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Descendieron al valle completamente desierto y avanzaron hacia la fortaleza que ahora aparecía más distante de lo que daba la impresión desde la cima de la colina. Bordearon el pequeño lago de encantadora belleza, una cuenca rocosa rodeada de guijarros negros, blancos y oscuros, relucientes bajo el velo de agua transparente, y comenzaron a subir hacia la colina sobre la que se alzaba el fuerte. Una colina no muy alta, que terminaba con una plataforma rocosa.

—La parte interior del campamento —explicó Ambrosino— fue excavada para obtener una superficie plana regular en la que instalar los alojamientos para la tropa, para los caballos y para los arneses. A todo su alrededor, sobre la roca, se levantó un muro de piedra seca y sobre él una empalizada con las torres de guardia.

—Lo conoces muy bien —dijo Aurelio.

—Ciertamente —respondió Ambrosino—. Viví en este lugar bastante tiempo como médico y como consejero del comandante Paulino.

—¿Y eso qué es? —preguntó Rómulo.

Y señaló una especie de monumento megalítico que comenzaba a entreverse tras las laderas de la colina, sobre otro relieve del terreno antes invisible. Daba la impresión de una enorme losa de piedra circular rodeada de cuatro gigantescos pilares de roca, orientados a los cuatro puntos cardinales.

Ambrosino se detuvo.

—Ese —dijo— es el monumento funerario de un gran guerrero de esta tierra, un caudillo celta llamado Kalgak, al que los autores latinos llamaron Calgacus. Él fue el último héroe de la resistencia indigena cuando los romanos invadieron Britania hace trescientos años.

—Conozco ese episodio —dijo Rómulo—. He leído las páginas de Tácito que refieren su discurso antes de la última batalla. Y las palabras terribles con que define la pax romana.

—«Con falsas palabras llaman imperio a la sumisión del mundo, y aquello que han convertido en desierto lo llaman paz» —citó Aurelio de memoria—. Pero recuerda —prosiguió orgullosamente—, en realidad no son palabras de Calgacus, sino de Tácito: un romano que critica el imperialismo romano. En esto radica también la grandeza de nuestra civilización.

—Se dice que en torno a esa piedra reunió a su consejo —dijo Ambrosmo—. Desde entonces es el símbolo de libertad para todos los habitantes de esta tierra, cualquiera que sea su estirpe.

Reanudó su subida hacia el cercado del campamento, pero ya desde aquella distancia resultaba evidente que el lugar estaba desierto: la empalizada estaba en un estado ruinoso, las puertas desgoznadas, la torres medio caídas. Aurelio fue el primero en entrar y constatar, a dondequiera que dirigiera la vista, las señales de la incuria y del abandono.

—Una legión de fantasmas... —murmuró.

—Este puesto está abandonado desde hace años, aquí se cae todo a pedazos —le hizo eco Vatreno.

Batiato comprobó la estabilidad de una escalera que llevaba al camino de ronda y toda la estructura se vino abajo estrepitosamente.

Ambrosino parecía extraviado, casi abrumado por toda aquella desolación.

—Pero ¿de veras esperabas encontrar a alguien en este lugar? —le insistió Aurelio—. No puedo creerlo. Mira allí el gran muro: no hay ninguna insignia romana sobre esa muralla desde hace más de setenta años, ¿cómo podías esperar que pudiera sobrevivir un pequeño baluarte como este? Tú mismo puedes verlo. No hay signos de destrucción, o de resistencia armada. Simplemente se han ido, quién sabe desde hace cuánto tiempo.

Ambrosino se dirigió hacia el centro del campamento.

—Sé que todo parece carente de sentido, pero créeme: el tuego no se ha apagado, solo tenemos que reanimarlo y la llama de la libertad volverá a propagarse.

Pero ninguno parecía prestarle oídos. Meneaban la cabeza espantados, en ese silencio irreal solo roto por el leve silbido del viento, por el chirriar de los postigos en los barracones corroídos por el tiempo y por la intemperie. Despreocupado de aquel clima de desaliento, Ambrosino se acercó a lo que debía de ser el pretorio, la residencia del comandante, y desapareció en el interior.

—¿Adonde va? —preguntó Livia. Aurelio se encogió de hombros.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Batiato—. Hemos recorrido dos mil millas para nada, si no he entendido mal.

Rómulo, apartado en un rincón, parecía enfrascado en sus pensamientos, Livia no se atrevió siquiera a acercársele. Adivinaba su estado de ánimo y sufría por él.

—En vista de cómo están las cosas, no estará de más analizar con realismo la situación —comenzó a decir Vatreno.

—¿Realismo? No hay nada de realista aquí. ¡Mirad alrededor, por todos los dioses! —espetó Demetrio.

Pero no había terminado de decir esto cuando la puerta del pretorio se abrió y reapareció Ambrosino. El bullicio cesó, las miradas se concentraron en la figura hierática que aparecía de la oscuridad empuñando un objeto asombroso: un dragón de cabeza plateada, fauces abiertas de par en par, y cola de color púrpura, izado sobre un asta de la que pendía un lábaro con la leyenda

—Dios mío —murmuró Livia.

Rómulo miró fijamente la insignia, la cola recamada de escamas doradas que se movía como animada, de improviso, por un aliento vital. Ambrosino se acercó a Aurelio y le clavó en la cara dos ojos de fuego. Su rostro estaba transfigurado, sus rasgos tensos y endurecidos, como esculpidos en piedra. Le ofreció la insignia diciendo:

—Tuya es, comandante. La legión está reconstituida.

Aurelio dudó, inmóvil delante de aquella figura frágil, casi macilenta, de aquella mirada de mando en la que ardía un fuego misterioso e indomable. Luego, mientras el viento arreciaba levantando una polvareda que lo envolvía todo, alargó la mano y aferró la empuñadura del asta.

—Y ahora vamos —mandó Ambrosino—. Plántala en la torre más alta.

Aurelio miró en torno a él, miró a sus compañeros inmóviles y mudos, y acto seguido echó a andar lentamente, subió a la atalaya y plantó la insignia sobre la torre de poniente, la más alta. La cola del dragón se soltó por el empuje del viento, la boca metálica dejó oír un sonido agudo, el silbido que muchas veces había aterrorizado al enemigo en la batalla. Miró hacia abajo: los compañeros estaban formados uno al lado del otro, cuadrados haciendo el saludo militar. Y los ojos se le llenaron de lágrimas. Ambrosino habló nuevamente:

—Nos instalaremos aquí, y luego trataremos de hacer habitable este lugar: será nuestra casa durante algún tiempo. Yo mientras tanto intentaré restablecer mis contactos con las personas que conocía y que tal vez todavía viven en estos lugares, y cuando llegue el momento me presentaré en el Senado de Carvetia, si aún existe, de lo contrario convocaré al pueblo en el foro. Iré con Rómulo cuando sea llegado el momento y le presentaré al pueblo y al Senado...

—Habías prometido un ejército, al dejar esta tierra hace muchos años —dijo Vatreno—, y vuelves con un niño. ¿Qué esperas?

—Escuchad: la legión será reconstituida, los soldados dispersos acudirán en torno a esta insignia y a su emperador. Yo recordaré su profecía: «Vendrá un joven del mar meridional, llevando la espada. ¡El águila y el dragón alzarán el vuelo nuevamente sobre la vasta tierra de Britania!».

—La espada... —murmuró Aurelio inclinando la cabeza—. Yo la he perdido.

—No para siempre —respondió Ambrosino—. La reconquistarás, te lo juro.

Al día siguiente Ambrosino dejó el campamento para volver a establecer contacto con la tierra que había dejado hacía tanto tiempo. Partió solo, con su cayado de peregrino, atravesó el valle en dirección a Carvetia, y a cada paso sentía que embargaba su espíritu una profunda emoción. El aroma a hierba traído por el viento, el canto de los pájaros que saludaban la aparición del sol, la pradera que iba cubriéndose de flores amarillas y blancas, todo le retrotraía a los días lejanos de su juventud y todo le parecía de nuevo próximo y familiar, como si no hubiera dejado nunca aquellas regiones. Pero a medida que avanzaba, el sol ascendía en el cielo cada vez más esplendente recalentando el aire y haciendo brillar las aguas de los arroyos que atravesaban los campos cual cintas de plata. Veía las manadas y los rebaños Llevados a pacer por los pastores, los campesinos en los campos podaban los manzanos: la belleza de la naturaleza parecía poder vencer las desventuras que amenazaban a los destinos humanos y esto le pareció un buen presagio.

Llegó a la vista de la ciudad mediada la tarde y reconoció sobre una colina la forma para él familiar de una grande y antigua morada. El muro exterior tenía la estructura y el carácter imponente de una fortificación, pero en torno se extendían pastos y campos donde hervía la labor de los labradores y trabajadores. Algunos preparaban la tierra para la siembra; otros podaban las ramas secas de los árboles; otros también, en el lindero de un bosque, cargaban grandes troncos en los carros tirados por bueyes. En el interior de un recinto corría una yeguada, encabezada por un semental blanco de largas crines que corría a galope tendido azotando el aire con la cola.

Ambrosino entró por la puerta principal en el vasto patio al que daban los talleres de los herreros, de los herradores, de los carpinteros. A su entrada le recibieron el aroma maravilloso del pan recién horneado y el ladrar festivo de los perros. Nadie le preguntó quién era, ni qué quería, pero una mujer le alargó un pan fragante como un regalo de hospitalidad y él comprendió que nada había cambiado en aquella noble casa desde los tiempos en que había sido acogido por primera vez. Preguntó:

—¿El señor Kustennin es aún el dueño de esta casa?

—Lo es, gracias a Dios —respondió la mujer.

—Entonces, anúnciale, por favor, que un viejo amigo suyo ha vuelto de un largo destierro y que no ve llegada la hora de volver a abrazarle.

—Sigúeme —le dijo la mujer—. Te llevaré hasta él.

—No, prefiero quedarme aquí y esperarle, como conviene a un caminante que llama a la puerta pidiendo cobijo y ser recibido.

La mujer desapareció bajo la arcada y subió deprisa la escalera que conducía al piso superior de la mansión. Poco después una figura imponente se recortó contra la luz roja del crepúsculo. Un hombre de unos cincuenta años de ojos azules y sienes entrecanas, anchos hombros cubiertos por una capa negra, le miraba con una expresión insegura, tratando de reconocer al peregrino que tenía enfrente. Ambrosino fue a su encuentro:

—Kustennin, soy Myrdin Emreis, tu viejo amigo. He vuelto.

Los ojos del hombres se llenaron de alegría. Kustennin corrió a su encuentro gritando:

—¡Myrdin! —Y le estrechó largamente en un abrazo—. Cuánto tiempo —decía con la voz trémula de la emoción—. Viejo amigo, cuánto tiempo ha pasado. ¡Oh, buen Dios, cómo he podido no reconocerte a primera vista!

Ambrosino se desprendió del abrazo para mirarle a la cara, casi incrédulo de haberle reencontrado después de tantos años.

—Me han pasado todo tipo de peripecias, he padecido frío y hambre, he tenido que superar pruebas terribles, amigo mío. Por eso mi aspecto está cambiado, por eso mi cabello está completamente blanco y hasta mi voz se ha debilitado. Estoy tan contento de volver a verte, tan feliz... Tú en cambio no has cambiado en absoluto, a no ser por esas pocas canas en las sienes. ¿Y tu familia?

—Ven —dijo Kustennin—, ven a verla. Egeria y yo tenemos una hija, Ygraine, que es la niña de nuestros ojos.

Y le indicó el camino mientras subían la escalera y recorrían un pasillo hasta el aposento de las mujeres.

—Egeria —dijo Ambrosino—, soy Myrdin, ¿te acuerdas de mi? Egeria dejó el bordado en que estaba ocupada sentada cerca de una ventana y fue a su encuentro.

—¿Myrdin? No puedo creerlo. Te creía muerto desde hacía mucho tiempo. Pero esta es una verdadera merced del Señor, hemos de celebrarlo. ¡Y te quedarás con nosotros, no te irás más! —Y vuelta hacia su marido añadió—: ¿No es cierto, Kustennin? ¿No es cierto?

—Ciertamente —respondió el marido—. Estaremos encantados. Ambrosino hizo ademán de replicar, pero fue interrumpido por la repentina llegada de una niña guapísima. Los ojos azules del padre, el pelo de un rojo encendido de la madre, encantadora con su vestido de lana azul, largo hasta los pies: era Ygraine, quien le saludó con gracia.

Egeria dio enseguida órdenes a los criados de que preparasen la cena y una habitación para el huésped.

—Solo provisionalmente —dijo—. Mañana te encontraremos mejor acomodo en una zona bastante más confortable y mejor expuesta al sol.

Ambrosino la interrumpió:

—Aceptaré gustoso vuestra hospitalidad, pero no puedo establecerme con vosotros aunque lo desearía de todo corazón. No estoy

solo: he llegado con un grupo de amigos desde Italia huyendo hasta ahora de una caza implacable y sin cuartel.

—Sea quien sea que te persiga —respondió Kustennin—, aquí estás en lugar seguro y nadie se atreverá a hacerte ningún daño. Mis criados están todos armados y en caso necesario pueden convertirse en una pequeña unidad disciplinada y combativa.

—Te lo agradezco —respondió Ambrosino—. La mía es una larga historia que te contaré esta misma noche, si tienes la paciencia de escucharla. Pero ¿por qué has armado a tus criados? ¿Qué ha sido de la legión del dragón? Mis compañeros y yo estamos acampados en el viejo fuerte, pero nos ha parecido enseguida evidente que está abandonado desde hace tiempo. ¿Acaso han cambiados los acuartelamientos?

—Dios mío, Myrdin —respondió Kustennin—. La legión no existe ya desde hace muchos años, se disolvió... El rostro de Ambrosino se ensombreció.

—¿Disolvió? No puedo creerlo. Habían jurado sobre el cuerpo ensangrentado de Germán que combatirían por la libertad de nuestra patria mientras les quedara aliento. Yo no he olvidado nunca ese juramento, Kustennin. Y he vuelto para mantenerme fiel a mi promesa. Pero, entonces, hay que pensar que tampoco tú tienes ya el poder de defender esta tierra de aquellos que la oprimen. Kustennin suspiró.

—Traté durante años de mantener la dignidad consular, y mientras existió la legión de algún modo ello fue posible, aunque no faltaron quienes prefirieron infamarme tildándome de usurpador o de confundirme con otros tiranos de esta infortunada tierra. Pero luego la legión se disolvió, Wortigern terminó por corromper a buena parte del Senado y hoy domina el país con sus feroces mercenarios. Carvetia es aún una ciudad afortunada, porque Wortigern tiene necesidad de nuestras crías de caballos y de nuestro puerto y por tanto no nos ahoga. El Senado sigue reuniéndose y los magistrados ejercen, al menos en parte, su autoridad. Pero es todo cuanto queda de la libertad que Germán supo restituirle junto con el orgullo y la dignidad de quien es dueño de su destino.

—Comprendo —murmuró Ambrosino, bajando la mirada para no mostrar el descorazonamiento que le había dominado al oír aquellas palabras.

—Pero habíame de ti —insistió Kustennin—. ¿Qué has hecho en todos estos años que has faltado, y quiénes son esos amigos a los que te has referido hace un momento, y por qué los has conducido al viejo campamento atrincherado?

Egeria interrumpió la conversación anunciando que la cena estaba ya servida, y los hombres se sentaron a la mesa. Ardía un buen fuego de troncos de encina en el gran hogar, los siervos llenaban las copas de cerveza espumeante y depositaban en los platos trozos de carne asada, y todos comieron con apetito recordando los viejos tiempos. Luego, cuando fue retirada la mesa, Kustennin añadió de nuevo leña al fuego, puso en las copas un vino dulce procedente de la Galia e invitó al amigo a sentarse con él frente al hogar.

La oleada de los recuerdos, el calor de la amistad y del vino incitaban a abrir el corazón e inspiraban el placer de contar. Y Ambrosino contó su peripecia desde que hubo dejado Britania para ir en busca de ayuda ante el emperador. Era noche entrada cuando terminó su relato. Kustennin le miró a los ojos con una expresión atónita y murmuró:

—Dios omnipotente... Has traído al emperador en persona...

—Así es —respondió Ambrosino—. Y en este momento está durmiendo en ese lugar solitario, envuelto en la manta de campamento que es lo único que posee, vigilado por los hombres más nobles y valerosos que la tierra haya alumbrado jamás.