Estaban ya a comienzos de la primavera y la nieve resistía solo en lo alto del mons Badonicus, que en dialecto local era conocido como monte Badon, y muchos de los labradores que volvían al trabajo en los campos y de los pastores que llevaban los rebaños a pastar, habían visto ondear en lontananza el dragón de color púrpura, habían visto su cabeza de plata bruñida centellear en la torre más alta de la fortaleza, una señal que evocaba en ellos recuerdos lejanos de valor y de gloria.
Ambrosino, moviéndose entre la gente en los mercados de los pueblos y en las haciendas de campo, oía y comprendía qué inquietud estaba provocando aquella vista, cuántos hombres se estremecían con aquel recuerdo surgido de improviso de un pasado olvidado y reprimido, aunque sin manifestar abiertamente lo que pensaban. En cierta ocasión, al ver a un pastor que se había parado a contemplar de lejos el estandarte de la legión, fingió ser un forastero y le preguntó:
—¿Qué es esa insignia? ¿Cómo es que ondea en aquel fuerte abandonado?
El hombre le miró con una expresión extraña.
—Debes de venir de muy lejos —le respondió—, si no conoces esa insignia. Durante años fue la única guarnición de honor y de libertad en esta tierra, encabezaba en la batalla a un ejército legendario: la duodécima legión del dragón.
—He oído hablar de ella —respondió Ambrosino—. Pero siempre creí que se trataba de una habladuría carente de fundamento, difundida con objeto de disuadir a los bárbaros del norte de sus incursiones.
—Pues te equivocas —respondió el pastor—. Esa unidad existió de veras, y quien te habla formó parte de ella en su juventud.
—¿Y qué fue de la legión? ¿Fue exterminada? ¿U obligada a la rendición?
—Nada de eso —replicó el pastor—. Fue traicionada. Nos habíamos internado más allá del muro para perseguir a una partida de escotes que había raptado a las mujeres de una de nuestras aldeas, y habíamos dejado a un jefe de tribu aliado nuestro para defender el paso del gran muro por el que debíamos entrar a nuestro regreso. Pero cuando volvimos perseguidos por una horda de enfurecidos enemigos, el paso estaba cerrado y nuestros aliados nos apuntaban con sus armas. ¡Estábamos rodeados! Muchos de los nuestros cayeron combatiendo, pero otros muchos también nos salvamos porque se levantó de repente una espesísima niebla que nos ocultó y nos permitió ponernos a salvo a través de un valle retirado, encajonado entre unas altas paredes rocosas. Decidimos dispersarnos y volver por separado a nuestros hogares. El traidor se llamaba Wortigern, quien todavía hoy nos oprime y nos desangra con sus tributos y sus incursiones, quien nos domina con el terror. Desde entonces vivimos en la clandestinidad y el oprobio, dedicados a nuestras ocupaciones, tratando de olvidar lo que fuimos. Pero ahora, esa insignia reaparecida como por un milagro de la nada nos ha recordado que no puede morir esclavo quien ha combatido largo tiempo por la libertad.
—Y dime —continuó Ambrosino—, ¿quién disolvió la legión? ¿Quién os aconsejó que volvierais con vuestras familias?
—Nuestro comandante había caído combatiendo. Fue su lugarteniente, Kustennin, quien nos ofreció esa oportunidad. Era un hombre prudente y valeroso y lo decía por nuestro propio bien. Su esposa le había dado hacía poco una hija, una niña hermosa como un capullo de rosa, y tal vez en aquel momento la vida le pareció la cosa más preciada. También nosotros pensamos en nuestras esposas, en nuestros hogares, en nuestros hijos. No nos dábamos cuenta de que solo estando juntos y unidos bajo esa bandera podríamos defendernos realmente...
Ambrosino hubiera querido seguir hablando con él, pero el buen hombre no podía continuar porque tenía un nudo en la garganta. Echó una larga mirada a la insignia que ondeaba al sol y se alejó en silencio.
Impresionado por aquellas revelaciones, el anciano volvió varias veces a visitar a Kustennin tratando de ganarle para su causa, pero fue en vano. Desafiar el poder de Wortigern en aquellas condiciones equivalía, según él, a un suicidio, y los visos de libertad de los que aún disfrutaba su gente debían de parecerle suficientes comparados con los enormes riesgos de una rebelión. A tal punto aquella eventualidad debía parecerle desastrosa que no había subido nunca a hacer una visita a los recién llegados.
Carvetia era ya la única ciudad en el dominio de Wortigern que podía conservar un simulacro de libertad, únicamente porque el tirano tenía necesidad de los recursos de sus mercados y de su puerto, situado al sur del océano, del que podían llegar aún escasas mercancías y noticias no menos indispensables para la conservación y extensión de su poder que las espadas de sus mercenarios.
En el interior de la fortaleza, entre tanto, los hombres habían restaurado las defensas, reparado o reconstruido las atalayas y las torres, pertrechado la muralla y el foso con aguzados palos, endurecidos al fuego. Batiato había puesto de nuevo en funcionamiento la forja, y su martillo resonaba incesantemente en el yunque. Vatreno, Demetrio y Orosio habían reacondicionado los viejos barracones, las caballerizas, el horno y el molino, y Livia había podido regalarles el aroma y el sabor del pan recién salido del horno, de la leche recién ordeñada. Solo Aurelio, tras el primer entusiasmo, parecía ensombrecerse cada día que pasaba. Se estaba largas horas de noche en los glacis, embrazando las armas, escrutando las tinieblas como si esperase a un enemigo que no llegaba nunca, un enemigo frente al cual, sin embargo, se sentía ahora ya perdido e impotente, un espectro que revestía, a veces, sus mismas facciones, facciones de un cobarde, o mejor aún, de un traidor. Estaba de nuevo en los bastiones de una ciudadela preparando la defensa. ¿Cuándo se estrecharía el cerco? ¿Cuándo aparecerían en el horizonte las hordas a caballo? ¿Cuándo sonaría en aquel cielo azul la hora de la verdad? ¿Quién abriría esta vez las puertas al enemigo? ¿Quién introduciría al lobo en el redil?
Ambrosino, que intuía los pensamientos de Aurelio y un dolor tan intenso que ni siquiera el amor de Livia podía aliviar, pensaba que había que pasar como fuera a la acción, forzar la mano a un destino hasta entonces burlón y elusivo. Y mientras reflexionaba sobre el mejor partido que convenía tomar, apareció Kustennin montado en la silla de su semental blanco. Era portador de noticias: una orden de Wortigern exigía disolver el Senado antes de finales de mes, renunciar a las antiguas magistraturas, acoger intramuros una guarnición de feroces mercenarios venidos del continente.
—Quizá tenías razón tú, Myrdin —dijo Kustennin—. La única libertad es la que se conquista con el sudor y la sangre. Pero, por desgracia, ahora ya es demasiado tarde.
—No es cierto —replicó Ambrosino—. Y mañana sabrás el porqué si asistes a la sesión del Senado.
Kustennin meneó la cabeza como si hubiera oído unas palabras insensatas, luego saltó sobre la silla y se lanzó al galope a través del desierto valle.
Al día siguiente, cuando estaba aún a oscuras, Ambrosino tomó consigo al muchacho y se encaminó hacia la ciudad.
—¿Adonde vas? —le preguntó Aurelio.
—A Carvetia —fue la respuesta—, al Senado, o a la plaza del mercado a convocar al pueblo en asamblea, si fuera necesario.
—Voy contigo.
—No, tu sitio está aquí, a la cabeza de tus hombres. Ten fe —dijo, y se encaminó, con el cayado de peregrino, por el sendero que serpenteaba en medio de los prados, a lo largo de las riberas del lago de la virgo, en dirección a la ciudad.
Carvetia tenía entonces el aspecto de una ciudad romana, con sus murallas de sillería guardadas por centinelas, en sus calles y edificios, en las costumbres de la gente y en el lenguaje. Ambrosino se encontró, en un determinado momento, delante del edificio del Senado y vio entrar a los representantes del pueblo para sentarse en el consejo. Otros ciudadanos entraron y se apelotonaron en el atrio antes de que las puertas se cerraran.
Uno de los oradores se levantó para tomar la palabra: era un hombre imponente en lo austero de sus vestiduras, en los rasgos honestos del rostro. Y tenía que disfrutar de gran respeto y consideración porque se hizo enseguida el silencio cuando comenzó a hablar.
—¡Senado y pueblo de Carvetia! —comenzó a decir—. Nuestra situación es ahora intolerable. El tirano ha reclutado a nuevos mercenarios extranjeros de inaudita ferocidad con la excusa de proteger a la población de las ciudades que todavía se rigen por medio de instituciones autónomas, y se dispone a disolver también el último simulacro de libre acuerdo de ciudadanos en Britania: ¡nuestro Senado!
Un bullicio de consternación corrió entre los escaños y entre la gente agolpada en el atrio.
—¿Qué debemos hacer? —prosiguió el orador—. ¿Doblar la cerviz tal como hemos hecho hasta ahora? ¿Aceptar nuevos abusos y un nuevo oprobio, permitir que pisoteen nuestros derechos y nuestra dignidad, que profanen nuestros hogares, que nos arranquen de los brazos a nuestras propias esposas e hijas?
—Lamentablemente no tenemos elección —dijo otro—. Resistir a Wortigern equivaldría a un suicidio.
—Es cierto —dijo un tercero—. No podemos hacer frente a su ira. Seríamos borrados del mapa. Si nos sometemos, en cambio, podemos esperar conservar al menos algunos de nuestros privilegios.
Entonces Ambrosino se adelantó llevando a Rómulo de la mano y gritó:
—¡Pido la palabra, nobles senadores!
—¿Quién eres tú? —preguntó el presidente de la asamblea—. ¿Por qué perturbas esta reunión?
Ambrosino se descubrió la cabeza y avanzó hasta el centro de la sala manteniendo en todo momento a Rómulo cerca de él, aunque sintiera la reticencia del muchacho a mostrarse.
—Soy Myrdin Emreis —comenzó a decir—, druida del bosque sagrado de Gleva y ciudadano romano con el nombre de Meridio Ambrosino mientras rigió la ley romana en esta tierra. Hace muchos años me enviaste a Italia con la misión de implorar ayuda al emperador y volver con un ejército que restableciera en esta tierra martirizada el orden y la prosperidad como en los tiempos gloriosos del héroe Germán enviado por Aecio, el último y el más valeroso de los soldados de Roma.
El asombro por aquella inesperada aparición hizo sumirse a la sala en un profundo silencio y Ambrosino continuó:
—No fue posible. Tras perder a los compañeros durante el viaje, víctimas del frío, del hambre, de las enfermedades y de las agresiones. Me salvé de milagro y permanecí sentado esperando durante días y días, suplicando en vano en el patio del palacio imperial de Rávena. No fui siquiera admitido a presencia del emperador, un hombre incapaz completamente en poder de sus milicias bárbaras. Y ahora he vuelto. ¡Tarde, es cierto, pero no solo, no con las manos vacías! Todos vosotros, creo, conocéis el oráculo que anuncia la llegada de un joven de corazón puro que traerá la espada de la justicia a esta tierra y le devolverá la libertad perdida. Pues bien —exclamó—, ¡yo os he traído a ese joven, nobles senadores!
E hizo avanzar al muchacho, solo, ante sus miradas.
—¡Él es Rómulo Augusto César, el último emperador de los romanos!
Sus palabras cayeron en un profundo, asombrado silencio al que pronto siguió un rumor de maravilla, que fue creciendo hasta convertirse en un vago murmullo. Algunos parecían impresionados por aquella afirmación; otros, en cambio, se pusieron a reír; otros incluso a hacer burla del inesperado orador.
—¿Y dónde está esa espada milagrosa? —preguntó un senador alzando la voz sobre aquel griterío.
—¿Y dónde están las legiones del nuevo César? —preguntó otro—. ¿Sabes cuántos guerreros tiene Wortigern? ¿Lo sabes?
Ambrosino dudó, impresionado por aquellas palabras, luego respondió:
—La duodécima legión del dragón se está reconstituyendo. El emperador será presentado a los soldados y estoy convencido de que volverán a encontrar la fuerza y la voluntad de combatir y de oponerse a la tiranía.
Una carcajada estruendosa resonó en la sala y un tercer senador se levantó para hablar.
—Realmente faltas desde hace tiempo, Myrdin —le apostrofó llamándole con su nombre celta—. Esa legión fue disuelta hace años, nadie soñaría con volver a tomar las armas.
Resonaron otras carcajadas y Rómulo se sintió inundado por aquella oleada de burla y de escarnio que le afectaba una vez más, pero no se movió. Se tapó el rostro con las manos y se quedó inmóvil y en silencio en medio de la sala. Al ver aquel gesto el griterío se atenuó, transformándose en un rumor de incomodidad y de repentina vergüenza. Entonces, Ambrosino se acercó a él, le apoyó la mano sobre el hombro y prosiguió hablando, encendido por la indignación:
—Reíd, nobles senadores, vamos, haced mofa de este muchacho. No tiene forma de defenderse ni de luchar contra vuestra necia insolencia. Él ha visto morir cruelmente a sus propios padres, ha sido perseguido sin tregua y sin piedad, igual que un animal, por todas las potencias de esta tierra. Habituado al fasto imperial, ha afrontado las más duras privaciones, como un pequeño héroe. Ha ocultado en su corazón el dolor, la desesperación, el miedo, más que comprensible en un muchacho de su edad, con la fuerza y el coraje de un antiguo héroe republicano.
»¿Dónde está vuestro honor, senadores de Carvetia? ¿Dónde vuestra dignidad? ¡Os merecéis la tiranía de Wortigern, es justo que sufráis esta vergüenza, porque tenéis espíritu de siervos! Este muchacho lo ha perdido todo excepto el honor y la vida. La suya es la majestad doliente de un verdadero soberano. Le he traído a vuestra presencia como la última simiente de un árbol moribundo para hacer germinar un nuevo mundo, pero he encontrado un terreno pútrido y estéril. Tenéis razón de rechazarle, porque no os lo merecéis. ¡No! ¡Lo que vosotros os merecéis es solo el desprecio de todo hombre de fe y de honor!
Ambrosino había terminado su apesadumbrada perorata en medio de un silencio atónito. Una capa de plomo parecía pesar sobre la asamblea espantada y trastornada. Ambrosino escupió al suelo en señal de extremo desprecio, y acto seguido tomó a Rómulo del brazo y salió con una expresión de desdén, mientras se alzaba alguna débil voz para pedirle que volviera. Tan pronto como los dos hubieron salido, abriéndose paso entre la multitud, la discusión se reanudó adquiriendo pronto los acentos más encendidos, pero uno de los presentes se apresuró a salir por una puerta secundaria y saltó sobre un carruaje ordenando al conductor partir de inmediato.
—A Castra Vetera —dijo—. ¡A la fortaleza de Wortigern, rápido!
Ambrosino, furioso por el desaire sufrido, salió a la plaza tratando de animar a Rómulo a resistir una vez más los reveses del destino cuando de improviso sintió que le aferraban por un brazo.
—¡Myrdin!
—¡Kustennin! —exclamó a su vez Ambrosino—. Dios mío, ¿has visto qué vergüenza? ¿Estabas tú también en el Senado?
El hombre bajó la cabeza.
—Sí, lo he visto. ¿Comprendes ahora por qué te dije que era demasiado tarde? Wortigern ha corrompido a buena parte del Senado y hoy puede permitirse disolverlo sin encontrar casi ninguna resistencia.
Ambrosino asintió gravemente con la cabeza.
—Tengo que hablar sin falta contigo —dijo—. Necesito hablar contigo largo y tendido, pero ahora tengo que irme, no puedo quedarme aquí. Tengo que llevarme a mi muchacho... Rómulo, ven, vamonos.
Lo buscó con la mirada, pero Rómulo no estaba ya.
—Oh, Dios, ¿dónde estás, dónde está el muchacho? —exclamó angustiado.
Apareció Egeria, que había llegado en aquel preciso instante.
—No te preocupes —dijo la mujer con una sonrisa—. Mira, está allí, en la playa, y mi hija Ygraine anda detrás de él.
Ambrosino soltó un suspiro de alivio.
—Deja que hablen un poco juntos. Los muchachos necesitan estar con los de su edad —dijo de nuevo Egeria—. Pero dime una cosa, ¿es cierto lo que le he oído decir a la gente a la salida del Senado? No podía dar crédito a lo que oía. No queda ya ninguna dignidad, y ni siquiera el pudor de disimular la propia vileza.
Ambrosino aprobó con un cabeceo, pero sus ojos no perdían de vista un segundo al muchacho que estaba allí en la playa sentado a la orilla del mar.
Rómulo contemplaba en silencio cómo rompían las olas entre los cantos rodados de la orilla y no podía dominar los sollozos que le sacudían el pecho.
—¿Cómo te llamas? ¿Y por qué lloras? —preguntó una voz de muchacha a sus espaldas.
Era una voz sonora y despreocupada que le fastidió en aquel momento. Pero a continuación el roce de una mano en su mejilla, delicada como un ala de mariposa, le comunicó un suave calor.
Respondió sin volverse porque en aquel momento no hubiera querido que la voz y la caricia contrastaran con un rostro distinto de aquel que de improviso había soñado.
—Lloro porque lo he perdido todo: mis padres, mi casa, mi tierra. Porque tal vez he perdido a los últimos amigos que me quedaban, y quizá también el nombre y la libertad. Lloro porque no hay paz para mí en ningún lugar sobre esta tierra.
A aquellas palabras, que la superaban, la niña respondió cuerdamente con el silencio, pero su mano seguía acariciando el pelo de Rómulo, su mejilla, hasta que comprendió que estaba calmado. Entonces dijo:
—Yo, en cambio, me llamo Ygraine, y tengo doce años. ¿Puedo quedarme un poco aquí a tu lado?
Rómulo hizo un gesto afirmativo, mientras se secaba las lágrimas con el borde de la manga, y ella se acuclilló en la arena, sentándose
sobre los talones, frente a él. El muchacho alzó la mirada para ver si el rostro era tan dulce como la voz y la caricia y se encontró ante dos ojos azules y húmedos, un rostro de delicada belleza, enmarcado por una cascada de cabellos rojos como el fuego que el viento marino alborotaba velándole en algunas partes la frente y el esplendor de la mirada. Sintió que el corazón le daba un vuelco y que una oleada de calor le subía del pecho, como nunca le había sucedido antes. En aquella mirada percibió en un solo instante cuánto de hermoso y de cálido y suave la vida podía aún reservarle. Hubiera querido decirle algo, cualquier cosa que el corazón le dictara, pero en aquel momento oyó los pasos de Ambrosino y de las personas que le acompañaban.
—¿Dónde dormiréis esta noche? —preguntó Kustennin.
—En el fuerte —respondió Ambrosino.
Kustennin replicó preocupado:
—Ten cuidado: tu discurso no ha pasado inadvertido.
—Es lo que quería —rebatió con sequedad Ambrosino. Pero había comprendido para sus adentros el significado de aquellas palabras y sintió miedo de ellas.
—Ven, Ygraine —dijo Egeria—. Tenemos muchas cosas que hacer antes de que anochezca.
La muchacha se levantó de mala gana y siguió a su madre volviéndose a menudo hacia atrás para mirar al joven extranjero, tan distinto de todos los muchachos que conocía por aquella palidez extenuada del rostro, por aquella nobleza de los rasgos y de la voz, por la intensidad de sus palabras, por la conmovedora melancolía de los ojos. También Kustennin se despidió y se puso en camino con su familia.
Egeria dejó que Ygraine siguiera adelante y esperó a su marido para hablar con él.
—Han sido ellos quienes han izado el emblema del dragón en la vieja fortaleza, ¿no es así?
—Sí —respondió Kustennin—. Una verdadera locura. Y hoy en el Senado Myrdin ha dicho que la legión se está reconstituyendo cuando en realidad son, en total, seis o siete. Además ha revelado a los senadores la identidad de ese muchacho. ¿Te das cuenta?
—No consigo imaginar cuáles pueden ser las razones de semejante revelación —dijo Egeria—. Pero ese estandarte está creando una gran excitación y expectativas. Afirman que alguien está desenterrando las armas que tenía escondidas desde hace años. Corren rumores de luces extrañas que destellan en la noche en los glacis, de ruidos como de trueno que retumban contra la montaña. Estoy preocupada: mucho me temo que también este simulacro de paz, nuestra esforzada supervivencia pueda verse trastornada por nuevos enfrentarnientos, nuevas turbulencias, más sangre.
—Son solo un grupo de prófugos, Egeria, un anciano soñador visionario y un muchacho —la tranquilizó Kustennin.
Y lanzó una última mirada a su amigo reaparecido como por ensalmo al cabo de tantos años.
El anciano y el muchacho estaban de pie, uno al lado del otro: contemplaban en silencio las olas que rompían contra la escollera en un rebullir de blancas espumas.
Al día siguiente, hacia el atardecer, el carruaje del senador se detuvo delante de las puertas de Castra Vetera. Fue introducido en la residencia de Wortigern, pero fue presentado primero a Wulfila, que gozaba ahora ya de la completa confianza de su señor. Los dos parlotearon un poco y una sonrisa de satisfacción deformó los rasgos del bárbaro.
—Sigúeme —dijo—. Debes informar personalmente a nuestro soberano, que te estará agradecido.
Y le introdujo en las dependencias más interiores de la fortaleza, ante la presencia de Wortigern. El anciano le recibió acomodado en el trono: la máscara de oro era lo único reluciente en aquella atmósfera crepuscular.
—Habla —ordenó Wulfila y el senador habló.
—Noble Wortigern —dijo—, ayer, en el Senado de Carvetia, un hombre osó hablar públicamente en tu contra, llamarte tirano e incitar a la rebelión. Dijo que la vieja legión disuelta se está reconstituyendo y presentó a un muchacho asegurando que es el emperador...
—Son ellos —le interrumpió Wulfila—. No cabe ninguna duda. El anciano desvaría con una profecía, de un joven soberano que debe venir de ultramar. Y ello supone un peligro, créeme. Él no está tan loco como parece: en cambio es astuto, explota la superstición y las viejas nostalgias de la aristocracia romano-celta. Su finalidad es evidente: hacer de ese pequeño impostor un símbolo. Y utilizarlo contra ti.
Wortigern levantó la mano descarnada en un gesto de despedida
y el senador retrocedió doblando la espalda en una interminable inclinación hasta la puerta por la que salió apresuradamente.
—¿Qué propones, entonces? —preguntó el tirano vuelto hacia Wulfila.
—Déjame las manos libres, concédeme que parta con mis hombres, los únicos de los que me fío. Yo los conozco a esos: daré con ellos y los desemboscaré allí donde se escondan. Te traeré la piel del anciano para que la hinches de paja y yo me quedaré con la cabeza del muchacho.
Wortigern meneó lentamente la cabeza.
—No me interesa la piel del anciano, otro era el pacto entre nosotros.
Wulfila se estremeció. En aquel instante la fortuna le ofrecía una oportunidad impagable: todo se cumplía en un plan urdido desde hacía tiempo. Solo tenía que darle el toque final y se abriría para él el futuro de un poder sin límites. Respondió, conteniendo a duras penas la emoción:
—Tienes razón, Wortigern: en el entusiasmo de ver por fin concluir mi larga caza, me había olvidado por un momento de mi promesa. Es justo, tú me concedes la cabeza del muchacho y la posibilidad de aniquilar finalmente como se merecen a los desertores asesinos que le protegen y yo debo pagarte con el presente que te prometí.
—Veo que sabes siempre interpretar mis pensamientos, Wulfila. Y por tanto manda traer ese presente que me has hecho anhelar durante tan largo tiempo. Pero antes dime una cosa.
—Habla.
—Entre esos hombres que quieres aniquilar, ¿está el que te hizo el corte en la cara?
Wulfila bajó los ojos para esconder el relámpago feroz que le atravesaba en aquel momento y respondió a su pesar:
—Así es, tal como has dicho.
El tirano había tenido su satisfacción, había establecido una vez más la superioridad de su perfecta máscara de oro sobre la deforme máscara de carne de su siervo y potencial antagonista. Porque su chirlo era obra de un hombre, mientras que la gangrena que le devoraba a él el rostro no podía ser sino obra de Dios.
—Espero —dijo Wortigern, y su palabra sonó sombría dentro de la máscara. Como una sentencia.
Wulfila salió, mandó llamar a uno de sus guerreros y le ordenó que trajera inmediatamente lo que ya sabía. Poco después el hombre reapareció sosteniendo una larga y estrecha caja de madera de encina, adornada de tachones de hierro bruñido, y la depositó a los pies de Wortigern.
Wulfila le hizo seña de que se alejase y se acercó al trono arrodillándose para abrir el precioso estuche del presente prometido. Alzó la mirada a la máscara impenetrable que amenazaba sobre él y en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por descubrir la expresión de obscena codicia.
—Aquí tienes mi presente, señor —dijo abriendo la tapa con un rápido gesto—. He aquí la espada calíbica de Julio César, el primer señor del mundo, el conquistador de Britania. ¡Tuya es!
Wortigern no fue capaz de resistirse a la fascinación de aquella arma soberbia y alargó la mano con una respiración agónica.
—¡Dámela, dámela!
—Enseguida, mi señor —respondió Wulfila, y en su mirada el tirano leyó (¡demasiado tarde!) el destino letal que había impreso en ella.
Trató de gritar, pero ya la espada se había hundido en su pecho, traspasándole el corazón, hasta clavarse en el respaldo del trono. Se aflojó sin un lamento y de la máscara manó un hilillo de sangre, único signo de vida que aparecía en aquel rostro inmutable, por una gran ironía del destino, en el momento del fin.
Wulfila extrajo la espada del cuerpo exánime, arrebató la máscara de oro de Wortigern descubriendo un rostro sanguinolento y casi irreconocible, luego le cortó el cuero cabelludo a todo alrededor de la cabeza y le arrancó de un solo golpe la cana cabellera. Arrastró el cuerpo, poco más que un fantasma, hasta la ventana que se abría en el muro de la torre detrás del trono y lo arrojó al patio inferior. Los ladridos de los mastines hambrientos encerrados en el recinto invadieron la sala como gritos infernales y luego resonaron sus sordos gruñidos mientras se disputaban las míseras carnes de su señor.
Wulfila se puso la máscara de oro, se caló la blanca cabellera de Wortigern, empuñó la espada fulgurante y apareció así, semejante a un demonio, las sienes regadas de sangre, ante sus guerreros ya listos a caballo en el gran patio. Todos le miraron con pasmo mientras saltaba sobre su semental y espoleaba gritando: —¡A Carvetia!