36

Dos días después un hombre a caballo hacía su entrada a rienda suelta en el patio de Kustennin trayendo una noticia increíble. Era uno de los informadores que él mantenía en el interior de Castra Vetera, la única manera que le quedaba de prevenir las desastrosas incursiones de los mercenarios del tirano.

—Siempre se dijo que Wortigern había hecho un pacto con el diablo —manifestó entre jadeos el hombre con los ojos desorbitados por el terror—, ¡y es cierto! ¡Satanás en persona le ha restituido la fuerza y el vigor de otro tiempo, pero ha aumentado su ferocidad en desmesura!

—¿Qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loco? —exclamó Kustennin aferrándole por los hombros y sacudiéndole como para hacerle volver a la razón.

—No, señor, por desgracia es la pura verdad. Si esperabas que él estuviera ya muerto, desilusiónate, está como... resucitado. ¡Te digo que está poseído por el demonio! Le he visto con estos oíos aparecer como una visión de pesadilla, con la máscara de oro en el rostro, le chorreaba sangre de las sienes en vez de sudor. Tenía una voz de trueno, nunca antes oída, pero sobre todo empuñaba una espada de tal esplendor como no he visto nunca otra igual en toda mi vida. La hoja afilada como una navaja barbera, reflejaba la luz de las antorchas semejante al vidrio transparente, la empuñadura era una cabeza de águila, de oro macizo. Solo el arcángel san Miguel podría haber forjado una maravilla semejante. O el diablo en persona.

—¡Trata de calmarte! —le dijo Kustennim—. Deliras

—No, créeme, es tal como te digo. Se ha puesto a la cabeza de doscientos jinetes armados con lorigas que avanzan sembrando el terror a lo largo del camino, saqueando, quemando, destruyendo con una furia nunca antes vista. Yo no me he detenido en ningún momento: he tomado el atajo a través del bosque de Gowan, he corrido día y noche sin detenerme en ningún momento salvo para cambiar los caballos en nuestras propiedades. Pero yo mismo le oí gritar: «¡A Carvetia!». Estarán aquí como máximo dentro de dos días.

¡Carvetia..., pero es imposible! ¿Por qué debería hacerlo? Nunca ha tocado esta ciudad porque la necesita, y por si fuera poco casi todos los hombres más influyentes son sumisos a él. No tiene sentido, no tiene sentido... —Meditó en silencio durante unos momentos y luego dijo—: Escucha, sé que estás muy cansado, pero te pido un último favor. Baja al viejo muelle romano y habla con Oribasio, el pescador. Es un hombre de los míos. Dile que se prepare para zarpar mañana al amanecer con provisiones a bordo y agua en abundancia, todo lo que pueda embarcar. ¡Ve!

El hombre volvió a montar en la silla y partió al galope mientras Kustennin subía a avisar a su mujer:

Tenemos por desgracia malas noticias: los hombres de Wortigern se dirigen a este lugar y mucho me temo que mi amigo Myrdin corra grave peligro. Tal vez ha sido su discurso lo que ha provocado esta absurda expedición, pero en cualquier caso no puedo permitir que ese viejo loco se arruine a sí mismo y a ese pobre muchacho, por no hablar de sus compañeros. Y también ellos deben estar muy locos si le han seguido hasta aquí desde Italia.

—Pero dentro de poco habrá oscurecido —se lamentó Egeria—. ¿No será peligroso?

—Debo ir, pues de lo contrario esta noche no podría dormir.

Padre, ¿puedo ir también yo contigo? Te lo ruego —le suplicó Ygraine.

—Ni hablar de ello —dijo Egeria—. No te faltarán ocasiones para ver a tu joven amigo romano.

Ygraine enrojeció y se fue, despechada.

Egeria suspiró y acompañó a su marido a la puerta; luego, pensativa, se quedó escuchando el ruido de sus pasos escaleras abajo y en el patio interior.

Kustennin eligió de las caballerizas su semental blanco, velocísimo. Saltó sobre la silla mientras los criados abrían la puerta y es-

poleo lanzándose al campo enrojecido por los últimos fuegos del ocaso.

Apareció ante él la fortaleza en lo alto de la colina que dominaba el valle y el lago, y su mirada corrió al instante hacia la insignia que ondeaba sobre la torre más alta, el dragón de la antigua cohorte auxiliaría sármata otrora defensa del gran muro convertido posteriormente en el estandarte de su legión. Un hilo de humo que salía de su interior acreditaba que había vida entre aquellos viejos muros. La puerta se abrió a su llegada y entró al paso acogido por un abrazo emocionado de Ambrosino, quien le presentó a sus compañeros:

Nos hemos visto en alguna ocasión con mi viejo amigo Kustennin, Constantinus para los romanos, en otro tiempo dux bellorum et magister militum, el más querido y valeroso de mis amigos británicos que ahora, espero, viene a quedarse un poco con nosotros.

Un cabrito se estaba asando en un gran fuego de leña y los hombres cortaban pedazos, a medida que se asaba, con la punta de las espadas. Livia tenía aún junto a sí el arco y la aljaba con la que lo había abatido. Estaban todos alegres y a Kustennin se le encogió el corazón solo de pensar en lo que les iba a anunciar dentro de poco.

—Siéntate —le dijo Ambrosino—. Come, tenemos en abundancia.

—No hay tiempo —respondió Kustennin—, tenéis que iros. Tengo información fidedigna de que Wortigern se está dirigiendo hacia Carvetia a la cabeza de doscientos jinetes armados con lorigas. Podría estar aquí mañana al atardecer.

—¿Wortigern? —preguntó, estupefacto, Ambrosino—. Pero si es demasiado viejo: no podría sostenerse en su silla ni aunque le atasen.

—Tienes razón. Y también a mí me cuesta creer en la historia que le he oído a uno de mis informadores. Deliraba, decía que el tirano ha hecho un pacto con el diablo. Satanás le ha poseído devolviéndole la juventud y el vigor de los años mozos. Y además habría forjado para él una espada fantástica, nunca vista.

Aurelio se acercó.

—¿En qué se basa tu hombre para decir que se trata de Wortigern?

—Suya era la máscara de oro que desde hace más de diez años le cubre el rostro, así como sus largos cabellos canos, y la voz tonante era la de su juventud.

—Has hablado de una espada... —insistió Aurelio.

—Sí. Y él la ha visto perfectamente, de cerca. Una hoja reluciente como el cristal, la empuñadura es de oro, en forma de cabeza de águila...

Aurelio palideció.

—¡Poderosos dioses! —exclamó—. ¡No es Wortigern, es Wulfila! Y es a nosotros a quienes busca.

Todos se miraron, consternados.

—Se trate de quien se trate —replicó Kustennin—, debéis iros. En la mejor de las hipótesis estarán aquí como máximo dentro de dos días. Escuchad, mañana al amanecer yo pondré a salvo a mi familia en una barca que se dirigirá a Irlanda. Hay sitio también para dos o tres personas como máximo. Myrdin y el muchacho, y la muchacha, no sé... Es todo cuanto puedo hacer por vosotros.

Aurelio soltó un largo suspiro y miró fijamente a Ambrosino con ojos brillantes.

Tal vez tu amigo tiene razón —dijo—. Es lo único prudente que cabe hacer. No podemos seguir huyendo de por vida, porque ya estamos en el confín del mundo. Basta, tenemos que separarnos. Todos juntos no hacemos sino atraer sobre nosotros a enemigos y adversarios de todo tipo. Y no tenemos adonde ir. Partid, tú y el muchacho, y Livia, os lo suplico. Poneos a salvo. Ahora ya ninguna espada está en condiciones de protegerle.

Rómulo le miró como si no diera crédito a lo que había oído, con los ojos llenos de lágrimas. Pero Ambrosino se rebeló.

—¡No! —exclamó—. No puedo terminar así. La profecía no miente, estoy convencido. ¡Tenemos que quedarnos, a toda costa!

Livia intercambió una larga mirada con Aurelio, luego se dirigió a Ambrosino.

—Debes rendirte a los hechos —le dijo—, a la triste realidad. Si nos quedamos aquí pereceremos todos y perecerá también él.

Se dirigió a los demás:

Tú, Vatreno, ¿qué piensas?

—Para mí es justo lo que habéis dicho. Es inútil empecinarse. Pongamos a salvo al muchacho con su maestro. Nosotros de algún modo encontraremos un camino.

—¿Orosio? ¿Demetrio?

Los dos asistieron.

—¿Batíato?

El gigante miró a su alrededor con una expresión de extravío como si no pudiera creer que aquella aventura terrible y maravillosa hubiera llegado a su fin, que su gran familia, la única que había conocido, estuviera a punto de disolverse. Bajó la cabeza para esconder las lágrimas y los otros interpretaron ese gesto como un signo de asentimiento.

—Entonces..., creo que está decidido —concluyó Livia—. Y ahora tratemos de reposar: mañana tendremos que afrontar un camino fatigoso, cualquiera que sea la dirección que quiera tomar cada uno de nosotros.

También Kustennin se levantó para irse.

—Recordad —dijo—. En el viejo muelle romano, al amanecer. Espero que la noche sea buena consejera.

Y tomó por las bridas a su caballo.

—Espera —dijo Aurelio.

Subió a la atalaya para admirar la insignia, luego volvió a bajar, la dobló cuidadosamente y se la entregó a Kustennin.

—Quédatela tú, así no será destruida.

Kustennin la tomó, luego saltó sobre la silla y partió al galope. Ambrosino asistió como petrificado a aquel triste ceremonial, luego apoyó una mano sobre el hombro de Rómulo y le estrechó contra sí como para protegerle del frío interior que atenazaba su corazón.

Aurelio se alejó superado por la emoción y Livia le siguió. Se le acercó, en la oscuridad, bajo la escalera de la atalaya, y le rozó la boca con un beso.

—Es inútil luchar contra lo imposible: es al destino a quien le corresponde decidir por nosotros y no nos está permitido ir más allá de un cierto límite. Volvamos a Italia, busquemos una nave que ponga vela para el Mediterráneo. Volvamos a Venetia...

Aurelio miraba a Rómulo sentado al lado de Ambrosino y al anciano que le estrechaba contra sí cubriéndole con la capa, y se mordía los labios.

—Tal vez los volveremos a ver... ¿Quién sabe? —dijo Livia compartiendo sus pensamientos—. Sed primum vivere, lo primero, vivir, ¿no crees?

Y le estrechó entre los brazos. Pero Aurelio se apartó de ella. -Tú no has abandonado nunca tu proyecto, ¿no es así? Pero ¿no comprendes que yo quiero a ese muchacho como si fuera el hijo que nunca he tenido? ¿Y no comprendes que volver a tu laguna es para mí como arrojarse a un mar en llamas? Déjame solo, te lo ruego..., déjame solo.

Livia se fue, llorando, a refugiarse en uno de los barracones.

Aurelio volvió a la atalaya y se apostó en una de las torres de guardia. La noche estaba tranquila y serena, una noche templada de primavera, pero en su corazón había un frío intenso y desesperación. Hubiera querido no existir, no haber nacido nunca. Se quedó absorto y casi ausente durante largo rato, mientras la luna despuntaba por las laderas del monte Badon plateando el valle. De pronto una mano le sacudió haciéndole estremecerse y tuvo de repente a Ambrosino delante. Ningún ruido había llegado de aquella escalera de madera chirriante, ningún ruido de la atalaya de tablas desunidas. Se volvió de golpe como ante la aparición de un espectro.

—Ambrosino..., ¿qué quieres?

—Ven, vamos.

—¿Adonde?

—A buscar la verdad.

Aurelio sacudió la cabeza.

—No, déjame. Mañana nos espera un largo viaje.

Ambrosino le aferró por las vestiduras.

—¡Tú vendrás conmigo, ahora!

Aurelio se levantó, resignado.

—Como quieras, así luego me dejarás en paz.

Ambrosino descendió la escalera, salió al aire libre y se dirigió a paso ligero hacia la gran piedra circular rodeada por los cuatro monolitos que se recortaban como gigantes silenciosos a la luz de la luna. Una vez llegado delante de la piedra, hizo seña a Aurelio de que se sentara en ella y este obedeció como subyugado por una voluntad invencible, Ambrosino vertió un líquido en un cuenco y se lo ofreció. -Bebe.

—¿Qué es? —preguntó intrigado.

—Una travesía por el infierno... sí te ves con ánimos.

Aurelio le miró a los ojos, a las dilatadas pupilas, y se sintió absorbido en un vórtice de tinieblas. Alargó la mano con gesto maquinal, tomó el cuenco y lo vació de un trago.

Ambrosino apoyó las manos en su cabeza y Aurelio sintió aquellos dedos como si fueran garras afiladas, que le penetraban en la piel, luego en el cráneo, y se puso a gritar por un dolor desgarrador, insoportable. Pero era como gritar en sueños: abría la boca de par en par y el sonido no salía, el dolor permanecía dentro de él como un león en la jaula y le desgarraba cruelmente. Luego los dedos penetraron hasta el cerebro mientras la voz del druida resonaba aguda, estridente.

—Déjame entrar —gritaba, tronaba, silbaba—. ¡Déjame entrar!

Y el grito encontró el camino, estalló de golpe en la mente de Aurelio como un grito de agonía, luego el legionario se desmoronó agonizando sobre la piedra, inerte.

Se despertó en un lugar desconocido, envuelto en densas tinieblas y miró en torno a sí espantado en busca de algo que le devolviese a la realidad. Vio la forma oscura de una ciudad asediada... fuegos de campamento en torno a las murallas. Meteoros llameantes surcaban el cielo con agudos silbidos. Pero los sonidos, las voces lejanas y ahogadas, tenían la vibración fluctuante y distorsionada de la pesadilla.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

La voz del druida resonó a sus espaldas.

—¡En tu pasado..., en Aquilea!

—No es posible... —respondió—. No es posible.

Ahora veía a lo lejos la forma oscura de un acueducto en ruinas, una luz que aparecía y desaparecía entre los pilares y los arcos. La voz de Myrdin Ambrosino resonó de nuevo a sus espaldas.

—Mira, hay alguien allí.

Y ante aquellas palabras su vista se agudizó como la de un ave nocturna: sí, era una figura que se estaba moviendo sobre el acueducto. Un hombre avanzaba con una linterna caminando en la segunda fila de arcadas. De golpe se volvió y la linterna le iluminó el rostro.

—¡Eres tú! —dijo la voz a sus espaldas.

Y Aurelio se sintió presa de un torbellino repentino como una hoja en el viento. Era él, sobre aquel acueducto en ruinas, era él quien sostenía en la mano la linterna y una voz de las tinieblas, una voz que le resultaba conocida, le hizo estremecerse.

—¿Has traído el oro?

E inmediatamente después un rostro emergió de la oscuridad: ¡Wulfila!

—Todo el que tengo —respondió. Y le entregó una bolsa. Él la sopesó.

—No es lo que habíamos acordado, pero... lo acepto igualmente.

—¡Mis padres! ¿Dónde están? Nuestro pacto era que...

Wulfila le miró fijamente impasible, su rostro pétreo no delataba ninguna emoción...

—Los encontrarás en la entrada de la necrópolis de poniente. Están muy débiles: no habrían podido llegar nunca hasta aquí arriba.

Le dio la espalda y desapareció en la oscuridad.

—¡Espera! —gritó.

Pero no obtuvo respuesta. Estaba solo. Atormentado por la duda. La luz de la linterna tembló. La voz de su guía resonó de nuevo en la oscuridad.

—No tenías elección...

Ahora se encontraba en otra parte, al pie de las murallas, delante de una poterna que daba a los campos. La abrió con gran esfuerzo, venciendo la herrumbre y el enredijo de hierbas y de plantas trepadoras que la mantenían oculta y secreta desde quién sabe cuánto tiempo. Y se encontró en el exterior, con su linterna en la mano. Delante de él estaba la necrópolis, antiguos sepulcros consumidos por el tiempo, cubiertos de ruinas y de hierbajos. Miró a sus espaldas, circunspecto, luego a los lados y por último adelante: el terreno estaba despejado y abierto, aparentemente desierto. Llamó con voz queda:

—¡Padre!... ¡Madre!

Un jadeo de dolor le hizo eco desde la oscuridad: ¡la voz de sus padres! Corrió entonces hacia delante, con el corazón en un puño, y la linterna que sostenía en la mano iluminó de improviso una visión sobrecogedora: sus padres estaban colgados cada uno de un palo, agonizando. En sus cuerpos había señales de crueles torturas. El padre levantó la cabeza mostrando el rostro chorreante de sangre.

—¡Vuelve atrás, hijo! —gritó con el último aliento de voz.

Pero no le dio tiempo de terminar la frase porque Wulfila le traspasó apareciendo de detrás de un sepulcro. Aurelio vio que otros bárbaros aparecían de la nada y le rodeaban. Sintió un cuchillo que le laceraba las carnes en la base del cuello, luego un golpe en la nuca le hizo desmoronarse y su última visión fue la espada de Wulfila que se sumergía en el cuerpo de su madre. Pero seguía percibiendo sonidos: la voz del bárbaro que incitaba a sus hombres.

—¡La poterna está abierta, corred, la ciudad es nuestra!

¡Y el pisotear de muchos guerreros que se lanzaban a través de aquella abertura y de nuevo gritos desgarradores que subían de la ciudad, lamentos de muerte, entrechocar de armas, y el rugido de las llamas que devoraban Aquilea!

Gritó, con toda las fuerzas que le quedaban, gritó de horror, de odio, de desesperación. A continuación oyó de nuevo la voz que le había guiado a través de aquel infierno y se encontró tendido sobre aquella piedra circular, empapado en sudor, la cabeza a punto de estallarle. Ambrosino estaba delante de él y le incitaba:

—Continúa..., continúa antes de que se cierre el paso en tu pasado. ¡Recuerda, Aureliano Ambrosio Ventidio, recuerda!

Aurelio soltó un largo suspiro y se levantó para sentarse llevándose las manos a las sienes, que le martilleaban. Cada palabra le costaba un esfuerzo terrible.

—No sé cuánto tiempo había pasado cuando recobré el sentido. Debían de haberme dado por muerto...

Ahora, la respiración de Aurelio se había hecho más tranquila. Se llevó la mano a la cicatriz que tenía en el pecho.

—La hoja que había de cortarme la carótida lo único que cortó fue la piel de debajo de las clavículas... No recordaba ya nada... Vagué sin objeto hasta que vi una columna de prófugos que trataba de alejarse con barcas por la laguna. Instintivamente me desviví por ayudarlos. Muchos otros corrían por todas partes tratando de subir a ellas y casi las hacían zozobrar. Corrí en su ayuda: había ancianos, mujeres, niños que se hundían en el fango en una confusión de llantos, gritos de súplica, llamadas de quien había perdido a los hijos, a los hermanos, a los padres...

»No satisfechos aún con las matanzas de Aquilea, los bárbaros se dispersaban ahora a extramuros enarbolando antorchas encendidas y corrían a galope tenido hacia la playa, para aniquilar también a los supervivientes. La última de aquellas barcas, cargada hasta lo inverosímil, había dejado ya la orilla y el barquero había reservado para mí el último sitio. Me tendió la mano gritando: “¡Rápido, sube!”. Pero en aquel preciso instante oímos la súplica de una mujer: “¡Esperad! —gritaba—, ¡esperad, por el amor de Dios!”. Corría hacia nosotros metida en el agua hasta la cintura, arrastrando tras ella a una niña que lloraba aterrorizada. La ayudé a subir y tomé en brazos a la niña para que la madre pudiera coger las manos del barquero. Y apenas estuvo sentada se la entregué. La pequeña, aterrada a la vista del agua oscura, tendió la mano a la madre, pero con la otra no quería dejar mi cuello. Así..., así que me arrancó la medalla que llevaba..., la medalla con el águila..., insignia de mi unidad y de mi ciudad destruida. ¡Aquella niña era Livia!

Ambrosino le ayudó a ponerse en pie y le sostuvo en los primeros pasos como si de un enfermo se tratara. Los dos hombres se encaminaron lentamente hacia el campamento.

—Fui apresado —continuó diciendo Aurelio— y reducido a la esclavitud, hasta que un buen día fui liberado por un ataque de la Legión Nova Invicta que se convirtió desde entonces en mi casa, mí familia, mi vida.

Ambrosino le estrechó los hombros como si quisiera darle un poco de calor.

—Abriste la puerta solo porque querías salvar a tus padres de una muerte horrenda -—dijo—. Tú fuiste el héroe de Aquilea, el que la había defendido durante muchos meses, y nadie más. Wultila fue el verdugo de tu ciudad y de tus padres.

—Pagará por ello —dijo Aurelio—, hasta la última gota de sangre.

Y sus ojos eran de hielo mientras pronunciaba estas palabras.

Ahora estaban delante de la puerta del campamento y Ambrosino llamó con su cayado. Se encontraron enfrente a Livia y a Rómulo, que había velado con ella.

—¿Has encontrado lo que buscabas? —preguntó la joven a Aurelio.

—Sí —le respondió—. Y tú me habías dicho la verdad.

—El amor no miente nunca. ¿No lo sabías? —Le estrechó en un abrazo y le besó en la boca, en la frente, en los ojos aún llenos de horror.

Ambrosino se volvió hacia Rómulo.

—Ven, hijo mío —le dijo— Ven, debes tratar de descansar.

El campamento estaba sumido en el silencio. Todos estaban solos, velando en aquella tranquila noche de primavera, esperando que el sol les revelase un nuevo destino. O el último.

—No me dejes sola esta noche —le dijo Livia—. Te lo ruego.

Aurelio la estrechó contra sí. luego la condujo de la mano a su refugio.

Ahora estaban el uno frente al otro, y la luz de la luna, al penetrar por el tejado en ruinas, iluminaba el magnífico rostro de Livia, la acariciaba con su pálida luz, difundiendo sobre su cabeza un aura mágica, un líquido esplendor de plata. Aurelio le soltó las cintas de su vestido y la contempló desnuda, acarició extático, con los ojos y luego con las manos, su belleza de estatua, su cuerpo divino. Y también ella le desnudó, lentamente, con la devoción y la espera temblorosa de una esposa. Le rozó con los dedos ligeros el cuerpo broncíneo, recorrió aquel paisaje atormentado, la carne encrespada por tantas cicatrices, los músculos contraídos por infinitas, sangrientas ordalías. Luego se abandonó sobre su pobre yacija de paja, sobre la burda manta de soldado y le recibió dentro de ella, enarcando los ríñones como una potranca aún salvaje, le hundió las uñas en la espalda, buscó su boca. Y se amaron largamente, estremeciéndose de inagotable deseo, intercambiándose el flujo ardiente de la respiración, la tórrida intimidad de la carne. Luego se separaron exhaustos y Aurelio se acomodó cerca de ella, envuelto en el perfume de sus cabellos.

—Me enamoré de ti esa noche —murmuró Livia— cuando te vi, solo e inerme en la orilla de aquella laguna mientras esperabas inmóvil tu destino: tenía solo nueve años..