32

Rómulo se ciñó la capa en torno a los hombros manteniendo los ojos fijos en las pequeñas oscilaciones de la flecha que fluctuaba sobre el aceite indicando, misteriosamente, el polo de la Osa.[5]

—¿Has dicho la isla de los muertos? —preguntó de repente.

Ambrosino sonrió.

—Eso es lo que he dicho. Y la gente aquí le tiene mucho miedo.

—No logro entenderlo, yo creía que los muertos se iban al más allá.

—Es lo que todos nosotros creíamos. Pero ya ves, dado que nadie ha vuelto nunca del reino de los muertos para contar lo que ha visto, cada pueblo se ha hecho su propia idea de ese mundo misterioso. Dicen por estos lugares que hay un pueblo de pescadores en la costa de Armórica cuyos habitantes no pagan tributos ni están sujetos a ningún tipo de contribución porque ya cargan con una tarea muy importante: pasan las almas de los difuntos a una isla misteriosa cubierta de nieblas eternas. Y el nombre de la isla sería Avalon. Todas las noches se oye llamar a la puerta de una de las casas del pueblo y una voz queda dice: «Estamos listos». El pescador entonces se levanta y se va a la playa donde ve que su barca, pese a parecer vacía, se hunde en el agua como si estuviera cargada. La misma voz que él ha oído antes llama por su nombre a cada uno de los difuntos, para las mujeres se dice también el nombre del padre o del marido. Luego el pescador se pone al timón e iza la vela. En la oscuridad y en la niebla, él cubre en el curso de una noche un trayecto para el que sería necesaria una semana de navegación solo para la ida. A la noche siguiente se oye llamar a otra puerta y la misma voz dice entonces: «Estamos listos...».

—Dios mío —suspiró Rómulo—. Es una historia que da miedo. Pero ¿es cierta?

—¿Quién puede asegurarlo? En un cierto sentido es verdad todo aquello en lo que creemos. Sin duda, algo de cierto debe de haber en ello. Quizá la gente de ese pueblo se dedica a las antiguas prácticas de evocación de los muertos que les hacen vivir experiencias tan intensas que parecen verdaderas...

—Se interrumpió para dar indicaciones al timonel—: Más a la derecha, despacio, sí, así.

—¿Y dónde se encontrará esta isla de Avalon?

—Nadie lo sabe: tal vez en alguna parte de la costa occidental de Britania. Así se lo oía contar a un viejo druida natural de la isla de Mona.[6] Según otros, se encontraría más al norte y sería el lugar al que van los héroes después dé la muerte, como las islas Afortunadas de las que habla Hesíodo, ¿recuerdas? Tal vez habría que subir a bordo de esa barca, en ese pueblo de Armórica, para descubrir el misterio... Pero todo son hipótesis, especulaciones: el hecho es que, hijo mío, estamos rodeados de misterio.

Rómulo hizo un gesto lentamente con la cabeza como para manifestar su asentimiento a una afirmación tan seria, luego se levantó la capa hasta encima de la cabeza y buscó refugio en el interior de la nave. Ambrosino se quedó solo con su flecha para gobernar la nave en la vaga oscuridad, mientras los otros compañeros remaban sin descanso, mudos por el asombro, como suspendidos en aquella atmósfera fosca sin dimensiones y sin tiempo, donde el único contacto con la realidad era el chapotear de las olas contra la quilla. En un determinado momento Aurelio preguntó:

—¿Crees que le veremos aún?

Ambrosino se sentó al lado de él en el banco de la boga.

—¿A Wulfila? —respondió—, sí, hasta que alguien no le dé muerte.

—Volusiano nos aconsejó que fuéramos a algún lugar fuera de Britania. Parece que hay allí un verdadero nido de víboras.

—No creo que existan lugares mejores que otros en este mundo. Vamos a Britania porque hay alguien que nos espera.

—Tu profecía. ¿No es así?

—¿Acaso te sorprende?

—No lo sé. Conoces a Plinio y a Varrón, a Arquímedes y a Eratóstenes. Has leído a Estrabón y a Tácito...

—También tú, por lo que veo —observó Ambrosino no sin sorpresa.

—Eres, en suma, un hombre de ciencia —concluyó Aurelio como si no hubiera oído.

—Y un hombre de ciencia no debe creer en las profecías: no es racional, ¿no?

—No, no lo es.

—¿Y es acaso racional lo que tú has hecho? ¿Qué hay de lógico en las peripecias que has vivido en los últimos meses?

—Muy poco, en efecto.

—¿Y sabes por qué? Porque existe otro mundo, aparte del que nosotros conocemos, el mundo de los sueños, de los monstruos y de las quimeras, el mundo de los desvarios, de las pasiones y de los misterios. Es un mundo que en ciertos momentos nos roza y nos mueve a acciones que no tienen sentido, o bien, simplemente, nos hace estremecer, como un soplo de aire helado que atraviesa la noche, como el canto de un ruiseñor que surge de la sombra. No sabemos hasta dónde se extiende, si tiene límites o si es infinito, si está dentro o fuera de nosotros, si adopta las apariencias de lo real para revelarse o más bien para esconderse. Las profecías son semejantes a las palabras que un hombre dormido pronuncia en sueños. Aparentemente no tienen sentido, en realidad surgen de los abismos más recónditos del alma universal.

—Te creía cristiano.

—¿Acaso cambia la cosa? También tú podrías serlo, por cómo se manifiesta tu espíritu. En cambio, eres pagano.

—Si ser pagano significa fidelidad a la tradición de los antepasados y a las creencias de los padres, si significa ver a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Dios, si significa sentir nostalgia amargamente por una grandeza que no retornará nunca más, pues sí, soy pagano.

—Y así es también para mí. ¿Ves esta ramita de muérdago que cuelga de mi cuello? Representa el vínculo con el mundo en el que nací, con la antigua sabiduría. ¿Acaso no nos vestimos distintamente cuando pasamos de un país cálido a uno frío? Pues lo mismo

ocurre con nuestra visión del mundo. La religión es el color que nuestra alma toma según la luz a que está expuesta. Me has visto en la luz mediterránea y me verás en las tinieblas de los bosques de Britania y seré otro, recuérdalo, y no obstante el mismo. Y es inevitable que así sea. ¿Recuerdas cuando estábamos en el Rin y vosotros os pusisteis a cantar el himno al sol? Cantamos todos juntos, cristianos y paganos, porque en el esplendor del sol que reaparece después de la noche puede verse el rostro de Dios, la gloria de Cristo que arroja luz al mundo.

Pasaron así toda la noche, dándose una voz de vez en cuando para darse ánimos o remando en silencio hasta que, de golpe, la niebla comenzó a aclarar y se levantó el viento. Demetrio izó la vela y los compañeros, extenuados por el largo esfuerzo nocturno, pudieron permitirse un poco de descanso. Pero apenas comenzó a difundirse la claridad del amanecer, resonó la voz de Ambrosino.

—¡Mira! ¡Mirad todos!

Aurelio alzó la cabeza, Rómulo y Livia corrieron a la barandilla de proa, Batiato, Orosio y Demetrio dejaron las escotas para admirar la vista que se desvelaba lentamente ante sus ojos: a las primeras luces del alba, surgía de la niebla una tierra verde de prados y blanca de escolleras, azul de cielo y de mar, circundada de un rebullir de espumas, acariciada por el viento, saludada por los chillidos de millones de aves.

—¡Britania! —gritó Ambrosino—. ¡Mi tierra!

Y abrió los brazos de par en par como a una persona querida largo tiempo anhelada. Lloraba: cálidas lágrimas le regaban el rostro ascético, le hacían relucir los ojos de una luz nueva. Luego se dejó caer de hinojos y se cubrió el rostro, escondiéndolo entre las manos: se recogió en oración y en meditación delante del genio de su tierra natal, delante del viento que le traía aromas perdidos y nunca olvidados.

Los otros le miraban en un silencio cargado de emoción. Los hizo volver a la realidad el ruido de la quilla que se arrastraba sobre la pulida grava de la playa.

Solo Juba había sido transportado más allá del canal británico, porque los otros caballos los habían dejado en pago por la travesía. Aurelio le hizo descender por la estrecha pasarela mientras le acariciaba, para tenerle quieto, y lo contempló, brillante y resplandeciente como ala de cuervo al sol de aquella jornada luminosa, casi de anticipada primavera. Luego descendieron todos los demás, Batiato en último lugar, llevando a Rómulo sobre los hombros como en triunfo.

Se encaminaron hacia el norte a través de los verdes campos interrumpidos por amplias manchas de nieve de las que despuntaban aquí y allá unos azafranes purpúreos. En los setos rojos de bayas saltaban los petirrojos y parecían detenerse curiosos para mirar al pequeño cortejo que transitaba por el sendero. De vez en cuando, en medio de los grandes pastizales, se alzaban unas encinas colosales. En sus desnudas ramas brillaban las bayas doradas del muérdago.

—¿Ves? —dijo Ambrosino a su discípulo—. Ese es el muérdago, una planta sagrada para nuestra antigua religión, porque se creía que llovía del cielo. Y así también es sagrada la encina de la que viene el nombre de los antiguos sabios de la religión celta: los druidas.

—Ya lo sé —respondió Rómulo—. De la palabra griega drys, que significa «encina».

Aurelio le hizo volver a la realidad.

—Tendremos que procurarnos unos caballos lo antes posible; así, a pie, somos demasiado vulnerables.

—Tan pronto como sea posible —respondió Ambrosino—. Tan pronto como sea posible.

Reanudaron el camino. Caminaron durante todo el día, pasando a través de campos diseminados de haciendas agrícolas, de casas de madera cubierta de gruesas capas de heno. Las aldeas eran pequeñas, agrupamientos de casitas pegadas unas a otras, y a medida que se acercaba la noche de aquella corta jornada de invierno se veía el humo alzarse de los tejados y Rómulo imaginaba a las familias reunidas en torno a una pobre comida, a la tenue luz de las lucernas, para comer juntos el pan ganado con el sudor de su frente. Los envidiaba, soñaba con una vida sencilla y modesta, al amparo de la codicia de los hombres poderosos.

Antes de que cayese la noche Ambrosino se presentó solo, llevando a Rómulo de la mano, a llamar a la puerta de una casa aislada, más grande y evidentemente más rica que las vistas hasta ese momento. Allí al lado un vasto recinto reunía un rebaño de ovejas de tupido pelaje lanoso, y otra encerraba una pequeña yeguada. Salió a abrir un hombre robusto, ataviado con una capa de burda lana, el rostro enmarcado por una barba negra veteada de hilos de plata.

—Somos caminantes —dijo Ambrosino—. Otros compañeros nos esperan pasado ese seto. Venimos de ultramar y queremos llegar a las tierras del norte de donde partí hace muchos años. Me llamo Myrdin Emreis.

—¿Cuántos sois? —preguntó el hombre.

—Ocho en total. Y necesitamos caballos, si nos los puedes vender.

—Yo me llamo Wilneyr —dijo el hombre— y tengo cinco hijos, todos muy fuertes y expertos en el uso de las armas. Sí venís en son de paz, seréis recibidos como huéspedes, si venías a robarnos has de saber que os esquilaremos como a ovejas.

—Venimos en son de paz, amigo, en el nombre de Dios que un día nos juzgará. Por necesidad estamos armados, pero dejaremos las armas fuera de la puerta al entrar bajo tu techo.

—Entonces, venid. Si queréis hacer noche aquí, podréis dormir en el establo.

—Te lo agradezco —respondió Ambrosino—. No te arrepentirás.

Y mandó a Rómulo a que llamase a sus compañeros.

A la aparición de Batiato, el hombre desorbitó los ojos de asombro y retrocedió presa de un repentino espanto. Los hijos se apiñaron a su lado.

—No temáis —dijo Ambrosino—. Es solo un hombre negro. En su tierra todos son negros como él, y si un blanco llega hasta allí despierta la misma maravilla y el mismo asombro que sentís ahora vosotros. Es bueno y pacífico, aunque dotado de una fuerza descomunal. Pagaremos el doble por su cena, porque come por dos.

Wilneyr les hizo tomar asiento al amor de la lumbre y les ofreció pan y queso y cerveza, que calentó el corazón de todos.

—¿Para quién crías tus caballos? —le preguntó Ambrosino—. Los que he visto son animales de guerra.

—Lo son, en efecto. Y me los piden en número cada vez mayor porque no hay paz en esta tierra, por ninguna parte, hasta donde yo he podido conocer. Por eso no falta nunca pan en mi mesa, y tampoco carne de oveja y cerveza. Tú, que has dicho que venías en son de paz, ¿por qué quieres comprar en cambio, caballos y andas con hombres armados?

—La mía es una larga historia, y triste, por lo demás —respondió el anciano—. No bastaría toda la noche para contarla. Pero si quieres escucharla, te diré lo que pueda, porque no tengo nada que esconder sino a los enemigos que nos persiguen. Como ya te he dicho, no soy un extranjero, sino alguien nacido en esta tierra, de la ciudad de Carvetia, y fui criado por los sabios del bosque sagrado de Gleva.

—Lo he comprendido al ver lo que llevas colgado al cuello —dijo Wilneyr— y es por eso por lo que te he acogido.

—Podría haberlo robado —replicó Ambrosino con una sonrisa irónica.

—No creo. Porque tu persona, tus palabras y tu mirada dicen que ese símbolo no es usurpado. Cuenta, pues, si no estás demasiado cansado. La noche es larga y no tiene uno a menudo la oportunidad de tener huéspedes que vengan de tan lejos.

Y diciendo esto miró de nuevo a Batiato con estupor: sus ojos demasiado oscuros, sus labios demasiado gruesos, su nariz chata y su cuello de toro, sus manos enormes entrelazadas entre los muslos formidables.

Y Ambrosino contó cómo había partido muchos años atrás de su ciudad y de su bosque para pedir ayuda al emperador de los romanos, tal como le habían ordenado el héroe Germán y el general Paulino, el último defensor del gran muro. Contó sus peregrinajes y malandanzas, los días felices y las largas penalidades. Wilneyr y sus hijos le escuchaban encantados porque aquella historia era la más hermosa de cuantas habían oído hasta entonces de los bardos que iban de ciudad en ciudad, de caserío en caserío, contando las aventuras de los héroes de Britania.

Pero calló Ambrosino sobre la identidad de Rómulo, y sobre su destino, porque no era llegado aún el momento. Cuando hubo terminado era noche entrada y las llamas en el hogar comenzaban a languidecer.

—Ahora dime —preguntó a su vez Ambrosino—, ¿cómo está dividido el poder en la isla? ¿Y quién de los señores de la guerra es el más fuerte y el más temido? ¿Qué ha sido de las ciudades antaño florecientes y llenas aún de vida cuando yo las dejé?

—La nuestra es una época de tiranos —respondió gravemente Wilneyr—. Nadie está interesado en el bien del pueblo. Impera la ley del más fuerte, y no hay piedad para quien sucumbe, pero ciertamente el más famoso y el más terrible de los tiranos es Wortigern. Las ciudades se dirigieron a él para que las protegiese de los ataques de los guerreros del norte y él, en cambio, las subyugó, las sometió a pesados tributos y, aunque en algunas sobrevivan los antiguos consejos de ancianos, estos no tienen ningún poder efectivo. De hecho las ciudades cedieron la libertad a cambio de la seguridad, porque están habitadas por mercaderes que quieren la paz para poder prosperar, para enriquecerse con los intercambios y el comercio. Wortigern, por su parte, a medida que perdía el vigor de la juventud, no conseguía ya desempeñar la tarea para la que le había sido concedido un poder tan grande. Así decidió pedir ayuda a las tribus sajonas que viven en el continente, en la península de Kymre, pero el remedio fue peor que la enfermedad, y la opresión, más que disminuir, no hizo sino redoblarse. Los sajones se preocupaban solo de acumular riquezas, las arrebataban a los ciudadanos y no por eso han cesado las incursiones de los escotos y de los pictos del norte. Como perros que se disputan un hueso, todos estos bárbaros luchan los unos contra los otros por los magros despojos de lo que en otro tiempo fue un país próspero y vital y que ahora no es sino la sombra de lo que fue. Solo en los campos se sobrevive, como puedes ver, pero quizá por poco tiempo.

Aurelio, consternado, buscó los ojos de Ambrosino: ¿era aquella la tierra tanto tiempo soñada? ¿En qué era mejor que el caos sangriento del que acababan de escapar? Pero la mirada del sabio estaba más lejos, buscaba las imágenes lejanas que había dejado a sus espaldas al partir de su país. El se preparaba para volver a coser un jirón en el tiempo, una herida abierta en su historia de hombre y en la de sus gentes.

Salieron acompañados por uno de los hijos de Wilneyr, entraron en el establo donde se tumbaron exhaustos en una yacija de heno cerca de los bueyes que rumiaban tranquilos, y se entregaron al sueño. Montaban la guardia los perros que el amo había soltado de sus jaulas. Eran unos grandes masones con un collar de puntas herradas, habituados a batirse con los lobos y quizá con bestias aún peores.

Se despertaron al amanecer y tomaron leche caliente, que la esposa de Wilneyr acababa de ordeñar, y se prepararon para reanudar su viaje. Compraron un mulo para Ambrosino y siete caballos, uno de los cuales más pequeño que los otros y uno mucho mayor: un recio semental traído de Armórica para cubrir a las yeguas britanas. Cuando Batiato montó en su grupa pareció un coloso ecuestre de bronce como los que antaño ornaban los foros y los arcos de la capital del mundo.

Wilneyr contó el dinero, todo cuando le quedaba a Livia, satisfecho por el buen negocio con que había empezado la jornada, y se quedó en la puerta de la casa viéndolos partir. Habían empuñado las armas, las espadas pendientes de los cintos: a las primeras luces del alba parecían semejantes en todo a los guerreros de las leyendas. También el pálido chiquillo que los precedía en su potro hubiérase dicho un joven caudillo, y la muchacha una dríade de los bosques. ¿Al encuentro de qué empresa iba tan reducido ejército? No sabía siquiera sus nombres y sin embargo parecía conocerlos desde siempre. Levantó un brazo en señal de despedida y ellos respondieron desde lo alto de la colina por la que desfilaban ahora a paso lento, formas oscuras a la luz perlina del amanecer.

Aquella tierra tan llena de peligros no tenía sin embargo secretos para Ambrosino, como si se hubiera separado más por unos pocos días que por espacio de años y años: conocía la lengua, el paisaje, el carácter de los habitantes, sabía cómo atravesar los bosques sin perderse y sin ir a parar a los estrechos pasos que habrían podido esconder emboscadas, conocía la profundidad de los ríos y lo largo de los días, de las noches y hasta de las horas. Por los colores del cielo adivinaba el aproximarse de una tempestad o la vuelta del tiempo sereno. Los cantos de los pájaros eran para él mensajes precisos de alarma o de paz y también los troncos nudosos de los árboles le hablaban. Le contaban historias de largos inviernos nevados o de fértiles primaveras, de lluvias incesantes, de fulgores caídos del cielo. Solo una vez tuvieron que hacer frente a una amenaza: el ataque, una noche, de una banda de salteadores de caminos, pero el impacto arrollador de Batiato montando su semental armoricano, la fuerza mortífera de Aurelio y de Vatreno, los dardos de Livia, la fulgurante rapidez de Demetrio y la tranquila potencia de Orosio dieron pronto buena cuenta de los agresores que desde hacía tiempo solo sabían combatir como desvalijadores y no ya como soldados.

Así, en poco más de dos semanas de camino, la pequeña caravana atravesó casi un tercio del país, y acampó no lejos de una ciudad llamada Caerleon.

—Un nombre extraño —dijo Rómulo contemplándola desde lejos, impresionado por la extraña mezcla de imponentes arquitecturas antiguas y míseras cabanas.

—Es solo la deformación local de Castra Legionum —explicó Ambrosino—. Aquí se encontraban los campamentos de las legiones del sur, y la construcción que ves allí es cuanto queda del anfiteatro.

También Aurelio y los otros observaron la ciudad, y les producía un extraño efecto ver los vestigios de Roma tan imponente aún y sin embargo en ruinas, condenada a su destrucción.

Prosiguieron durante otras dos semanas hasta que llegaron al pie de las primeras alturas y al lindero de los más vastos bosques. Una noche, mientras estaban sentados en torno al fuego del vivaque, Aurelio pensó que había llegado el tiempo de conocer el fin último de su larga marcha, el futuro que les aguardaba en aquel extremo confín del mundo.

—¿Adonde nos dirigimos, maestro? —preguntó de improviso—. ;No crees que es justo decirlo en este momento?

—Sí, Aurelio, es justo. Vamos a Carvetia, de donde partí hace muchos años con la promesa de volver con un ejército imperial para liberar esa tierra de los bárbaros del norte y de Wortigern, un tirano que la oprimía entonces y que continúa oprimiéndola, por lo que hemos sabido, también ahora que es viejo y débil. El ansia de poder es la medicina más poderosa: mantiene con vida incluso a los moribundos.

Todos se miraron turbados.

—¿Prometiste volver con un ejército y esto es todo cuanto traes? —preguntó Vatreno señalándose a sí mismo y a sus compañeros—. ¿No crees que seremos recibidos con un coro de carcajadas? Yo pensaba que nos conducirías a un lugar tranquilo para llevar una existencia normal y corriente: me parece que nos lo hemos merecido.

—Si debo ser sincero —continuó Demetrio—, también yo esperaba algo por el estilo: un lugar fuera del mundo, en el campo, donde crear una familia, tal vez, y usar la espada solo para cortar el queso o el pan.

—Sí, un lugar así también me gustaría a mí —dijo Orosio—. Podríamos construir una pequeña aldea y vernos de vez en cuando para comer juntos y recordar las penalidades y los peligros que hemos pasado. ¿No sería algo que estaría muy bien?

También Batiato parecía de acuerdo con esta perspectiva.

—He observado que por estos lugares no han visto nunca a un negro, pero creo que se acostumbrarán: tal vez también yo podré encontrar a una muchacha que acepte vivir conmigo, ¿qué me decís?

Ambrosino levantó la mano para cortar aquellas conversaciones.

—En el norte hay todavía una legión en armas que espera al emperador: la llaman la legión del dragón, porque su insignia es un dragón de plata con la cola de púrpura que se hincha y se mueve como si estuviera viva cuando sopla el viento.

—Desbarras —dijo Aurelio—. La única legión, y la última, fue la nuestra, y como bien sabes somos sus únicos supervivientes.

—No es cierto —replicó Ambrosino—. Existe, y fue Germán quien la creó. Se hizo prometer, antes de morir, que mi gente la mantendría en armas para proteger la libertad del país hasta que yo volviera. Estoy convencido de que no pueden haber faltado a la promesa hecha a un héroe y a un santo. Sé que mis palabras parecen sin sentido, pero ¿os he engañado alguna vez, os he desilusionado en alguna ocasión desde que me conocéis?

Vatreno meneó la cabeza, cada vez más trastornado.

—¿Te das cuenta de lo que dices? Aunque fuera cierto, son ya viejos en estos momentos: tienen la barba canosa y han perdido los dientes.

—¿Tú crees? —respondió, irónico, Ambrosino—. Tienen tu edad, Vatreno, y la tuya, Aurelio. La edad de los veteranos curtidos e indómitos. Sé que todo esto os parece absurdo, pero ¡escuchadme, por el amor de Dios! Tendréis lo que deseáis. Podréis llevar una vida en paz en el lugar que yo mismo os indique. Un valle fértil y retirado, un pequeño paraíso regado por un riachuelo de aguas cristalinas, un lugar donde podréis vivir también solo de la caza o de la pesca, quedaros con las mujeres que queráis, y tratar con la tribu nómada que pasa por allí cada año con sus rebaños. Pero antes acabad vuestra labor como me prometisteis, y como le habéis prometido a este muchacho. No os pido nada más. Escoltadle hasta el campamento fortificado, que es nuestra última meta, y luego decidiréis según vuestros deseos y yo haré todo lo que esté en mis manos para secundaros.

Aurelio se dirigió a sus compañeros:

—Habéis oído todos: nuestra tarea es presentar al emperador a su legión, admitiendo que aún exista, y luego quedaremos liberados de nuestro compromiso. Podremos tal vez seguir sirviendo a sus órdenes, o bien disfrutar de un merecido licénciamiento.

—¿Y si no existe ya? —preguntó Livia, que hasta ese momento no había dicho nada—. ¿Qué haremos? ¿Le abandonaremos a su destino? ¿O nos dispersaremos, yendo cada uno por su lado, o estaremos juntos en ese lugar tan hermoso que describe Ambrosino?

—Si ya no existe, seréis libres de hacer lo que os plazca. Y también tú, hijo mío —dijo Ambrosino vuelto hacia Rómulo—. Podrás vivir con ellos si deciden quedarse, como yo espero ardientemente, y crecer en paz, convertirte en un hombre. Un pastor, quizá, o un cazador, o un agricultor, como más te guste. Pero yo estoy convencido de que Dios te ha elegido para un destino muy distinto, y que estos hombres y esta joven serán los instrumentos de tu destino como lo he sido yo. Lo que hemos pasado no ha sido casual. Y no ha sido solo por valor humano por lo que hemos ganado tantos desafíos aparentemente imposibles. Ha sido la mano de Dios, sea cual sea el Dios en el que creáis, la que nos ha guiado y nos guiará hasta el cumplimiento de sus designios.

Aurelio miró a sus compañeros, uno por uno, y miró a Livia con honda emoción, como para transmitirle con esa mirada una pasión a menudo ahogada por sus temores y por el tormento que embargaba su ánimo: de todos obtuvo una muda, inequívoca respuesta.

—No os abandonaremos —dijo entonces—. Ni antes ni después de esta descabellada expedición, y encontraremos el modo de mantener unidas nuestras vidas. Si tantas veces la muerte nos ha perdonado, justo es que llegue el día en que podamos por fin disfrutar de cuanto nos queda de vida, ya sea larga o breve.

Se puso en pie y se alejó porque no se sentía capaz de seguir controlando el tumulto de pasiones que embargaban su ánimo, pero no solo esto: desde hacía un tiempo sus pesadillas habían vuelto, las imágenes que le habían atormentado durante años, y las punzadas dolorosas en la cabeza se le presentaban cada vez con más frecuencia dificultando a veces su capacidad de expresión y de manifestar los sentimientos, sobre todo con Livia. Era como si el círculo de su vida se estuviera cerrando, como si en esa región en el confín del mundo le aguardase la rendición de cuentas con el destino y consigo mismo.

Ambrosino esperó a que el fuego se hubiera apagado y que todos se hubieran acostado y se le acercó.

—Que no decaiga tu ánimo —le dijo—. Ten fe. Y recuerda que las más grandes empresas han sido llevadas a cabo por un puñado de héroes.

—No soy un héroe —respondió sin siquiera volverse—. Y tú lo sabes.

Aquella noche nevó, y fue la última nieve de aquel invierno. De ahí en adelante marcharon a la luz del sol, bajo un cielo de nubes blancas como el manto de los corderos que salían por primera vez con sus rebaños a pacer. Los cerros expuestos al mediodía se cubrían cada día que pasaba de violetas y de margaritas. Por último, un buen día Ambrosino se detuvo al pie de una colina y se apeó de su mula. Tomó su cayado de peregrino y avanzó a pie, ante la mirada de todos, hasta la cima. Luego se volvió y gritó:

—¡Venid! ¿A qué esperáis? ¡Vamos, corred!

Fue Rómulo el primero en alcanzarle, sudoroso y jadeante, y a continuación Livia y Aurelio y Vatreno y luego los demás. Delante de ellos, a algunas millas de distancia, el gran muro se extendía como un poderoso cerco de piedra desde un extremo a otro del horizonte, jalonada de torres y castros. Debajo y a su derecha, a no mucha distancia, brillaban las aguas de un pequeño lago, límpidas y transparentes como el aire, en el centro del cual podía distinguirse un escollo verde de musgo. En el fondo, a oriente, la cima de una montaña aún cubierta de nieve y, sobre un roquedo, un campamento atrincherado. Ambrosino contempló embelesado aquel soberbio espectáculo: su mirada se paseó por la inmensa fortificación serpenteante que unía un mar con el otro, luego se posó en el lago, en la cima de la montaña y, por último, en el campamento atrincherado, gris al igual que la roca, y dijo:

—Hemos llegado, hijo mío, amigos míos, nuestro viaje ha terminado. He aquí el gran muro que atraviesa todo el país, y allí está el Mons Badonicus, y, aquí a nuestros pies, el Lacus Virginis, el lago de la doncella, que se decía habitado por una ninfa de las aguas. Y allí, excavado en el cuerpo de aquel roquedo, el campamento de la última legión de Britania. ¡La fortaleza del dragón!