Wulfila y sus hombres desembarcaron en Britania al día siguiente de la llegada de Aurelio y de los suyos, hacia la caída de la tarde. Venían también con ellos los caballos "y las armas, y no fueron un impedimento para un rápido desembarco. El piloto, por más que subdito de Siagrio, había sido convencido para que los siguiera porque era natural de Britania y sería una valiosa ayuda para indicarles cómo moverse en aquella tierra desconocida. Wulfila le ofreció dinero para alentar su deserción y le prometió más si le resultaba de utilidad.
—¿Qué quieres saber? —le preguntó el piloto. —Cómo dar alcance a esos hombres.
—No es cosa fácil. He visto al que los guía: es un druida o, en cualquier caso, un hombre que fue educado por los druidas; lo que significa que se mueve en esta tierra como pez en el agua. Conoce todos sus secretos, todos sus escondrijos. Si a esto añades que nos lleva más de una jornada de ventaja, se hace aún más difícil andar tras sus pasos. Si supiéramos adonde se han dirigido, entonces sería distinto, pero así... Britania es grande. Es la isla más grande del mundo.
—Pero los caminos no pueden ser muchos, los itinerarios principales serán conocidos.
—Ciertamente, pero nadie dice que vayan a ir por ellos. Podrían ir a través de los bosques, seguir los senderos de cabras, o incluso los que recorren los animales salvajes.
—Pero no van a poder permanecer escondidos por mucho tiempo. Nunca se me han escapado hasta ahora, y no se me escaparán en
esta isla.
Se alejó caminando por la playa y se detuvo para contemplar el
movimiento de la resaca, rumiando su odio. Luego, de repente, le hizo una seña al piloto para que se acercara:
—¿Quién manda en Britania?
—¿Qué?
—¿Hay un rey? ¿Alguien que detente el máximo poder?
—No, el país se lo disputan muchos jefes locales, violentos y pendencieros. Pero hay un hombre al que todos temen y que domina una gran parte del territorio desde el gran muro hasta Caerleon, apoyado por feroces mercenarios. Se llama Wortigern.
—¿Y dónde está su residencia?
—Al norte. Vive en una fortaleza inaccesible que construyó sobre un viejo campamento romano atrincherado. Castra Vetera. En otro tiempo era un valeroso guerrero, y combatió contra los invasores de las tierras altas que habían expugnado el gran muro, protegió las ciudades y sus instituciones, luego se dejó corromper por el poder y se convirtió en un tirano sanguinario. Justifica su propio dominio con la excusa de la defensa de las fronteras del norte. En realidad es un simple pretexto, puesto que él mismo paga tributos a los jefes de las tierras altas y se resarce de ello desangrando al país con exacciones continuas e incluso dando libertad de saqueo a los mercaderes sajones que ha hecho venir del continente.
—Sabes muchas cosas.
—Porque esta ha sido mi tierra durante mucho tiempo. Luego busqué refugio en la Galia por desesperación y me alisté en el ejército de Siagrio.
—Si me guías hasta donde está Wortigern no te arrepentirás de ello. Te daré tierras, siervos, ganados, todo lo que puedas desear.
—Yo puedo guiarte hasta Castra Vetera. Luego deberás encontrar tú la manera de hacerte recibir. Dicen que Wortigern es suspicaz y desconfiado, ya porque es consciente del gran odio que ha sembrado, de aquellos que querrían su muerte para vengarse de las ofensas sufridas, ya porque ahora es muy anciano y débil y se siente por esto mismo vulnerable.
—Entonces, vamos, no perdamos tiempo.
Abandonaron la nave a los embates de la resaca y se encaminaron a lo largo del litoral hasta encontrar la antigua vía consular romana, el medio más rápido para alcanzar la meta.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Wulfila a su guía.
—No se sabe. Desde hace muchos años nadie le ve la cara. Hay quien dice que su rostro, devastado por una enfermedad repulsiva, se ha reducido a una única llaga purulenta. Otros afirman simplemente que no quiere mostrar a sus subditos los signos de su decadencia, los ojos apagados y vidriosos, la boca desdentada y babosa, las mejillas hundidas. Quiere que sigan temiéndole, y así se oculta detrás de una máscara de oro que lo representa inmutable en el esplendor de su juventud. Es la obra de un gran artista, que la fundió con el oro de un cáliz de decir misa. Una semejante blasfemia, afirman, garantizó a Wortigern la alianza con Satanás y cualquiera que se ponga esa máscara desde hoy hasta la consumación de los siglos poseerá la fuerza del demonio.
Miró de reojo a su interlocutor y se dio cuenta de que le había recordado de algún modo su deformidad. Pero Wulfila, extrañamente, no mostró la menor señal de resentimiento.
—Hablas demasiado bien para ser un marinero —dijo—. ¿Quién eres en realidad?
—No me creerás, pero era un artista también yo y en cierta ocasión conocí al hombre que fabricó esa máscara. Dicen que fue asesinado después de haber llevado a cabo su trabajo, porque era el único que había visto de cerca el rostro desfigurado de Wortigern. Ha pasado el tiempo en que un artista era respetado como una criatura predilecta de Dios: ¿acaso hay cabida ya para el arte en un mundo como este? Reducido yo mismo a la miseria, probé fortuna a bordo de una barca de pescadores y de ellos aprendí a gobernar un timón y una vela. No sé si tendré nunca más la posibilidad en mi vida de modelar el oro y la plata, como hacía en otro tiempo, o de pintar imágenes de santos en las iglesias, o de componer las teselas de un mosaico; no obstante, a pesar de mi aspecto y mi posición actual, sigo siendo y seguiré siendo para siempre un artista.
—¿Un artista? —preguntó Wulfila escrutándole los ojos con una extraña expresión, como si le hubiera asaltado una idea repentina—. ¿Sabrías leer también una inscripción?
—Conozco las antiguas inscripciones celtas, las runas de los escanios y los epígrafes latinos —respondió el hombre con orgullo.
Wulfila desenvainó la espada y se la puso delante.
—Entonces, explícame qué significan estas letras grabadas en la hoja y cuando hayamos terminado este viaje te pagaré y dejaré que te vayas libremente.
El hombre miró la hoja y luego al bárbaro con una mirada llena de estupor.
—¿Qué pasa? —preguntó Wulfila, inquieto—. ¿Es acaso un encantamiento? ¡Habla!
—Mucho más que eso —respondió el hombre—, mucho más que eso. La inscripción dice que esta espada perteneció a Julio César, el primer conquistador de Britania, y que fue forjada por los cálibes, un pueblo del lejano Oriente depositario del secreto de un acero invencible.
Wulfila asintió con una sonrisa burlona.
—Entre las gentes de mi pueblo se dice que quien empuña el arma de un conquistador se convierte él mismo en un conquistador y, por tanto, lo que me has dicho es el mejor de los augurios. Guíame hasta Castra Vetera y cuando hayamos llegado te daré más dinero y serás libre de irte a donde te plazca.
Avanzaron así durante casi dos semanas, atravesando el territorio de muchos tiranuelos, pero el número compacto de guerreros a caballo del séquito de Wulfila, y el mismo aspecto terrible de su caudillo, despejaron el camino al grupo sin excesivas dificultades. Solo una vez un señor muy poderoso llamado Gwynwird, rodeado de una nutrida hueste de hombres armados, se atrevió a cerrarle el paso de un puente que daba entrada a su territorio, en las cercanías de Eburacum. Irritado por la actitud displicente de aquel forastero de cara desfigurada, le impuso el pago de un peaje y la entrega de las armas, que le serían devueltas una vez que hubiera salido por el lado opuesto de su dominio. Wulfila estalló en una carcajada y ordenó a su guía que respondiera que si quería sus armas tendría que conquistarlas en combate, y que le desafiaba a duelo. Celoso de su fama y de su prestigio, el señor aceptó el desafío, pero cuando vio al adversario desenvainar la espada, una espada de increíble factura y de tremenda belleza, se dio cuenta de que estaba perdido. Al primer golpe su escudo quedó destrozado, al segundo su espada voló hecha pedazos e inmediatamente después su cabeza rodó entre las patas del caballo, con los ojos aún desorbitados en una expresión incrédula y aterrada.
Según la antigua costumbre celta, los guerreros del jefe derrotado aceptaron pasar a las órdenes del vencedor, y así la banda de Wulfila se engrosó hasta casi alcanzar las dimensiones de un pequeño ejército y prosiguió su viaje precedida por aterradores rumores sobre la ferocidad de su jefe y sobre la espada que le volvía invencible. Hasta que un buen día, hacia mediados del invierno, llegó a la vista de Castra Vetera.
Era una tétrica y agreste fortaleza sobre una colina cubierta por un espeso bosque de abetos, circundada por un doble foso y por un muro, guardada por cientos de hombres armados. Del interior llegaba el ladrido incesante de los perros de guardia, y al acercarse los jinetes de Wulfila una bandada de cuervos alzó el vuelo llenando el aire de agudos chillidos. El cielo cubierto de nubes bajas bañaba de una luz plomiza aquella fortificación volviéndola, si ello era posible, más sombría aún. Wulfila mandó por delante al intérprete, a pie y desarmado.
—Mi señor —anunció este— ha sido enviado por la corte imperial de Rávena, en Italia, para prestar homenaje al señor Wortigern y para proponerle un pacto de alianza. Trae consigo unos presentes y el sello imperial que acredita su persona y su misión.
—Espera aquí y no te muevas —respondió el soldado de guardia.
Inmediatamente después se puso a hablar en secreto con el que parecía un superior suyo y este desapareció en el interior de la fortaleza. Transcurrió un largo rato mientras Wulfila, aún en la silla, esperaba impaciente sin saber qué pensar. Por fin el hombre regresó y refirió la respuesta de su señor: el enviado debía ofrecer los presentes y las credenciales y solo después sería recibido. Desarmado y sin escolta.
Wulfila estuvo a punto de volver grupas y marcharse, pero su instinto le decía que en aquella fortaleza encontraría la vía para alcanzar sus fines y la idea de un tirano débil y enfermo le incitaba aún más a arriesgar, confiado en sus propias energías intactas. En su larga experiencia había visto demasiadas veces a hombres salidos de la nada alcanzar las más altas cimas del poder sabiendo aprovechar las ocasiones propicias, en un mundo dominado por continuas turbulencias y ofrecido a la audacia de los más fuertes. Aceptó.
Vigilado por un piquete de hombres armados, atravesó el patio, en el que se podía reconocer aún el trazado original del campamento romano, rodeado de caballerizas y alojamientos para la tropa, y llegó al edificio principal: un torreón de sillería con unos ventanucos como troneras, rematado por un camino de ronda, cubierto por una techumbre de madera. Subió dos tramos de escalera y le hicieron detenerse delante de una portezuela con herrajes que se abrió poco después sin que ninguno de los hombres que le escoltaban hubiera llamado. Le hicieron una señal de que entrase y cerraron la puerta tras él.
Wortigern estaba delante de él, solo. No había nadie más en la gran cámara desnuda, lo cual no dejó de maravillarle. Estaba sentado en un trono con un cierto abandono extenuado: tenía una larga melena de blancos cabellos que le caían a los lados del cuello hasta su pecho y su rostro estaba cubierto por la máscara de oro. Si aquellas facciones eran fieles, debía de haber sido un hombre de extraordinaria imponencia.
Su voz resonó distorsionada e irreconocible en el interior de la cascara metálica.
—¿Quién eres? ¿Por qué has solicitado hablar conmigo?
Hablaba el latín del lenguaje común, que no resultaba difícil de comprender para su interlocutor.
—Me llamo Wulfila —fue la respuesta—, y he sido enviado por la corte imperial de Rávena donde tiene su sede un nuevo soberano, un valeroso guerrero llamado Odoacro, que desea honrarte y establecer contigo un pacto de amistad y de alianza. El emperador era un muchacho incapaz en manos de intrigantes cortesanos y fue depuesto.
—¿Y por qué ese Odoacro quiere convertirse en mi amigo?
—Porque le es conocido tu poderío como soberano de Britania y tu valor guerrero. Pero existe también otra razón, esta muy importante, que se refiere al emperador depuesto.
—Habla —dijo Wortigern, y cada palabra parecía costarle un enorme esfuerzo.
—Un grupo de desertores ha raptado al muchacho con la complicidad de su preceptor, un viejo chiflado celta, y se han refugiado aquí en tu isla. Son extremadamente peligrosos y quería ponerte sobre aviso.
—¿Debería temer a un anciano y a un muchacho acompañados por un grupo de bandidos?
—Por el momento tal vez no, pero pronto podrían constituir una amenaza; recuerda, señor, el viejo dicho: «Los problemas es mejor atajarlos cuanto antes».
—Principiis obsta... —repitió mecánicamente la máscara de metal. El hombre debía de haber sido educado como un romano en su juventud.
—De todas formas, te será útil contar con un aliado poderoso como Odoacro, que dispone de muchos miles de guerreros y de inmensas riquezas. Si tú le ayudas a capturar a esos delincuentes, siempre podrás contar con su apoyo. Sé que los ataques del norte contra tu reino no han cesado del todo y que esto te exige una guerra difícil y gravosa.
—Estás bien informado —respondió Wortigern.
—Para servirte y para servir a mi señor Odoacro.
Wortigern se apoyó con esfuerzo sobre los brazos del trono para enderezar la espalda y la cabeza, y Wulfila sintió el peso de su mirada a través de los orificios de aquella máscara impasible. Presentía que observaba su deformidad y él sintió que ardía de odio.
—Has hablado de presentes... —dijo de nuevo Wortigern.
—Así es —respondió Wulfila.
—Quisiera verlos.
—El primero puedes verlo asomándote por esa ventana: son los doscientos guerreros que he traído conmigo para ponerlos a tu servicio. Son formidables combatientes, capaces de sostenerse por sí solos: no te costarán nada. Yo mismo estoy dispuesto a mandarlos en cualquier empresa que quieras confiarme. Es solo el comienzo, pues si tienes necesidad de otras fuerzas mi señor Odoacro está dispuesto a enviarlas, en cualquier momento.
—Mucho debe de temer a ese muchacho —dijo Wortigern.
Wulfila no respondió y se quedó de pie frente al trono pensando que el viejo tirano se acercaría a la ventana para ver a sus hombres, pero no se movió.
—¿Y los otros presentes?
—¿Los otros? —Wulfila tuvo un momento de incertidumbre, luego su mirada se iluminó de repente—. Tengo solamente uno —prosiguió—, pero se trata del objeto más extraordinario que pueda imaginarse, un objeto para el que los más poderosos hombres de la tierra agotarían sus propias riquezas con tal de poseerlo. Es el más preciado talismán que exista y perteneció a Julio César, el primer conquistador de Britania. Quien lo posee está destinado a reinar para siempre sobre este país y a no conocer el ocaso.
Ahora Wortigern estaba inmóvil en el trono, la cabeza erguida, pendiente. Hubiérase dicho una estatua, de no ser por un temblor apenas perceptible de sus ganchudas manos. Wulfila sentía que había hecho prender, con aquellas palabras, su desmesurada codicia.
—Déjame verlo, pues —dijo el anciano, y su voz tenía un tono imperioso e impaciente al mismo tiempo.
—El presente será tuyo si me ayudas a capturar a nuestros enemigos, si me permites darles el merecido castigo y si me concedes la cabeza del muchacho. Este es el precio del intercambio.
Siguió un largo silencio, luego Wortigern asintió lentamente con la cabeza.
—Acepto —dijo— y espero por tu propio bien que tu presente no me defraude. El hombre que te ha conducido a mi presencia es el comandante de mis tropas sajonas. Le describirás a él el aspecto de esos que andas buscando, de modo que pueda avisar a nuestros informadores, que tienen ojos y oídos por todas partes.
Dicho esto, reclinó la cabeza sobre el hombro con un abandono semejante a la muerte, dejando oír tan solo un débil estertor a través de los labios de oro de la máscara. Wulfila pensó que la charla había terminado. Se inclinó en señal de saludo y se dirigió hacia la puerta.
—¡Espera! —le reclamó inesperadamente la voz.
Se volvió hacia el trono.
—Roma..., ¿has estado alguna vez en ella?
—Sí —respondió Wulfila—. Y su belleza es imposible de describir. Pero te diré lo que vi: arcos de mármol altos como palacios, rematados por carros de bronce tirados por corceles fundidos en el mismo metal, recubiertos de oro, guiados por unos genios alados. Plazas rodeadas por pórticos sostenidos por cientos de columnas talladas en un solo bloque de piedra, cada una de ellas alta como tu torre, resplandecientes de todos los más bellos colores. Templos y basílicas revestidas de pinturas y mosaicos. Fuentes en las que unas criaturas fabulosas de mármol, de bronce, vierten agua en tazas de piedra tan grandes que podrían contener a cien hombres. Y además hay un monumento, hecho de cientos de arcos superpuestos, en el que los antiguos hacían morir a los cristianos, devorados por las fieras. Le llaman el coliseo, y es tan grande que toda tu fortaleza tendría cabida en él.
Se detuvo porque de la máscara salía un silbido lastimero, un estertor de sufrimiento que no habría sabido interpretar: tal vez el sueño nunca hecho realidad de una lejana juventud, o la codicia excitada por la visión de tan inmensas riquezas, o tal vez el tormento interior que una visión de grandeza evocaba en un ánimo prisionero de un cuerpo obsceno y deforme, corroído por la vejez y por la enfermedad.
Wulfila salió, cerró la puerta detrás de sí y volvió a donde estaban sus hombres. Lanzó una bolsa de dinero al intérprete diciendo:
—Aquí tienes tu recompensa como te había prometido. Ahora eres libre de irte porque sé todo lo que era necesario saber.
El hombre cogió el dinero, inclinó la cabeza en un apresurado agradecimiento y espoleó su caballo al galope para huir lo más lejos posible de aquella tétrica mansión.
A partir de aquel día Wulfila se convirtió en el más fiel y el más feroz de los sicarios de Wortigern, y por todas partes por donde se manifestaba la rebelión su imprevista aparición a la cabeza de sus guerreros sembraba el terror, la muerte y la destrucción con tan espantosa rapidez, con tan devastadora potencia, que nadie osó ya siquiera hablar de libertad, nadie osó ya confiarse a los amigos e incluso a los familiares dentro de las paredes del propio hogar. El favor de que gozaba ante el tirano creció en desmesura, en proporción directa a los frutos de las incursiones y de los saqueos que depositaba a sus pies.
Wulfila era todo lo que Wortigern no podía ser ya: energía inagotable, potencia del brazo y rapidez mental fulminante. Ahora era casi la prolongación física de su ansia desmesurada de dominio hasta el punto de que no tenía ya necesidad de darle órdenes: el bárbaro sabía prever y poner en ejecución aún antes de oírlas resonar en la gran sala desnuda. Y sin embargo, por todas estas facultades, por esa inteligencia malvada que relucía en sus ojos de hielo, Wortigern le temía. No se fiaba de la aparente sumisión de aquel misterioso guerrero llegado de ultramar, por más que pareciese que su única finalidad no era otra que dar con el paradero de ese niño para llevar su cabeza a Rávena.
Un día, para hacerle comprender qué significaría traicionarle o incluso el solo hecho de pensarlo, le hizo asistir a la ejecución de un vasallo culpable del simple hecho de haber retenido para sí una parte del botín recogido en una incursión.
Había, contiguo a la torre, un patio rodeado de un alto muro de piedra en el que estaban encerrados sus mastines, animales tremendos, a menudo utilizados en la batalla contra los enemigos, y el único pasatiempo de Wortigern era alimentarlos, dos veces al día, echando pedazos de carne por la ventana que se abría detrás del trono. El condenado fue despojado de sus vestiduras y descendido lentamente, colgado de una cuerda, de modo que los perros, tenidos en ayunas durante dos días enteros, se pusieron a devorarle vivo, empezando por los pies, a medida que descendía de lo alto. Los gritos de dolor del pobre desdichado, los ladridos ensordecedores de los molosos, frenéticos por el olor de la sangre y por la comida ferozmente disputada, resonaban en el interior de la torre dilatados y distorsionados, insoportables para cualquiera que tuviese un poco de humanidad. Pero Wulfila no pestañeó, saboreó hasta el fondo aquel tremendo espectáculo y cuando volvió la mirada hacia Wortigern tenía en los ojos solo una inquietante excitación, una imperturbable ferocidad.