la obra —dijo—. No va conmigo dejarme matar como un manso cordero. Quiero llevarme a los infiernos a un buen puñado de hijos de perra.
—¡Justo! —exclamó Batiato—. Siempre he detestado a esos bastardos pecosos.
Ambrosino no pudo disimular una sonrisa.
—Esto es algo perfectamente sabido, Batiato —dijo—. Entonces, tal vez tengo algo para vosotros, algo que he descubierto esta noche al no poder conciliar el sueño. Venid conmigo.
Y se encaminó hacia el pretorio. Los compañeros le siguieron y entraron con él en la vieja residencia del comandante. Estaban aún su mesa y su silla plegable de campaña, y algunos rollos de pergamino con los documentos de escritorio de furriera y el retrato desvaído de una mujer hermosísima pintado sobre una tabla colgada en la pared. Ambrosino se dirigió a un punto concreto del suelo y levantó una estera de paja trenzada. Debajo había una trampilla y la levantó haciendo una indicación a sus compañeros de que podían bajar.
El primero en descender fue Aurelio y se encontró ante un espectáculo increíble: ¡la armería de la legión! Dispuestas de forma ordenada, aún brillantes de grasa, había una veintena de armaduras completas, fabricadas al viejo estilo: lorigas segmentadas, yelmos y escudos, y haces de venablos de punta triangular, con la antigua forma de los ejércitos de Trajario y de Adriano. Y además, desmontadas y perfectamente eficientes, balistas y catapultas con sus dardos de hierro macizo, y un gran número de lilia, mortíferos artefactos de hierro de tres puntas para esconder en el terreno con el fin de crear barreras contra la caballería y la infantería enemigas.
—Esto me parece la mejor contribución que hayas hecho hasta ahora a nuestra causa —exclamó Vatreno dándole una palmada en la espalda a Ambrosino—. Con todos los respetos por tus propuestas filosóficas. Animo, muchachos, pongámonos manos a la obra. Demetrio, tú me ayudarás a montar las catapultas y las balistas.
—Las colocaréis en su mayor parte en el lado este —ordenó Aurelio—, es por el que podrían atacarnos y en el que somos más vulnerables.
—Orosio y Batiato —continuó Vatreno—, coged palas y picos y plantad las «azucenas» allí donde os diga Aurelio: él es el estratega. Livia, tú lleva Jos dardos para la artillería a la atalaya, además de las flechas y las jabalinas... y piedras, todas las piedras que consigas encontrar. Cada uno que coja una armadura completa: yelmos, pectorales, todo, en suma, pues las hay de todas las medidas. Excepto para Batiato, naturalmente.
Batiato miró perplejo a su alrededor.
—Eh, mira aquí, este pectoral de caballo: con algún que otro martillazo podré adaptarlo, me quedará ni que pintado.
Todos se echaron a reír al ver al gigante levantar con una sola mano la pesada coraza de un caballo de batalla y subir la escalera a la carrera.
—¿Y yo? —preguntó Rómulo—. ¿Yo qué debo hacer?
—Nacía —respondió Vatreno—. Tú eres el emperador.
—Entonces, ayudaré a Livia —dijo, y se sentó para amontonar venablos tal como veía hacer a su amiga.
Aurelio fue el último en subir y se detuvo para revolver entre los papeles que aún había sobre la mesa, llenos de polvo. Uno en particular atrajo su atención, escrito en bonita caligrafía. Había unos versos: «Exaudí me regina mundi, ínter sidéreos Roma recepta polos...».[7] Era el inicio del De reditu de Rutilio Namaciano, el último himno emocionado a la grandeza de Roma escrito setenta años antes, en vísperas del saqueo de Alarico. Suspiró y se metió aquel pequeño pergamino debajo del coselete, sobre el corazón, a modo de talismán. Ambrosino se le acercó.
—Cuando veas que todo está perdido escóndete con el chico en este subterráneo y espera a que todo haya terminado. Cuando oscurezca llégate a donde está Kustennin y acepta su ayuda. Rómulo se convencerá y tal vez podáis encontrar un lugar escondido, en Irlanda tal vez, y allí volver a empezar una nueva vida.
No será necesario —respondió, tranquilo, Ambrosino.
Aurelio meneó la cabeza y salió al patio para echar una mano a sus compañeros.
Trabajaron durante todo el día, activamente, con increíble entusiasmo, como si se hubieran quitado del corazón un peso insoportable. A la puesta del sol, agotados por el cansancio, sudorosos y sucios de tierra y de polvo, Aurelio y los suyos contemplaron el trabajo terminado: las catapultas y las balistas alineadas en las atalayas, haces de dardos y de venablos dispuestos ordenadamente junto a cada una de las máquinas, refuerzos en los parapetos, arcos en gran número con una gran cantidad de flechas preparadas para su uso delante de las troneras. Y las armaduras, brillantes, resplandecientes, alineadas contra la empalizada listas para ser puestas. Estaba también la de Batiato, modificada en el yunque a golpes de maza, bruñida y reluciente. Fabricada para cubrir el pecho de un caballo, protegería en la batalla el torso del hércules negro.
Comieron juntos sentados en torno al fuego y luego se prepararon para la noche.
—Dormid todos vosotros porque mañana tendréis que combatir —dijo Ambrosino—. Ya velaré yo. Veo aún bien y me siento mejor.
Todos dormían, Batiato con la cabeza apoyada en su armadura, cerca de la forja aún tibia. Livia entre los brazos de Aurelio, en los barracones
Demetrio y Orosio en las caballerizas cerca de los caballos. Rómulo, envuelto en su manta de viaje, bajo techado. Vatreno en los glacis, en la torre de guardia.
Ambrosino velaba cerca de la puerta, enfrascado en sus pensamientos. De pronto, cuando oyó que sus compañeros dormían profundamente, abrió delicadamente la puerta y se encaminó hacia la gran piedra circular. Una vez que hubo llegado, se puso a amontonar sobre ella una gran cantidad de madera, ramas y troncos secos que yacían a los pies de las encinas circulares. Luego se acercó a un roble colosal, se introdujo por una hendidura del tronco y sacó un gran objeto redondo y una maza de madera. Era un tambor. Lo colgó de una rama y asestó un gran golpe con la maza produciendo un retumbo sombrío que repercutió en las montañas como una tempestad. Luego asestó un segundo golpe y un tercero y otro más. Aurelio, en el campamento, se levantó de su yacija.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó. Livia le cogió de la mano y le atrajo cerca de ella.
—Es un trueno, duerme.
Pero el sonido se hacía cada vez más fuerte, sombrío y martilleante, multiplicado por el eco que resonaba en las laderas del valle, en los pastos y en las rocas. Aurelio aguzó de nuevo el oído.
—No —dijo—. Esto no es un trueno, parece más bien una señal de alarma..., pero ¿para quién?
Resonó desde la torre la voz de Vatreno.
—¡Venid a ver, rápido!
Todos cogieron las armas y subieron a las escarpas. A lo lejos el círculo megalítico parecía haberse incendiado. Una enorme hoguera ardía en el interior entre los grandes pilares de piedra, lanzando hacia el cielo negro un torbellino de chispas. Podía distinguirse una sombra que se movía como un espectro en el trasfondo del resplandor de las llamas.
—Es Ambrosino que está haciendo sus hechicerías —dijo Aurelio—. Y nosotros que pensábamos que montaba guardia. Yo me vuelvo a dormir. Quédate tú, Vatreno, hasta que vuelva.
Otros, en los caseríos diseminados por la campiña vieron aquel fuego, pastores y campesinos, herreros y artesanos, y encendieron otros, ante la mirada asombrada de sus esposas e hijos, hasta que las llamas ardieron por doquier, en los montes y en las colinas, desde las orillas del océano hasta el gran muro.
El retumbo del tambor llegó también a oídos de Kustennin que saltó de la cama y aguzó el oído. Se acercó a la ventana, vio los fuegos y se dio cuenta de por qué nadie había llegado al puerto aquella mañana. Miró los lechos vacíos de Egeria y de Ygraine y pensó en la barca que a aquellas horas navegaba por las aguas tranquilas llevándolas a un lugar seguro. Abrió un arca y extrajo el dragón de plata y púrpura, luego despertó a un criado y le ordenó que preparara la armadura y el caballo.
—¿Adonde vas, mi señor, a estas horas? —le preguntó asombrado.
—-A encontrarme con los amigos.
—¿Por qué coges, entonces, la espada?
Se oyó en aquel momento, más fuerte, el retumbo lejano traído por el viento.
Kustennin suspiró.
—Hay momentos —dijo— en que hay que optar entre la espada y el arado.
Se colgó la espada del cinto y bajó la escalera hacia las caballerizas.
Al amanecer Aurelio Vatreno y sus compañeros, armados de todo punto, estaban en las escarpas y miraban fijamente en silencio el horizonte. Rómulo pasaba de uno a otro una olla de sopa humeante hasta que le sirvió, por último, a Aurelio.
—¿Cómo está? —preguntó.
Aurelio tomó una cucharada.
—Buena. La mejor que nunca me hayan servido en un campamento militar.
Rómulo sonrió.
—Tal vez hemos hecho todo este esfuerzo para nada. Tal vez no vengan.
—Tal vez...
—¿Sabes qué pensaba? Que sería hermoso fundar aquí nuestra pequeña comunidad. Tal vez este campamento podría convertirse en un pueblo algún día. También podría encontrar una muchacha. He conocido a una en la ciudad, de cabellos pelirrojos, ¿sabes?
Aurelio sonrió.
—Esto es algo que está muy bien, quiero decir, el hecho de que empieces a pensar en las muchachas. Significa que estás creciendo, pero también que tus heridas se están cicatrizando, que el recuerdo
de tus padres deja de ser una llaga dolorosa para convertirse en un dulce recuerdo, un pensamiento de amor que te acompañará toda la vida.
Rómulo suspiró.
—Sí, tal vez tengas razón, pero no tengo aún más que catorce años: un muchacho de mi edad necesita un padre.
Se sirvió un poco de sopa y se puso a comer, como para mantener la entereza. De vez en cuando miraba a Aurelio de reojo para ver si también él le miraba.
—Tienes razón —dijo—. Esta sopa no está nada mal: ha sido Livia quien la ha preparado.
—Me lo imaginé —respondió Aurelio—. Pero dime una cosa, si estuviese tu padre aquí, ¿qué le pedirías?
—Nada en especial. Me gustaría estar con él, hacer algo juntos, como nosotros dos, ahora, que almorzamos juntos. Cosas sencillas, intrascendentes, estar juntos precisamente, saber que no estás solo, ¿comprendes?
—Sin duda —respondió Aurelio—. También yo echo de menos a mis padres, aunque sea mucho mayor que tú.
Se quedaron un rato contemplando el horizonte sin decir nada. Luego Aurelio rompió el silencio.
—¿Sabes una cosa? Yo no he tenido nunca hijos y no los tendré. Quiero decir..., no sé qué nos espera y...
—Comprendo —repuso Rómulo.
—Me preguntaba si...
—¿Qué?
Aurelio se sacó del dedo el anillo de bronce con un pequeño camafeo grabado con un monograma.
—Ahora sé que esto me pertenece de verdad. Que es mi anillo de familia y me pregunto..., me pregunto si tú lo aceptarías.
Rómulo le miró con ojos relucientes.
—Quieres decir que...
—Sí. Si aceptaras, me sentiría feliz de adoptarte como hijo mío.
—¿Aquí? ¿Ahora?
—Hic et nunc —respondió Aurelio—. Si tú aceptas. Rómulo le echó los brazos al cuello.
—De todo corazón —dijo—. Aunque no creo que consiga llamarte «padre». Siempre te he llamado Aurelio.
—Está bien así, por supuesto.
Rómulo extendió la mano derecha y Aurelio le puso el anillo en el pulgar, después de haberlo intentado en todos los demás dedos demasiado delgados.
—Entonces te adopto, como hijo mío, Rómulo Augusto César Aureliano Ambrosio Ventidio... ¡Británico! Y así mientras vivas.
Rómulo le abrazó de nuevo.
—Gracias —dijo—. Sabré honrarte como te mereces.
—Pero te advierto —replicó Aurelio—. Ahora además de seguir mis consejos también tendrás que obedecer mis órdenes.
Iba a responder Rómulo cuando resonó la voz de Demetrio desde la torre más alta.
—¡Llegan!
Aurelio gritó:
—¡Todos a sus puestos! Rómulo, tú ve con Ambrosino, él sabe ya qué hacer. ¡Vamos, rápido!
En aquel momento resonaron los sones prolongados de los cuernos, los mismos que habían oído en Dertona el día del ataque de Miedo, y apareció en la línea de las colinas, en poniente, una larga fila de jinetes acorazados que avanzaban al paso. En un determinado momento se abrieron en dos y destacó un guerrero gigantesco, con el rostro cubierto por una máscara de oro, que blandía una espada refulgente.
Aurelio hizo una señal: Vatreno y Demetrio armaron las catapultas y las balistas.
—¡Mirad! —gritó Demetrio—. Llega alguien.
—¡Tal vez quieren negociar! —dijo Vatreno asomándose desde el parapeto.
Un hombre a caballo, flanqueado por dos guerreros armados, avanzaba sosteniendo un paño blanco atado a un asta transversal: la señal de la tregua. Los tres avanzaron hasta debajo de la empalizada.
—¿Qué quieres? —preguntó Vatreno.
—Mi señor Wortigern os ofrece perdonaros la vida si entregáis al joven usurpador que dice llamarse Rómulo Augusto y al desertor que le protege conocido con el nombre de Aurelio.
—Espera un momento —respondió Vatreno—, hemos de consultarlo entre nosotros.
Luego se acercó a Batiato y le susurró algo en voz baja.
—Entonces ¿qué? —preguntó el mensajero—. ¿Qué debemos informar?
—¡Que aceptamos! —respondió Vatreno.
—¡Aquí tienes al muchacho, mientras tanto! —gritó Batiato.
Se asomó al parapeto sosteniendo entre los brazos una especie de fardo y, antes de que el bárbaro hubiera podido darse cuenta, se lo estampó encima. Era un pedrusco envuelto en una manta que le dio de lleno y lo aplastó contra el suelo. Los otros dos volvieron grupas y se dieron a la fuga mientras Batiato aullaba:
—¡Esperad, que llega también el otro!
—Esto los pondrá rabiosos —dijo Aurelio.
—¿Cambia algo la cosa? —replicó Vatreno.
—No, en efecto. Estad listos: helos ahí que avanzan.
Los cuernos sonaron de nuevo y el vasto frente de jinetes se lanzó hacia delante. Luego, cuando estuvieron a un cuarto de milla del campamento, se abrieron y lanzaron un ariete montado sobre ruedas y tirado por ocho hombres a caballo, pendiente abajo.
—¿Quiere repetir el golpe de Dertona? —gritó Aurelio—. ¡Listos con las catapultas!
Los jinetes enemigos se habían lanzado ya a toda velocidad cuando llegaron al terreno armado con los lilia y los dos caballos de cabeza dieron con sus huesos en el suelo aplastando a sus jinetes y ensartándolos en las puntas herradas ocultas en la hierba. El ariete se desequilibró y giró hacia la izquierda adquiriendo una velocidad cada vez mayor. Las ruedas no aguantaron la carga y volaron hechas pedazos, el tronco se venció hacia un lado y rodó declive abajo, rebotando contra las rocas hasta zambullirse en el lago.
Las catapultas se dispararon y otros cuatro jinetes cayeron muertos mientras trataban de volver atrás. Un grito de entusiasmo estalló en las escarpas de la fortaleza, pero enseguida resonaron de nuevo los cuernos. Los jinetes se habían detenido y avanzaba ahora una oleada de infantería ligera.
—¡Cuidado! —gritó Demetrio—. ¡Tienen flechas incendiarias!
—¡Los arcos! —ordenó Aurelio—. ¡Parad el máximo posible!
La infantería avanzaba a la carrera hacia el campamento y pronto resultó evidente que se trataba de siervos someramente armados, destinados a dejarse matar para abrir el camino a la caballería pesada. A sus espaldas los otros guerreros mantenían los arcos listos para traspasar a cualquiera que intentase huir. Los infantes advirtieron los tilia apenas vieron a los primeros de ellos caer entre aullidos de dolor con los pies traspasados. Se dividieron en dos grupos bordeando a derecha e izquierda el terreno impracticable y comenzaron a disparar sus flechas incendiarias en larga parábola. Muchos de ellos cayeron traspasados por los dardos de Livia y de los demás, pero muchos consiguieron ponerse a buen recaudo detrás de árboles y rocas, continuaron disparando y dieron en el blanco en varios puntos. La madera de la empalizada, vieja de tantos años y completamente seca, prendió inmediatamente. Otros infantes corrieron hacia delante llevando escalas, pero fueron clavados contra el suelo por los lanzamientos de las balistas y por la salva de dardos disparados desde la atalaya.
Los jinetes, en aquel momento, reanudaron su avance al paso. Era evidente que esperaban que el sector en llamas de la empalizada se viniera abajo para lanzarse al interior.
Aurelio reunió a los suyos.
—No tenemos agua ni hombres para apagar el incendio y dentro de poco Wulfila lanzará a los suyos por la brecha: Vatreno, tú y Demetrio abatid a todos los que podáis con la artillería, luego no nos queda otro remedio que lanzarnos al exterior: el paso libre de los lilia está allí donde hay ese pequeño fresno. Batiato, tú serás nuestro ariete. Romperás por el centro y nosotros iremos detrás. Los atraeremos hacia el terreno accidentado, donde se verán obligados a dispersarse y a subir a pie. Aún nos queda una esperanza.
Un sector de empalizada se hundió en aquel momento en medio de una vorágine de humo y de chispas, y la caballería enemiga se lanzó al galope en dirección a la brecha. Las catapultas y las balistas rodaron sobre sus plataformas y dispararon una salva de dardos que abatió a media docena de jinetes; estos arrollaron a otros tantos en su caída. Una segunda salva golpeó de nuevo en el grueso de jinetes causando estragos, luego dispararon los arcos y a continuación, a una distancia más próxima, los venablos, primero los más ligeros de tiro largo; luego los más pesados de tiro corto. El terreno estaba sembrado de muertos, pero los enemigos continuaban avanzando, convencidos ahora ya de poder asestar el golpe decisivo.
—Afuera —gritó en aquel momento Aurelio— por la puerta sur. ¡Los rodearemos por el flanco! ¡Ambrosino, pon a salvo al chico!
Desde abajo Batiato, revestido con su coraza, con la cabeza y el rostro cubierto por un yelmo con celada, estaba ya en la silla de su gigantesco semental armoricano, cubierto él también de placas metálicas, y blandía la segur de combate. No era un hombre a caballo, sino una máquina de guerra. Enseguida siguieron todos a su cabalgadura, en formación de cuña.
—¡Ahora! —vociferó Aurelio—. ¡Afuera!
La puerta se abrió de par en par cuando los primeros jinetes enemigos estaban ya muy cerca de la brecha. Batiato espoleó y se lanzó al galope seguido por sus amigos, en terreno abierto; se dirigieron hacia el paso que dejaban libre los lilia.
Pero Rómulo se había liberado de su preceptor y, tras saltar sobre la silla de su potrillo, blandiendo un gran cuchillo a modo de espada, le espoleaba para alcanzar a sus compañeros y batirse a su lado.
Ambrosino corrió tras él gritando:
—¡Detente! ¡Vuelve atrás!
Pero muy pronto se encontró solo en terreno descubierto. Entretanto Batiato cargaba contra las líneas de los jinetes enemigos arrollando en el impacto tremendo a aquellos que habían ido a su encuentro para detenerle. Sus compañeros le siguieron y entablaron una furibunda reyerta, golpeando con la espada y el escudo a todos cuantos se encontraban. Wulfila, que estaba aún en la parte alta del declive, vio a Aurelio y se lanzó contra él con la espada desenvainada. Vatreno, con el rabillo del ojo, observó que Rómulo corría por su derecha y le gritó:
—¡Corre hacia la colina, corre, Rómulo, vete, vete de aquí!
Ambrosino, aterrorizado, rodeado por jinetes lanzados al galope en todas las direcciones, echó a correr hacia una pequeña peña que sobresalía del terreno a su derecha para ver dónde estaba el muchacho. Le vio, llevado por su fogoso potrillo, correr hacia el círculo megalítico.
Wulfila había llegado ya a donde estaba Aurelio y gritaba fuera de sí:
—¡Combate, bellaco! ¡No te me puedes ya escapar!
Asestó el primer y mortífero golpe de espada. Batiato alzó el escudo, una placa de metal macizo, y le salvó del sablazo. La espada golpeó el escudo con gran estrépito, saltaron mil chispas. Entretanto los jinetes de la primera oleada se lanzaban a través de la brecha, colándose entre las llamas de la hoguera e irrumpiendo dentro del campamento. Desahogaban su furia sobre todo lo que encontraban, prendieron fuego a los barracones y a las torres de guardia que de inmediato estuvieron envueltas en llamas como antorchas gigantescas.
—¡Ya no hay nadie! —gritó de repente uno de ellos—. Han escapado. ¡Rápido, persigámoslos!
Ambrosino, una vez llegado a lo alto de la peña, vio a Aurelio que se batía con desesperado valor contra Wulfila, el escudo del romano volaba hecho pedazos, su espada que se torcía ante los golpes de la invencible hoja de su adversario. Pero de improviso, sobre aquel caos de gritos salvajes, sobre aquel fragor de armas que entrechocaban, se alzó un sonido agudo, penetrante: un cuerno que tocaba al ataque. En el mismo instante, desde el perfil más alto de la colina hacia oriente, apareció la cabeza centelleante y luego la cola púrpura del dragón, e inmediatamente detrás una linea compacta de guerreros que avanzaban con las lanzas en ristre, detrás de un muro de escudos, lanzando a cada paso el antiguo grito de guerra de la infantería romana. La legión del dragón, surgida como de la nada, se lanzaba a la carrera pendiente abajo, flanqueada por dos filas de jinetes mandados por Kustennin.
Wulfila tuvo un momento de vacilación y Batiato cargó contra él, con todo su peso lo desequilibró haciéndole ladearse antes de que asestara el golpe mortal sobre Aurelio, ahora ya desarmado. Wulfila acabó en tierra, pero mientras se incorporaba vio a Rómulo caerse del caballo y correr a pie hacia el círculo de piedras para buscar refugio en él. Se levantó enseguida de un brinco y se lanzó en su persecución, pero Vatreno, que había intuido sus intenciones, le cortó el paso. La espada de Wulfila cayó sobre él con espantosa potencia, le descuartizó el escudo y la coraza y le hizo brotar un chorro de sangre de la parte superior del pecho. Wulfila se puso de nuevo a correr gritando a los suyos:
—¡Cubridme!
Cuatro de los suyos se lanzaron sobre Vatreno que continuó batiéndose como un león, retrocediendo, completamente cubierto de sangre, para apoyar la espalda contra un árbol. Le traspasaron una, dos, tres veces, clavándole con las lanzas contra el tronco. Vatreno tuvo aún la energía de rezongar:
—¡Al infierno, bastardos! —E inclinó la cabeza sin vida.
Los otros formaron un muro contra el pequeño grupo de combatientes que continuaban golpeando con salvaje energía. Aurelio recogió la espada de un caído y siguió batiéndose, tratando de abrirse paso tras haber visto a Wulfila correr hacia el círculo megalítico donde Rómulo estaba buscando refugio. Demetrio y Orosio se colocaron a su lado para cubrirle y cayeron uno tras otro, superados. La irrupción de Batiato no fue suficiente para salvarlos, pero forzó la muralla de enemigos y lanzó a Aurelio al terreno descubierto hacia el círculo megalítico. Rodeado por todas partes, el coloso movía en redondo la destral cortando cabezas y brazos, hundiendo escudos y corazas, empapando en sangre el terreno. Una lanza se le clavó en un hombro y tuvo que retroceder contra una roca. Como un oso acosado por una jauría de perros, Batiato seguía golpeando con espantosa potencia aunque la sangre le manase ya por el costado izquierdo. Livia le vio y comenzó a disparar sus flechas mientras corría velocísima sobre su caballo, traspasando por la espalda a los enemigos que se agolpaban en torno al gigante herido.
Por todas partes la reyerta volvía a prender, feroz, y los nuevos combatientes recién llegados continuaban avanzando manteniendo alta la insignia del dragón mientras hacían retroceder a los enemigos, cada vez más hacia el valle, trastornados por su inesperada aparición.
También Ambrosino, mientras tanto, había visto el movimiento de Wulfila y corría a más no poder hacia las márgenes del campo de batalla tratando de alcanzar el círculo de piedra y gritaba:
—¡Protégete, Rómulo, protégete, corre!
Rómulo había llegado ya a lo alto de la colina y se volvió para buscar con la mirada a sus amigos en el arreciar de la contienda.
Se encontró frente a un guerrero gigantesco, de larga cabellera blanca, el rostro cubierto por una máscara de oro. Espantoso a la vista, cubierto de sangre y de sudor, avanzaba hacia él blandiendo la espada tinta en sangre. Luego, con un gesto repentino, se arrancó la máscara y mostró la risa maliciosa de un rostro desfigurado: ¡Wulfila! Rómulo retrocedió aterrado hacia uno de los grandes pilares alargando hacia delante su cuchillo en una débil tentativa de defensa. Podía sentir a lo lejos los gritos angustiosos de su maestro y el fragor confuso de la batalla, pero su mirada seguía como magnetizada la punta mortal que se alzaba para golpear. Bastó un golpe de aquella espada y su cuchillo cayó a los pies de su enemigo. Rómulo retrocedió de nuevo hasta que topó con la espalda contra el pilar. Su larga carrera había terminado. Angustias, temores, esperanzas: aquella hoja pondría fin a todo, en un instante. Y sin embargo el frenesí de la fuga y el pánico, que en un primer momento le habían dominado a la vista del enemigo implacable, dieron paso de golpe a una misteriosa serenidad mientras se preparaba para morir como un verdadero soldado. Mientras la espada era empujada hacia delante para traspasarle el corazón sintió dentro de sí, clara, la voz de Ambrosino que decía: «¡Defiéndete!». Esquivó el golpe, milagrosamente, con un movimiento fulminante de costado. La espada se hincó en una grieta de la piedra y allí se quedó clavada. Él entonces cogió, sin siquiera darse la vuelta, una puñado de brasas aún ardientes de la gran piedra y se las arrojó a los ojos a Wulfila que retrocedió gritando de dolor. La voz de Ambrosino resonó nítida y sosegada dentro de él: «Coge la espada».
Y Rómulo obedeció. Asió la magnífica empuñadura de oro y tiró de ella con serena fuerza. La hoja siguió dócil a la joven mano y cuando Wulfila volvió a abrir los ojos vio al muchacho que la empujaba, con ambas manos, contra su vientre, la boca abierta de par en par en un grito más terrible que el fragor de la batalla. Pasmado e incrédulo, la vio penetrar en sus carnes, sumergirse, con un gorgoteo de visceras laceradas, en su vientre. La sintió salir por la espalda, cortante como el grito salvaje de aquel muchacho.
Cayó de rodillas y Rómulo se plantó jadeante delante de él para contemplar su final. Pero Wulfila sintió que el odio alimentaba aún en él la vida, que le subía de dentro una energía capaz aún de vencer y, tras asir la empuñadura de la espada, la extrajo lentamente de la espantosa herida, la blandió de nuevo en una mano mientras se aguantaba el vientre con la otra, y se puso a avanzar de nuevo mirando fijamente a su víctima, para inmovilizarla con la fuerza aterradora de la mirada. Pero cuando se disponía a asestar el golpe, otra hoja le salió por el pecho, empujada por detrás a través de la espalda. Tenía a Aurelio a sus espaldas, tan cerca como para poder hablarle al oído con fría y dura voz como una sentencia de muerte.
—Esto es por mi padre, Cornelio Aureliano Ventidio, a quien diste muerte en Aquilea.
Un hilillo de sangre le salió por la boca, pero Wulfila aún se sostenía de pie, aún trataba de alzar la espada vuelta pesada, ahora ya, como si fuera de plomo. La hoja de Aurelio le traspasó de nuevo, gélida, de parte a parte, y le salió por el esternón.
—Y esto es por mi madre, Cecilia Aurelia Silvia.
Wulfila se desplomó en el suelo con un último estertor. Ante la mirada asombrada de Aurelio, Rómulo se inclinó, mojó los dedos en la sangre del enemigo y se trazó una franja bermeja en la frente. Luego levantó la espada al cielo lanzando un grito de triunfo que
resonó, tenso y cortante, agudo como un cuerno de guerra, sobre el campo de sangre que se extendía bajo sus pies.
La legión, ahora ya victoriosa en toda línea, avanzaba, reunida en sus filas, hacia el gran círculo de piedra siguiendo a la insignia gloriosa que la había llamado de la oscuridad y guiado a la victoria. Kustennin la apretaba en su mano, resplandeciente al sol ahora ya alto en el cielo. Una vez llegado a la cima de la colina, se apeó del caballo y la plantó en tierra cerca de Rómulo. Gritó: —¡Ave, César! ¡Ave, hijo del dragón! ¡Ave, Pendragón! A una seña suya cuatro guerreros se acercaron, depositaron cruzadas en el suelo cuatro astas y sobre ellas un gran escudo redondo e hicieron subir de pie encima de él a Rómulo, alzándole sobre sus hombros al modo celta para que todos le viesen. Kustennin comenzó a golpear la espada contra el escudo y la legión entera le imitó: miles de espadas se abatieron con inmenso fragor contra los escudos, miles de voces tronaron más fuerte que el entrechocar ensordecer de las armas, acompasado hasta el infinito aquel grito: —¡Ave, César! ¡Ave, Pendragón!
Con la sangre de Wulfila en la frente, la espada centelleante empuñada, Rómulo pareció a los soldados victoriosos como un ser encantado, como el joven guerrero de la profecía, y aquel grito incesante roto en mil ecos en los montes le encendía los ojos de una pasión ardiente. Pero desde allí arriba su mirada se dirigió más allá, buscando a sus compañeros, y enseguida el triunfo le pareció remoto, esa euforia frenética cedió paso a una emoción angustiosa. Saltó a tierra y pasó por en medio de las filas de los guerreros que se abrieron respetuosamente a su paso. Se hizo el silencio en el valle mientras él caminaba mudo y atónito a través del campo cubierto de muertos. Sus ojos se paseaban por aquel espectáculo espantoso, por los cuerpos aún aferrados en un último espasmo de agonía, sobre los heridos, sobre los moribundos. Ahí estaba el gigante Batia-to, con una lanza clavada en un hombro, apoyado contra una roca, chorreante de sangre, en medio de un cúmulo de enemigos muertos, ahí estaban sus compañeros caídos en la lucha sin par: Vatreno, clavado por tres lanzas enemigas contra el tronco de un árbol, los ojos aún abiertos para perseguir un sueño imposible. Demetrio y Orosio, inseparables, unidos también en la muerte, el uno al lado del otro. Muchos enemigos, caídos alrededor, habían pagado caro su fin.
Y Livia. Viva, pero con una flecha en un costado, apoyada contra una roca, los rasgos contraídos por el dolor.
Y Rómulo rompió en llanto, lágrimas ardientes le inundaban las mejillas a la vista de sus compañeros heridos y caídos, de sus amigos a los que no volvería a ver nunca más. Continuaba avanzando como un autómata, la mirada herida por aquellas visiones desgarradoras, hasta que se encontró en la orilla del lago. Pequeñas olas apenas encrespadas por el viento le bañaban los pies llagados, lamían la punta de su espada, aún centelleante de sangre. Y un infinito deseo de paz le invadió, como un viento tibio de primavera. Gritó:
—¡Nunca más guerra! ¡Nunca más sangre!
Luego lavó la espada en el agua hasta que la vio resplandeciente como el cristal. Entonces se alzó y se puso a girar con ella, en círculos cada vez más amplios, hasta que la lanzó con todas sus fuerzas dentro del lago. La hoja voló en el aire, refulgió deslumbrante en el sol y se precipitó como un meteoro clavándose en el corazón del escollo que emergía, verde de musgos, en el centro del lago.
Se detuvo en aquel momento el último soplo de viento, la superficie de las aguas se desplegó revelando, reflejada, una mágica visión, la figura solemne de su maestro, reaparecido de improviso, y la ramita de plata que resplandecía en su pecho. Casi no reconoció su voz cuando dijo:
—Se terminó, hijo mío, mi rey. Nadie se atreverá ya a tocarte porque has pasado a través del hielo, del fuego y de la sangre, como esa espada que ha penetrado en la roca, hijo del dragón, Pendragón.